–¿O sea que seguimos combatiendo?
–Hasta la Parusía, hasta el fin del mundo, pues siempre ha de haber herejes, cismáticos y sacrílegos.
Los santos Padres y los Concilios afirman la verdad católica y combaten los errores contrarios. Ésa es la norma tanto en Oriente como en Occidente. A veces cumplen las dos funciones en una misma obra. Lo hacen en otras ocasiones, por ejemplo, San Atanasio, en libros distintos: De Incarnatione, uno, Contra Arianos, otro. De este modo el mismo misterio de la fe es considerado en positivo y en negativo.
La historia nos muestra que muchos Concilios se reunieron para condenar herejías o reprobar herejes. El I Concilio de Constantinopla, ecuménico (381), en su canon 1º, «anatematiza toda herejía, y en particular la de eunomianos o anomeos, la de arrianos o eudoxianos, la de semiarrianos o pneumatómacos, la de sabelinos, marcelianos, fotinianos y apolinaristas». Se trataba de herejías entonces activas.
Es además tan frecuente en los Concilios reiterar las condenaciones de las herejías pasadas, que el papa Gelasio I (492-496) prohibe esa costumbre: «¿Acaso nos es lícito desatar lo que fue ya condenado por los venerables Padres y volver a tratar los criminales dogmas por ellos arrancados» (Cta. al Ob. Honorio). En todo caso, como las herejías siguen produciéndose al paso de los siglos, aunque a veces solo sean reformulaciones de antiguos errores, una y otra vez los Papas y los Concilios han de pronunciarse contra Orígenes, contra Prisciliano, contra los errores de beguardos y beguinas, etc. Simplemente: el número de condenaciones es igual al número de herejías.
Recordemos en esto que el papa Juan Pablo II, al presentar el Catecismo de la Iglesia Católica, publicó una constitución apostólica, Fidei depositum, que se iniciaba con las siguientes palabras: «Guardar el depósito de la fe es la misión que el Señor confió a su Iglesia y que ella realiza en todo tiempo» (11-X-1992).
Pues bien, si la Iglesia, como dice el Vaticano II, fundamenta su Magisterio siempre en la Biblia y en la Tradición (DV 7-10), ha de observar y observa fielmente esta norma tradicional. El Papa y los obispos, los sacerdotes y teólogos, todos los fieles, cada uno en su modo y medida, han de confesar la fe católica y han de combatir los errores contrarios.
Han de ser combatidos de modo especial «los errores contemporáneos» . Es cierto que también las herejías del pasado, al menos las principales, mantienen siempre alguna vigencia o peligro, y deben ser rechazadas. Pero, sin duda, la mayor virulencia del error suele darse en cada época en los errores presentes, en buena parte a causa de su fascinante novedad. Los errores, cuando se hacen viejos, pierden mucho de su peligroso atractivo. Por eso, todos los fieles, y muy especialmente Obispos, teólogos y párrocos, han de estar vigilantes para apagar cuanto antes el fuego herético que pueda encenderse en algún lado, para evitar que se extienda y haga un gran incendio. Si dejan que el fuego se extienda y se haga cada vez más fuerte, puede llegar un momento en que ya el incendio no pueda ser combatido, y solo termine y se apague por sí mismo, cuando todo haya sido arrasado y no quede ya nada por consumir.
Podemos recordar el ejemplo de San Agustín (354-430). El santo Doctor, Obispo de Hipona –una pequeña diócesis del norte de África–, combatió con todas sus fuerzas los errores que en sus años amenazaban la verdad católica. En una época en que las noticias se difundían mucho más lentamente que hoy, él combatió, por ejemplo, muy duramente contra los errores que estaba difundiendo, especialmente en Roma, el monje irlandés Pelagio, estrictamente contemporáneo suyo (354-427).
Y así lo hizo, asistido por Dios, para bien de la Iglesia, aunque aquellos errores sobre el pecado original y la necesidad de la gracia sobrenatural fueran en un principio aprobados por el Obispo de Jerusalén, por el de Cesarea, por el sínodo de Dióspolis (415), e incluso por el papa Zósimo. Todos éstos, quizá mal informados, no habían descubierto todavía la gravísima malicia del pelagianismo, cuando, por otra parte, la Iglesia no había formulado aún una doctrina dogmática clara y precisa sobre esos temas. Y ejemplos como éste podrían multiplicarse indefinidamente. La impugnación de los errores presentes es un dato unánime de la Tradición católica.
Todos los santos combatieron los errores de su tiempo, al menos aquellos que por su misión dentro de la Iglesia estaban especialmente comprometidos a librar esa lucha. Todos combatieron los errores y las desviaciones morales de su tiempo, atrayendo frecuentemente sobre sí muy graves penalidades, persecuciones, exilios, cárcel, muerte. Fueron, pues, mártires de Cristo, ya que dieron en el mundo y en la Iglesia «el testimonio de la verdad» con todas sus fuerzas: sin «guardar su vida» cautelosamente; sin tener a veces el apoyo de los demás Obispos; sin esperar la declaración de un Concilio –aunque ellos lo promovían cuando era preciso–; faltos en ocasiones de la misma confortación del Obispo de Roma.
En el año 359, después de los conciliábulos de Rímini y Seleucia, escribe espantado San Jerónimo: «ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est» (Adv. Lucif.). En ese tiempo, efectivamente, el arrianismo, negando la divinidad de Jesucristo, había invadido gran parte de la Iglesia. Y en aquella crisis, una de las más graves de la historia de la Iglesia, fue decisivo el testimonio de la fe católica dado por unos pocos, como el Obispo de Poitiers, San Hilario (315-368) y San Atanasio (295-373), Obispo de Alejandría (328-373), que cinco veces se vió expulsado de su sede por los arrianos (335-337, 339-346, 356-363, 363, 365-366), habiendo de sufrir destierro, violencias, calumnias, desprestigios y toda clase de sufrimientos físicos y morales. Fueron fieles discípulos del Maestro crucificado y de los Apóstoles mártires. No se vieron frenados en su celo pastoral ni por personalidades fascinantes, ni por Centros teológicos prestigiosos, ni por príncipes o emperadores, ni por levantamientos populares. Y gracias a su martirio –gracias a Dios, que los sostuvo– la Iglesia Católica permanece en la fe católica.
El Oficio de lectura de la Liturgia de las Horas, en el Propio de los Santos, da una mínima biografía de cada uno. Y merece la pena señalar que, cuando trata sobre todo de santos pastores o teólogos, casi siempre recuerda, como mérito destacado, que «combatieron los errores de su tiempo». Los cito abreviadamente, y compadeciéndome de los lectores, 1º-divido el texto en cuatro cómodos párrafos, que abarcan cada uno cinco siglos y 2º-declaro no obligatoria su lectura. (Y todavía habrá alguno que se queje).
San Justino (+165; 1-VI), «escribió diversas obras en defensa del cristianismo… Abrió en Roma una escuela donde sostenía discusiones públicas. Fue martirizado». –San Ireneo (+200; 28-VI), obispo y mártir, autor de Adversus hæreses, «escribió en defensa de la fe católica contra los errores de los gnósticos». –San Calixto I (+222; 14-X), antiguo esclavo, Papa y mártir, «combatió a los herejes adopcionistas y modalistas». –San Antonio Abad (+356; 17-I), padre de los monjes, apoyó «a San Atanasio en sus luchas contra los arrianos». –San Hilario (+367; 13-I), obispo y doctor de la Iglesia, «luchó con valentía contra los arrianos y fue desterrado por el emperador Constancio». –San Atanasio (+373; 2-V), obispo y doctor de la Iglesia, «peleó valerosamente contra los arrianos, lo que le acarreó incontables sufrimientos, entre ellos varias penas de destierro». –San Efrén (+373; 9-VI), diácono y doctor de la Iglesia, fue «autor de importantes obras, destinadas a la refutación de los errores de su tiempo». –San Basilio (+379; 2-II), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió a los arrianos». –San Cirilo de Jerusalén (+386; 18-III), obispo y doctor de la Iglesia, «por su actitud en la controversia arriana, se vio más de una vez condenado al destierro… [pues] explicaba a los fieles la doctrina ortodoxa, la Sagrada Escritura y la Tradición». –San Eusebio de Vercelli (+371; 2-VIII), obispo, «sufrió muchos sinsabores por la defensa de la fe, siendo desterrado por el emperador Constancio. Al regresar a su patria, trabajó asiduamente por la restauración de la fe, contra los arrianos». –San Dámaso (+384; 11-XII), Papa, «hubo de reunir frecuentes sínodos contra los cismáticos y herejes». –San Ambrosio (+397; 7-XII), obispo y doctor de la Iglesia, «defendió valientemente los derechos de la Iglesia y, con sus escritos y su actividad, ilustró la doctrina verdadera, combatida por los arrianos». –San Juan Crisóstomo (+407; 13-IX), obispo y doctor de la Iglesia, en Constantinopla, se esforzó «por llevar a cabo una estricta reforma de las costumbres del clero y de los fieles. La oposición de la corte imperial y de los envidiosos lo llevó por dos veces al destierro. Acabado por tantas miserias, murió [desterrado] en Comana, en el Ponto». –San Agustín (+430; 28-VIII, obispo y doctor de la Iglesia, «por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos contribuyó en gran manera a una mayor profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo». –San Cirilo de Alejandría (+444; 27-VI, obispo y doctor de la Iglesia, «combatió con energía las enseñanzas de Nestorio y fue la figura principal del Concilio de Éfeso». –San León Magno (+461; 10-XI), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió valientemente por la libertad de la Iglesia, sufriendo dos veces el destierro».
–San Hermenegildo (+586; 13-IV) «es el gran defensor de la fe católica de España contra los durísimos ataques de la herejía arriana… Su verdadera gloria consiste en haber padecido el martirio por negarse a recibir la comunión arriana y en ser, de hecho, el primer pilar de la unidad religiosa de la nación». –San Martín I (+656; 13-III), Papa y mártir, «celebró un concilio en el que fue condenado el error monotelita. Detenido por el emperador Constante el año 653 y deportado a Constantinopla, sufrió lo indecible; por último fué trasladado al Quersoneso, donde murió». –San Ildefonso (+667; 23-I), obispo de Toledo, hizo «una gran labor catequética defendiendo la virginidad de María y exponiendo la verdadera doctrina sobre el bautismo». –San Juan Damasceno (+mediados VIII; 4-XII), doctor de la Iglesia, «escribió numerosas obras teológicas, sobre todo contra los iconoclastas».
–San Romualdo (+1027; 19-VI), abad, «luchó denodadamente contra la relajación de costumbres de los monjes de su tiempo». –San Gregorio VII (+1085; 25-V), Papa, trabajó «en la obra de reforma eclesiástica… con gran denuedo… Su principal adversario fue el emperador Enrique IV. Murió desterrado en Salerno». –San Anselmo (+1109; 21-IV), obispo y doctor de la Iglesia, «combatió valientemente por la libertad de la Iglesia, sufriendo dos veces el destierro». –Santo Tomás Becket (+1170; 29-XII), obispo y mártir, «defendió valientemente los derechos de la Iglesia contra el rey Enrique II, lo cual le valió el destierro a Francia durante seis años. Vuelto a la patria, hubo de sufrir todavía numerosas dificultades, hasta que los esbirros del rey lo asesinaron». –San Estanislao (+1079; 11-IV), obispo y mártir, «fue asesinado por el rey Boleslao, a quien había increpado por su mala conducta». –Santo Domingo de Guzmán (+1221; 8-VIII), fundador de la Orden de Predicadores, «con su predicación y con su vida ejemplar, combatió con éxito la herejía albigense». –San Antonio de Padua (+1231; 13-VI), doctor de la Iglesia, se dedicó a la predicación, «convirtiendo muchos herejes». –San Vicente Ferrer (+1419; 5-IV), «como predicador recorrió muchas comarcas con gran fruto, tanto en la defensa de la verdadera fe como en la reforma de costumbres». –San Juan de Capistrano (+1456; 23-X), sacerdote de los Frailes Menores, hizo su apostolado por toda Europa, «trabajando en la reforma de costumbres y en la lucha contra las herejías». –San Casimiro (+1484; 4-III), hijo del rey de Polonia, fue «gran defensor de la fe».
–San Juan Fisher (+1535; 22-VI), obispo y mártir, «escribió diversas obras contra los errores de su tiempo». –Santo Tomás Moro (+1535; 22-VI), «escribió varias obras sobre el arte de gobernar y en defensa de la religión». Igual que San Juan Fisher, por oponerse a los errores y abusos del rey Enrique VIII, fue decapitado en 1535. –San Pedro Canisio (+1597; 21-XII), doctor de la Iglesia, «destinado a Alemania, desarrolló una valiente labor de defensa de la fe católica con sus escritos y predicación». –San Roberto Belarmino (+1621; 17-IX), obispo y doctor de la Iglesia, «sostuvo célebres disputas en defensa de la fe católica [frente a los protestantes] y enseñó teología en el Colegio Romano». –San Fidel de Sigmaringa (+1622; 24-IV): «la Congregación de la Propagación de la Fe le encargó fortalecer la recta doctrina en Suiza. Perseguido de muerte por los herejes, sufrió el martirio». –San Pedro Chanel (+1841; 28-IV), misionero: «en medio de dificultades de toda clase, consiguió convertir a algunos paganos, lo que le granjeó el odio de unos sicarios que le dieron muerte». –San Pío X (+1914; 21-VIII), «tuvo que luchar contra los errores doctrinales que en ella [la Iglesia] se infiltraban». Y a esta desmesurada lista aún habría que añadir muchísimos nombres, como el de –San Francisco de Sales (+1622), y sus «Controversias» con los calvinistas, el nombre de –Bto. Pío IX (+1878), autor del Syllabus, «o colección de errores modernos».
Por tanto, es una vergüenza que haya católicos hoy que se avergüencen de los defensores de la fe. Aquellos círculos de la Iglesia de nuestro tiempo, sean teológicos, populares o episcopales, que sistemáticamente descalifican y persiguen a los maestros católicos que hoy defienden la fe de la Iglesia y que combaten abiertamente las herejías, deben enterarse de que se sitúan fuera de la tradición católica y contra ella. Deben saber que en la guerra que hay entre la verdad y la mentira, aunque no lo pretendan conscientemente, ellos, muy moderados, se ponen del lado de la mentira y son los adversarios peores de los defensores de la verdad, pues dejan a éstos como si fueran fanáticos. Incluso cuando esos mismos moderados, en el mejor supuesto, estén entre quienes predican la verdad, también hacen daño, porque no impugnan públicamente los errores.
También hoy, sin embargo, la Iglesia tiene hijos que confiesan la fe y combaten las herejías y todas las desviaciones cismáticas o sacrílegas. Aunque sea en forma muy aleatoria e incompleta, me vienen a la memoria ejemplos muy valiosos. En primer lugar, siempre los Papas: Pío XII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI; pero también Obispos como el Card. Siri (Getsemaní), Ratzinger (Informe sobre la fe); teólogos como Cornelio Fabro, Battista Mondin, Alfredo Sáenz, Horacio Bojorge, José Antonio Sayés; historiadores como Jean Dumont, Ricardo de la Cierva; laicos muy cultos y valientes, como Dietrich von Hildebrand (El Caballo de Troya), Romano Amerio (Iota unum), Francisco Canals, Alberto Caturelli, Vittorio Messori, George Weigel (El coraje de ser católico), Michael O’Brien (El Padre Elías)… Es el Espíritu Santo quien los ha iluminado y fortalecido en la fe verdadera y en la caridad eclesial, para que den al mundo el testimonio de la verdad.
José María Iraburu, sacerdote
(43) Confesores de la fe, que combaten los errores de su tiempo »
–Es usted implacable.
–Si un cristiano no defiende la fe católica con todas sus fuerzas, pudiendo hacerlo, es que no tiene vergüenza.
La disidencia teológica posterior al Vaticano II se inaugura sobre todo después de la Humanæ vitæ (1968). No voy a describir aquí la crisis de la Humanæ vitæ, ni tampoco quiero recordar la posición lamentable que mantuvieron entonces algunas Conferencias episcopales. Solo traeré como ejemplo un caso, el de Washington, especialmente significativo. George Weigel, famoso por su biografía de Juan Pablo II, cuenta detalladamente cómo se vivió la crisis en esa archidiócesis de Estatos Unidos, y concretamente en su Catholic University of America, donde, ya antes de publicarse la encíclica, se había centrado la impugnación habitual del Magisterio (El coraje de ser católico, Planeta, Barcelona 2003,73-77).
«Tras varios avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O’Boyle, sancionó a diecinueve sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal O’Boyle variaron de sacerdote a sacerdote, pero incluían la suspensión del ministerio en varios casos». Los sacerdotes apelaron a Roma, y la Congregación del Clero, en abril de 1971, recomendó «urgentemente» al arzobispo de Washington que levantara las aludidas sanciones, sin exigir de los sancionados una previa retractación o adhesión pública a la doctrina católica enseñada por la encíclica. Esta decisión, inmediatamente aplicada, fue precedida de largas negociaciones entre el Cardenal O’Boyle y la Congregación romana.
«Según los recuerdos de algunos testigos presenciales –sigue Weigel–, todos los implicados [en la negociación] entendían que Pablo VI quería que el “caso Washington” se zanjase sin retractación pública de los disidentes, pues el papa temía que insistir en ese punto llevara al cisma, a una fractura formal en la Iglesia de Washington, y quizá en todo Estados Unidos. El papa, evidentemente, estaba dispuesto a tolerar la disidencia sobre un tema respecto al que había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada».
Primero fue la disidencia tolerada. Casos como éste, y muchos otros análogos producidos sobre otros temas en la Iglesia Católica, enseñaron a los Obispos, a los Rectores de seminarios y de Facultades teológicas, así como a los Superiores religiosos, que en la nueva situación creada no era necesario aplicar las sanciones previstas en la ley canónica a quienes en docencia, predicación o catequesis se opusieran al Magisterio apostólico de la Iglesia (Código de Derecho Canónico c.1371). Más aún, todos entendieron que era positivamente inconveniente defender del error al pueblo cristiano, aplicando estas sanciones, pues ello ocasionaría escándalos o al menos tensiones y conflictos en la convivencia eclesial.
También los teólogos aprendieron con estos acontecimientos que era posible impugnar públicamente temas graves de la doctrina católica sin que ello trajera ninguna consecuencia negativa. La presunta licitud de la disidencia corrió por los ambientes universitarios y pastorales de la Iglesia como una buena nueva.
Yo conocí personalmente en ese tiempo el caso de un profesor de teología moral que, al publicarse la encíclica Humanæ vitæ, resolvió en conciencia abandonar la enseñanza en su Facultad de Teología. Pero poco más tarde decidió continuar en la docencia, al comprobar que estaba permitido disentir públicamente de la doctrina de la Iglesia.
Poco después vino la disidencia privilegiada. Al menos dentro de ciertos límites, la disidencia teológica pasa muy pronto de ser tolerada a ser privilegiada en muchos medios eclesiales. En ellos es difícil que un teólogo sea prestigioso si no disiente más o menos, siquiera en algo, de «la doctrina oficial» de la Iglesia. El teólogo fiel a la doctrina de la Iglesia es allí estimado como seguidor de una teología caduca, superada, meramente repetitiva, ininteligible para el hombre de hoy, creyente o incrédulo. Por el contrario, el haber tenido «conflictos con la Congregación de la Fe, el antiguo Santo Oficio», marca en el curriculum de los autores un punto de excelencia.
P. Bernard Haring
El P. Häring (1912-1998), por citar el ejemplo de un disidente próspero, se jubiló como profesor de la Academia Alfonsiana en 1987. Todavía en 1989, exigía que la doctrina católica sobre la anticoncepción se pusiera a consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» (Ecclesia 1989, 440-443). Y aún tuvo ánimo, en edad tan avanzada, para arremeter con todas sus fuerzas contra la encíclica Veritatis splendor (1993), especialmente en lo que ésta se refiere a la regulación de la natalidad: «no hay nada […] que pueda hacer pensar que se ha dejado a Pedro la misión de instruir a sus hermanos a propósito de una norma absoluta que prohibe en todo caso cualquier tipo de contracepción» (The Tablet 23-X-1993). En la conmovedora página-web que la Academia Alfonsiana dedica a Bernard Häring como memorial honorífico, mientras se escucha el canon de Pachelbel, puede conocerse que a este profesor «le llovieron honores y premios» de todas partes, y que «es considerado por muchos como el mayor teólogo moralista católico del siglo XX».
Otro caso notable de disidente próspero es el de E. Schillebeeckx, que, después de ser amonestado por la Congregación de la Fe en varias ocasiones (1979, 1980, 1986), publica años más tarde una antología de sus errores en el libro Soy un teólogo feliz (Sociedad Educación Atenas, Madrid 1994).
Y donde se permite la disidencia, se persigue la ortodoxia. Ésta es una norma que no falla: la vemos aplicada siempre. Tiempos recios en la historia de la Iglesia, en los que «teólogos» dura y largamente enfrentados con el Magisterio apostólico son considerados por muchos como los mejores del siglo. Tiempos recios, en los que la fidelidad estricta a la doctrina católica puede llegar a ser una condición desfavorable o excluyente para enseñar en un Seminario o en una Facultad del Occidente ilustrado. «Tiempos recios», en la expresión de Santa Teresa.
¿Cómo está la Iglesia católica allí donde servir a la verdad de la fe y defenderla es para los teólogos sumamente arduo y peligroso, mientras que callar discretamente ante errores y abusos es condición para «guardar la propia vida» académica en la paz y la estima general? Un cierto grado de disidencia o al menos de tolerancia activa o pasiva hacia teologías disidentes ha sido durante decenios un pasaporte absolutamente exigido en muchos medios académicos. Y por supuesto, en las Iglesias enfermas de disidencia liberal, sufren ese mismo calvario los Obispos, presbíteros, los religiosos y los laicos, que son fieles a la ortodoxia católica.
¿Cómo está la Iglesia allí donde un grupo de laicos que crea en la doctrina católica sobre Jesucristo, la Virgen, los ángeles, la Providencia, la anticoncepción, el Diablo, etc., y se atreva incluso a «defender» estas verdades agredidas por otros, sea marginado, perseguido y tenido por integrista?… Describir aquí, por ejemplo, el calvario inacabable que en algunas Diócesis pasan ciertos grupos de laicos que pretenden difundir, según es voluntad de la Iglesia, los medios lícitos para regular la natalidad, excede nuestro ánimo. Se ven duramente resistidos, marginados, calumniados. Mientras otras obras, quizá mediocres y a veces malas, son potenciadas, ellos están desasistidos y aparentemente ignorados por quienes más tendrían que apoyarles. Es norma fija: donde se valora la disidencia, se persigue la ortodoxia.
Existe hoy una teología que no es teológica. Puede un profesor de teología –se dicente «teólogo»– discurrir sobre temas teológicos, escribir y hablar de ellos con erudición y con terminología teológica y, sin embargo, no hacer realmente teología. En efecto, la teología es obra que la razón produce a la luz de la fe (ratio fide illustrata), y que «se apoya, como fundamento perdurable, en la Escritura unida a la Tradición» (Vat.II, Dei Verbum 24). Y «la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia están unidos de tal modo que ninguno puede subsistir sin los otros» (ib. 10). Eso significa que no es propiamente teología aquella «teología» que desarrolla su pensamiento al margen o en contra de Escritura, Tradición y Magisterio apostólico. Podrá ser teodicea, teología protestante –el libre examen luterano– o simplemente ideología. Y es posible, incluso, que la palabra gnosis sea la más indicada para referirse a ella.
Ambigüedades y eufemismos. La disidencia actual respecto a la doctrina de la Iglesia algunas veces es patente, pero con más frecuencia la disidencia se expresa en modos ambiguos, eufemísticos, indirectos, implícitos. Los ejemplos podrían multiplicarse. En una Asamblea católica del más alto nivel, el Grupo B declara: «El Grupo se adhiere sin reservas a la Humanæ vitæ, pero cree que haría falta superar la dicotomía entre la rigidez de la ley y la ductilidad de la pastoral». Traducido: el Grupo no se adhiere a la encíclica aludida, o se adhiere con hartas reservas, y aconseja o exige que se ponga fin a la dura intransigencia de la doctrina conyugal católica.
Una cosa es lo que se dice, y otra lo que se quiere decir, que es lo que de hecho va a ser entendido por el oyente o lector. Pondré otro ejemplo, esta vez sobre el tema delicadísimo de la historicidad de los Evangelios. Un eminente exegeta, dice en una entrevista: «Llegué a la conclusión de que, si bien los Evangelios no son históricos en el sentido moderno de la historia, sin embargo resulta imposible, sin ignorar una serie de evidencias, contradecir la verdad histórica del mensaje de Cristo».
Que el sentido de la historia no es el mismo en Jenofonte y en Toynbee, pongamos por caso, es una afirmación obvia. Ha de suponerse, pues, que lo que quiere decir este eclesiástico eminente no va por ahí. ¿No interpretarán los lectores, según eso, que a su entender los Evangelios no son históricos, aunque su mensaje sí lo es? Es decir, ¿no estará diciendo que no son históricos los hechos que los Evangelios narran, o buena parte de ellos, sino el mensaje que por ellos se transmite?… El tal exegeta no tendrá, pues, razón para enojarse si muchos interpretan de este modo sus palabras, que serían ciertamente contrarias a la doctrina de la Iglesia, pues ésta «ha defendido siempre la historicidad de los Evangelios» (Vaticano II, Dei Verbum 19; Catecismo 126; 514-515). No podrá alegar que sus palabras han sido objeto de una interpretación temeraria o abusiva.
En la antigüedad cristiana los errores se proponen con ingenua claridad. No existiendo todavía un cuerpo doctrinal católico bien definido, hay una correspondencia patente entre lo que dicen quienes los difunden y lo que piensan. A medida, por el contrario, que la doctrina católica se va definiendo más y más, aquellos que contrarían la doctrina de la Iglesia –como los jansenistas o los modernistas– se ven obligados a expresar su pensamiento con palabras mucho más cautelosas y encubiertas. Hoy, pues, los errores rara vez son expresados en forma patente. Casi siempre se difunden a través de un lenguaje deliberadamente impreciso, ambiguo y eufemístico, en el que quizá podría ser aceptable lo que se dice, pero no lo que se quiere decir, que es lo que realmente se dice.
No es, por lo demás, ninguna novedad que los lobos se vistan «con piel de oveja» (Mt 7,15). Pero el Señor y sus Apóstoles nos tienen ya muy avisados: «son falsos apóstoles, que proceden con engaño, haciéndose pasar por apóstoles de Cristo. Su táctica no debe sorprendernos, porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2Cor 11,13-14).
José María Iraburu, sacedote
fonte:reforma o apostasía