quinta-feira, 10 de abril de 2014

Los hijos del Concilio y los hijos de los Concilios


“No hay árbol bueno que pueda dar fruto malo, ni árbol malo que pueda dar fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto: no se cosechan higos de los espinos, ni se recogen uvas de las zarzas”
(Lc 6,43).
La Iglesia ha recibido de Dios el don de una túnica multicolor, como la que recibió José de su padre Jacob. Y fueron los mismos hermanos los que sintieron envidia por tan bello don, y vendieron a su hermano José a los amalecitas, con los que tenían comercio a pesar de ser temibles rivales y enemigos.

Si la Iglesia no fuese multi-color, se ahogaría en su propia mono-tonía. No es sensato ni constructivo por tanto que nos lamentemos de esta variedad interna de la Iglesia. Cierto que hay colores que combinan mal entre sí; pero formando parte de una misma túnica, será la misma fuerza de la luz la que suavizará sus estridencias y los hará compatibles.

En este momento hay tensión entre los que se llaman a sí mismos “Hijos del Concilio” (se refieren al Vaticano II): los que habiendo entendido este concilio como una ruptura con el pasado, han tirado más de su onda expansiva, que del propio concilio, es decir de las Actas conciliares. En el otro extremo de la cuerda están los que ven a la Iglesia como una continuidad a lo largo de toda su historia: no la Iglesia de un solo momento, de un solo color, de un solo carisma, de un solo tono. Ven a la Iglesia de todos los concilios, la que a lo largo de sus veinte siglos de existencia ha ido enriqueciendo y afianzando el depósito de la Fe mediante su Magisterio.