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Ofrecemos nuestra traducción al español de una interesante entrevista que Monseñor Nicola Bux ha concedido a la redacción del blog Disputationes Theologicae.
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Monseñor, usted es profesor de teología sacramental y es también considerado uno de los expertos de liturgia más cercanos al Papa, ¿un signo de que no se puede hablar de liturgia sin doctrina?
Como se sabe, la liturgia pertenece al dogma de la Iglesia. Todos saben que de la fe de la Iglesia se llega a la liturgia, y de la oración nos remontamos al dogma. Todos conocen el adagio lex orandi, lex credendi. A partir del modo de orar se comprende en qué creemos, pero es también del modo de creer de donde deriva el modo de orar. Es lo que ha sido retomado y sabiamente desarrollado por la encíclica Mediator Dei del venerable Siervo de Dios Pío XII.
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Ahora, incluso los más tenaces partidarios de una “revolución permanente” en la liturgia, parecen ceder frente a las sabias argumentaciones del Papa, de las cuales hay un eco clarísimo en su libro. ¿Estamos frente a una nueva (o antigua, si se prefiere) visión de la liturgia?
La liturgia es, esencialmente, de institución divina, se basa en partes inmutables queridas por su Divino Fundador. Precisamente en razón de este fundamento, se puede afirmar que la liturgia es de “derecho divino”. Los orientales, no por casualidad, usan el término “Divina liturgia” ya que ésta es obra de Dios, “opus Dei”, dice san Benito. La liturgia no es algo humano. En el documento conciliar sobre la liturgia, en el n. 22 § 3, se dice claramente que nadie, aunque sea sacerdote, puede añadir, quitar o cambiar alguna cosa en la liturgia. ¿El motivo? La liturgia pertenece al Señor.
Durante la Cuaresma, hemos leído los pasajes del Deuteronomio en los cuales Dios mismo establece incluso el mobiliario para el culto; en el Nuevo Testamento, es Jesús mismo que dice a los discípulos donde preparar la cena. Dios tiene el derecho de ser adorado como Él quiere y no como queremos nosotros. De lo contrario, caemos en un culto “idolátrico”, en el sentido propio del término griego, es decir, un culto hecho a nuestra imagen. Cuando la liturgia refleja los gustos y las tendencias creativas del sacerdote o de un grupo de laicos, se hace “idolátrica”. El culto católico es en espíritu y en verdad porque está dirigido al Padre, en el Espíritu Santo, pero debe pasar por Jesucristo, debe pasar por la Verdad. Por eso, es necesario redescubrir que Dios tiene el derecho de ser adorado como Él ha establecido.
Las formas rituales no son algo para “interpretar”, ya que ellas son el resultado de la fe pensada y convertida, en cierto sentido, en cultura de la Iglesia. La Iglesia se ha preocupado siempre de que los ritos no fueran el producto de gustos subjetivos sino la expresión de la Iglesia entera, es decir, “católica”. La liturgia es católica, universal. Por lo tanto, incluso con ocasión de una celebración particular o en un lugar particular, no se puede pensar en celebrar en contraste con la fisonomía “católica” de la liturgia.
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Lamentablemente, estamos frente a una actitud del clero que, aún sin negar abiertamente la eficacia de los sacramentos, descuida frecuentemente el aspecto así llamado del “ex opere operato” del sacramento, que, de ese modo, queda reducido casi a un simple “símbolo”. ¿La causa está, tal vez, en la pérdida de la “ritualidad” tradicional?
La causa de esto es, en primer lugar, el olvidar que el culto se hace a un Dios presente, a un Dios operante, y no a un Dios imaginario; que se hace al Señor Jesús. El n. 7 de Sacrosanctum Concilium nos explica también los modos de esta presencia. Ese punto está tomado casi por completo de la Mediator Dei (con el añadido de la presencia en la Palabra). Allí se explica claramente que la liturgia tiene su razón de ser en que Dios está presente; de lo contrario, se convierte en autorreferencial, se vuelve vacía.
El olvido, la infravaloración, de la presencia del Señor, principalmente en la Eucaristía, donde está presente verdadera, real y sustancialmente, es causa del descuido del que usted habla. Con este descuido se llega a definir la liturgia como conjunto de símbolos, signos, como hoy se oye decir; en este contexto, “signo” es entendido sólo como “lo que refiere a otra cosa”, no está la idea de que el signo es todo uno con aquello que significa. Aquí se entra en el sacramento. Cuando este aspecto se pierde, los sacramentos son reducidos a simples símbolos, no se habla más de “eficacia”, de los efectos que producen; no es más el Señor que “hace”, que “obra”, por medio de los sacramentos. Este es el significado de la expresión clásica “ex opere operato”, un poco extraña, pero que significa la operatividad del sacramento a partir de Aquel que en él obra.
Daré el ejemplo de un medicamento: en la apariencia, ves una ampolla o una pastilla o un líquido, pero no son sólo el símbolo de la curación que quieren aportar ya que, si los tomamos, nos curan y nos sanan, es decir, se ven sus efectos. El autor de este efecto es el Señor presente y operante en el rito sacramental. San León Magno, citado en el Catecismo de la Iglesia Católica, dice que después de la Ascensión, todo lo que del Señor era visible en la tierra, ha pasado a los sacramentos. Así, hoy para nosotros el Señor continúa estando presente y visible. En este sentido debemos comprender a Santo Tomás cuando habla de “materia” del sacramento. Si no volvemos a este tipo de expresión realista, no entendemos los sacramentos.
La presencia divina no es sólo algo para intuir “simbólicamente” sino que es algo que toca al hombre por medio del sacramento, es algo que actúa. Yo mismo puedo dar testimonio, y conmigo muchos sacerdotes, de la curación de los enfermos después de la unción, pero también de la curación del alma después de la confesión o gracias a la frecuencia de la Eucaristía. Los sacramentos tienen efectos, tienen consecuencias en razón de la causa. Son las consecuencias de la presencia divina, que es lo que obra en la divina liturgia. Ha dicho el Papa a los párrocos de Roma que el Sacramento es introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino.
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Más allá de ciertos utopistas que, con escaso sentido pastoral, quisieran una restauración de todo e inmediatamente, debemos preguntarnos cómo se puede actuar, suave pero firmemente, para mejorar con gradualidad ciertos aspectos de la liturgia. ¿Cómo actuar en este proceso tan necesario como largo? ¿Cómo adaptarse a la realidad sin compromisos?
Es necesario tener en cuenta el momento histórico que vivimos, en el que se registra una crisis general de la autoridad, sea del padre, del Estado, de la Iglesia (y en la Iglesia); como decíamos, se corre el riesgo de terminar en una concepción “hecha por ti”. Actualmente nos encontramos en una generalizada anomia (ausencia de ley), si bien todos recurren a la ley cuando son conculcados los propios derechos.
De los derechos de Dios, en cambio, nos olvidamos siempre. ¿Cómo se puede pedir la observancia de las normas litúrgicas si antes no se explica qué es el “ius divinum” de la liturgia? Hoy ya nadie lo sabe. En primer lugar, es necesario hacer entender el sentido de las normas. Es un poco como en moral, la determinación de una ley se funda primero en la comprensión de sus principios, y se sabe que, cuando se habla de liturgia y de sacramentos, hay implicaciones morales. Primero, decía, es necesario entender que el sentido de las normas deriva de la convicción de que la “primera norma” es adorar a Dios – Adorarás al Señor, tu Dios, y no tendrás otro Dios fuera de Mí -, no se puede hacer un culto a imagen propia, de lo contrario, se deforma a Dios. Hoy no sólo nos imaginamos un dios y luego inventamos el culto a él, sino que incluso imaginamos un culto sobre el cual nos inventamos el dios. La idolatría significa una “idea distorsionada de Dios”. Esta es la realidad que nos circunda.
El Papa Benedicto XVI, en la carta a los Obispos en la cual explica el sentido del levantamiento de las excomuniones a los Obispos consagrados por Mons. Lefebvre, quería hacer entender a quien le reprochaba el ocuparse de problemas secundarios como los relativos a la liturgia, que en un momento en que el sentido de la fe y de lo sagrado se está extinguiendo por todos lados, es necesario que precisamente en la liturgia se halle la forma privilegiada de encontrar a Dios. La liturgia es y sigue siendo el lugar más idóneo para encontrar a Dios y por eso el Papa, ocupándose de ella, no está tratando problemas secundarios sino cuestiones primarias. Si la liturgia habla de cosas mundanas, ¿cómo se hace para ayudar al hombre?
A los utopistas, hay que recordarles que se requiere lo que Benedicto XVI llama “la paciencia del Amor”.
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El ofertorio antiguo hablaba al hombre de Dios con la elocuencia de expresiones profundas sobre el valor sacrificial, sobre la naturaleza de la Misa como sacrificio ofrecido a Dios. ¿Se podría pensar en una corrección, en este sentido, del nuevo rito?
Es importante que sea conocida la Misa antigua, llamada también tridentina pero que es más oportuno llamar “de San Gregorio Magno”, como ha dicho recientemente Martin Mosebach. Ésta ha tomado forma ya bajo el Papa Dámaso y luego bajo Gregorio, no con san Pío V, el cual trató de reordenar y codificar, teniendo en cuenta los enriquecimientos de los siglos precedentes y dejando lo obsoleto. Con esta premisa debe ser conocida sobre todo esta Misa, de la que el ofertorio es parte integrante. Hay muchos trabajos de grandes estudiosos en este sentido y muchos se han preguntado sobre la oportunidad de reintroducción del antiguo ofertorio, al que usted se refiere.
Sin embargo, sólo la Sede Apostólica tiene autoridad para obrar en este sentido. Es verdad que la lógica que ha seguido el reordenamiento de la liturgia después del Concilio Vaticano II ha llevado a simplificar el ofertorio porque se consideraba que hubiera más fórmulas de oraciones ofertoriales; de este modo, se introdujeron las dos fórmulas de bendición de sabor judío, permaneció la secreta convertida en oración “sobre las ofrendas” y el orate fratres, y se consideraron más que suficientes. A decir verdad, esta sencillez, vista como un retorno a la pureza antigua, entra en conflicto con la tradición litúrgica romana, con la bizantina y con otras liturgias orientales y occidentales. La estructura del ofertorio era vista por los grandes comentadores y teólogos de la Edad Media como la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, que va a inmolarse en ofrenda sacrificial. Por eso, las ofrendas eran ya llamadas “santas”, y el ofertorio tenía un gran importancia. La sucesiva simplificación de la que he hablado ha hecho que hoy muchos pidan el retorno de las ricas y bellas oraciones del “suscipe sancte Pater” y del “suscipe Sancta Trinitas”, sólo por citar algunas. Pero será por medio de una más amplia difusión de la Misa antigua que este “contagio” del antiguo sobre el nuevo será posible. Por eso, reintroducir la Misa “clásica”, si se me permite la expresión, puede constituir un factor de gran enriquecimiento. Es necesario facilitar una celebración festiva regular de la Misa tradicional al menos en cada Catedral del mundo, pero también en cada parroquia: esto ayudará a los fieles a conocer el latín y a sentirse parte de la Iglesia Católica, y en la práctica los ayudará a participar en las Misas en las reuniones en santuarios internacionales. Al mismo tiempo, es necesario también evitar reintroducciones descontextualizadas; quiero decir que hay una ritualidad ligada a los significados expresados que no puede ser reintroducida simplemente insertando una oración, se trata de un trabajo más complejo.
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La gestualidad y la orientación tienen ciertamente una gran importancia, lo que el fiel ve es reflejo de una realidad invisible. ¿La cruz en el centro del altar puede ser el modo para recordar qué es la Misa?
La cruz en el centro del altar es el modo para recordar qué es la Misa. No hablo de una cruz “mínima” sino de una cruz tal que pueda ser vista, la cruz debe ser de dimensiones proporcionadas al espacio eclesial. Ella debe volver al centro, debe estar en eje con el altar, debe poder ser vista por todos. Debe ser el punto en el que se crucen la mirada de los fieles y la mirada del sacerdote, dice Joseph Ratzinger en “Introducción al espíritu de la liturgia”. Debe estar en el centro, independientemente de la celebración, aún si ésta se desarrolla “hacia el pueblo”. Insisto en una cruz bien visible, de otro modo, ¿de qué sirve una imagen que no es adecuadamente útil? Las imágenes hacen referencia al prototipo. Todos sabemos que ha habido también una posición anicónica, por ejemplo, Epifanio de Salamina, como también los cistercienses, pero la iconodulía ha prevalecido luego con el Niceno II de 787, en base a lo que decía San Juan Damasceno: la imagen refiere al prototipo. Esto vale todavía más actualmente en la que se llama civilización de la imagen. En un momento en que la visión se ha convertido en instrumento privilegiado para nuestros contemporáneos, no se puede exponer lateralmente una pequeña cruz o un esbozo ilegible de ella, sino que es necesario que la cruz, con el Crucificado, sea bien visible sobre el altar, desde cualquier ángulo donde se lo mire.
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Frente al redescubrimiento de las exigencias de las que nos ha hablado, hay, de todos modos, un difícil paso que es el de las decisiones prácticas. ¿Cómo moverse?
En mi humilde opinión, la prioridad es hacer comprender el sentido de lo divino. El hombre busca a Dios, busca lo sagrado y lo que es signo de ello; en la exigencia natural de dirigirse a Dios y de venerarlo, se busca el encuentro con Dios en las formas sagradas del rito. Cuando se pierde la verdadera sacralidad del culto cristiano, el hombre continúa yendo a tientas, pero de modo distorsionado, ya que se encuentra como desorientado. ¿Cómo puede entonces el hombre responder concretamente a esta exigencia? En primer lugar, debe poder encontrar en la Iglesia lo que es la definición por excelencia de lo sagrado: Jesús Eucarístico. El Tabernáculo debe volver al centro. Es cierto históricamente que, en las grandes basílicas o en las catedrales, el tabernáculo estaba en capillas laterales. Sabemos bien que con la reforma tridentina se prefirió poner en el centro el tabernáculo, también para contrastar los errores protestantes sobre la presencia verdadera, real y sustancial del Señor. Pero también es cierto que actualmente la mentalidad que nos circunda, no contesta sólo la presencia real sino que contesta la presencia de lo divino. En la religión, naturalmente el hombre busca el encuentro con lo divino, pero esta presencia de lo divino no puede ser reducida a algo puramente espiritual. Esta presencia debe ser “tocada” y esto no se hace con un libro, no se puede hablar de presencia de lo divino sólo en los términos relativos a la lectura de las Sagradas Escrituras. Ciertamente, cuando la Palabra de Dios es proclamada, se puede justamente hablar de presencia divina pero es una presencia espiritual, no es la presencia verdadera, real y sustancial de la Eucaristía. De aquí la importancia del retorno a la centralidad del tabernáculo y, con él, a la centralidad del Cuerpo de Cristo presente. El lugar central no puede ser la sede del celebrante, no es un hombre quien está al centro de nuestra fe sino que es Jesús en la Eucaristía. De lo contrario, se termina comparando la iglesia a un aula, a un tribunal de este mundo, en cuyo centro se sienta un hombre.
El sacerdote es ministro, no puede estar en el centro. En el centro está Cristo-Eucaristía, está el tabernáculo, está la cruz. De allí se debe recomenzar. De lo contrario, se pierde el sentido de lo divino. El tabernáculo es lo que debe atraer como centro en una iglesia.
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El Cardenal Castrillón, en la homilía del 24 de septiembre de 2007 en Saint Eloi, decía que la Iglesia tiene necesidad de institutos “especializados” en la liturgia tradicional. ¿Considera también usted que los institutos hoy ligados a Ecclesia Dei pueden tener un rol en la formación de los sacerdotes o en el redescubrimiento de las riquezas de la Tradición?
¡Ciertamente! Estos institutos ejercen un carisma, y un carisma es algo que está en la Iglesia al servicio de la Iglesia. Una diócesis puede sacar gran beneficio del hecho de servirse de su ayuda. ¿Qué habría sido el Franciscanismo si el Papa no lo hubiera reconocido y puesto a disposición para el bien de toda la Iglesia?
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Fuente: Disputationes Theologicae
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo