terça-feira, 4 de maio de 2010

A DEFORMAÇÃO LITÚRGICA POR Dom Gueranguer

 

La Deformación Litúrgica

LA VOZ DE UNO QUE CLAMA EN EL DESIERTO




Por Dom Gueranger
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A fin de dar una clara ilustración de los estragos que el movimiento antilitúrgico ha provocado, nos parece ventajoso revisar los diferentes pasos que estos pretendidos reformadores de la cristiandad han dado a lo largo de los tres últimos siglos, y presentar un sumario de sus métodos y enseñanzas sobre la «purificación» del culto divino. Nada puede demostrar mejor las razones, ni elucidar mejor las causas de la rápida extensión de las doctrinas protestantes en nuestro tiempo. Sus métodos revelan una sabiduría verdaderamente de carácter diabólico, que ha devenido en sus manos un arma sumamente efectiva capaz de producir enormes consecuencias.
1º.- La primera característica del movimiento antilitúrgico es «el odio de todo cuanto es tradicional en las fórmulas del culto divino». Es innegable que este rasgo característico está presente en las obras de todos los heréticos desde Vigilance a Calvino, y la razón de esto es simple. Deseando cada tendencia sectaria introducir doctrinas nuevas e innovadoras, invariablemente se encuentra a sí misma en directa oposición a esa LITURGIA que es la manifestación más poderosa de la Tradición, y no puede descansar satisfecha hasta que haya suprimido esta voz y destruido este repositorio de una fe anterior.
En realidad, ¿de qué manera se las han ingeniado el luteranismo, el calvinismo y el anglicanismo para establecerse y mantenerse entre sus seguidores? Han hecho esto sustituyendo los libros antiguos por otros nuevos, reemplazando las formas venerables por otras nuevas; y todo lo que deseaban se cumplió. No se permitió ninguna resistencia. La fe de las gentes comunes fue vencida sin batalla. Lutero comprendió esto con una sabiduría digna de nuestros propios jansenistas, cuando en los primeros años de sus reformas se vio obligado a mantener algunas formas exteriores del culto latino. Promulgó la siguiente regla para la misa «reformada»:

«Aprobamos y deseamos mantener el Introito en los domingos y en las fiestas de Jesucristo, Pascua, Pentecostés y Navidad. “Preferimos contundentemente que se usen enteros los salmos de los cuales están tomados los introitos”, como se hacía antiguamente, pero es más satisfactorio conformarse a la práctica presente. No criticamos a aquellos que desearían mantener también los introitos de los apóstoles, de la Virgen y de los demás santos PORQUE ESTOS TRES INTROITOS ESTÁN TOMADOS DE LOS SALMOS Y DE OTROS TEXTOS ESCRITURARIOS.»

Sin embargo, Lutero tenía un horror excesivo de los sagrados cánticos escritos por la Iglesia para expresar públicamente su fe. Sentía en ellos mucha de esa fuerza de la Tradición que él deseaba desraizar. Sabía que la Iglesia tenía derecho a mezclar su voz con las declaraciones escriturarias en sus asambleas religiosas. Sin embargo, aceptar esto le habría expuesto a él y a sus doctrinas innovadoras a los anatemas de los millones de voces que repiten la liturgia tradicional. Es por esta razón por la que el herético odia todo lo que en la liturgia no está sacado estrictamente de la Sagrada Escritura.

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2º.- Así pues, esto nos lleva la segundo principio prevaleciente entre aquellos que querrían oponerse a la liturgia tradicional, a saber: «reemplazar las formulaciones santificadas por el uso eclesiástico con lecturas sacadas de la Biblia». Encuentran en esto dos ventajas: Primera, la destrucción de la voz de la Tradición a la cual odian siempre, y segunda, un medio de sostener y de propagar sus nuevas enseñanzas a la vez de una manera negativa y positiva. De una manera negativa, silenciando aquellos pasajes escriturarios que expresan alguna oposición a los errores que ellos desean enseñar; y de una manera positiva, seleccionando cuidadosamente y tomando fuera de contexto algunos pasajes de la Escritura que, aunque hablan de un aspecto de la Verdad, no dan de ella una descripción total y completa. Todos saben que los heréticos a lo largo de los siglos han preferido citar la Escritura antes que aceptar las definiciones eclesiásticas por la simple razón de que esto les permite poner en boca de Dios todo lo que desean, por una apropiada selección de las frases. Además, vemos que esto les permite, a la manera de los jansenistas (para quienes esto era muy importante), mantener la apariencia de que están dentro del cuerpo de la Iglesia: cuando llegamos a los protestantes, vemos que han reducido la liturgia casi por completo a las lecturas de la Escritura, acompañadas con sermones que exponen la Biblia siguiendo unas líneas solo puramente racionalistas. En cuanto a la elección de cuáles de los libros bíblicos son canónicos, esto depende en última instancia del capricho del reformador en cuestión, quien al final decide no solamente el sentido o el significado de la palabra de Dios, sino que determina también si alguna palabra determinada ha de ser aceptada como auténtica. Así, Martín Lutero, a fin de apoyar su sistema de panteísmo, su doctrina de la inutilidad de las obras y de la suficiencia de la fe, acabó declarando que la Epístola de Santiago era falsa y no canónica porque solo ella hacía hincapié en la necesidad de las obras para la salvación. En todos los tiempos y bajo muchos disfraces, se trata siempre de lo mismo -el rechazo de las formulaciones eclesiásticas; solo la Escritura es válida, pero la Escritura cuidadosamente seleccionada, e interpretada más cuidadosamente todavía por la persona que desea introducir la innovación. La trampa es ciertamente peligrosa para el imprudente. Es solamente mucho después cuando uno percibe que ha caído, y que la palabra de Dios, como la espada de doble filo que mienta el Apóstol, le ha infringido graves heridas, a causa de que ha sido malversada por los hijos de la perdición.
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3º.- El tercer principio, o quizás el tercer problema, que encuentran aquellos que están implicados en reformar la liturgia, después de haber suprimido las fórmulas eclesiásticas, y después de haber declarado y proclamado la necesidad absoluta de recurrir a las palabras de la Escritura en el servicio divino, es encontrar que la Escritura no siempre se pliega a sus fines como ellos quisieran. Su tercer principio, decimos, es «corromper e introducir fórmulas múltiples y diversas suyas propias», llenas de perfidia, por las cuales las gentes son trabadas en el error aún más firmemente, y así se consolida el edificio entero de la impía reforma por todos los tiempos.




4º.- Nadie debería sorprenderse ante las contradicciones intrínsecas que la herejía presenta en su obra cuando uno conoce el cuarto principio o, más bien, la cuarta necesidad impuesta sobre el sectarismo por la naturaleza misma de su rebelión, a saber: «una contradicción habitual con sus propios principios». Y así debía ser, pues sus contradicciones internas serán reveladas a pleno día más pronto o más tarde, cuando Dios exponga su vacuidad a los ojos de las gentes que ha seducido, y también porque no se le da al hombre ser consistente, sino solo a la Verdad. Así, todos los heréticos sin excepción comienzan deseando retornar a las costumbres de los primeros cristianos. Desean suprimir de la fe todo lo que los errores y pasiones del hombre han mezclado con las puras enseñanzas originales -todo lo que ellos consideran falso e insultante para Dios. Con esto en mente podan, borran, suprimen -todo lo que cae bajo su hacha- y mientras nosotros esperamos una visión de nuestra religión en su pristina pureza, nos encontramos rodeados de nuevas formulaciones, recién salidas de la prensa, e incontestablemente humanas -porque aquellos que las han inventado están todavía vivos. Todas las sectas heréticas están sujetas a esta necesidad. La hemos visto con los monofisitas, los nestorianos y la encontramos en todas las ramas del protestantismo. En su deseo de retornar a las sendas de la «cristiandad primitiva» todo lo que ha sido transmitido desde aquellos primeros días es destruido. Entonces los reformadores se ponen ellos mismos ante aquellos a quienes han seducido y les aseguran que todo está bien, que los arrogantes papistas han desaparecido y que la religión ha retornado ahora a su carácter primitivo y esencial. Un rasgo más de estos reformadores es que tienen por la innovación un prurito absoluto. No se satisfacen con amputar las formulaciones de la Iglesia, a las cuales infaman como siendo de origen puramente humano, sino que incluso extienden sus reproches a aquellas lecturas y plegarias que la Iglesia ha sacado de la Escritura. Cambian las palabras y las sustituyen por frases nuevas. No tienen ningún deseo de orar en unidad con la Iglesia y se separan por sí mismos de ella. Es casi como si todos esos que pican y escogen las lecturas temieran que quedara algún mínimo residuo de ortodoxia.

5º.- La reforma litúrgica es abrazada por sus abogados a un mismo tiempo como una reforma dogmática -en verdad es de esta última de donde deriva la primera. Se sigue que los protestantes, separados de la Iglesia en la cual tendrían a menos creer, se encuentran a sí mismos sumamente dispuestos para «suprimir en el culto divino todas las ceremonias y todas las formulaciones que son expresivas de los misterios». Confundidos por sus dudas y cegados por su negación de todo lo que abriría la puerta a lo sobrenatural, expurgan todo cuanto a ellos les parece que no es puramente racional. Así, aparte del bautismo, los sacramentos son descritos de acuerdo con el socinianismo abrazado por sus adeptos. No más sacramentales, no más bendiciones, ni iconos, ni reliquias de santos. No más procesiones ni peregrinaciones. No más altar, sino una simple «mesa». No más sacrificio, tal como requiere toda religión, sino una «comida». No más iglesia, sino una «casa de culto», como con los griegos y los romanos. No más arquitectura religiosa, porque ya no hay nada misterioso que expresar. No más pintura ni escultura cristianos, pues ya no hay una religión viva y palpable. Y finalmente, no más poética en un culto que no está fertilizado ya por el amor y por la fe.

6º.- La supresión del elemento místico en la liturgia protestante resulta inevitablemente en «la extinción total de ese espíritu de oración que es la piedra angular esencial del catolicismo». Un corazón que está en rebelión es un corazón carente de amor, y un corazón carente de amor lo corrompe todo -incluso las expresiones más tolerables de la creencia- con una frigidez orgullosa y farisaica, y tal es, en verdad, lo que encontramos en la liturgia reformada. Uno siente casi que aquellos que recitan la liturgia protestante se congratulan a sí mismos como el publicano por no estar entre esos papistas que envilecen a Dios con la familiaridad de sus simples plegarias.

7º.- Tratando a Dios con el debido respeto, la liturgia protestante no siente ninguna necesidad de intermediarios inventados. Estas gentes consideran la invocación de la Bendita Virgen y de los santos como un insulto a Dios. «Excluyen toda esta idolatría papista que suplica a través de un intermediario lo que uno debería suplicar solo a Dios». Desembarazan el calendario de todos aquellos nombres de los hombres que la Iglesia Romana ha inscrito tan temerariamente como próximos a Dios. No tienen empleo alguno para aquellos que vinieron después de los apóstoles. Solamente los apóstoles, escogidos por Cristo y fundadores de la Iglesia primitiva, tenían a sus ojos la pura fe, libre de toda superstición y de error moral.


8º.- La reforma litúrgica, teniendo como uno de sus principios básicos la abolición de todos los actos y formulaciones místicos, «insiste sobre el uso de las lenguas modernas para el servicio divino». Este es uno de los aspectos más importantes del continente herético de estas gentes. No hay, dicen, nada secreto en el culto, y las gentes deben de comprender lo que cantan. El odio de la lengua latina es innato en los corazones de todos los que odian a Roma. Ven en ella un lazo que une a los católicos a lo largo del mundo, un arma de la ortodoxia contra todas las argucias del espíritu sectario, y un arma poderosísima del papado. El espíritu de rebelión que han abrazado les fuerza a confinarse al idioma de las gentes locales de una provincia particular o de un país específico. Sin embargo, a pesar de esto, los frutos de la reforma son siempre los mismos pues los ortodoxos, a pesar de sus oraciones en latín (que tal vez no comprendan), son más fervientes, y cumplen las obligaciones del culto con mayor celo que los protestantes. A todas las horas del día se cumple el servicio divino en las iglesias católicas. Los fieles asisten a estas plegarias, dejando sus lenguas nativas en el umbral de la iglesia, y si aparte de los sermones solo oyen esas frases misteriosas que se han mantenido desde tiempo inmemorial en los momentos más solemnes -en el Canon de la Misa- con todo no tienen ninguna envidia de la suerte del protestante cuyos oídos nunca son asaltados por palabras cuyo significado no es claro. Y mientras que las iglesias reformadas reúnen a sus rebaños de puristas cristianos solamente con gran dificultad en domingo, las iglesias romanas encuentran a sus fervientes hijos asediando constantemente sus innumerables altares. Cada día dejan su labor para venir y oír las misteriosas palabras que alimentan su fe y derraman bálsamo en sus almas. Ciertamente es uno de los golpes más certeros de los reformadores declarar la guerra a la sagrada lengua latina, pues si logran destruir su uso, todos sus objetivos se cumplirán. La liturgia, desde el momento en que pierde su carácter sagrado y es ofrecida a las gentes de una manera profanizada deviene como una virgen deshonrada. Los fieles difícilmente la encontrarán digna como para dejar por un tiempo su labor, o de abandonar sus placeres, para venir a una Iglesia donde se hable el lenguaje del mercado. Considérese la así llamada Iglesia Reformada de Francia con sus declamaciones radicales y sus diatribas contra la supuesta venalidad del clero. ¿Durante cuánto tiempo pensáis que irán los fieles a escuchar gritar a estos liturgistas de propio estilo, «el Señor esté con vosotros», y durante cuánto tiempo continuarán respondiendo «y con tu espíritu»? Trataremos más plenamente en otra parte sobre el asunto del lenguaje litúrgico.

9º.- Al suprimir de la liturgia el elemento misterioso que mantiene a la razón dentro de sus propios límites, estos reformadores no han olvidado una consecuencia importantísima, a saber: «el alivio de la fatiga y de la obligación que la práctica de la liturgia papista impone al cuerpo». No más ayuno ni abstinencia, ni más genuflexiones durante la oración. Para sus ministros, ninguna obligación de decir el oficio, o aun de decir las plegarias canónicas de la Iglesia. Ciertamente, una de las principales características de la gran emancipación protestante es «reducir el fardo del culto público y privado». Los resultados se siguen rápidamente, pues la fe y la caridad, que se alimentan de la oración, son asfixiadas. Mientras que los ortodoxos son alimentados continuamente por actos de autosacrificio respecto del hombre y para Dios, y son sustentados por las mismas fuentes inefables de donde se extrae la plegaria -plegaria, además, cumplida por el clero, tanto regular como secular, en unión con la comunidad de los fieles.

10º.- Los reformadores tienen una pavorosa facultad para discernir cuál de las diferentes instituciones eclesiásticas es más hostil a sus principios, por así decir la piedra angular del edificio católico entero. Con un instinto casi animal, han descubierto ese punto del dogma que es el más irreconciliable con sus innovaciones, «El poder del Papado». El estandarte de Lutero llevaba inscrita atrevidamente la afirmación «Odio de Roma y de sus leyes» y en esta única frase se resume la esencia de la posición reformista. Bajo esta divisa se abolan de un solo golpe todas las ceremonias y el culto de la «idolatría romana», la lengua latina, el oficio divino, el santoral, el breviario, en verdad «todas las abominaciones de esa gran ramera de Babilonia». No es en vano por lo que el Romano Pontífice hace hincapié en algunos dogmas y en algunas prácticas rituales. Así, es igualmente necesario para el reformador proclamar que estos son blasfemias y errores, y ver en ellos una tiranía y una imposición. Es así como la Iglesia luterana continúa pidiendo hasta el momento «librarnos del homicidio, de la calumnia, de la rapiña y de la ferocidad del turco y del Papa». Merecen recordarse aquí los comentarios admirables de Joseph de Maistre en su libro «Sobre el Papa», donde muestra con gran sagacidad que a pesar de las numerosas disonancias que separan a las diversas denominaciones protestantes, hay una cualidad sobre la cual están todos de acuerdo, la de ser «no romanos». Imaginad una innovación, una innovación cualquiera que sea, en materia de dogma y de disciplina y ved si es posible presentarla de una manera -no importa cuánto pueda uno probar- que no sea en esencia «no romana» o todo lo más «cuasi romana». ¿Y en conciencia, qué clase de católico podría considerarse a sí mismo como cuasi romano?.

11º.- Las herejías antilitúrgicas deben, por principio, si han de establecerse a sí mismas a perpetuidad, destruir el sacerdocio. Saben que mientras que haya un Papa, habrá un altar, y donde haya un altar habrá un sacrificio, y por consecuencia una ceremonia misteriosa. Después de haber abolido al Sumo Pontífice, tendrán que eliminar a los obispos de donde procede esa mística imposición de las manos que perpetúa la jerarquía sagrada. Solamente entonces se seguirá «ese vasto desierto presbiteral que es el resultado inevitable de la supresión del Papado». Ya no habrá más sacerdotes hablando propiamente, sino más bien conductores que son elegidos y sin consagración. ¿Y cómo puede el acto de elegirle hacer de un hombre un sacerdote santificado? Las reformas de Lutero y de Calvino solo pueden hablar de ministros de Dios; meramente hombres. Tampoco están satisfechos con pararse aquí. Sus ministros, escogidos e instalados por el laicado, llevan en sus casas de culto una vestidura de magisterio bastardo, pues son solamente laicos que asumen funciones sagradas. Todo esto resulta, por así decir, de la ausencia de la liturgia -¿y cómo puede un laico en aislado producir una liturgia?

12º.- Y, finalmente, vemos el último grado de la degradación. El sacerdocio ya no existe. La jerarquía ha muerto. El príncipe o el gobernador es la única autoridad posible dejada entre el laicado que puede ser proclamado como cabeza de la religión. Cuán natural es entonces, para estos reformadores, una vez roto el yugo espiritual de Roma, proclamar al soberano temporal como su sumo pontífice, y considerar el poder para decidir sobre materias litúrgicas como una de las «prerrogativas del rey». Ya no puede haber ningún dogma, ninguna moralidad, ningún sacramento, ningún culto, en verdad ninguna cristiandad, a menos que esté de acuerdo con las preferencias del rey. Ahora bien, este es un axioma fundamental de los reformadores tanto en sus escritos como en su práctica. Esta ultima característica completa la descripción y permite que el lector juzgue por sí mismo la naturaleza de esa alardeada liberación del Papado que es llevada a cabo con tanta violencia. A la larga esto sólo puede resultar en la destructiva dominación de los poderes temporales y mundanales sobre la esencia misma de la cristiandad. Ahora bien, es verdad que en el comienzo las sectas antilitúrgicas no se levantaron para adular a quienes estaban en el poder. Los albigenses, los valdenses, los wyclifianos y los husitas todos ellos enseñaban que uno debía resistir al requerimiento de los príncipes y de los magistrados con gran coraje cuando se encontraba que eran pecadores. Sostienen que un príncipe en estado de pecado ha perdido su derecho a mandar. La razón para esto es que estos heréticos temían la espada de los príncipes católicos. Siendo obispos sin una iglesia, tenían todo que perder frente a una autoridad en desacuerdo con ellos. Pero tan pronto como los príncipes mismos se asociaron con ellos en la rebelión contra Roma y desearon hacer de la religión un asunto nacional, y un medio de gobernar a sus súbditos, la liturgia y el dogma mismo pasaron a estar sujetos a los intereses nacionales. Y, cuando aconteció esto, estos reformadores no podían moverse con suficiente rapidez para reconocer y apoyar a esas fuerzas seculares que deseaban establecer y mantener sus teorías personales. No puede haber ninguna duda de que dar la preferencia al poder temporal sobre el poder espiritual en materia de religión es un acto de apostasía. Pero desdichadamente este no es el único aspecto del problema, pues por encima de todo, el herético debe asegurarse su propia supervivencia. Por esto es por lo que Lutero, separado como estaba del Pontífice de Roma («seducido» como estaba el Papa, según él, por todas las «abominaciones de Babilonia») no vaciló en declarar teológicamente legítimo el segundo matrimonio del Landgrave de Hesse. Es por esto también por lo que el Abad Gregorio no tuvo escrúpulos en dar su apoyo a la condena a muerte de Luís XVI, mientras que había abogado por Luís XIV y José II en sus luchas contra el Papa.

Tales son, entonces, los principales credos de los reformadores antilitúrgicos. Sus escritos son fáciles de consultar pues están ampliamente extendidos a lo largo del mundo. Hemos revelado solamente lo que ellos mismos han promulgado repetidamente. Sentimos, sin embargo, que es importante exponer con claridad estas tendencias, pues siempre es bueno comprender el error. Desdichadamente, a menudo es mucho más fácil contradecir el error que enseñar la Verdad.


Era consciente de que, en materia de fe, yo estaba dispuesta a morir mil veces para no ir contra la menor ceremonia de la Iglesia (Santa Teresa de Avila )



fonte:semper fidelis