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La más antigua práctica de distribución de la Comunión fue, muy probablemente, la de dar la Comunión a los fieles en la palma de la mano. Sin embargo, la historia de la Iglesia evidencia también el proceso, iniciado tempranamente, de transformación de esta práctica. Desde la época de los Padres, nace y se consolida una tendencia a restringir cada vez más la distribución de la Comunión en la mano y a favorecer la distribución en la lengua. El motivo de esta preferencia es doble: por una parte, evitar al máximo la dispersión de los fragmentos eucarísticos; por otra, favorecer el crecimiento de la devoción de los fieles hacia la presencia real de Cristo en el sacramento.
A la costumbre de recibir la Comunión sólo sobre la lengua hace referencia también santo Tomás de Aquino, el cual afirma que la distribución del Cuerpo del Señor pertenece sólo al sacerdote ordenado. Esto, por diversos motivos, entre los cuales el Doctor Angélico cita también el respeto hacia el sacramento, que “no es tocado por nada que no esté consagrado: y, por eso, están consagrados el corporal, el cáliz, y también las manos del sacerdote, para poder tocar este sacramento. A ningún otro, por lo tanto, le es permitido tocarlo, fuera de casos de necesidad: si, por ejemplo, estuviera por caer al suelo u otras contingencias similares” (Summa Theologiae, III, 82, 3).
A lo largo de los siglos, la Iglesia siempre ha tratado de caracterizar el momento de la Comunión con sacralidad y suma dignidad, esforzándose constantemente por desarrollar de la mejor manera gestos externos que favorecieran la compresión del gran misterio sacramental. En su atento amor pastoral, la Iglesia contribuye a que los fieles puedan recibir la Eucaristía con las debidas disposiciones, entre las cuales figura el comprender y considerar interiormente la presencia real de Aquel que se va a recibir (cf. Catecismo de san Pío X, nn. 628 e 636). Entre los signos de devoción propios de los que comulgan, la Iglesia de Occidente estableció también el estar de rodillas. Una célebre expresión de san Agustín, retomada en el n. 66 de la Sacramentum Caritatis de Benedicto XVI, enseña: “Nadie come de esta carne [el Cuerpo eucarístico] sin antes adorarla [...], pecaríamos si no la adoráramos” (Enarrationes in Psalmos, 98,9). Estar de rodillas indica y favorece esta necesaria adoración previa a la recepción de Cristo eucarístico.
En esta perspectiva, el entonces cardenal Ratzinger había asegurado que “la Comunión alcanza su profundidad sólo cuando es sostenida y comprendida por la adoración” (Introducción al espíritu de la liturgia). Por eso, él consideraba que “la práctica de arrodillarse para la santa Comunión tiene a su favor siglos de tradición y es un signo de adoración particularmente expresivo, del todo apropiado a la luz de la verdadera, real y sustancial presencia de Nuestro Señor Jesucristo bajo las especies consagradas” (cit. en la Carta This Congregation de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, del 1° julio de 2002).
Juan Pablo II, en su última encíclica, Ecclesia de Eucaristia, escribió en el n. 61:
“Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este «tesoro». [...] No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque «en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación»”.
En continuidad con la enseñanza de su Predecesor, a partir de la solemnidad del Corpus Domini del 2008, el Santo Padre Benedicto XVI comenzó a distribuir a los fieles el Cuerpo del Señor, directamente en la lengua y estando arrodillados.
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Traducción: La Buhardilla de Jerónimo