Les ofrecemos a continuación, la segunda de una serie de interesantes profundizaciones que la Oficina para las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, presidida por Mons. Guido Marini, ha publicado en lengua italiana en el sitio web de la Santa Sede y que La Buhardilla de Jerónimo ha traducido al español.
En esta ocasión, el artículo está dedicado a la centralidad del crucifijo en el altar.
EL CRUCIFIJO EN EL CENTRO DEL ALTAR
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, en el n. 218, hace la pregunta: “¿Qué es la liturgia?”; y responde:
“La liturgia es la celebración del Misterio de Cristo y en particular de su Misterio Pascual. Mediante el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo, se manifiesta y realiza en ella, a través de signos, la santificación de los hombres; y el Cuerpo Místico de Cristo, esto es la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público que se debe a Dios”.
A partir de esta definición, se comprende que en el centro de la acción litúrgica de la Iglesia está Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y su Misterio pascual de Pasión, Muerte y Resurrección. La celebración litúrgica debe ser transparencia celebrativa de esta verdad teológica. Desde hace muchos siglos, el signo elegido por la Iglesia para la orientación del corazón y del cuerpo durante la liturgia es la representación de Jesús crucificado.
La centralidad del crucifijo en la celebración del culto divino se resaltaba mucho más en el pasado, cuando estaba vigente la costumbre de que tanto el sacerdote como los fieles se dirigieran durante la celebración eucarística hacia el crucifijo, puesto en el centro, sobre el altar, que normalmente estaba adosado a la pared. Por la actual costumbre de celebrar “hacia el pueblo”, con frecuencia el crucifijo es hoy colocado a un lado del altar, perdiendo de este modo la posición central.
El entonces teólogo y cardenal Joseph Ratzinger subrayó en varias ocasiones que, también durante la celebración “hacia el pueblo”, el crucifijo debería mantener su posición central, siendo por otro lado imposible pensar que la representación del Señor crucificado – que expresa su sacrificio y, por lo tanto, el significado más importante de la Eucaristía – pueda ser de alguna manera una molestia. Siendo Papa, Benedicto XVI, en el prefacio al primer volumen de sus Gesammelte Schriften, se ha dicho feliz por el hecho de que cada vez más se está abriendo camino la propuesta que él había hecho en su célebre ensayo Introducción al espíritu de la liturgia. Tal propuesta consistía en la sugerencia de “no proceder a nuevas transformaciones sino poner simplemente la cruz en el centro del altar, hacia la cual pueden mirar juntos el sacerdote y los fieles, para dejarse así conducir hacia el Señor, al cual todos juntos oramos”.
El crucifijo en el centro del altar recuerda muchos espléndidos significados de la sagrada liturgia, que pueden resumirse refiriendo el n. 618 del Catecismo de la Iglesia Católica, un pasaje que concluye con una bella cita de santa Rosa de Lima:
“La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2,5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22,2), él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22,5). El llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16,24) porque él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1 P 2, 21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10,39; Jn 21,18-19; Col 1,24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35): «Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo» (Sta. Rosa de Lima, Vida)”.
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