Son numerosos los escritos sobre liturgia de Joseph Ratzinger, profesor y cardenal, pero el más reciente es “Introducción al espíritu de la liturgia”, en el que reconduce la reflexión sobre el espíritu de la liturgia cristiana a la cuestión de si ella es esencialmente adoración de Dios. Resolviendo este interrogante se entenderá el espíritu de la liturgia al cual el libro quiere introducir, comenzando por entender “qué es realmente la adoración”. El Cardenal la define como la entrega de todo a Dios, de la historia y del cosmos, a partir de nosotros mismos: ésta es la esencia del culto y del sacrificio.
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Es liturgia cósmica porque integra la creación en la redención. La concepción cósmica y alegórica de los comentadores y de los padres, desde Teodoro de Mopsuestia a Máximo el Confesor, ha caracterizado la liturgia de los orientales en particular, pero también la ambrosiana y la romana. Al menos ha sido así hasta el Vaticano II cuando una instrucción proponía que el altar estuviera puesto de modo que se celebre la segunda parte de la Misa – en sustancia, la anáfora- “vueltos hacia el pueblo” y no más hacia Oriente, como hasta entonces hacían todas las liturgias y aún hoy continúan haciendo los orientales.
Precisamente porque la liturgia habla a través de los símbolos, Ratzinger no deja de señalar que en su base está la concepción cósmica y de desear la recuperación de la “tradición apostólica de la orientación hacia el Oriente de los edificios cristianos y de la misma praxis litúrgica, al menos donde esto sea posible”, se puede pensar por lo menos en los nuevos edificios de culto. La imagen bíblica y patrística del cielo sobre la tierra, desciende con la Eucaristía sobre el altar: es admirable la reflexión de Ratzinger sobre la relación de ésta con el altar, “el lugar del cielo abierto”. ¿No ha dicho el Concilio, en línea con la Tradición, que el altar es Cristo?
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Para los orientales, el altar es Su cuerpo y, a la vez, Su sepulcro. Por esta razón, siempre está revestido de manteles, en la liturgia romana también, con un frontal, en la bizantina con un velo, casi una túnica, sobre los cuatro lados. El altar no es principalmente una mesa sino una alta res, un lugar alto para el sacrificio del Cordero: se convierte en mesa sólo después de haber sido cuna, cruz y sepulcro. El Cordero inmolado y resucitado prepara la mesa de su carne.
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Tabernáculo y altar: un conflicto falso. Basándose en la ‘teoría del primer milenio’, según la cual todo aquello que la Iglesia ha realizado en ese período debe ser re-propuesto tal cual era, algunos liturgistas dicen que la Eucaristía debe ser comida y no contemplada. Y aquí el Cardenal observa: “La Eucaristía no es, en absoluto, un ‘pan corriente’… ‘Comerla’ es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. ‘Comerla’ significa adorarla. Significa dejar que entre en mí de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran nosotros, de manera que lleguemos a ser “uno solo” con Él (Gal. 3, 17). De esta forma, la adoración no se opone a la comunión, ni se sitúa paralelamente a ella: la comunión alcanza su profundidad sólo si es sostenida y comprendida por la adoración”.
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En realidad, en el primer milenio San Agustín dice que no se puede comer la Eucaristía sin antes haberla adorado. Esto debe llevar a rever extrañas teorías acerca del conflicto de signos entre el tabernáculo y el altar de la celebración eucarística: relación que la teología medieval había profundizado bien. La Eucaristía es presencia escatológica – en el tabernáculo, “el Señor me pone en camino hacia su segunda venida” – y no cronológica, es decir, no circunscrita a la Misa; en todo caso nosotros en la Misa “actualizamos”, o bien nos hacemos presentes a nosotros mismos ante el misterio de Su presencia permanente.
¿Sería presencia divina la que ocurre como respuesta a la evocación humana? ¿O más bien magia idolátrica? El sentido del término actualización es comprensible sólo en la relación entre la memoria de la muerte del Señor y la espera de su venida, porque él viene en la Iglesia que aclama elevando el cáliz: Bendito el que viene… Es el sentido dinámico y permanente de la Encarnación del Verbo.
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El arte cristiano sin la Encarnación: a propósito de esto medita en el capítulo dedicado a la cuestión de las imágenes donde llama la atención sobre la función central de la Encarnación. El “descenso de Dios” ha sucedido y sucede “para atraernos en un proceso de ascensión”. “Sólo se entenderá bien la Encarnación si se percibe en esa tensión más amplia que existe entre la creación, la historia y el nuevo mundo”. ¿Qué decir de un cierto espiritualismo, hoy en en boga, que mortifica los sentidos, que reprueba al apóstol Tomás que quería creer viendo? Jesús por eso se ha hecho ver – como a los otros apóstoles – (por otro lado, ¿por qué el Verbo se habría hecho hombre?).
¡No es que con la Resurrección Dios haya cambiado de método! Como ha dicho León Magno, lo que era visible del Señor ha pasado a los sacramentos. Tomás fue reprendido por no haber creído a los inicios de la traditio apostolica, no ha creído en lo que ellos habían visto: los otros apóstoles habían visto, tocado y comido con el Señor ocho días antes y lo habían relatado a Tomás que estaba ausente. Por eso, felices los que, sin haber visto, creen… o creerán. ¿En qué? En aquello que los otros han visto antes que ellos y han transmitido. Pablo, precisamente sobre la Eucaristía, dice en 1Cor. 11,23: “yo recibí del Señor lo que os he transmitido”. Esta es la tradición apostolica de la cual la liturgia es parte integrante
Fonte:La Buardilla de Jeronimo