 
   
CAPITULO XII LA ESCUELA
123. LA ESCUELA EN LA IGLESIA POSTCONCILIAR
Si  de la opción por el comunismo o la revolución nos desplazamos a la  catequesis, la razón que une ambos argumentos es la misma que rige todo  el análisis de este libro: la acomodación de la Iglesia al espíritu  moderno.
La  acción educativa de la Iglesia se ejercita de modo triple. Primero, de  modo directo: como catequesis dentro de la órbita de la Iglesia  independientemente de la sociedad civil, en virtud de un derecho divino.  Segundo, de modo indirecto: en la órbita de la sociedad civil mediante  acuerdos realizados con el Estado, al ser la obra educativa, bajo  ciertos aspectos, materia mixta. Tercero, de modo indirecto: con la  creación de escuelas católicas en las cuales la totalidad de la  enseñanza está informada por la religión.
En  todas estas formas la obra educativa de la Iglesia fue muy extensa,  incluso aunque no siempre fuese fructífera. La educación es una  operación delicada sobre la libertad humana, y sus efectos no están  determinados, como los de las fuerzas físicas. Si bien tienen lugar  éxitos espléndidos dentro de la escuela católica, también se obtienen  resultados paradójicamente negativos. No se puede olvidar que toda la  generación jacobina salía de las escuelas católicas.
Hasta  la Segunda Guerra Mundial, algunos países como Alemania tenían escuelas  públicas diferenciadas por confesiones; otros, como el cantón Ticino  (Suiza), disponían de escuelas públicas de inspiración agnóstica:  acogían la religión en la ratio studiorum como enseñanza  constitutiva y obligatoria, pero concedían su dispensa en obsequio al  principio constitucional de la libertad de conciencia; finalmente otros,  como España, integraban la enseñanza religiosa en la pedagogía como  parte eminente de la conciencia nacional y de la tradición cultural del  país.
Éstos  últimos hacían de ella una obligación inexcusable, sin consideración a  las convicciones íntimas de los alumnos. Era un residuo de los sistemas  políticos adoptados por las monarquías absolutas, que además de los  deberes civiles incorporaban a las obligaciones de los educandos los  deberes religiosos. A menudo estos sistemas le quitaban al cumplimiento  del deber ese elemento de libertad que lleva consigo el valor moral de  la conducta.
En la declaración Gravissimum educationis el Vaticano II distingue y admite dos géneros de escuelas. 
Las primeras  son las escuelas públicas instituídas y gobernadas por el Estado:  tienen por fin genérico el desarrollo intelectual, la transmisión del  patrimonio cultural, y la preparación profesional (n. 5). Su principio  unificante (impuesto, según se dice en el n. 6, por el pluralismo  vigente en muchísimas naciones) consiste en prescindir de la religión.
 No  se advierte en este pasaje de la Declaración que el principio  unificante de la educación debe ser de un orden más elevado que el  respeto del pluralismo, y a causa de tal inadvertencia el n. 6 contrasta  con la definición del segundo género de escuela, precisamente la  católica. 
El  fin de la escuela católica incluye los fines asignados a la escuela  pública, pero va más allá y vuela más alto que ellos, porque «ayuda a  los adolescentes para que en el desarrollo de la propia persona crezcan a  un tiempo según la nueva criatura que han sido hechos por el bautismo, y  ordena últimamente toda la cultura humana según el mensaje de la  salvación, de suerte que quede iluminado por la fe el conocimiento que  los alumnos van adquiriendo del mundo, de la vida y del hombre» (n. 8). 
Por  consiguiente se admite un valor positivo en la educación que prescinde  de los valores religiosos del hombre; pero se reivindica también el  derecho de la Iglesia a desarrollar la obra educativa con sus propias  escuelas. Sin embargo, según el Concilio el derecho de la Iglesia en la  sociedad civil está fundado sobre un principio de la sociedad civil, el  de la libertad, que iguala a todas las doctrinas.
124. NECESIDAD RELATIVA DE LA ESCUELA CATÓLICA
La  necesidad de la escuela católica es remarcada por Pablo VI en el  discurso del 30 de diciembre de 1969, pero como una necesidad  condicional que no brota de la naturaleza axiológica propia de la  Iglesia. El Papa dice: «La escuela católica es necesaria para quien  quiera una formación coherente y completa; es necesaria como experiencia  complementaria en el contexto de la sociedad moderna; es necesaria allí  donde faltan otras escuelas; es necesaria también para uso interno de  la Iglesia, a fin de que la Iglesia no se vea perjudicada en el esfuerzo  y en la capacidad de ejercitar su fundamental ministerio, el de  enseñar». 
Como  se desprende de los términos utilizados, la escuela católica es una  forma supererogatoria de educación: responde a la necesidad de los  perfectibles y de los perfectos, pero no propiamente a la del común de  los cristianos, que pueden formarse sin ella. A la escuela católica el  Papa le asigna por sí misma solamente un oficio de integración y de  complementariedad respecto a la escuela estatal, que se supone idónea  para dar a la persona un completo desarrollo mental y moral [1]. 
Ahora  bien, si por el contexto debe entenderse que la sociedad moderna a la  que hace referencia el Pontífice es la estructura pluralista, entonces  (como ya dijimos arriba) la escuela católica tendría como justificación  de su propio reconocimiento el pluralismo y subsistiría solamente a fin  de permitir el pluralismo.
125. EL DOCUMENTO DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA DEL 16 DE OCTUBRE DE 1982
Este  documento, destinado a determinar la misión de los laicos católicos que  enseñan en la escuela estatal, lleva la impronta de la nueva pedagogía:  admite la educación como autoeducación (n. 21), celebra con alabanzas  el progreso de las instituciones en el mundo contemporáneo (n. 3 y 4),  reconoce en la escuela una estructura esencialmente dialéctica (n. 49 y  50), y no hace referencia a la autoridad del maestro. Pero el proyecto  general del documento padece una dificultad mayor. En el n. 47 afirma  que en la escuela pública «todo educador imparte su enseñanza, expone  sus criterios y presenta como positivos determinados valores en función  de su concepción del hombre o de su ideología». 
La  afirmación no responde al estado real de la escuela pública. En  muchísimos países se obliga al maestro a profesar y transmitir una  determinada ideología, excluyendo cualquier otra y a menudo impugnando  expresamente la doctrina cristiana. En muchos otros países está  prescrito al educador de la escuela pública prescindir en su obra de sus  propias convicciones religiosas y filosóficas, y respetar las de los  alumnos.
 A  la acción educativa del maestro se añade como límite la obligación de  respetar las convicciones del alumno. La fuerza moral de la escuela (es  imposible que no la tenga) se deduce solamente del conjunto de máximas  que informan la sociedad civil, que se resumen en los valores de la  ética natural: hacer el bien, respetar al prójimo, reprimir el egoísmo,  cultivar una benevolencia universal, ser veraces, cooperar al bien  común, o reverenciar y honrar a la patria. Sin embargo esta conducta  sólo era posible cuando los Estados no habían abjurado de las bases de  la justicia natural en las cuales los hombres se encontraban de acuerdo  (§§ 174178), ni habían adoptado el principio de la independencia de la  persona, derivado del principio del pirronismo y de la autonomía sin  ortonomía (§§ 148-149).
 Hasta  tiempos recientes la escuela pública obligaba a los maestros a  desprenderse en su umbral de sus opiniones personales, y a conformar su  obra educativa sobre el sensus communis de la moral natural [2].
Esta  concepción es parcial, pero católica: la escuela eleva los espíritus  por encima de las pasiones (que dividen y laceran) y los sume en una luz  en la que docentes y discentes descubren por encima de su diálogo al  Logos, más importante que el diálogo; y en ese sentimiento perciben su  verdadera fraternidad y la unidad profunda de su naturaleza.
El  documento del Card. Baum abandona esta pedagogía, en cuya base está la  doctrina que distingue el orden natural del orden sobrenatural: pasa de  la libertad de enseñanza, es decir, de la pluralidad de escuelas  homogéneas en su propio ámbito, a la libertad de los enseñantes en el  ámbito de cada escuela. Lo dice expresamente: la escuela consiste en una  relación entre personas, el docente y el discente. 
Por  el contrario, la Iglesia decía que se trataba de una relación de ambos  con el mundo de los valores. No es al maestro a quien el discípulo debe  conocer, sino ambos al mundo de los valores, y hacia él dirigir  conjuntamente los ojos. Pero así como en la liturgia reformada el rostro  del hombre se vuelve hacia el rostro del hombre, lo mismo sucede en la  pedagogía reformada. Ya no entro a observar que el pluralismo entendido  como diversidad de enseñanzas dentro de un mismo colegio público, ofende  a la libertad. Sería necesario que a las familias que eligen un colegio  público les fuese posible elegir a los profesores. La escuela se  convierte así en lugar de duda, de contradicción, de anulación  doctrinal: desaparece la esencia misma de la educación, que es la unidad  del saber.
Bastará  concluir que si la escuela es una institución en la cual todo maestro  tiene derecho a dejar la huella de su personal ideología, la escuela  deja de ser comunidad de espíritus hermanados en la superior forma de la  verdad. Finalmente no se puede descuidar que de esa forma hasta los  profesores católicos de la escuela pública se encontrarán en  contraposición con la naturaleza de dicha institución, que por ser  pública (es decir, para todos) exige prescindir de lo específico de la  religión.
126. RECHAZO CATÓLICO A LA ESCUELA CATÓLICA. MONS. LECLERQ
Si  el motivo de la existencia de la escuela católica en el seno de la  sociedad moderna le parece a algunos incierto, para otros es del todo  inexistente. Apoyaremos esta afirmación tanto con hechos como con  doctrinas. En Württemberg, el Partido de la Democracia Cristiana abandonó en 1967  1a defensa de las escuelas católicas, y asociándose a los socialistas  introdujo las escuelas llamadas «simultáneas», con base cristiana pero  ya no confesional. Una circunstancia significativa de este hecho es que  en el acto mismo con que el Nuncio Mons. Bafile protestaba al gobierno  por la violación del Concordato de 1933, declaraba: «También la Iglesia  está realmente interesada en la creación de un sistema escolar  progresista» (RI, 1967, p. 395).
En  Baviera un referéndum popular modificó la constitución del Estado, con  la aprobación del 75 % de los sufragios, para introducir la escuela  cristiana en lugar de la católica.
 En  Italia, debiéndose repartir en 1967 doscientos mil millones para  edificaciones universitarias, no prosperó la propuesta de los liberales  de extender el beneficio a las Universidades libres (incluida la  Católica de Milán) porque los diputados democristianos se abstuvieron  obedeciendo a acuerdos con otros partidos. 
Mientras  en tales abandonos de la escuela católica se percibe la influencia del  impulso ecuménico, en otros el influjo reconocible es sin embargo el de  la opción marxista. En el la africana República socialista de Mali, las  escuelas católicas se adhieren al programa de educación estatal y por  tanto imparten lecciones de marxismo. En Ceilán los católicos decidieron  remitir la mayor parte de los colegios católicos al Estado, regido por  marxistas, a fin de que los jóvenes se integrasen más fácilmente en la  vida nacional, la Iglesia evitara formar un ghetto, y la escuela se  convirtiese en sede de diálogo y no en origen de tensiones (ICI, n. 279,  pp. 25-26, 1 de enero de 1967). 
En  los países comunistas la conducta del episcopado hacia la escuela  estatal se corresponde con la que mantiene hacia el comunismo mismo.
Pero  no menos relevantes que los hechos son las apreciaciones teóricas  acerca de la actual inutilidad y sinsentido de la escuela católica.  Mons. Leclercq, emérito de teología moral en la Universidad católica de  Lovaina, reconoce en las universidades católicas una generalizada  incompatibilidad con la civilización contemporánea, marcada por el  pluralismo y enemiga de todo ghetto. Esta incompatibilidad la priva de  toda razón de ser. Pero el argumento de Mons. Leclerq no es concluyente y  se niega a sí mismo por contradicción. Precisamente en un mundo  pluralista es normal la presencia de una universidad católica: no se  puede querer el pluralismo, es decir, la pluralidad de doctrinas, y  rechazar ésta pretendiendo que una doctrina cualquiera no pueda entrar  como elemento de la pluralidad.
El  segundo argumento con el que se quita toda razón de ser a la  universidad católica en el mundo contemporáneo es que se encontraría  constreñida a aislarse, al tener como objetivo la seguridad de los  espíritus y por consiguiente la preservación de la mente de un  enfrentamiento con la oposición promovida por la civilización moderna  contra el catolicismo: el método de la preservación, o como se dice con  intento burlesco, de «meter en cintura», no podría producir mentes  abiertas y convicciones robustas.
Este  argumento no tiene cabida en la filosofía católica. Con los hechos en  la mano, puede responderse que la escuela católica ha formado hombres de  ese temple, o más bien generaciones enteras. Y desde un punto de vista  axiológico, ese argumento desconoce el valor de la seguridad,  considerándola como una condición casi degradante y «burguesa».
 Por el contrario, la seguridades son el reflejo moral de la certeza;  y en un nivel superior, si la certeza es de fe, constituye un reflejo  moral de la salvación. Certeza y seguridad son el rostro intelectual y  el rostro psicológico de un idéntico estado del hombre. Tampoco  puede olvidarse que la fe sobrenatural no sumerge al espíritu en un  reposo de desistencia, sino de consistencia, en el cual no puede  insinuarse la duda. Ver § 167.
La seguridad sobre la cual se basa la enseñanza católica no es una huída de la lucha: el creyente debe, pro rata  de su conocimiento de la fe, y por profesión si es maestro, dar razón a  cualquiera de su propia visión sobrenatural (I Pedr. 3, 15).
Y  la comparación entre las diversas opiniones es un paso necesario  realizado por el pensamiento en la búsqueda de la verdad y en su  mantenimiento, siendo ese análisis una práctica universal, como  inquisición o como refutación. 
Y más bien fue característico de la Escolástica el método de la confrontación; no puede olvidarse que en la Universidad parisiense los magistri se  ofrecían a responder pública y espontáneamente a las objeciones y la  curiosidad de sus discípulos en las artes, e incluso a las de la plebecula, como se ve en esa viva pintura de la mentalidad y del animus del siglo que son las Quaestiones quodlibetales de Santo Tomás. El género literario de la apología no habría podido nacer si el principio de la religión fuese el aislamiento:
Es  cierto que la religión se aísla del error, pero para conseguirlo debe  confrontarse dialécticamente con las diversas oposiciones que se le  plantean.
Este aislamiento del error no está bien visto por la nueva teología, viciada de pirronismo. 
Se  ignora el principio fundamental de la apologética: no hace falta haber  refutado todas las objeciones que se hacen a la fe para que ésta pueda  seguir siendo firme. Ver §§ 152 -153.
Un  ulterior argumento de mons. Leclerq hace referencia a la epistemología y  a la relación entre las partes del sistema de lo cognoscible. Según él,  la universidad católica confesionaliza la ciencia e impide la libertad y  la falta de prejuicios de la investigación: la ciencia rechaza toda  irrevocabilidad y toda heteronomía.
En  la voz del eminente teólogo parece resonar la voz del racionalismo  irreligioso. La ciencia no se desconfesionaliza, es decir, no se  convierte en parte de la fe cayendo así bajo otro principio heterogéneo,  sino que es autónoma en su propio orden. ¿Cómo podría prestar un  servicio a la Fe si no estuviese constituida precisamente como una  ciencia individual, autónoma, y especial? 
Una  subordinación extrínseca no altera la intrínseca autonomía de cada  objeto de investigación, más bien al contrario: rige el organismo  enciclopédico, es condición de todas las disciplinas, no ofende a la  autonomía de cada una de ellas, y es necesaria para la arquitectura del  saber. Por poner un ejemplo, la farmacología es ciertamente una ciencia,  ciertamente subordinada a la medicina y que no camina sino al servicio  de la medicina; pero no por eso toma sus leyes de la medicina: solamente  toma de ella su fin. La farmacología ni se convierte en medicina ni  abdica de sus propios métodos para asumir los de la medicina. Del mismo  modo, toda ciencia tiene su propia independencia incluso si está  extrínsecamente enderezada a un fin.
Un  último argumento del celebrado emérito de Lovaina niega la autonomía  (es decir, la cientificidad) de la ciencia en el sistema católico, pero  me parece que contradice a la epistemología. Afirma que poniendo otra  fuente de verdad más allá de la ciencia ésta resulta esclavizada. Ahora bien, ser orgánico no significa ser siervo. 
En  el organismo enciclopédico ninguna parte es sierva, aunque esté  coordinada con las otras y sea dependiente de ellas. La fuente primera  de las dos fuentes de verdad (ciencia y fe) es la Razón objetiva, es  decir el Verbo [3];  para juzgar imposible que puedan mantenerse unidas teóricamente ciencia  y religión hace falta abrazar una de estas tesis: o que la Revelación  contiene a la ciencia, volviéndose al error de la teología pregalileana;  o que la razón subjetiva no está limitada y no admite nada cognoscible  más allá de su límite, adoptándose el panlogismo de la filosofía  heterodoxa alemana.
La  verdad es que el rechazo de la escuela católica, lejos de ser una  simple variante de la filosofía política, es el advertido o inadvertido  corolario de opiniones contrarias al pensamiento católico. Se quita a la  escuela católica su base propia y se coloca su esencia fuera de sí  misma, condicionándola al pluralismo y al nihilismo cultural. 
El programa elaborado en Friburgo (Suiza) para la reforma de los seminarios repudia la ratio studiorum tradicional  y prescribe que «debe darse desde el principio una noción global  enfrentándose a los problemas planteados por la existencia de otras  creencias y de la increencia, de modo que el estudiante evite el riesgo de la autosuficiencia cristiana (ICI, n 279, p.20,1 de enero de 1967)[4] 
Para  medir hasta qué punto se aleja tal concepto de la pedagogía católica  bastará observar que se está negando a la concepción cristiana del mundo  el carácter de concepción global, privándola de un principio universal;  que se pretende hacer frente desde el inicio a las otras filosofías sin  conocer ningún criterio con el que proceder a ese enfrentamiento; que  finalmente (cosa de la cual es difícil decir si es mayor la extrañeza o  el error) se advierte a los jóvenes del riesgo de tomar al cristianismo  como un quid autosuficiente.
 Por  tanto el cristianismo, aun siendo una enseñanza divina, no sería  suficiente por sí mismo para dar al espíritu el apagamiento y el reposo  en la verdad; debe ser considerado solamente como una opinión que  necesita integrarse en las otras para conquistar relevancia axiológica [5].
 De  aquí deriva la progresiva pérdida de originalidad de la escuela  católica, que va modelándose deliberadamente sobre la escuela estatal en  las estructuras, en la ratio studiorum, en la coeducación, en el  calendario y en todo. Culturalmente hablando, ha abandonado en gran  parte las concepciones peculiares del catolicismo acerca de los hechos  históricos, adoptando los puntos de vista que fueron propios de los  adversarios de la Iglesia en el siglo pasado.[6]
Concluyendo  el discurso sobre la desafección de la escuela católica, y pasando por  alto el cierre o laicización de institutos y los escándalos doctrinales  de las escuelas católicas [7],  conviene medir el salto regresivo hecho por la escuela católica en el  período postconciliar. Y lo mediremos citando al Card. Michael  Faulhaber, arzobispo de Munich en 1936, momento álgido del despotismo  hitleriano: «Hace más daño cerrar de un plumazo cien escuelas que  destruir una iglesia».
127. PEDAGOGÍA MODERNA. LA CATEQUESIS
En  el estado actual de la Iglesia, la cuestión de la escuela es bastante  más una cuestión sobre las verdades que enseñar que sobre el método con  que enseñarlas; el movimiento postconciliar de renovación de la  catequesis pasa, como no podía ser de otra forma, de la didáctica a la  doctrina, al ser también la didáctica expresión de una doctrina. La  crisis de la catequesis es primariamente crisis de contenidos, y  desciende del pirronismo que inviste el pensamiento eclesial. Congresos y  congresos sobre la catequesis se preguntan:
«¿Es posible encontrar, después del Vaticano II, una doctrina católica indiscutible que rehaga la unidad perdida?» (Dossier su le probléme de la catéchése, París 1977, p. 36).
La  pedagogía moderna tiene sus raíces remotas en la pedagogía negativa de  Rousseau, que suponiendo al hombre bueno por naturaleza, borra de él la  educación; tiene sus orígenes próximos en la filosofía trascendental  alemana del siglo XVIII, que considera al espíritu individual como un  momento del espíritu universal. En fin, tuvo su sistematización teórica  más rigurosa en el Sommario di pedagogia come scienza filosófica (1912) de Giovanni Gentile, que proporcionó las bases a la reforma de la escuela italiana. 
El  pensamiento que informa tal pedagogía consiste en ver en el Espíritu  universal al verdadero maestro; nuestro espíritu se mueve siempre dentro  de sí; el Espíritu no es más que el acto mismo de lo individual, cuyo  proceso es autoformación y no tiene ni objeto ni modelo fuera de sí  mismo [8].
También  en el sistema católico el verdadero maestro es el espíritu universal:  el Verbo divino, « la verdadera luz, la que alumbra a todo hombre, viene  a este mundo» (Juan 1, 9) manifestando la verdad natural; pero este  Espíritu es distinto del espíritu y lo trasciende; sin embargo, en la  pedagogía moderna no hay trascendencia ni del Espíritu al espíritu, ni  de la verdad al intelecto, ni del maestro al discípulo.
Y  pasamos por alto que aparte de la luz natural del intelecto, la  religión conoce otra luz sobrenatural que sobre ilumina al espíritu  considerándolo capaz no ya de verlas verdades que sobrepasan la esfera  natural, sino de asentir a ellas sin verlas y hacerlas propias. 
En  la pedagogía moderna, por el contrario, a causa de la inmanencia de la  verdad, del bien y de cualquier otro valor del espíritu respecto al  espíritu mismo (en suma, por la inmanencia de lo divino en el hombre),  la realidad se convierte en auto creación, la verdad en autoconciencia, y  la didáctica en autodidáctica.
128. NUEVA PEDAGOGÍA
Veamos entonces la exacta articulación del error en la nueva pedagogía. 
El PRIMER  error consiste en negar y callar la dependencia del espíritu educando  respecto al principio educador, y en suponer que la verdad es resultado  de la creatividad personal; por el contrario, se trata de una luz que el  intelecto encuentra y no crea: o mejor, que tanto más encuentra cuanto  menos experiencia vital mezcla con la intuición de la verdad. 
La  experiencia es el medio de acceso a la verdad, pero ésta no consiste en  lo vivido, como hoy se dice, sino en lo puramente visto. Tanto en el  agustiniano De magistro como en el tomista De magistro se afirma que la  verdad trasciende al discípulo y al maestro, y el hombre no la produce, sino que la descubre. 
El  hombre puede ciertamente aprehender sin maestro, leyendo en la  realidad. El maestro no trasfiere la ciencia al discípulo, pero suscita  en él actos personales de conocimiento. El docente, que ya posee  actualmente el saber, actúa lo que el discente posee potencialmente,  haciendo así que él lo conozca por sí mismo. Queda por tanto  radicalmente excluido que la didáctica sea autodidáctica y la educación  "  autoeducación”, como está excluido por principio metafísico que un  ente en potencia venga al acto por sí mismo. 
Santo Tomás afirma explícitamente esta tesis: «Non potest aliquis dici sui ipsius magister vel seipsum docere» (De verit., q. Xl,a.2) [9].
Aquí hace falta reivindicar tres puntos fundamentales de la pedagogía católica. 
El primero es metafísico: la distinción de potencia y acto: es decir, la no creatividad de las facultades humanas. 
El segundo es axiológico: la superioridad axiológica de quien sabe respecto a quien no sabe. 
El tercero es gnoseológico: el primado del conocimiento respecto a la experiencia moral; tal es (ceteris paribus)  la vida moral del hombre, como lo es su pensamiento, es decir, el  juicio que realiza sobre los fines y sobre los actos de su ser.
El  SEGUNDO error de la nueva pedagogía es que la enseñanza tiene por fin  directo producir una experiencia, que igualmente su método es la  experiencia, y que el conocimiento abstracto de lo vivido es «puro  conceptualismo». Ahora bien, el fin propio y formal de la enseñanza (sin  excluir de ella a la catequesis) no es producir una experiencia, sino  un conocimiento. El discípulo es conducido por el maestro a pasar de  unos conocimientos a otros mediante un proceso dialéctico de  presentación de ideas. 
El fin de la catequesis no es immediate un  encuentro existencial y experimental con la persona de Cristo (se  entraría entonces en la mística), sino el conocimiento de las verdades  reveladas y de sus preámbulos.
La  ascendencia modernista de esta pedagogía no puede escapársele a quien  sabe que el principio filosófico del modernismo era el sentimiento, que  resuelve en sí todo valor y prima sobre los valores teóricos; se  considera a éstos como lo abstracto de lo cual la experiencia es lo  concreto.
129. EL CONOCIMIENTO DEL MAL EN LA DOCTRINA CATÓLICA
Bastante  más grave es el reflejo moral de la desviación pedagógica. Si el  conocimiento es la experiencia (lo vivido), entonces el conocimiento del  bien será experiencia del bien y el conocimiento del mal será  experiencia del mal, es decir, pecado: todo el sistema de la ascética y  de la ética cristiana resulta arruinado. Desaparece la distinción entre  el orden real procedente de lo vivido, y el orden ideal procedente del  intelecto. 
Como enseña San Agustín en De civ. Dei, XX11, 30, 4, «scientiae  malorum duae sunt, una qua potentiam mentis non latent, altera qua  experientia sensibus cohaerent, aliter quippe sciuntur ommia vitia per  sapientis doctrinam aliter per insipientis pessimam vitam» [10]. 
Hay  dos conocimientos del mal: uno consiste en la presencia del mal en la  mente, y otro en la aprehensión del mal mediante la experiencia. 
Pero  esta segunda ciencia por la que se conoce el mal viviéndolo no es  conocimiento, sino que lo sobrepasa y forma parte de la moralidad, por  ser el acto con el que el espíritu elige lo conocido y une así el orden  ideal con el orden real de lo vivido. No se ha de confundir experimentar  con conocer, ni mucho menos hacer de ello la única fuente de  conocimiento.
 Toda la ascética y la pedagogía católica se apoyan sobre esta base y no pueden desaparecer sin que el edificio se arruine.
 Y  es falso lo que se viene enseñando, incluso entre católicos, de que  hace falta conocer el mal para combatirlo; por lo menos es falso que  haga falta conocerlo experimentalmente, más de cuanto lo permitan el  conocimiento y la voluntad del bien. 
Por  ejemplo, tanto más se conoce el valor de la castidad cuanto menos se  conoce experimentalmente su contrario. Profunda sentencia es la del  siervo de Dios Francesco Chiesa: «No digáis "Habría que encontrarse en  su pellejo". Algunas cosas se conocen mejor precisamente no  encontrándose en su pellejo» [11]. 
La nueva pedagogía tiende a identificar aprehensión con experiencia, aunque no explícitamente, no pudiendo ser ex professo una pedagogía del pecado, sino tendencialmente. 
De  aquí deriva su inclinación a quitar todo límite a la experiencia y  desvincular al discípulo del maestro, a lo menor de lo mayor, a la ética  de la ley (que no se experimenta, sino que se obedece o se viola), a la  virtud de la razón. Ese nunquam satis que la filosofía católica dice del intelligere, la pedagogía moderna lo dice del vivere. 
De  ahí deriva la libertad de realizar cualquier experiencia para poder  conocer: libertad que es reivindicada por los innovadores incluso en  materia de celibato eclesiástico, continencia prematrimonial,  indisolubilidad conyugal, o fidelidad en todo compromiso de vida. 
Se dice que no es justo el compromiso que la voluntad adquiere sin conocer experimentalmente la materia del compromiso.
La  crisis de la escuela católica es en el fondo una degradación de la  racionalidad ante la experiencia, y una muestra del vitalismo propio del  mundo contemporáneo, que no aprecia lo que es verdadero y puede  contradecir a la vida, sino lo que está vivo y es medida de la verdad: vivo, ergo sum.
130. ENSEÑANZA Y AUTORIDAD. LA CATEQUESIS
Si  se niega que la verdad trasciende al maestro y a discípulo y se reduce  la educación a autoeducación, desaparece de la pedagogía la idea de  autoridad. La autoridad es la cualidad de un acto que no puede ser  resuelto en la subjetividad de quien lo plantea ni en la de quien lo  recibe, sino que en cierto modo es independiente del asentimiento y del  disentimiento.
No  puede por tanto sorprender que los innovadores ataquen a la escuela  autoritaria y pretendan que el principio de autoridad no sea un  principio pedagógico. Así como en la moral autónoma la voluntad que se  da la ley a sí misma carece de ley, así en la pedagogía autónoma quien  se educa a sí mismo carece de una autoridad subyacente. Por el  contrario, si cualquier verdad trasciende al intelecto imponiéndose al  asentimiento del hombre, más particularmente ocurre con las verdades de  fe (objeto de la catequesis): no sólo trascienden al hombre como  cualquier otra verdad, sino de un modo muy especial en cuanto son  verdades reveladas y no deben ser reafirmadas por evidencia, sino por  obsequio a Dios.
Existe  una incompatibilidad peculiar entre catequesis y autoeducación.  Abatiendo la verdad como autoridad, la catequesis deja de ser  aprehensión de la verdad para reducirse a su búsqueda, en estado de  igualdad absoluta con cualquier otra enseñanza.
El  enorme movimiento de renovación catequética posterior al Concilio ha  conseguido hasta ahora destruir todo vestigio de la catequesis  tradicional [12], pero no ha producido ni una dirección doctrinal común ni ninguna realización positiva [13]:  no pocos catecismos publicados por los centros diocesanos  correspondientes están llenos de temeridades, de errores dogmáticos y de  extravagancias.
La  nueva catequesis puede creerse apoyada en el discurso de Pablo VI del  10 de diciembre de 1971, que parece adoptar los dos principios de la  nueva teología: primero, que «es preciso abandonar los métodos  excesivamente autoritarios en la presentación de los contenidos  doctrinales, asumiendo una conducta más humilde y fraternal [14]  de búsqueda de la verdad»; segundo, que «enseñar significa estar  abiertos al diálogo con los alumnos, respetuosos de su personalidad».
En  el primer pasaje del discurso es manifiesta la confusión entre  didáctica y heurística, entre comunicación del saber poseído y búsqueda  de la verdad, entre la cátedra y la polémica. 
Es  un nuevo caso de transición inadvertida de una esencia a otra y de  implícita anulación de una de ellas. Es cierto que en el acto de enseñar  pueden insinuarse todas las semillas de la miseria humana, incluida la  soberbia; pero no conviene sorprenderse de ello, incluso si hace falta  prevenirlo continuamente: en los más ocultos pliegues del obrar humano  bulle esa miseria. 
¿Tal  vez no se insinúa también la soberbia en el diálogo de búsqueda de la  verdad? La verdad puede ser enseñada sin espíritu de verdad y con ánimo  que mira a presentarse a uno mismo y a enseñarse a uno mismo; pero el  tratamiento de los actos humanos debe referirse a su esencia, y no tomar  como esencia sus contingentes imperfecciones.
E  insisto en que la eliminación de la autoridad es intrínseca a la  didáctica entendida como autodidáctica, por la cual el espíritu extrae  de sí mismo la verdad. Aunque la verdad trasciende al espíritu, es  independiente del intelecto que la piensa: no es ser pensada por el  hombre, sino ser pensada por Dios, lo que la hace pensable por el  hombre. En la Iglesia postconciliar se ha difundido sin embargo la idea  de que el hombre es auto creación; se discurre por tanto de  autoeducación, de autodidáctica, de autogobierno, de auto  evangelización, e incluso de autorredención: se hace consistir la  autenticidad en esa autonomía.
Este  círculo vicioso entre maestro y discípulo, equivalente a la alteración  de la relación natural entre los dos sujetos, es proclamado sin ambages  en la carta del Secretario de Estado al congreso de Estrasburgo de la  Union nationale des parents des écoles de l enseignement libre. 
Pueden  leerse estas palabras: «Sin dimitir de sus graves responsabilidades,  los maestros se convertirán en consejeros, orientadores y ¿por qué no?  amigos. Los alumnos, sin rechazar sistemáticamente el orden o la  organización, se harán corresponsables, cooperadores, y en cierto  sentido coeducadores> (OR, 21 de mayo de 1975). 
La  conversión del discípulo en maestro, y viceversa, contiene virtualmente  la abolición de toda pedagogía e inclusive la denigración de toda la  obra escolástica de la Iglesia histórica.
De  la filosofía del diálogo hablaremos en § 156. Aquí, volviendo al  discurso de Pablo VI, según el cual parecería que la enseñanza anterior  de la Iglesia no hubiese sido respetuosa de la personalidad, ni los  maestros humildes o dispuestos para el servicio, basta reducir las cosas  a la diferencia esencial: dialogar no es enseñar. 
Además,  no todos los sirvientes tienen que prestarse a todos los servicios  (considerarse capaz de un servicio omnímodo es ceguedad y soberbia),  sino sólo a aquél para el cual están en concreto llamados, preparados y  encargados.

CAPITULO XIII LA CATEQUESIS
131. LA DISOLUCIÓN DE LA CATEQUESIS. EL SÍNODO DE OBISPOS DE 1977
Una  vez arrebatada al maestro su autoridad v disuelta la verdad en pura  heurística, la reforma de la catequesis no ha podido evitar dirigirse  hacia desviaciones heterodoxas, que a la variación en el método añaden  una variación en los contenidos. Ya el congreso de Asís de 1969 sobre la  enseñanza religiosa había concluido con un documento que preconizaba el  abandono de todo contenido dogmático (es decir. específicamente  católico) y la subrogación de la enseñanza de la religión católica  considerada en los países democráticos como un injusto privilegio, en la  historia de las religiones.
Tampoco  el Sínodo de obispos de 1977 sobre la nueva catequesis supuso una  eficaz rectificación, sino que puso de manifiesto el disentimiento entre  los Padres inclusive en torno a los principios, así como una  generalizada falta de fuerza lógica v sobre todo la incapacidad de  ceñirse a lo que estaba en discusión; lo cual, sin embargo es la norma  fundamental en toda discusión, y basta atenerse a ella para que ésta sea  provechosa. En el Sínodo la catequesis se convirtió en sociología,  política, o teología de la liberación. Basten pocos ejemplos.
Para  el obispo de Zaragoza la catequesis «debe promover la creatividad de  los alumnos, el diálogo, y la participación activa, sin olvidar que es  acción de la Iglesia .Ahora bien, la creatividad es un absurdo  metafísico y moral, y aun cuando no lo fuese no podría ser el fin de la  catequesis, ya que el hombre no puede darse su propio fin: va le es dado  v él debe solamente quererlo.
Para  el padre Hardy «la catequesis debe conducir a la experiencia de Cristo,  proposición que confunde lo ideal y lo real y desemboca en el  misticismo. En sí misma y formalmente, la catequesis es conocimiento, no  experiencia, aunque esté ordenada a la experiencia: es decir, a actuar  en la vida.
Según  el cardenal Pironio «la catequesis se libera por la experiencia  profunda de Dios en la humanidad cristiana y es una más profunda  asimilación del amor y de la fe - (OR. 16 octubre 1977). Hay resonancias modernistas en tales afirmaciones.  La catequesis es doctrina y no procede de la experiencia existencial de  los creyentes, porque hay en ella contenidos sobrenaturales que esa  experiencia no contiene. Desciende de la enseñanza divina y no es  producida por la experiencia religiosa: es ella quien la produce.
Finalmente,  un obispo de Kenia declara que «la catequesis debe comprometerse en la  denuncia de las injusticias sociales y defender las iniciativas de  liberación social de los pobres» (OR, 7 de octubre de 1977), degradando  la palabra de vida eterna a un conocimiento económico y social.
132. LA DISOLUCIÓN DE LA CATEQUESIS. PADRE ARRUPE. CARD. BENELLI
Aparte de por las ideas de socialidad y de creatividad,  el Sínodo estuvo dominado por la del pluralismo, al pronunciarse varios  Padres a favor de la pluralidad de los catecismos, que deberían tomar  el color de las diversas culturas nacionales.
El padre Arrupe, prepósito general de la Compañía de Jesús, conduce la exigencia pluralista a su expresión última: «El  Espíritu apaga la íntima aspiración del hombre de unir las exigencias  aparentemente antitéticas de una radical unidad con una igualmente  radical diversidad» (OR, 7 de octubre de 1977). Parece como si el  fondo del pensamiento humano no fuese la identidad, sino la  contradicción, y el Espíritu Santo realizase la síntesis de los  contradictorios a los que íntimamente aspira el ánimo del hombre.  Además, no se evita el paralogismo de fondo con un adverbio adventicio  como aparentemente.
 Si  las exigencias son distintas desde la raíz es imposible que se  unifiquen, es decir, que dejen de ser distintas desde la raíz: conducen  forzosamente a una pluralidad y diversidad de cosas. Unidad y diversidad  no pueden estar al mismo nivel. Tampoco desea el P. Arrupe en la  catequesis «definiciones completas, estrictas, ortodoxas, porque podrían  conducir a una forma aristocrática e involutiva». 
¡Como  si la verdad consistiese en un confuso circiterismo, la ortodoxia fuese  un antivalor y la auténtica catequesis naciese de la oclocracia   También en esto, como en la confrontación entre cristianismo y marxismo,  se consideran simplemente como modos distintos de ver lo mismo, cosas e  ideas que no son lo mismo. Si se desea una diversidad de catecismos es  porque se considera que todas las oposiciones que caracterizan la  especificidad de la doctrina se resuelven en una identidad de fondo  situada por encima de ella.
El  Card. Benelli, hablando a un congreso de profesores de religión, ha  preconizado que la escuela de religión «debe favorecer la confrontación  objetiva con otros conceptos vitales que es necesario conocer, valorar  y, eventualmente, integrar».
No  ve el cardenal en el mundo mental y religioso ningún error que  rechazar, sino sólo cosas que integrar. Además dice que «la única manera  de enseñar la religión católica es la de hacer una propuesta de vida»:  no se trata por consiguiente de proponer verdades que reciban su  autoridad de la divina Revelación. Finalmente, el cardenal confía al  alumno mismo «garantizar su validez, porque él ya la ha experimentado»  (OR, 28-29 de septiembre de 1981).
Los  dos caracteres de la nueva catequesis (ser búsqueda antes que doctrina,  e intentar producir respuestas existenciales más que una persuasión  intelectual) se evidencian en la solución dada al problema de la  pluralidad de catecismos y de la memorización [15].  Donde no se da contenido dogmático al cual asentir, no puede haber un  único catecismo universal, no existiendo fórmulas de fe adaptadas a toda  la Iglesia en razón de ese único contenido. 
Se  abandona por consiguiente la antigua costumbre iniciada en los primeros  tiempos de la Iglesia y continuada con los catecismos de Trento, de San  Roberto Bellarmino, de San Pedro Canisio, hasta los de Rosmini y San  Pío X.
La Conferencia episcopal alemana adoptó para su catecismo la forma amebea de preguntas y respuestas, pronto atacada por la mayoría del sínodo de obispos de 1977. 
Respeta bien la índole didáctica y no heurística  de la catequesis católica, que por consistir en proposiciones de verdad  no interroga suponiendo metódicamente dudosa la respuesta, sino que  responde asertivamente la verdad. Incluso en la mayéutica misma a la que  apelan los adversarios del modo tradicional, Sócrates guiaba al  discípulo hasta la verdad, pero el maestro ya la poseía.
La  memorización es descalificada y vilipendiada por los pedagogos  modernos, acusándola de psitacismo; en realidad es el principio de la  cultura, como entrevieron los antiguos en el mito de Mnemósine, madre de  las Musas. 
Sin  embargo, acompaña de modo natural al concepto de catequesis, si ésta es  comunicación de conocimiento en vez de una pura acción vital. Para un  obispo del Ecuador «la catequesis consiste no tanto en los que se  escucha como en lo que se ve en quien la imparte». De este modo la  verdad (perceptible con el intelecto) es rebajada ante la experiencia  vital, y no se vincula al Evangelio con su virtud propia sino con la  virtud del predicante, dando o quitando valor a la palabra según sea  ésta. La inclinación antropocéntrica por la cual se hace depender el  efecto de la catequesis más de la virtud de quien habla que de la virtud  de la verdad, es un error en el que se oculta una vez más la confusión  de las esencias. 
Se  asimila al catequista con el comediante, el actor o el poeta, que  poseen una capacidad propia para mover las almas. Sin embargo la  catequesis es algo distinto de la antigua retórica flexanima. De este  modo la acogida de la verdad divina vendría a faltar cada vez que  faltase la virtud retórica. Dicho error es adoptado también en el  Dossier sur le probléme de catéchese, París 1977, p. 22, que sin embargo  realiza una crítica a la nueva catequesis.
133. LA DISOLUCIÓN DE LA CATEQUESIS. LE DU. CHARLOT. MONS. ORCHAMPT
El lolium temulentum  que hemos destacado en los documentos sinodales y episcopales vegetó en  una extensa literatura de catecismos oficiales, por no hablar de los  catecismos de iniciativa privada de los cuales prescindimos, dado  nuestro criterio metódico [16].
La  repercusión en la Iglesia universal del Catecismo holandés (expresión  del aleja-miento de la ortodoxia por parte de dicha Iglesia) fue  resonante, extensa y dolorosa. Dos cosas sorprendían al mundo. Por un  lado, la temeridad de las innovaciones: desde la negación de los  ángeles, el diablo y el sacerdocio sacramental, hasta el rechazo de la  presencia eucarística y la puesta en duda de la unión teándrica.
Por  otro, la débil condena realizada por la Santa Sede. Ésta, pese a haber  sometido el Catecismo al examen de una congregación extraordinaria de  cardenales que encontró en él errores, ambigüedades y omisiones de  artículos gravísimos, lo dejó circular por el mundo, disputándose las  editoriales católicas y religiosas en todos los países el privilegio de  editarlo. A la divulgación había impuesto la Santa Sede una sola  condición: que al corruptorium constituido por la obra se añadiese el correctorium constituido por el decreto que lo había condenado.
El Catecismo holandés fue acogido por todas partes como «la mejor presentación que de la fe católica puede hacerse al mundo moderno». 
A pesar del juicio de la Santa Sede, los obispos lo introdujeron en las escuelas públicas y lo defendieron frente a los padres [17],  quienes cumpliendo el deber de custodiar la fe de sus hijos los  apartaban de una enseñanza corruptora impartida por sacerdotes con la  aprobación del obispo. El Catecismo holandés fue suprimido solamente en  1980, después del sínodo extraordinario de los obispos holandeses  celebrado en Roma bajo la presidencia de Juan Pablo II.
Las  comisiones para la catequesis de la diócesis de París han producido  muchos textos que malinterpretan la Escritura, ponen en duda el dogma y  corrompen la moral. Por ejemplo, el libro de Jean Le Du Qui fait la  loi?, sobre el decálogo, impugna la historicidad de la legislación  sinaítica, que sería «una operación fraudulenta realizada por Moisés  para consolidar su autoridad». Le Du adopta plenamente la tesis de la  impostura religiosa difundida por Voltaire debido a su furibundo odio  antihebraico, antecedente perpetuo del odio anticristiano (como se vió  claramente en la ideología nazi). Respondiendo a la pregunta del título,  Le Du quita a la ley su origen divino, natural y revelado, haciendo de  ella una producción de la evolutiva conciencia del hombre, que se libera  del mito, se seculariza y «en definitiva, elige el tipo de hombre que  quiere ser».
Aún  más viva conmoción suscitó el libro Dieu est-il dans l'hostie? de  Léopold Charlot, sacerdote responsable del Centre régional  d'enseignement dAngers, vendido también en los despachos parroquiales.  El libro tiene por tema «la forma en que hay que considerar hoy la Eucaristía como presencia real».  Su contenido esencial, cuyo sentido no mide el autor, es que para cada  época hay un modo diferente de entenderla, y que el modo propio de  nuestro tiempo es entender dicha Presencia Real como una presencia no  real, sino imaginativa y metafórica: idéntica a aquélla con que  afirmamos la presencia de Beethoven en cualquiera de sus sonatas y en el  sentimiento de quien las escucha. 
Charlot  enseña a los catecúmenos que la Eucaristía no fue instituida por Cristo  en la Ultima Cena, sino por la comunidad cristiana primitiva.
 Pan  y vino siguen siendo sustancialmente pan y vino, y son solamente el  signo convencional de la presencia de Cristo en el pueblo de los fieles.  Por lo tanto es absurdo que se consagren y se conserven con vistas a la  adoración. Más aún, Léopold Charlot aconseja a las madres permanecer de  pie junto con sus hijos delante del tabernáculo para inculcarles que el  sacramento no es adorable.
El escándalo, en sentido estricto de acto que conduce a otros al pecado (en este caso, pecado contra la fe),  consiste en que un sacerdote encargado por su obispo de la  responsabilidad de la catequesis, niegue en un catecismo oficial el  dogma eucarístico y lo haga con tranquilidad de ánimo. 
Pero  como es ley psicológica y moral que las responsabilidades no  descienden, sino que ascienden, aún supone mayor desorden que tal  blasfemia sea propagada en un catecismo del obispo, maestro de la Fe y  custodio del rebaño contra los lobos de la herejía.
 Y  si el sacerdote es piadoso (como dicen de Léopold Charlot) y predica de  buena fe, no habrá por parte del sacerdote más que escándalo  fenoménico, o material, como se dice en la teología clásica; pero  entonces surge con más vistosidad el escándalo dado por la Iglesia, que  precisamente como tal (por medio de un ministro suyo aprobado y mandado  por el obispo) enseña el error y la blasfemia.
Las  declaraciones de Mons. Orchampt, obispo de Angers, impelidas por una  gran cantidad de protestas del laicado y del clero, son un síntoma  llamativo del declive de la lucidez intelectual y de la virtud de  fortaleza en el episcopado.
 A  quien le reclamaba, según el can. 336, su deber de dar satisfacción de  la ofensa causada públicamente por él contra la fe, se limitaba a  responder: «El obispo responsable de la fe de su pueblo debe señalar los  peligros de mutilación que podrían afectar a una fe que se atuviese a  la perspectiva de este fascículo. Debe invitarse a quienes lo utilicen a  la crítica y a la profundización con vistas al necesario esfuerzo de  renovación pastoral» (Semaine religieuse du diocése dAngers, 11 de  noviembre 1976 y 16 de enero de 1977).
 El  obispo no condena ni retira la obra publicada por su Centro  catequístico, considera mutilación del dogma lo que es una negación del  dogma, admite que se continúe enseñando la religión católica con un  libro que la rechaza, no aparta de su puesto al autor, juzga la tesis de  Charlot como una tesis sostenible (aunque no deba sostenerse de modo  exclusivo: como si sostener una de las dos contradictorias no implicase  negar la otra), y finalmente (retomando el habitual leit-motiv de los innovadores)  no pide una refutación, sino una profundización; palabra que, como  vimos en el § 50, en la hermenéutica innovadora significa discutir y  volver a discutir eternamente un punto dogmático hasta que se convierta  completamente en su contrario. 
Por último, el obispo de Angers persiste en sostener que tentativas como la de Charlot contribuyen a la renovación eclesial.
La  Santa Sede dio un signo de reprobación, pero genérico y siempre en  clave lenitiva. Ciertamente se refiere al obispo de Angers el pasaje del  discurso de Pablo VI del 17 de abril de 1977: «Los fieles se quedarían  extrañados con razón si quienes tienen el encargo del `episcopado', que  significa, desde los primeros tiempos de la Iglesia, vigilancia y  unidad, toleraran abusos manifiestos». Y debe también señalarse la  dimisión y delegación que hacen muchos obispos en otros obispos (que a  su vez se remiten a las opiniones mal formadas de alguno de sus  sacerdotes), de responsabilidades indimisibles e indelegables. De hecho,  el catecismo de Charlot había sido adoptado en todas las diócesis del  Este de Francia.
134. RENOVACIÓN E INANICIÓN DE LA CATEQUESIS EN ITALIA
La delegación de la autoridad magisterial de las Conferencias episcopales en sacerdotes de la escuela innovadora se  evidenció también en la comisión que redactó el nuevo catecismo,  formada por intelectuales de opción marxista que desertaron después  clamorosamente presentándose como candidatos en las listas del partido  comunista. 
En  el Catecismo de los jóvenes (Roma 1979) la preocupación ecuménica,  arbitrariamente interpretada, hace a los autores defender «un  acercamiento de la búsqueda exegética católica con la protestante»; este  acercamiento es imposible, porque los protestantes no reconocen por  encima de la luz privada la luz exegética del Magisterio de Pedro.  También debilitan los autores uno de los artículos principales de la  doctrina católica, acercándose a la doctrina modernista: la fe no  procede de la realidad de los milagros, sino que la fe hace que exista  en la persuasión de los creyentes la realidad de los milagros. También  la idea de la inmutabilidad de la fe está en el libro poco pulida,  prevaleciendo la del movilismo propio de los renovadores, según el cual  la Iglesia está perpetuamente a la escucha y en búsqueda.
Más  manifiesta todavía es la nueva dirección en el Catecismo dei fanciulli,  publicado en 1976 por la Conferencia Episcopal italiana, sobre todo en  cuanto a la interpretación del ecumenismo. Se considera al ecumenismo  como un reconocimiento de valores de evidencia mayor o menor, pero todos  ellos idénticamente contenidos en cualquier creencia religiosa. 
Por  tanto no existe jamás conversión de una a otra, sino solamente  profundización de la propia verdad en la verdad de otros, suponiendo  siempre el diálogo un recíproco enriquecimiento. Se aparta a los  catecúmenos en edad infantil de la especificidad de la religión  católica, invitándoles a contemplar la universalidad del fenómeno  religioso, y no se les conduce a reafirmarse en la adhesión, sino en la  búsqueda. Se afirma que la catequesis «debe  ayudar a los niños a colaborar con todos los hombres para que haya  libertad, justicia y paz, sin dejar de reconocer sin embargo en la fe y  en los sacramentos la fuente de fuerzas espirituales».  Este sin embargo es significativo. La condición mínima que debe  satisfacer un catecismo es no negar la fe y reconocer en los sacramentos  una fuente de fuerzas espirituales, al igual que todas las creencias de  los pueblos bajo el cielo. Lo específico del catolicismo resulta así  eludido. No se habla del pecado, ni del error, ni de las maldiciones, ni  de la redención, ni del juicio, ni del fin trascendente: el  cristianismo, que si no lo es todo no es nada, se ve reducido a ser algo  apendicular, subsidiario y cooperante.
135. EL CONGRESO DE LOS CATEQUISTAS ROMANOS EN TORNO AL PAPA
La  inanición de la catequesis aparece en modo inequívoco en el encuentro  de los catequistas de Roma con Juan Pablo II (OR, 7 de marzo de 1981).  El Papa distingue entre la catequesis, obra directa de la Iglesia, y la  enseñanza religiosa en la escuelas públicas, que incumbe al Estado en  cuanto parte orgánica de la formación del alumno. Afirma el deber del  Estado de «prestar tal servicio a los alumnos católicos, que constituyen  la casi totalidad de los estudiantes», y a sus familias, «que  lógicamente se presume que quieren una educación inspirada en sus  propios principios religiosos». Pero no obstante tales declaraciones, en  el Congreso se formularon propuestas y opiniones que se resuelven en el  rechazo de la enseñanza católica. Algunos relatores disuelven la  religión católica en una religiosidad cristiana sincrética, otros en una  religiosidad natural, otros en una expresión de libertad: todos se refieren a la crisis de identidad (como suele decirse) del sacerdote. 
A  la enseñanza religiosa no se le encontró otro motivo que la exigencia  cultural merced a la cual el conocimiento de los mundos hebraico y  cristiano parece necesario para entender los valores constitutivos de la  civilización moderna. No se encontró otro fin a la catequesis que dar a  conocer a los jóvenes el abanico de las ideologías «para hacerles  capaces de realizar elecciones libres»; ¡como si el conocimiento de los  valores elegibles proporcionase el criterio mismo de la elección!.
No  fue encontrado ningún fundamento específico para la religión católica.  No siendo la única portadora de valores religiosos, en los colegios  italianos «no debería ser la única en entrar en la escuela para dar  lecciones de religión». Sería necesario diversificar las horas de  religión admitiendo todas las creencias. Conviene por consiguiente  abrogar el Concordato, que privilegia a la religión católica.
Los  sacerdotes romanos parecen continuar una línea de la tradición  naturalista: reclaman el pantheon sincrético expulsado de los jirones de  la campanelliana Ciudad del Sol, donde Cristo está con Osiris, Caronda y  Mahoma, o los oratorios de algún humanista del Renacimiento, o la  cupulita sincretista de Notre-Dame de la Garde (Marsella) proyectada por  Mons. Etchégaray. 
No  se encontró razón peculiar a la verdad católica y fue declarado que «no  se paga a los catequistas para dar catequesis y para enseñar una fe,  sino que están al servicio de la persona humana (...) Se trata de un  trabajo de precatequesis, de preevangelización, que debería reconocer el  Estado como una ayuda al desarrollo de la persona». Es patente la  desviación profunda del espíritu del clero, claudicante ante  circiterismos como «desarrollo de la persona»; para ellos enseñar la  verdad católica se opone al servicio de la persona humana y se convierte  en un apoyo o una preparación a la eurística, en la cual no decide la  verdad, sino la libertad.
La  desviación de la catequesis se expresa a cara descubierta en las  propuestas del documento final: que se celebre una Misa para los  estudiantes en tiempo de preparación de exámenes, que se celebre también  en Roma un día de la escuela, que el Papa reciba pronto en audiencia a  los catequistas romanos, que «realice una visita a un gimnasio de alguna  escuela pública», etc. Es imposible no ver qué cosas tan tibias  salieron del encuentro [18] romano coram Sanctissimo:  ciertamente buenas, pero totalmente extrañas a lo intrínseco de las  cuestiones debatidas. Da lugar a creer que tal tibieza de conclusiones  haya sido el último expediente para no reflejar en el documento de  conclusión la singularidad de las opiniones expresadas, poco  consecuentes con la recta filosofía y con la tradicional praxis de la  Iglesia.
136. ANTÍTESIS DE LA NUEVA CATEQUESIS CON LAS DIRECTRICES DE JUAN PABLO II. CARD. JOURNET
La  mentalidad del clero manifestada en dicho Congreso es tanto más notable  cuanto que está en clara oposición con la Exhortación Apostólica de  Juan Pablo II (OR, 26 de octubre de 1979). 
La  nueva catequesis es de impronta existencialista y promueve una  experiencia de fe, y el Papa por el contrario afirma el carácter  intelectual de la catequesis y quiere que los catecúmenos estén  penetrados de certezas simples pero firmes «quibus ad Dominum magis magisque conoscendum adiuventur» [19]. 
La  nueva catequesis quiere la adaptación de la fe a las culturas  históricas particulares, y el Papa sin embargo (n. 53) quiere que la fe  transforme las culturas singulares: «non esset catechesis si Evangelium ipsum mutaretur cum culturas attingit»[20]. 
La  nueva catequesis repudia el principio de autoridad y por consiguiente  el método amebeo y el ejercicio de la memoria, y el Papa en cambio  recalca (n. 55) que es necesario poseer permanentemente (es decir, en la  memoria) las palabras de Cristo, los principales textos bíblicos, las  fórmulas de fe, el decálogo, las oraciones comunes [21], los textos litúrgicos.
 La  nueva catequesis procede con un diálogo paritario, eurístico, fundado  sobre la especificidad de la verdad, y el Papa por el contrario (n. 57)  rechaza como peligroso ese diálogo que «saepe ad indifferentismum omnia  exaequantem delabitur» [22].  La nueva catequesis se propone guiar al catecúmeno a una experiencia de  lo divino y de Cristo, y el Papa sin embargo define la catequesis (n.  18) como «institutio doctrinae christianae [enseñanza de la doctrina  cristiana]», instrucción que mira a hacer conocer cada vez mejor, y  asentir cada vez más firmemente, a la verdad divina: no a hacer  desarrollarse y afirmarse cada vez más la persona del catecúmeno.
En  la crisis de la catequesis se refleja toda la actual desviación de la  Iglesia. Se reconocen en ella el desprecio del orden teórico, la  incertidumbre (no sólo doctrinal, sino dogmática), el orgullo del  espíritu subjetivo, la disensión entre obispos [23],  la discordia de los obispos respecto a la Santa Sede, el rechazo de las  actitudes fundamentales de la pedagogía católica, la prospectiva  temporal y quiliástica, y la dirección antropotrópica de toda la obra  didáctica.
Gérard Soulages [24]aporta  algunas cartas dramáticas del Card. Journet sobre el estado actual de  la catequesis. El cardenal lo contempla con exactitud como un efecto de  la desviación de la jerarquía y de la disolución interior de la Iglesia:  «Sería catastrófico que los obispos, sucesores de los Apóstoles,  estuviesen a merced de comisiones y de iniciativas limitadas a la  adaptación del mundo y al servicio de una descristianización del pueblo  cristiano».
137. LA CATEQUESIS SIN CATEQUESIS
La nueva catequesis está marcada, como hemos visto, por dos caracteres intrínsecamente ligados. Uno metódico: el abandono de la pedagogía católica, que enseña la trascendencia de la verdad respecto al intelecto que la aprehende. Y otro dogmático:  el abandono de la certeza de fe, sustituida por el examen y la opinión  subjetivas. La nueva catequesis preparada por el episcopado francés con  los Fonds obligatoires de 1967 tuvo su culminación con la promulgación de Pierres vivantes en 1982. 
No  habiendo obtenido este texto la aprobación de la Santa Sede, y estando  acompañado de la prohibición de cualquier otro catecismo (por tanto  también de los del Concilio de Trento y de San Pío X, que entretanto se  habían reeditado), pareció que iba a abrir, aunque no lo hizo, un  creciente conflicto entre el Episcopado francés y la Santa Sede.
 El Card. Ratzinger,  prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se desplazó  hasta Lyon y París en enero de 1983 para pronunciar una conferencia  sobre las actuales condiciones de la catequesis («la miseria de la nueva catequesis», dice en el curso de la conferencia), suscitando  vivas protestas de los prelados de Francia, así como un difuso malestar  en el clero y no pequeña agitación de la opinión pública.
El  cardenal reprueba la nueva catequesis porque en vez de anunciar  verdades, a las que se presta asentimiento de fe, propone los textos  bíblicos iluminados mediante el método histórico-crítico, y remite al  juicio del catecúmeno otorgar o quitar el asentimiento. Las verdades de  fe anunciadas por la Iglesia son separadas de la Iglesia, que es su  organismo viviente, y propuestas inmediatamente al creyente, llamado a  hacerse intérprete y juez: así aislada, la Biblia se convierte en un  simple documento sujeto a la crítica histórica, y se coloca a la Iglesia  por debajo de la opinión subjetiva.
La desviación consiste esencialmente en «proclamar la Fe directamente [25]a partir de la Biblia sin pasar por el Dogma». 
Es  el error luterano, que niega la Tradición y el Magisterio y además  altera el valor de la Biblia misma, la cual «separada del organismo  viviente de la Iglesia», se reduce a «un simple museo de cosas pasadas y una colección de libros heterogéneos». 
La  Iglesia es remitida a las luces individuales, y la doctrina de fe a los  historiadores y críticos: la adhesión a la verdad religiosa adquiere la  forma de un acto individual fuera de la comunidad querida por Cristo.  Ahora bien, como la exégesis con la que se presenta el texto bíblico  está dominada por el prejuicio racionalista, que rechaza todo lo que  supere a lo inteligible, «se tiende hoy a evitar la dificultad allí  donde el mensaje de la Fe nos pone en presencia de la materia en  cuestión, y a atenerse a una perspectiva simbólica. Esto comienza con la  Creación, continúa con el nacimiento virginal de Jesús y su  Resurrección, y finaliza con la Presencia Real de Cristo en el pan y el  vino consagrados, con nuestra propia resurrección y con la Parusía del  Señor» [26]. Aquí se hace referencia claramente a los errores dogmáticos que vician la nueva catequesis.
La  Creación no se profesa claramente, ni constituye el discurso inicial de  la enseñanza: se la menciona solamente en el cap. 9, identificada con  la creación que Dios hace de su pueblo liberándolo de la esclavitud.
El nacimiento virginal de Cristo no tiene en Pierres vivantes  ninguna connotación dogmática, pues se designa a María como «una joven  de Palestina a quien Dios ha escogido para ser la madre de Jesús»: no se  habla de la Inmaculada Concepción, ni del parto virginal, ni de la  maternidad divina.
La  Resurrección de Pascua es un evento pneumático que tiene lugar en la fe  de la comunidad primitiva, y por necesaria consecuencia (tan  fuertemente afirmada por San Pablo en I Con 15, 12 y ss.) también la  resurrección de los muertos es algo en lo cual simplemente se cree, pero  carece de realidad histórica.
La Ascensión es una pura metáfora de la apoteosis moral de Cristo, ya que Pierres vivantes declara expressis verbis  «Ascender a los cielos es una imagen para decir que El está en la  alegría del Padre». Incluso un simple hombre se eleva así a la alegría  del Padre. Donde la Escritura dice que se elevó al cielo «videntibus illis»  (Hech. 1, 9), el catecismo francés enseña que «los cristianos creen que  el cuadragésimo día después de Pascua Jesús está por encima de todas  las cosas».
Finalmente,  la Eucaristía es reducida a la memoria de la cena del Señor celebrada  por la comunidad cristiana, y el capítulo dedicado a ella en Pierres vivantes  se titula «Los cristianos recuerdan». Es la tesis innovadora de la  transignificación y transfinalización, de la que trataremos en §  267-275. 
Aunque  no sea detalladamente, artículo por artículo, sino a través de  omisiones, metáforas, y reticencias (tanto más significativas si se  confrontan estas fórmulas con la fórmulas del catecismo antiguo),  Pierres vivantes no puede ocultar la sustancia anómala y heterodoxa que  presenta a los niños de Francia como la fe de la Iglesia católica [27].
138. RESTAURACIÓN DE LA CATEQUESIS CATÓLICA
Según  el Card. Ratzinger, la catequesis católica es una didáctica (una  comunicación de verdad) y su contenido es el dogma de la Iglesia: no la  palabra de la Biblia, histórica y filológicamente abstracta, sino la  palabra de la Biblia conservada y comunicada a los hombres por la  Iglesia. No se puede, como pretende el catecismo francés, diferir a la  edad de la adolescencia la enseñanza de los dogmas y entretanto acercar  directamente al niño a la Biblia, cuyo sentido es recogido a partir de  diversas lecturas: el sentido del Viejo Testa-mento, el del Nuevo, y en  fin, el que la Biblia tiene «para los católicos de hoy» [28].  El historicismo aplicado a la Revelación es perfectamente conforme con  la doctrina modernista de que lo divino es un noúmeno incognoscible que  el espíritu del hombre reviste y transforma de mil maneras, cuyo  resultado es el complejo fenómeno religioso de la humanidad.
 Al catecismo francés va dirigida la advertencia de Juan Pablo II en el discurso de Salamanca: «Sed,  pues, fieles a vuestra Fe, sin caer en la peligrosa ilusión de separar a  Cristo de su Iglesia ni a la Iglesia de su Magisterio» («Mensaje de Juan Pablo II a España», B.A.C., Madrid 1982, pág. 54).
Al  historicismo de Pierres Vivantes el Card. Ratzinger contrapone la  inmovilidad del dogma, que debe ser iluminado por los catequistas de  diversa manera: con variedad psicológica, literaria, y didáctica, pero  preservándolo en su sustancial identidad dentro del flujo histórico. No  existen diversas modalidades del dogma, sino diversas (más bien  infinitas) posibilidades expresivas. La catequesis es esencialmente  intelectual y se dirige a la transmisión de conocimientos, no a la  experiencia existencial o a la llamada «inserción» en el misterio de  Cristo. Ciertamente se enseñan las verdades de fe para que se conviertan  en práctica y vida, pero el objeto propio de la catequesis es el  conocimiento, y no directa-mente la ética.
El  cardenal quiere que la materia se ordene según el esquema del Catecismo  tridentino, seguido en todo el orbe católico hasta el Vaticano II. Es  necesario por consiguiente enseñar a los niños, tan pronto como sean  capaces de aprender, lo que el cristiano debe creer, lo cual constituye  la exposición del Credo; luego lo que se debe desear y pedir a Dios, lo  cual constituye la explicación del Pater noster, finalmente, lo que se debe hacer, lo cual constituye la lección del Decálogo. 
Tal  tripartición tiene una gran profundidad metafísica y teológica (los  nuevos catecismos ni siquiera la han columbrado), porque responde a la  constitución primaria trinitaria del ente, a la interna distinción de la  divina Trinidad, y por último a la distinción ternaria de las virtudes  teologales: fe, esperanza y caridad.
 A  estas tres partes del catecismo católico viene a añadirse el tratado de  los sacramentos, y también la existencia de esta cuarta sección es  conforme a la doctrina católica: sólo con el auxilio de la gracia,  comunicada a través de los sacramentos, se hace el hombre capaz de  cumplir la ley moral, confirmada y elevada por la ley evangélica. El  Card. Ratzinger reclama también la necesidad del uso de la memoria y la  eficacia del método amebeo: ambos son connaturales al contenido  dogmático e incompatibles con el examen eurístico y con la aproximación  existencial.
La grave censura planteada por el Card. Ratzinger al catecismo francés no pierde absolutamente nada de su valor teórico doctrinal por el hecho de que,  tras exponerla en un discurso editado después en veinte páginas, se  retractase de ella en una declaración de veinte líneas acordada con los  obispos franceses. Remitimos a § 60-65 sobre la desistencia de la autoridad.
139. LAS ÓRDENES RELIGIOSAS EN LA IGLESIA POSTCONCILIAR
Puesto  que las órdenes y los institutos religiosos asumen la parte  supererogatoria o de consejo de la religión, es normal que la desviación  que ha investido a la parte común de la religión haya realizado un  asalto especial a la parte especial de la Iglesia. La ley del loquimini nobis placentia,  con la cual se embellecen los defectos propios y se pinta con vivos  colores la propia perfección, sirvió generalmente para disimular el gran  decaimiento ocurrido en las órdenes religiosas, adoptándose la  prospectiva optimista de Juan XXIII y considerando síntomas de vitalidad  la variación y el movilismo.
Pese  a ello, la decadencia se hace evidente en el fenómeno de las  defecciones de la vida consagrada por parte de los consagrados (g 79).  No voy a decir que todas las compañías religiosas (grandes o pequeñas,  masculinas o femeninas, contemplativas, activas o mixtas) se hayan  diezmado en veinte años, pero sí que se han reducido a una fracción de  sí mismas. Ciñéndonos a las estadísticas oficiales de la Tabularum statisticarum collectio (1978),  entre 1966 y 1977 el número de religiosos en el mundo ha descendido de  doscientos ocho mil a ciento sesenta y cinco mil, es decir, en una  cuarta parte[29]. 
Tampoco  puede afirmarse, como se intenta hacer, que la disminución numérica  vaya acompañada de un refinamiento cualitativo: la calidad se manifiesta  por sí misma en la cantidad. La experiencia de un ideal sólo puede  adquirir perfección si son muchos los sujetos comprometidos con él. Es  necesario ser muchos para que algunos sobresalgan, del mismo modo que  debe trabajarse mucho para trabajar bien.
La decadencia queda demostrada además por las novedades [30]  en capítulos reunidos al efecto, todos los institutos religiosos han  reformado sus constituciones y reglas de forma a veces temeraria, y  siempre con más efectos destructivos que constructivos. Interrogado el  Card. Daniélou sobre la existencia de una crisis de la vida religiosa,  dio una respuesta cruda y apesadumbrada: «Pienso que hay actualmente una  crisis muy grave de la vida religiosa y que no se puede hablar de  renovación, sino más bien de decadencia»[31]  . Y sitúa su razón sumaria en la desnaturalización de los consejos  evangélicos, tomados como una prospectiva axiológica y sociológica en  vez de como un estado especial de vida estructurada sobre ellos [32].
La  renovación debería haber supuesto una adaptación ad extra con el objeto  de conseguir más eficazmente la santificación, fin general de la  Iglesia y fin específico de la vida religiosa. La relación con el mundo  estuvo siempre presente en la mente de los fundadores y de los  reformadores. Cuando entre Mahometanos y Cristianos estaba vigente la  esclavitud surgieron los Mercedarios para el rescate de los esclavos;  cuando se recrudecían las epidemias aparecieron los Antomanos, los  hermanos de la Caridad, y los Camilianos; cuando había que difundir la  instrucción entre las clases populares, ahí estaban los Escolapios. Por  no hablar de las congregaciones modernas, diversificadas de mil maneras  para adaptarse a las diversas necesidades de la sociedad.
La  ley general bajo la cual ocurrieron las reformas postconciliares fue la  siguiente: toda las reformas sin excepción se hacen de lo difícil a lo  fácil o a lo menos dificil, y jamás por el contrario de lo fácil a lo  dificil o a lo más difícil. Esta ley general de las reformas  postconciliares es la inversa de la que aparece en la historia de las  órdenes religiosas. Todas las reformas nacen de la repugnancia por la  dulcificación de la disciplina y del deseo de una vida más espiritual,  orante y austera. De los Cluniacenses, por ejemplo, salieron los  Cistercienses, y de los Cistercienses los Trapenses. De los Menores, por  sucesivas aspiraciones a una mayor severidad, salieron (pasando por  alto los Fraticelli) los Observantes y aún después los Reformados y los  Capuchinos, siempre con un movimiento ascendente y desmundanizante, y  jamás con una tendencia descendiente y mundanizante, como por primera  vez ha ocurrido hoy en la Iglesia.
La  reforma se elabora en gran parte a través de una enorme palabrería  monotípica propia del léxico innovador. En los Capítulos de renovación  la Congregación «se interroga», «se deja interpelar», «confronta las experiencias», «busca identidades nuevas» (lo  que implica, inadvertidamente, que se convierte en algo distinto de sí  misma), «pone a punto nuevos principios operativos», «toma conciencia de  la nueva problemática de la Iglesia» (lo que significa que los fines  son alterados), ataca el «problema de la creatividad», y tiende a  «construir verdaderas comunidades» (como si durante siglos no se  encontrasen en las instituciones religiosas más que pseudo comunidades),  excogita los modos para «insertarse en el contexto», etc.[33]
140. LA ALTERACIÓN DE LOS PRINCIPIOS. LA ESTABILIDAD
Como  la de todas las demás partes del cuerpo eclesial, la crisis de los  religiosos es consecuencia de una exagerada asimilación al mundo, cuyas  posiciones se adoptan porque se desespera de conquistarlo a partir de  posiciones propias. Es una alienación por pérdida tendencial de la  esencia y su traslación a otra. Y ni menor ni insignificante es la  transformación del hábito de los religiosos y de las religiosas, siempre  informado por el deseo de no diferenciarlo ya de las ropas seglares. 
A  la vez que es un síntoma de la pérdida de la esencia o por lo menos de  los accidentes propios de la esencia, es también un síntoma de  servidumbre. No se debe olvidar que la singularidad a veces extravagante  de los vestidos religiosos estaba destinada a indicar la singularidad  del estado religioso y era además un signo importante de la libertad de  la Iglesia, independiente de modas y costumbres. Del habitual desprecio  al hábito eclesiástico se desciende después al desprecio del litúrgico, y  se ve hoy oficiar en las celebraciones a sacerdotes con ropa puramente  laica («Esprit et Vie», 1983, p. 190, que deplora la abulia de los  obispos sobre este punto).[34]
La  vida religiosa es un género de vida conformado sobre los consejos  evangélicos y por tanto objetivamente más excelente (es la opción  ofrecida por Cristo, Mat. 19, 21: «Si vis perfectus esse [Si quieres ser perfecto] »)  que la vida común, conformada sobre los preceptos. La tendencia según  la cual se reforma hoy la vida religiosa es paralela a la tendencia con  la que se reforma el sacerdocio. 
En  éste es la obliteración de la distancia entre sacerdocio sacramental y  sacerdocio común de los fieles, en aquélla es la obliteración de la  distancia entre estado de perfección y estado común. Se destiñe y diluye  lo específico de la vida religiosa, sea en la mentalidad o sea en la  práctica.
Dado  que la existencia del hombre está constantemente fluyendo y la voluntad  humana deambula perpetuamente en torno a la persistencia y fijeza de la  ley, un estado de vida implica un orden fijo sobre el cual se modele  dicho flujo. Esa fijeza es otorgada por el compromiso de la voluntad,  que se liga pro semper a ese orden: es decir, al triple voto de castidad, pobreza y obediencia. 
Ahora  bien, precisamente a causa del alejamiento en la observancia de los  votos (no a causa de un arbitrio individual y contingente, sino por  canónico aligeramiento establecido en Capítulos generales de reforma) se  produce tal declive de la Regla.
Y  sobre todo ha decaído el principio de la estabilidad. La estabilidad  que el monje prometía según la Regla benedictina tenía un doble  significado, consecutivo al doble significado de la palabra. Basta a  menudo referirse al sentido originario e íntimo de las palabras para  clarificar una cuestión. El latino regere (de donde tenemos regula) tiene una doble acepción, ya que significa sostener y dirigir. 
La regla monástica es una norma que imprime la dirección a la vida y al mismo tiempo la sustenta. Del mismo modo, el latín stare (de donde tenemos stabilitas)  significa permanecer firme y permanecer derecho. La           estabilidad religiosa implicaba que el monje permaneciese en un  monasterio y no cambiase de domicilio, para que en aquella estabilidad  local el religioso encontrase un elemento de escala vertical y una  condición que facilitase su permanecer derecho en el comportamiento  moral y religioso.
Hoy  la estabilidad local ha desaparecido. Ya no se trata de que en todas  las órdenes religiosas el superior no haya modificado desde hace siglos  el domicilio de los súbditos: más bien el derecho canónico contemplaba  expresamente esta inestabilidad ordenada por los superiores. Es que la  movilidad se ha introducido en la vida interna de las comunidades  individuales. 
No  solamente a causa de la mayor movilidad general de la humanidad salen  también los religiosos para viajes, vacaciones, o deportes (a menudo  encubiertos con intención cultural o de apostolado), sino que los  miembros de una misma comunidad habitan en casas separadas, apartándose  local y vivencialmente de sus hermanos. El instituto de la exclaustratio,  que era una singularidad, se ha convertido en una forma normal de la  vida religiosa. En lugar de una morada cenobítica se tiene una especie  de diáspora en la cual se dispersan los mencionados valores de  estabilidad, y perece la vida comunitaria.
141. LA VARIACIÓN DE FONDO
Hay  una variación de fondo hacia la cual se mueve la renovación, y que si  fuese alcanzada daría lugar a un cambio catastrófico (g§ 39 y 53)  equivalente a una aniquilación. Esta variación de fondo entra a formar  parte de una revuelta antropotrópica que caracteriza el momento actual  de la Iglesia [35]. Esto aparece in capite libri  en la definición de los fines de la profesión religiosa y contempla los  principios generales de la moral y de la religión. Aquí basta observar  que el nuevo fin asignado a la vida religiosa, el servicio al hombre más  que el servicio a Dios (o bien el servicio al hombre identificado con  el servicio a Dios), se apoya sobre la suposición falsa de que el hombre  no tiene ni puede tener como fin su propia salvación, porque mirar a su  propia salvación sería un vicio de utilitarismo teológico. En el amor  del hombre no podría tener lugar el amor del individuo a sí mismo, y  sería algo vicioso perseguir la justicia sólo porque de la justicia se  siga la beatitud.
Sin adentrarse en este argumento, bastará recordar que la finalidad que se proponía quien hacía los votos religiosos era expresis verbis la  salvación de su propia alma. Sin retroceder al monaquismo oriental,  este fin de la vida religiosa se desprende incluso del prólogo de la  Regla de San Benito: «Et si fugientes gehennae poenas ad vitam  perpetuam volumus pervenire, dum adhuc vacat et in hoc corpore sumus,  currendum et agendum est modo quod in perpetuam nobis expedit» (P L., 66, 218) [36].
Pero  no menos aparece en los grandes Fundadores modernos. Al P Lemoyne, que  en 1862 deseaba entrar en la congregación instituida por Don Bosco «para  ayudarle en lo poco que pueda» respondía el Santo: «No, las obras de Dios no necesitan de la ayuda de los hombres: venga únicamente para bien de su alma». [37]
Juan  Pablo II no se aparta de la doctrina tradicional, y en el discurso a  los sacerdotes amonestó: «Vuestro primer deber apostólico es vuestra  propia santificación» (OR, 1 de octubre de 1979). En la concepción  católica el bien de la propia alma es la perfecta justicia, es decir, el  cumplimiento de la divina voluntad, en lo que consiste el servicio  divino y donde se celebra la gloria misma de Dios. No hay en esta  visión, difícil pero verdadera, sombra alguna de utilitarismo teológico.
Aún  más expreso es expuesto el fin de toda profesión religiosa en las  Constituciones del Instituto de la Caridad y en las explicaciones dadas  sobre este punto por Antonio Rosmini: «El Instituto de la Caridad asocia  a los fieles cristianos que, encendidos en el deseo de seguir a Cristo,  "con la ayuda y la exhortación mutuas atienden a su propia  perfección"». Y explicando «el propio y singular fin» de la vida  religiosa Rosmini escribe que tal fin «es pensar ante todo en sí mismo,  en la propia alma, para limpiarla cada vez más con la ayuda de Dios, fin  para el cual el hombre se propone, en este Instituto, hacer un completo  sacrificio de sí mismo a Dios; y los mismos ejercicios de San Ignacio y  las misiones que el Instituto acepta llevar a cabo, no se consideran  como un fin, sino como un medio para la propia santificación»[38]. 
Finalmente,  el Opus Dei (fundado en 1928 por el Beato Escrivá de Balaguer, erigido  en Prelatura personal en 1982 y que cuenta con setenta mil miembros)  tiene como fin principal la santificación personal mediante el  cumplimiento de los deberes del propio estado.
 Las fórmulas «por la propia salvación», «para llegar al paraíso», «para salvar el alma»,  no son peculiares del ascetismo monástico, sino que llegan al fondo  común de la conciencia cristiana y forman parte de la oración litúrgica,  de la oración común en centenares de expresiones populares e incluso  del estilo notarial de contratos y testamentos: «por la salvación de mi  alma», «en sufragio por mi alma», etc. La vida religiosa, cuya forma  esencial eran los tres votos, se inclina hoy fuera de la vertical  institucional y se vuelve hacia el desarrollo de la personalidad de sus  miembros en el mundo y al servicio del hombre.[39]
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142. LAS VIRTUDES RELIGIOSAS EN LA REFORMA POSTCONCILIAR. CASTIDAD. TEMPERANZA
Esta  inclinación de la vertical puede reconocerse en el ejercicio de las  virtudes comprometidas en los votos, y así particularizar distintamente.  Sabemos bien que todas las virtudes están conectadas (Summa theol. 1, II, q. 65), o más bien son una única virtud. 
En  efecto, si virtud es el hábito de la voluntad siempre inclinado hacia  la ley eterna, el acto de cada virtud singular es una especificación de  ese hábito; por lo que puede decirse que en cada una están las otras,  aunque no aparezcan: «Ita quaelibet non tantum cohaeret, sed etiam inest alter¡, ut qui unam habet, vere omnes habere dicatur»[40].  Se pueden por tanto analizar las virtudes singulares en la vida  religiosa: la disminución de cada una de ellas supondrá simultáneamente  la disminución de la virtud religiosa en general.[41] 
En  cuanto a la castidad, se hacen patentes una menor delicadeza y  atención, tanto en la general laxitud asumida por las costumbres  clericales, como en la más frecuente promiscuidad incluso en los viajes,  y en el abandono de aquellas cautelas practicadas por hombres santos y  grandes, hoy desestimadas en teoría y descuidadas en la práctica. No se  debe esconder que la repugnancia por la castidad, normalmente oculta, es  causa de gran parte de las defecciones.
En el Motu propio Ecclesiae Sanctae de  Pablo VI se prescribe en el § 22: «Atiendan los religiosos más que los  demás fieles al las obras de penitencia y mortificación».
 La  virtud de temperanza (ordenada en las Órdenes antiguas por la Regla,  observada individualmente y practicada comunitariamente) se mantuvo en  los tiempos modernos hasta la renovación postconciliar. 
Pasando  por alto las dietas de pan y agua de los anacoretas orientales, las  xerofagias cenobíticas y las dietas rigurosas de Chartreux, de los  Trapenses y de los Mínimos, se puede afirmar que todos los institutos  religiosos desde el Concilio de Trento hasta las más modernas  fundaciones prescribieron comidas parquísimas y bebidas módicas: por la  mañana café con leche y pan, a mediodía minestra, carne con guarnición,  una fruta y un pequeño vaso de vino [42]; por la noche, una minestra y una comida con verdura. 
Es  superfluo añadir que se practicaban la abstinencia de carnes y el ayuno  en los días de precepto. Hoy en ciertos países ricos la comida  consiste, para desayunar, en café, chocolate, té, leche, mermelada,  bacon, queso, yogurt, pan y bizcochos; para comer, en entremeses,  minestra, carne o pescado con dos guarniciones, fruta o dulce, pan,  café, y un vaso de cerveza o de vino; a media tarde se ofrece leche,  café, té, bizcochos y fruta; en la cena, igual que para comer, salvo los  entremeses y el café.
No  quiero aquí caer en el juicio erróneo de quien, por falta de  conocimientos históricos, equipara todos los tiempos y todas las  costumbres; al aplicar el juicio mixto histórico-moral sobre la virtud  monástica debe tenerse firme el criterio de la virtud, pero sin olvidar  las relatividades históricas. Aquellas feroces mortificaciones del  instinto del apetito en las que es célebre la ascética oriental eran un  modo de separarse de la comida común de los hombres, mucho menos rica y  menos variada que hoy.
 La privación mortificante debe ser calculada pro rata parte,  de modo que el alimento mortificante se diferencie del alimento común.  En una época en que la mayoría se alimentaba de pan de centeno (por  limitarnos a la costumbre de la región de la Insubria en Lombardía)  sentado además desde hacía semanas y meses, o bien de castañas, la  temperanza monástica exigía que se quitase todavía algo de aquel ya  pequeño alimento, llegando a austeridades hoy inconcebibles. El alimento  monástico debe actualmente mermar un régimen alimenticio  incomparablemente más opíparo: pero debe mermarlo. En medio de las  relatividades, que mudan de siglo en siglo, permanece la exigencia  fundamental de que el alimento de los consagrados sea inferior al  régimen común y pueda ser reconocido como tal. Ni siquiera en el  alimento es el religioso un hombre como los demás.
143. POBREZA Y OBEDIENCIA
Considero  la temperanza incluida en la pobreza, porque aquélla es en realidad una  parte de la vida humilde y pequeña a la que se reconduce ésta. Sin  embargo, aunque la temperanza es la pobreza en el alimento, la  expoliación comprometida en los votos religiosos alcanza (además de a  las partes tocantes a lo necesario, como es el alimento) incluso a todos  los adminículos que forman las comodidades del vivir y a las que se  debe disminuir y renunciar, se entiende que siguiendo el criterio de la  relatividad histórica antes citado. La pobreza no exigirá iluminar la  noche con luces de aceite y con candelas en el siglo de la electricidad,  y ni siquiera atenerse a los lugares señalados de Deut. 23, 1213 en un  siglo donde los cuartos de baño son lujosos como estancias regias y de  ellos se publican incluso catálogos; tampoco defenderse del frío con un  único fuego en el siglo de los radiadores eléctricos y de la calefacción  central, cuando el salutífero calor es distribuido desde una única  fuente a todo un edificio, a todo un solar, a toda una ciudad.
 Ni  reducir la comunicación a sólo la epistolar, mediante lentas y escasas  mensajerías postales, en la era de la telefonía y de la telegrafía. Es  necesario que el incremento general de la comodidad transfiera al género  de lo necesario lo que antes pertenecía al de lo superfluo. 
Sé  bien que se llama progreso a ese movimiento que cada vez más, y a cada  vez a un número mayor de personas, hace necesario lo que era superfluo.  La progresiva desaparición de la autarquía del individuo es  característica de la civilización contemporánea, en la cual el hombre es  ayudado y dirigido al hacerlo todo. Pero incluso si el movimiento de la  civilización es en tal sentido, es propio de los hombres dedicados al  estado de perfección sustraerse todo lo posible a él, o por lo menos a  sus excesos. Por ejemplo, el uso de medios radiofónicos y de televisión,  hasta hace pocos años prohibido en las comunidades religiosas, se  concedió posteriormente a la comunidad como tal, y ha entrado ahora en  las celdas individuales. 
Los  medios audiovisuales, que graban diariamente en millones de cerebros  las mismas imágenes y al día siguiente vuelven a grabar encima otras  distintas en los mismos cerebros (como sobre un mismo folio reimpreso  miles de veces), son el órgano más poderoso de la corrupción intelectual  en el mundo contemporáneo. 
No  negaré que de estas prodigiosas antenas, que envían sobre el mundo  influjos más eficaces que las constelaciones de las esferas celestes,  provenga también algún mínimo influjo capaz de ser útil per accidens  a la religión. Niego sin embargo que esta pequeña parte pueda legitimar  el uso habitual e indiscriminado de tal comodidad y convertirse en un  criterio sobre el cual modelar los ritmos de la vida religiosa. ¿Cómo no  escandalizarse cuando ciertas comunidades han abandonado la costumbre  plurisecular de recitar en la iglesia las oraciones de la noche, para  así no impedir el disfrute de los programas de televisión que chocan con  la observancia de la Regla?
144. NUEVO CONCEPTO DE LA OBEDIENCIA RELIGIOSA
Pero  el punto en el que el redireccionamiento que facilita la renovación de  las Órdenes religiosas se manifiesta  más claramente es en la  obediencia. La flexión resulta grande si se parangona con la antigua  observancia, pero más aún si se considera la variación acaecida en el  concepto mismo de obediencia. Rebajado el concepto de esta virtud se  rebaja inevitablemente su práctica. La declinación teórica sancionada en  los Capítulos generales de reforma ha acaecido según el proceso  habitual en la corriente innovadora. No se propone un nuevo concepto en  el que se advertiría pronto el cambio de género, sino que se pretende  llegar a otro estilo y a otro modo de lo mismo (§§ 49-50). 
Por  aportar una prueba, después de haber rebajado el principio de autoridad  introduciendo un estilo fraternal, en el Congreso antes citado los  Superiores Generales rebajan concomitantemente el de obediencia: «la  acentuación del carácter de servicio de la autoridad implica un nuevo  estilo de obediencia. Ésta debe ser activa y responsable» (OR, 18  de octubre de 1972). Y divagando en el circiterismo: «Autoridad y  obediencia se ejercitan como dos aspectos complementarios de la misma  participación en el sacrificio de Cristo». 
Ciertamente  no niegan los Superiores que el obediente deba hacer la voluntad de  Dios, pero ya no identifican la voluntad de Dios con la del Superior,  como lo hace la ininterrumpida doctrina del ascetismo católico. Al  contrario, obediente y superior «proceden paralelamente en el  cumplimiento de la voluntad de Dios buscada fraternalmente por medio de  un diálogo fecundo».
Bajo  unas mismas palabras corren aquí conceptos de un género muy distinto.  La obediencia no es en modo alguno una búsqueda dialéctica de la  voluntad a la que someterse, sino una sumisión a la voluntad del  Superior. No supone una reconsideración de la orden del Superior por  parte de quien obedece. 
La obediencia católica no admite estar fundada sobre el examen de la orden o de la calidad del Superior.  Es falsa la opinión del Delegado apostólico en Inglaterra de que «la  autoridad vale únicamente lo que valgan sus argumentos» (OR, 24-25 de  octubre de 1966). Esto es verdad en la discusión, en la que prevalece la  fuerza lógica, pero no en la autoridad de gobierno. Nótese además cómo  la teoría de la obediencia absoluta es propia de los despotismos y no es  doctrina católica. La religión obliga a desobedecer a quien ordena una  obra manifiestamente ilícita. 
Esta obligación de desobedecer es la base del martirio.  La obediencia no busca una coincidencia de voluntad entre súbdito y  superior. Esta coincidencia, conseguida en la obediencia tradicional  haciendo propia la voluntad del otro, se obtiene ahora con una  inclinación de las dos voluntades utrinque. La obediencia resulta  entonces enteramente subjetiva, y la vía del consentimiento deja de ser  la del sacrificio de la propia voluntad modelada sobre la voluntad de  otro. 
En  la vía de la concordancia, quien se sujeta lo hace en última instancia a  sí mismo. El principio de la independencia (al que hemos visto producir  el autogobierno, la autodidáctica, la autoeducación e incluso la  autorredención) no podía dejar de revestir la vida religiosa, quitando a  la obediencia su fundamento: hacer desaparecer tendencialmente el  sujeto para elevar el objeto. El principio de la obediencia religiosa  cede del todo ante el espíritu de independencia y ante la emancipación  igualitaria. Ostentaciones clamorosas de tal Úppiq [insolencia] se  vieron en Estados Unidos con ocasión de la visita del Papa, a quien se  enfrentó públicamente Sor Teresa Kane, presidenta de la Federación de  monjas de aquel país. 
Y  cuando el Vaticano cesó a Sor Mary Agnes Mansour, directora de un  centro estatal para la interrupción del embarazo, miles de religiosas  reunidas en Detroit se rebelaron contra la Santa Sede acusándola de ser  un poder machista, de violar los derechos de la persona, de sofocar la  libertad de conciencia, e incluso de transgredir el derecho canónico.
145. ENSEÑANZA DE ROSMINI SOBRE LA OBEDIENCIA RELIGIOSA
Para  calibrar cuánta distancia existe entre el concepto reformado de la  obediencia religiosa y el concepto perpetuamente seguido en la Iglesia,  no citaré a legisladores de las Órdenes antiguas, sino el pensamiento de  un fundador moderno en quien iban a la par la profundidad de la  especulación teológica y la profundidad de la inspiración religiosa. 
Antonio Rosmini, fundador del Instituto de la Caridad (aprobado por la Santa Sede en 1839),  aparta en sus obras ascéticas toda sombra de subjetivismo en la virtud  de la obediencia, y la reduce a su nuda esencia. La obediencia consiste  en abdicar libremente semel pro semper la voluntad propia en la voluntad del Superior, y por consiguiente renunciar al examen de la orden.
 Ciertamente  la obediencia es un acto sumamente racional, porque está fundada sobre  una persuasión razonada: pero no sobre la persuasión de que la obra  concreta ordenada sea buena (ésta era la doctrina de Lamennais), sino en  la persuasión de que el superior tiene autoridad legítima para ordenar.  La filosofía de las palabras se pone del lado de la ascética. 
El verbo griego que significa obedezco,  significa primordialmente y por sí mismo estoy persuadido: no de la  bondad del acto, que por tanto yo mismo haría por elección autónoma,  sino del derecho de mandar de quien manda. 
Si  se reduce la obediencia a la persuasión subjetiva sobre la bondad de la  cosa mandada, la virtud de obediencia se diluye. La obediencia se  convierte en auto-obediencia. Rosmini lo enseña en muchos lugares. «Si se establece como motivo de la obediencia la razonabilidad de la orden, se destruye la obediencia».  Y más expresamente: «Se debe obedecer con simplicidad, sin pensar si la  orden es justa o no, útil o inútil». Y todavía: «La ceguera de la  obediencia es la ceguera misma de la fe». Y con expresión más enérgica:  «Debemos ser víctimas con Cristo, y lo que se inmola debe ser el hierro  de la obediencia». Y a uno de sus religiosos en Inglaterra, con paradoja  no paralógica: «Vale más un solo acto de obediencia que la conversión de toda Inglaterra»[43]
La  doctrina rosminiana, que es la católica, es enormemente profunda,  porque identifica la obediencia con el acto esencial de la moralidad:  reconocer la ley y someterse a ella. Se encuentra en las antípodas de la  óptica de los innovadores, para la cual se hace por obediencia a la  orden lo que se haría por libre elección incluso sin ella. Por el  contrario, obedecer es hacer porque está mandado lo que sin estar  mandado no se haría. La variación acaecida alcanza al principio de la  moral y también al de la teología. El cristianismo no asigna al  hombre-Dios y a la voluntad humana un fin distinto a la obediencia a la  voluntad de Dios, natural o sobrenaturalmente conocida. La obediencia  desaparece tras las reformas postconciliares, y Pablo VI lo hizo notar  en el discurso pronunciado en la Congregación general de la Compañía de  Jesús (OR, 17 noviembre 1966), en el cual atestiguaba no poder esconder «  su estupor y su dolor» al conocer «las extrañas y siniestras  sugerencias» que siguiendo el criterio de la absoluta historicidad  intentaban quitar a la Compañía sus bases y trasladarla sobre otras,  «como si no existiera en el catolicismo un carisma de verdad permanente y  de invencible estabilidad».
También  en la reforma operada o intentada en la célebre Compañía se reconoce un  espíritu de novedad radical que para rimar con el mundo derriba,  conjuntamente con las derribables relatividades históricas, la esencia y  lo suprahistórico de la religión.
146. OBEDIENCIA Y VIDA COMUNITARIA
Siendo la Regla el objeto de la obediencia, así como la norma unificadora que «mentes fidelium unius efficit voluntatis»[44],  el debilitamiento de la obediencia da lugar al debilitamiento del  espíritu de comunidad. En el OR del 22 de diciembre de 1972, un artículo  sobre la secularización de la vida religiosa menciona un Capítulo de  reforma de una Congregación «que ha barrido de las Constituciones del  Fundador todas las prácticas de piedad (Misa diaria, lectura espiritual,  meditación, examen de conciencia, retiro mensual, rosario, etc.), todas  las formas de mortificación, y ha puesto en discusión incluso el valor  del voto de obediencia, concediendo al religioso el derecho de objeción  de conciencia para casos en los que quiera sustraerse a las órdenes de  los Superiores». 
El artículo afirma justamente que «estamos ante la anulación de la vida religiosa».  Pero después, por la habitual acomodación, se pliega a conceder que en  esa subversión y aniquilación de la vida religiosa existe algo de  positivo que tendría «una función catártica». En verdad no veo cómo una  tendencia definida como destructiva para la vida religiosa puede después  calificarse de purificación de la misma.
Disuelto por consiguiente el nudo de la obediencia, que vincula a todos los miembros de la comunidad a perseguir in comune  los fines del instituto y a dedicarse al cuidado del alma conjuntamente  con los otros miembros, los actos específicos del estado religioso son  realizados por los individuos como si no existiese la comunidad. Se  celebra la Misa en hora ad libitum, se medita según el propio gusto y eremíticamente,  o se remite la oración a la espiritualidad personal. El mismo hábito,  en tiempos uniforme para todos los miembros de un instituto, se deja a  la libertad individual, y así las formas varían desde la túnica al  hábito talar, al clergyman, al vestido laico, al mono, etc. 
Tampoco  la imposición de la práctica de la concelebración constituye un  suficiente correctivo al alejamiento de la vida comunitaria. No teniendo  carácter obligatorio, y siendo seguida solamente por una parte de la  comunidad, parece más un signo de división que de comunión. Se puede por  tanto afirmar que al no hacerse ya en común todos los oficios de  piedad, la comunión entre los miembros de una misma familia tiende a  convertirse solamente en comunión de mesa y de domicilio (aunque véase S  140), o todo lo más de trabajo. Tampoco la libertad individual en los  ejercicios de piedad se puede justificar alegando la necesidad de  conformar esas cosas al idiotropion de cada religioso. 
Si la exigencia que hubiese que satisfacer fuese la del idiotropion, no  existirían institutos religiosos, que están precisamente destinados a  poner en común lo que en la reforma postconciliar se reivindica in proprio. Es obviamente una contradicción in terminis  entrar en una comunidad para hacer aisladamente y por cuenta propia las  cosas cuya realización en común es la causa de asociarse.
Como  última conclusión de este análisis diremos que también la crisis de la  vida religiosa germina a causa de la adopción del principio de  independencia y de la disolución de los valores en la subjetividad. La  comunidad retorna a la multiplicidad disorganica: Chacun dans sa chacuniére.  De la libertad de juzgar al superior se desciende a la libertad de  elegirlo todo (incluso, como veíamos, el domicilio). No es casualidad  que en algunos monasterios esté abolido el oficio del hermano portero.  No digo que estas reformas no se «abriguen» con alguna razón: lo que  digo es que el «abrigo» es corto.
[1] El  10 de abril de 1968, en la televisión de la Suiza italiana, se le  preguntó al Card. BENNO GUT si la Iglesia debía mantener todavía  colegios católicos. La respuesta fue que eso depende de las  circunstancias, y que donde exista una buena escuela pública no hace  falta la católica. El cardenal añadía que sin embargo el Papa deseaba en  cualquier caso la existencia de colegios católicos.
[2]  Entre 1898 y 1930 los profesores del Liceo cantonal de Lugano eran  exiliados políticos, italianos gallardamente militantes que estaban  marcados por vehementes pasiones ideales y también por padecimientos  injustos: huían de la ira de otros y de la suya propia. Sin embargo esos  hombres, cuando entraban después en el aula, sabían deponer en la  orilla de aquel proceloso mar del que provenían todas sus pasiones  elevadas y furiosas. Ninguno de los discípulos se sintió nunca ya no  digo ultrajado, sino ni tan siquiera aludido con una sombra de desprecio  hacia sus opiniones religiosas y civiles.
[3]  Ver el discurso de Junte PABLO 11 a los universitarios de Pavía, donde  enseña que el principio de la sabiduría es Cristo (OR, 12 de abril de  1981).
[4] No  menos explícito es Mons. MARTINOLI, obispo de Lugano, que le dice a los  alumnos del Colegio Papio de Ascona: «Os pido profundizar cada vez más  en el conocimiento de Jesús, de la Iglesia, de la religión. Aumentad  vuestro conocimiento de otras religiones y corrientes filosóficas que no  están en armonía con el Cristianismo». Ver Palaestra virtutis, Anuario  del Collegio Papio de Ascona, p. 26.
[5]  Que no exista actualmente una cultura católica específica e  independiente, estando diluida en la cultura general, fue sostenido sin  oposición, por P. EMMANUEL en el coloquio de Roma sobre las raíces  cristianas de Europa (OR, 26 de noviembre de 1981)
[6]  Véase por ejemplo el manual Images et récits d histoire, París 1979, en  el cual los dirigentes de la persecución religiosa, como Gambetta y  Jules Ferry, son exaltados como «grandes» de la patria.
[7] El dominico Pfürtner (Friburgo, Suiza), el prof. Franco Cordero (Universidad Católica de Milán), el obispo de Cuernavaca, etc.
[9] «No se puede afirmar que un individuo sea su propio maestro ni que se enseñe a sí mismo»
[10]  «Así, los males se pueden conocer de dos maneras: por ciencia  intelectual o por experiencia corporal. De una manera conoce los vicios  la sabiduría del hombre de bien, y de otra, la vida rota del libertino».
[11]  Ver ANTONIO VICOLUNGO, Nova et vetera. Can. Francesco Chiesa, Edizioni  Paoline, Alba 1961. Este sacerdote, no menos insigne por doctrina que  por caridad pastoral, fue inspirador y cooperador del p. Alberione,  fundador de la Sociedad de San Pablo para la prensa católica. La  Sociedad ha sido después públicamente censurada dos veces por Pablo VI a  causa de sus desviaciones doctrinales. Se comprende que la Compañía  haya quitado de sus catálogos todas las obras teológicas del siervo de  Dios.
[12]  El Nuovo catechismo antico de FRANCO DELLA FIORE, ensayo de auténtica  renovación editado por la SEI de los Salesianos y recomendado por cartas  de la Secretaría de Estado, fue retirado después por decisión del  editor, no obstante su éxito de venta. Fue reeditado por la ARES en 1981  y en 1985.
[13]  Sobre la «miseria» doctrinal de la nueva catequesis, denunciada por el  card. RATZINGER en el discurso de enero de 1983 en Lyon y en París, ver 4  68.
[14]  Esta acusación de autoritarismo puede parecer extraña hoy, cuando  cualquier predicador presenta sus opiniones nuevas e infundadas y no  teme contraponerlas a la doctrina perpetuamente enseñada por la Iglesia.  En tiempos los fieles se encontraban frente a ellos a la autoridad de  la Iglesia, hoy se encuentran frente a la del predicador.
[15]  De la pluralidad de los catecismos de la religión católica se llega a  un verdadero sincretismo religioso: en muchas escuelas tenidas por  religiosas se enseñan ya junto a la religión católica las otras  religiones, como obsequio a los no católicos o no cristianos.
[16]  También lo percibe así ENRICO CASTELLI en la introducción al Catechismo  de Rosmini, ed. nac., vol. XLV: «Hoy los catecismos se suceden en el  seno de la Iglesia Católica con variantes más o menos aceptables».
[17]  Un ejemplo es la carta de 28 de octubre de 1964, de Mons. MARTINOLI,  obispo de Lugano, al ingeniero Walter Moccetti, que le comentaba haber  retirado a su hijo de la enseñanza religiosa.
[18]  En el encuentro con el Papa en la audiencia general del 28 de agosto de  1982 el portavoz de los catequistas de la diócesis de Roma sólo fue  capaz de proponer un congreso general (OR, 29 de agosto de 1982).
[19] «De las cuales reciban ayuda para conocer cada vez mejor a Dios».
[20] «No habría catequesis si fuese el Evangelio el que hubiera de cambiar en contacto con las culturas».
[21]  Un  efecto generalizadísimo y evidentísimo de la reforma contraria al uso  de la memoria en la catequesis es que los niños ignoran el Pater y el  Ave Maria, que ya no les enseñan ni sus madres ni sus párrocos. Así lo  afirma Mons. MARTINOII, obispo de Lugano, en la homilía del 20 de mayo  de 1973 en la Catedral de Lugano. Del mismo modo, Mons. ORCHAMPT,  presidente de la Comisión episcopal para la catequesis en Francia, pide  que se vuelva a enseñar a los niños el Pater y el Ave Maria. Ver  MARTIN-STANISLAS GILLET, Notre catéchése, París 1976.
[22] «Cae muy a menudo en un indiferentismo nivelador».
[23]  En el transcurso del caso Charlot, del que ya hablamos, el obispo  Elchinger se salió de la comisión episcopal por desacuerdo sobre puntos  dogmáticos.
[24] Dossier sur le pro Neme de catéchése, septiembre de 1977, p. 53.
[25]  Siguiendo esta dirección pedagógica, se llega al absurdo de que los  niños se vuelquen sobre los apócrifos y los logia de Cristo, mientras  que desconocen el Credo, los sacramentos y los principales misterios de  la fe.
[26] El texto integral de la conferencia está publicado por el editor Téqui, París 1983, bajo el título Transmission de la foi et source de la foi.
[27]  Poco tiempo después del discurso del Card. Ratzinger, el Papa  reafirmaba ante el Consejo internacional para la catequesis el lazo  esencial de ésta con el dogma. Es misión de la catequesis (decía)  «transmitir, explicar, y hacer vivir integralmente las realidades  contenidas en el Símbolo de la Fe» (OR, 16 de abril de 1983).
[28]  Y nótese que estas tres lecturas del mismo texto son diferenciadas  incluso tipográficamente, adoptándose tres colores para señalarlas.
[29] La mayor ruina se manifiesta en los Dominicos, de diez mil a seis mil; en los Capuchinos, de dieciséis mil a doce mil; en los jesuitas, de treinta y seis mil a veintiséis mil; y en los Salesianos, de veintidós mil a diecisiete mil.
[30] El  espíritu de novedad produce también desafecto hacia el Fundador,  abandonándose incluso los lugares esenciales de su vida. En 1870 Pío IX  propuso a don Bosco trasladar la obra de Turín a Roma preguntándole:  «¿Perdería algo vuestra congregación?»; respondióle el Santo: «Santo  Padre, sería su ruina» (Memorie biografique di don Bosco, vol. IX, p. 319). Sin embargo, en 1972 el Capítulo Mayor de los Salesianos se trasladó a Roma  y el Rector declaró textualmente: «Lo que entonces habría sido la ruina  para los salesianos, cien años después (habiendo cambiado radicalmente  la situación) se convierte en una necesidad» (OR, 9 de junio de 1972). Y  no vale afirmar que Turín continúa siendo el centro espiritual y lo  será más que antes. Se abusaría de las palabras: un centro no puede  seguir siendo el centro cuando los órganos centrales se marchan de él.
[32] También  el Card. CIAPPI, en OR del 3 de julio de 1981, denunció las  desviaciones de la reforma realizadas bajo pretexto de una adaptación al  mundo.
[33] Estos  ejemplos están extraídos de los planes de renovación de los Salesianos  de Hispanoamérica en «Boletín salesiano», septiembre 1978, pp. 9-12.  Pero son comunes a todos los capítulos de reforma (OR, passim).
[34] JUAN  PABLO II condena la licencia en el vestir de los eclesiásticos en la  carta a su Vicario de la Urbe del 8 de septiembre de 1982, donde afirma  que las razones y los pretextos a favor del modo promiscuo de vestir son  «mucho más de carácter puramente humano que eclesiológico» (OR, 18-19  octubre 1982). El Cardenal Vicario promulgó en seguida normas válidas  para todo el clero residente en Roma, pero aún se está esperando su  observancia.
[35] También  en el congreso de la Unión de Superiores generales, que tuvo lugar en  Grottaferrata en mayo de 1981 con la presencia del Card. Pironio, se  proclamó que la renovación «hunde sus raíces no tanto en ciertos  cambios más superficiales que sustanciales, sino en la auténtica  revolución copernicana acaecida con el modo concreto con el que hoy los  miembros de los Institutos se interrogan a sí mismos como religiosos».  Aquí aflora el motivo de la variación catastrófica citado en 44 53-54.  Muy singular es también la afirmación de que «será la historia del  Instituto quien defina su carisma». Parece como si la historia de un  instituto, que es la explicación del carisma del Fundador, fuese sin  embargo su matriz (OR, 11 de junio de 1981).
[36]  «Y  si huyendo de las penas del infierno, queremos llegar a la vida eterna,  preciso es que, mientras hay tiempo aún y moramos en este cuerpo y nos  es dado cumplir todas estas cosas a la luz de esta vida, corramos y  practiquemos ahora lo que nos conviene para la eternidad».
[37] Esta  verdad es hoy negada por laicos y sacerdotes. Mons. RIBOLDI, obispo de  Acerra, en el simposio de Lugano sobre Evangelio y sociedad condena a  quien crea que la pertenencia a la Iglesia se reduce a un compromiso de  perfección religiosa y a la búsqueda de la propia salvación.
[39] Una  visión amplia y distinta de la reforma de las órdenes religiosas desde  la óptica renovadora la dieron los Capuchinos de la provincia helvética  en un programa difundido por la Televisión suiza el 7 de abril de 1982.  Las reformas realizadas fueron presentadas en su totalidad bajo una  fórmula general: las desviaciones de la Regla serían modos nuevos de  seguir la Regla y así, violando la Regla, se interpretaría  auténticamente al Fundador San Francisco. Fueron exhibidos como valores  positivos las experiencias de aquellos Capuchinos que al regresar de las  misiones abandonan su comunidad y dejan toda actividad propia de los  religiosos declarando querer entrar en una nueva experiencia de búsqueda  de Dios: se entregan entonces a una vida vagabunda o eremítica, eluden  las obligaciones profesadas, siguen como principio la fe en el hombre, y  emprenden obras de filantropía (proclamando no emprender obras  católicas, sino obras de gente reunida en torno a la fe del hombre).  Afirman que la pobreza no consiste en el abandono de las riquezas, sino  en su reparto. Como de costumbre confunden las esencias, transformando  la pobreza por imitación de Cristo en la virtud de caridad por amor al  hombre.
[41] Para percibir la distancia entre la antigua y la moderna disciplina, es útil leer a ROBERT THOMAS en La journée monastique, París 1983, donde describe las costumbres cistercienses.
[42] El  vino era a menudo de mala calidad. DON Bosco, por ejemplo, adquiría los  restos del mercado y aún así los aguaba, por lo que bromeando decía:  «He renunciado al diablo, pero no a sus pompas», Memorie biografzcbe,  vol. IV, p. 192 (edición no comercial). Pero el escrito más  significativo está en la Apologia ad Guillelmum abbatem de SAN BERNARDO,  donde se encuentra una vívida pintura de la relajación de la vida  monástica en el siglo XII. Puede verse ahora en el primer tomo de las  Opera Omnia, editado por el Scriptorium Claravallense, Milán 1984, pp.  123 y ss. Y véase lo que digo al respecto en la Introducción, pp.  139-143.
[43]  Para estas cinco citas rosminianas, ver Epistolario ascetico, Roma 1913, vol. I, p. 308; vol. 111, p. 255; vol. III, p. 91; vol. I, p. 567; vol. III,  p. 211. Lo que era la obediencia religiosa y cómo el Superior concebía  el deber de exigirla, aparece en la carta con la que SAN FELIPE NERI  excluyó de la sucesión a dos de sus religiosos (que se habían  distinguido por otros motivos) por falta de esta virtud. La carta se  incluye en el artículo de NELLO VIAN en OR, 16-17 de noviembre de 1981.
CAPITULO XV EL PIRRONISMO
147. FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA DEL DISCURSO
Sin  duda, un análisis del espíritu de vértigo (es decir, de revolución y de  exceso) que ha entrado en la Iglesia del siglo XX puede ser conducido  también en línea puramente filosófica. Sin embargo, en la epistemología  católica la filosofía es una disciplina subalterna que apela a una  ulterioridad de fe, y por eso la consideración filosófica está incluida  en una consideración más alta, a la cual sirve sin perder su autonomía  propia.
La  crisis de la Iglesia, según se reconoce y según hemos indicado en los  epígrafes iniciales de este libro, es una crisis de fe, pero el vínculo  existente entre la constitución natural del hombre y la vida  sobrenatural (no yuxtapuesta, sino inherente a él) impone al estudioso  católico la búsqueda de la etiología de la crisis en un orden más  profundo que el filosófico.
En  la base de la actual desviación se sitúa un ataque a la potencia  cognoscitiva del hombre, apelando en última instancia a la constitución  metafísica del ente, y finalmente a la constitución metafísica del Ente  primero: a la divina Trinidad. Este ataque a la potencia cognoscitiva  del hombre lo denominamos con una palabra históricamente expresiva: pirronismo;  y no se refiere a esta o aquella certeza de razón o de fe, sino al  principio mismo de toda certeza: la capacidad del hombre para conocer.
Esta vacilación en el eje en torno al cual gira el mundo de las certezas requiere dos acotaciones. 
Primera:  ya no es un fenómeno aislado y esotérico, peculiaridad de alguna  escuela filosófica, sino que empapa la mentalidad del siglo; y hasta el  mismo pensamiento católico transige con él. 
Segundo:  el fenómeno alcanza una profundidad teológica además de metafísica,  porque alcanza a la constitución del ente creado y por tanto también a  la del Ente Increado, del cual el primero es una imitación analógica.
 Así  como en la divina Trinidad el amor procede del Verbo, en el alma humana  lo vivido procede de lo pensado. Si se niega la precedencia de lo  pensado respecto a lo vivido o de la verdad respecto a la voluntad, se  intenta una dislocación de la Trinidad. Si se niega la capacidad  de captar el ser, la expansión del espíritu en la primacía del amor  queda desconectada de la verdad, perdiendo toda norma y degradándose a  pura existencia. Abandonando la Idea divina, considerada inalcanzable,  la vida humana se reduce a puro movilismo y deja de llevar consigo  valores del mundo ideal. Y si no fuera porque Dios no puede dejar que su  criatura se desenvuelva en un puro movimiento escindido de la  axiología, el mundo del hombre sería un devenir sin sustancia, sin  dirección y sin término.
Introduciendo el alogismo pseudoabsoluto  (pseudo, porque el pensamiento no puede negarse a sí mismo) el  pirronismo deforma el organismo teológico de la Trinidad, e invierte en  ella las procesiones. Si la verdad es inalcanzable, la dinámica de la  vida no procede de lo inteligible, sino que lo precede y lo produce.  Como vió agudamente Leopardi, el rechazo de la Idea equivale en sentido estricto, último e irrefragable, al rechazo de Dios, porque quita de la vida humana toda sombra de valores eternos e indestructibles. 
Si  la voluntad no procede del conocimiento, sino que se produce y se  justifica por sí misma, el mundo (apartado de su base racional) se  convierte en insensatez. Y si se niega la aptitud de nuestro intelecto  para formar conceptos que tengan similitud con lo real, entonces cuanto  más incapaz sea la mente para aprehender y concebir (es decir, tomar  consigo) lo real, tanto más desarrollará por sí misma su propia  operación, produciendo (es decir, extrayendo) simples excogitaciones. 
Estas  excogitaciones están ocasionadas por algo que alcanza a nuestras  facultades, pero ausente de nuestro concepto de ellas. De aquí proceden  tanto la Sofística antigua como la moderna, que confían en el  pensamiento al mismo tiempo que desconfían de alcanzar la verdad.
Si  el pensamiento no tiene una relación esencial con el ser, entonces no  soporta las leyes de las cosas y no es medido, sino medida. La frase del  abderitano Protágoras retrata bien la independencia del pensamiento  respecto de las cosas: el hombre es la medida de todas las cosas (DIELS,  74 B I). Y en las tres proposiciones de Gorgia de Leontini son  palpables el rechazo a acudir al objeto y la perversidad de la mente,  que da vueltas sobre sí misma: Nada existe. Si algo existiese, no sería cognoscible. Si fuese cognoscible, no podría ser expresado (DIELS, 76 B ».[1]
La  maldad de la eurística ha tenido manifestaciones en todas las ramas de  la ciencia, siempre en tiempos en que el espíritu subjetivo sacaba a  relucir su fuerza de independencia. Dejando de lado las extravagancias  de los Sofistas griegos y la sofística irreligiosa que niega la misma  existencia individual de Cristo, trataré del pirronismo en la Iglesia  contemporánea.
148. EL PIRRONISMO EN LA IGLESIA. CARD. LÉGER. CARD. HEENAN. CARD. ALFRINK. CARD. SUENENS
El  fondo de la actual desviación mundial y eclesial es el pirronismo: la  negación de la razón. Resulta superficial considerar, como comúnmente se  hace, que la civilización moderna se caracteriza por una  sobrevaloración de la razón. Si por razón se entiende la facultad  calculadora y constructiva del pensamiento, al cual debemos la técnica y  el dominio de las cosas, dicha atribución puede valer. 
Pero  tal facultad es de grado inferior, y hasta se encuentra en las arañas y  en las abejas. Pero si, con más propiedad, se define la razón como la  facultad de captar el ser de las cosas y su sentido y de adherirse a  ellas con la voluntad, entonces la edad contemporánea es mucho más  deudora del alogismo que del racionalismo. Pío XII, en el tercer Syllabus, volvió a reivindicar contra el espíritu del siglo «verum sincerumque cognitionis humanae valorem ac certam et immutabilem veritatis assecutionem» [2]  (DENZINGER, 2320). Y Pablo VI en OR, 2 junio 1972, afirmó claramente:  «Somos los únicos en defender el poder de la razón». En la Constitución  doctrinal Dei Verbum 6, el Vaticano II retomó el texto antipirroniano  del Vaticano I: «Deum omnium rerum principium et finem natural humanae rationis lumine certo cognosci posse»[3]. En Gaudium et Spes 19 se condena a quienes «rechazan sin excepción toda verdad absoluta».
Pero  estas afirmaciones contra el pirronismo no reflejan la mentalidad de  gran parte del Concilio y están en antítesis con los desarrollos  postconciliares. El cardenal Léger, en la LXXIV congregación (OR, 25-26  noviembre 1963), sostuvo: «Muchos consideran que la Iglesia exige una  unidad demasiado monolítica. En los últimos siglos se ha impuesto una  uniformidad exagerada en el estudio de las doctrinas». El cardenal  canadiense parece reconocer menor unidad doctrinal de la Iglesia en  siglos bastante anteriores, cuando sobre quien la rompía recaían  sanciones sangrientas; y además ignora completamente la variedad de  escuelas teológicas que caracterizan la vida histórica de la Iglesia. 
Pero  Léger asocia con el juicio histórico una valoración teórica mediante la  cual cae en un puro pirronismo: «Sin duda la afirmación según la cual  la Iglesia posee la verdad, puede resultar justa si se hacen las  distinciones necesarias. El conocimiento de Dios, cuyo misterio explora  la doctrina, impide la inmovilidad intelectua6> (OR, 25 noviembre  1963). 
Por  tanto niega que existan, en la Iglesia y fuera de ella, verdades  inconmovibles, y apoya su pirronismo sobre la trascendencia: como si la  imposibilidad del ente finito de conocer infinitamente al infinito  impidiese toda cognición, cuando al contrario, constituye su fundamento.  El pasaje de San Agustín, según el cual hace falta buscar para  encontrar y encontrar para seguir buscando, es mal comprendido por el  cardenal, pues es contrario al pirronismo; hay que buscar para  encontrar, y se encuentra para seguir buscando, pero son cosas distintas  lo que se ha encontrado y lo que se sigue buscando: no son la misma  cosa, como si no se hubiese encontrado nada y, en tales condiciones, no  se convirtiese en [posesión definitiva] [4].
El  cardenal Heenan constataba en OR del 28 de abril de 1968 la  generalizada postura de escepticismo relativista del Magisterio: «El  Magisterio no se ha conservado más que en el Papa. Ya no es ejercitado  por los obispos, y es muy difícil que una doctrina errónea sea condenada  por la jerarquía. 
Fuera de Roma, el Magisterio se ha convertido hoy en algo tan inseguro de sí mismo que casi ni intenta ya ni siquiera guiar.  Aquí se ataca ciertamente la desistencia de la autoridad, pero también  se señala la incertidumbre pirroniana introducida en el cuerpo docente  de la Iglesia.
El  cardenal Alfrink, en rueda de prensa del 23 de septiembre de 1965  difundida por las agencias en el curso de la cuarta sesión del Concilio,  percibe también el fenómeno; pero contrariamente al cardenal inglés, le  da una connotación positiva, profesando expresis verbis el pirronismo: «El  Concilio ha puesto a los espíritus en movimiento y no existe casi  ninguna cuestión en la Iglesia que no sea puesta en discusión».
Finalmente,  el card. Suenens, en la Semana de los intelectuales católicos franceses  (París, 1966): «La moral es ante todo viva; es un dinamismo de vida, y  bajo este título está sometida a un crecimiento interior que impide toda  permanencia» [5]  («Documentation catholique», n. 1468, coll. 605-606). Evidentemente, el  cardenal confunde la moral en cuanto exigencia absoluta e inmutable que  se impone al hombre, con la vida moral concreta, continuamente  fluctuante en el individuo entre un juicio y otro. La moral no es  dinamismo subjetivo, sino Regla absoluta, participación de la Razón  divina.
149. LA INVALIDACIÓN DE LA RAZÓN. SULLIVAN. RECHAZO DE LA CERTEZA
En el libro de Jean Sullivan Matinales (París 1976) [6]  se sostiene a cara descubierta la invalidación de la razón. El autor  niega como privada de fundamento escriturístico la distinción entre fe y  amor; por consiguiente, sin importarle deformar la divina Trinidad,  niega la existencia en la Iglesia de una crisis de fe. Obviamente no se  puede hablar de crisis, que significa discernimiento, cuando no se tiene  medida fija, es decir, instrumento para discernir la fe de lo que no lo  es; y menos cuando, con confusa consideración, se toman como una unidad  ideas contrapuestas. Debe observarse además que la distinción entre  creer y amar no sólo está fundada sobre la Escritura, sino sobre el ser  del hombre, en el cual intelecto y voluntad son realmente cosas  distintas. Su distinción remite por analogía a la distinción real en el  organismo ontológico de la Trinidad.
Que  destruir esa distinción signifique destrucción radical de la  racionalidad se desprende de las proposiciones de Sullivan acerca de la  incompatibilidad entre fe y certeza: «Los creyentes se imaginan que  la fe va unida a la certeza. ¡Se lo han introducido en la cabeza! Hay  que desconfiar de la certeza. ¿Sobre qué se fundan generalmente las  certidumbres? Sobre la falta de profundización de los conocimientos».
Muchos  absurdos lógicos y religiosos son recogidos en el libro. Si el autor  pretende afirmar que una cosa no puede ser creída si es vista, dice una  cosa obvia y trillada en filosofía. 
Pero  si insinúa que no se puede tener certeza de una cosa creída, camina  fuera de la doctrina católica. Que la fe es certeza es dogma católico, y  también lo es que esta certeza no es privilegio de almas místicas o de  almas simples, sino luz común para todos los creyentes. En segundo  lugar, Sullivan subvierte toda gnoseología cuando pone en razón inversa  la certeza y la profundización de los conocimientos. Antes al contrario,  la certeza es el estado subjetivo de quien conoce, precisamente en  cuanto que conoce, la ignorancia es una falta de conocimiento, y la duda  un minus de conocimiento. 
La  opinión de Sullivan se resiente de la calumnia irreligiosa celebrada  por Giordano Bruno (en páginas memorables de los Diálogos) sobre la santa burramia.  Dicha calumnia acompaña al otro error, ya definitivo, según el cual la  certeza y la fe truncarían la posibilidad de la acción; como dice el  autor con rastreras paradojas, «vivir es perder la fe». Toda estabilidad  del pensamiento haría imposible la comunión con otros espíritus,  debiendo ser nuestro espíritu en todo momento transmutable de todas las  maneras.
La doctrina católica supone por el contrario que la comunión implica algo que permanece idéntico en el movimiento de la vida.
Además,  el pensamiento no procede de la vida, sino la vida del pensamiento; y  teológicamente, no procede el Verbo del Espíritu Santo, sino el Espíritu  Santo del Verbo. La acción humana nace de la persuasión de la verdad, y  la historia de la filosofía lo confirma. Los Eféticos en la Antigüedad,  así como todos los sistemas de huída de la acción, consideraron que  debían reducirse las certezas para poder reducir la acción, y en último  término llegar a la anulación del conocer para entrar en el puerto de  seguridad y de ataraxia del espíritu.
La  certeza es el estado mental subsiguiente a la profundización del  conocer, y no a su superficialidad, como propaga Sullivan. Él niega que  haya un fondo que resiste a la búsqueda: un caput mortuum, un  [absoluto]. Aquí el pirronismo va de la mano de su gemelo, el movilismo, y al igual que éste concluye en la blasfemia: «Vivir  es también perder la fe y comprender que se está poseído por ella. Por  eso, encontrar a Dios implica renegar, en el mismo instante, de Él». 
Se  advierte aquí una frívola afición a la paradoja, pero más allá del  esquema literario está la negación del Verbo y, como agudamente vió  Leopardi, la negación de Dios.

 inundado por um mistério de luz que é Deus   e N´Ele vi e ouvi -A ponta da lança como chama que se desprende, toca o eixo da terra, – Ela estremece: montanhas, cidades, vilas e aldeias com os seus moradores são sepultados. - O mar, os rios e as nuvens saem dos seus limites, transbordam, inundam e arrastam consigo num redemoinho, moradias e gente em número que não se pode contar , é a purificação do mundo pelo pecado em que se mergulha. - O ódio, a ambição provocam a guerra destruidora!  - Depois senti no palpitar acelerado do coração e no meu espírito o eco duma voz suave que dizia: – No tempo, uma só Fé, um só Batismo, uma só Igreja, Santa, Católica, Apostólica: - Na eternidade, o Céu!
inundado por um mistério de luz que é Deus   e N´Ele vi e ouvi -A ponta da lança como chama que se desprende, toca o eixo da terra, – Ela estremece: montanhas, cidades, vilas e aldeias com os seus moradores são sepultados. - O mar, os rios e as nuvens saem dos seus limites, transbordam, inundam e arrastam consigo num redemoinho, moradias e gente em número que não se pode contar , é a purificação do mundo pelo pecado em que se mergulha. - O ódio, a ambição provocam a guerra destruidora!  - Depois senti no palpitar acelerado do coração e no meu espírito o eco duma voz suave que dizia: – No tempo, uma só Fé, um só Batismo, uma só Igreja, Santa, Católica, Apostólica: - Na eternidade, o Céu! 



