EL MAESTRO ECKHART
OBRAS ALEMANAS
Recopilación y Traducción de Ilse M. de
Brugger
Edición original - Buenos Aires 1977
Edición
Electrónica - Buenos Aires 2007
INDICE
Recopilación y Traducción de Ilse M. de Brugger
Edición Electrónica - Buenos Aires 2007
20. Del Cuerpo de Nuestro Señor. Cómo se lo debe recibir a
menudo y de qué manera y con qué devoción.
A quien desea recibir de buena gana el Cuerpo de Nuestro
Señor, no le hace falta mirar qué es lo que siente o nota en su fuero interior o
cuán grande es su ternura o devoción, sino que ha de observar cómo son su
voluntad y disposición de ánimo. No debes dar mucha importancia a lo que
sientes; antes bien, considera como grande aquello que amas y anhelas.
El hombre que quiere y puede acercarse despreocupadamente a
Nuestro Señor, en primer lugar debe averiguar si tiene la conciencia libre de
todo reproche en cuanto al pecado. En segundo lugar, la voluntad del hombre ha
de estar dirigida hacia Dios de manera que no pretenda ni apetezca nada que no
sea Dios ni completamente divino, y que le disguste aquello que no es compatible
con Dios. Justamente en este aspecto el hombre debe darse cuenta de lo alejado o
cercano de Dios que se halla: depende de si posee mucho o poco de tal
disposición. En tercer lugar, al hacerlo [=comulgar con frecuencia] ha de
notarse en él que el amor del Sacramento y de Nuestro Señor va creciendo cada
vez más y que la veneración temerosa no disminuye a causa de las frecuentes
comuniones. Pues, aquello que a menudo es vida para determinada persona, para
otra es mortal. Por ello debes fijarte en tu fuero íntimo [para ver] si crece tu
amor hacia Dios y no se apaga tu veneración. Si haces así, cuanto más a menudo
acudas al Sacramento, tanto mejor llegarás a ser y también dará un resultado
tanto mejor y más útil. Y por eso, no permitas que te quiten a tu Dios con
palabras o prédicas; porque, cuanto más, tanto mejor y más agradable a Dios.
Pues Nuestro Señor tiene ganas de morar dentro del hombre y junto con él.
Ahora podrías decir: ¡Ay, señor, me veo tan vacío y frío y
perezoso y por esto no me animo a acudir a Nuestro Señor!
Entonces digo yo: ¡Tanto más necesitas acudir a tu Dios! pues
por Él serás inflamado y sentirás ardor y en Él serás santificado y vinculado y
unido sólo a Él, pues, en el Sacramento, y en ninguna otra parte, encuentras con
igual excelencia esta merced de que tus fuerzas corpóreas se unan y concentren
gracias al excelso poder de la presencia corpórea del Cuerpo de Nuestro Señor,
de modo que todos los sentidos dispersos del hombre y su ánimo se concentren y
unan en esta [presencia], y ellos que, dispersos entre sí, estaban demasiado
inclinados hacia abajo, aquí son enderezados y presentados ordenadamente a Dios.
Y este Dios que mora en el interior los acostumbra a dirigirse hacia dentro y
les quita el hábito de dejarse estorbar físicamente por las cosas temporales y
así se tornan hábiles para las cosas divinas, y, fortalecido por su Cuerpo, tu
cuerpo es renovado. Porque nosotros hemos de ser transformados en Él y
totalmente unidos con Él (Cfr. 2 Cor. 3, 18), de modo que lo suyo llegue a ser
nuestro y todo lo nuestro suyo, nuestro corazón y el suyo, un solo corazón,
nuestro cuerpo y el suyo, un solo cuerpo. Nuestros sentidos y nuestra voluntad e
intención, nuestras potencias y miembros, habrán de ser trasladados en Él de
manera tal que no lo sienta y perciba en todas las potencias del cuerpo y del
alma.
Ahora podrías decir: ¡Ay, señor, yo no percibo en mí nada de
cosas grandes sino sólo pobreza! ¿Cómo podré atreverme entonces, a acudir a
Él?
A fe mía, si quieres transformar del todo tu pobreza, acude
al abundante tesoro de toda la riqueza inconmensurable, así serás rico; pues
debes abrigar en tu fuero íntimo la certidumbre de que sólo Él es el tesoro que
te puede bastar y colmar. «Por lo tanto —dirás— quiero dirigirme hacia ti para
que tu riqueza llene mi pobreza, y toda tu inconmensurabilidad colme mi vacío y
tu ilimitada e inescrutable divinidad llene mi humanidad demasiado indigna y
corrupta».
«¡Ay, señor, he pecado mucho; no puedo expiarlo!»
Justamente por ello acude a Él, que expió todas las culpas
como era debido. En Él bien podrás ofrecer al Padre celestial un digno
sacrificio por todas tus culpas.
«¡Ay, señor, me gustaría cantar loas, pero no puedo!»
Acude a Él, sólo Él es un agradecimiento aceptable para el
Padre y una loa inconmensurable, verídica y perfecta de toda la bondad
divina.
En suma, si quieres ser librado de todas las flaquezas y
revestido de virtudes y mercedes y guiado y conducido deliciosamente hacia el
origen, con todas las virtudes y mercedes, consérvate en un estado tal que
puedas recibir el Sacramento dignamente y con frecuencia; entonces serás unido a
Él y ennoblecido por su Cuerpo. Ah sí, en el Cuerpo de Nuestro Señor el alma es
insertada en Dios tan íntimamente que todos los ángeles, los querubines al igual
que los serafines, ya no conocen ni saben encontrar ninguna diferencia entre
ambos; pues dondequiera que toquen a Dios, tocarán al alma, y donde toquen al
alma, [tocarán] a Dios. Nunca hubo unión igualmente estrecha, porque el alma se
halla unida a Dios mucho más estrechamente que el cuerpo al alma, los que
constituyen un solo hombre. Esta unión es mucho más estrecha de lo que [sería]
si alguien vertiera una gota de agua en un tonel de vino: allí habría agua y
vino: y esto será transformado de tal modo en una sola cosa que todas las
criaturas juntas no serían capaces de descubrir la diferencia.
Ahora podrías decir: ¿ Cómo puede ser? ¡ Si yo no siento nada
de eso!
¿Qué importa? Cuanto menos sientas y más firmemente creas,
tanto más elogiable será tu fe y tanto más será estimada y elogiada; pues la fe
íntima del hombre es mucho más que meros supuestos. En ella poseemos un saber
verdadero. En verdad, no nos falta nada sino una fe recta. El que nos imaginemos
tener un bien mayor en una cosa que en otra, se debe sólo a preceptos externos,
y sin embargo, no hay más en una cosa que en otra. Pues bien, en la misma medida
en que uno cree, recibe y posee.
Ahora podrías decir: «¿Cómo sería posible que yo creyera en
cosas más elevadas mientras no me encuentro en semejante estado sino que soy
débil y me inclino hacia muchas cosas?»
Mira, en este caso debes observar en ti dos cosas diferentes
que también caracterizaron a Nuestro Señor. Él también tenía potencias
superiores e inferiores y ellas tenían [que hacer] dos obras distintas: sus
potencias superiores poseían la eterna bienaventuranza y disfrutaban de ella.
Pero, al mismo tiempo, las inferiores se encontraban sometidas a los máximos
sufrimientos y luchas en esta tierra, y ninguna de esas obras era un obstáculo
para el objeto de otra. Así habrá de ser también en tu fuero íntimo, de modo que
las potencias supremas se hallen elevadas hacia Dios y le sean ofrecidas y
unidas íntegramente. Más aún: todos los sufrimientos, a fe mía, han de ser
encargados exclusivamente al cuerpo y a las potencias inferiores y a los
sentidos; mas el espíritu debe elevarse con plena fuerza y abismarse,
desapegado, en su Dios. Pero el sufrimiento de los sentidos y de las potencias
inferiores —al igual que esa tribulación— no lo afectan [al espíritu]; porque
cuanto mayor y más recia es la lucha, tanto mayores y más elogiables son también
la victoria y la honra por la victoria, pues en este caso, cuanto mayor sea la
tribulación y cuanto más fuerte el impacto del vicio, y el hombre los vence, no
obstante, tanto más poseerás también esa virtud y tanto más le gustará a tu
Dios. Y por ello: si quieres recibir dignamente a tu Dios, cuida de que tus
potencias superiores estén orientadas hacia tu Dios, que tu voluntad busque su
voluntad y [fíjate en] cuál es tu intención y cómo anda tu lealtad hacia Él.
En semejante [estado] el hombre nunca recibe el precioso
Cuerpo de Nuestro Señor sin recibir al mismo tiempo una gracia extremadamente
grande; y cuanto más a menudo [lo haga] tanto más beneficioso [será]. Ah sí, el
ser humano sería capaz de recibir el Cuerpo de Nuestro Señor con tal devoción y
disposición de ánimo que él, estando destinado a llegar al coro más bajo de los
ángeles, con recibirlo una sola vez sería elevado al segundo coro; ah sí, sería
imaginable que lo recibieras con una devoción tal que te considerarían digno de
[ingresar en] los coros octavo y noveno. Por ende, si dos hombres fueran iguales
en toda su vida, mas uno de ellos hubiera recibido dignamente el Cuerpo de
Nuestro Señor una vez más que el otro, entonces el [primer] hombre sería frente
al segundo como un sol resplandeciente y obtendría una unión especial con
Dios.
Esta recepción y bienhadada fruición del Cuerpo de Nuestro
Señor no dependen sólo de la ingestión exterior, sino que se dan también cuando
se comulga espiritualmente con el ánimo ansioso y unido [a Dios] en la devoción.
Esto lo puede hacer el hombre con una confianza tal que llega a ser más rico en
mercedes que ninguna persona en esta tierra. El hombre puede hacerlo mil veces
por día y más aún, se halle donde se hallare, esté enfermo o sano. Pero debemos
prepararnos para ello como si fuéramos recibiendo el sacramento, bien
ordenadamente y de acuerdo con la fuerza del deseo. Mas si uno no tiene el
deseo, que se estimule y prepare para tenerlo y que actúe conforme a ello, así
llegará a ser santo en este tiempo y bienaventurado en la eternidad; pues seguir
a Dios e imitarlo, esto es la eternidad. Que nos la dé el Maestro de la verdad y
el Amante de la pureza y la Vida de la eternidad. Amén.
Cuando un hombre quiere recibir el Cuerpo de Nuestro Señor
que acuda sin grandes preocupaciones. Pero conviene y es muy útil confesarse
antes, aun sin tener conciencia de haber pecado, [sólo] para [obtener] el fruto
del sacramento de la confesión. Mas, si hubiera alguna cosa que lo declarara
culpable y él, a causa de sus obligaciones, no fuera capaz de confesarse,
entonces, que se reúna con su Dios, declarándose culpable ante Él con gran
arrepentimiento y conformándose hasta que disponga de tiempo para confesarse. Si
en el ínterin se olvida de la conciencia o del reproche del pecado, podrá pensar
que Dios lo había olvidado también. Antes que con los hombres hay que confesarse
con Dios, y cuando se es culpable, tomar muy en serio la confesión ante Dios y
acusarse con rigor. Cuando uno quiere recibir el sacramento, tampoco debe pasar
por alto con ligereza esta última [obligación] ni dejarla a un lado a causa de
la expiación exterior, porque [sólo] la disposición de ánimo del hombre en sus
obras es justa y divina y buena.
Uno debe aprender a estar [interiormente] libre en plena
actividad. Mas para un hombre inexperto constituye una empresa inusitada llegar
a un punto donde no lo estorbe ninguna muchedumbre ni obra —para ello se
requiere un gran fervor— y que tenga continuamente presente a Dios y que Él le
resplandezca siempre, todo desnudo, en cualquier momento y en cualquier
ambiente. Para esto se requieren un fervor bien ágil y dos cosas en especial:
una [consiste en] que el hombre mantenga bien cerrado su fuero íntimo de modo
que su ánimo esté protegido contra las imágenes que se hallan afuera, para que
permanezcan fuera de él y no se paseen con él, ni lo traten de manera
inadecuada, ni encuentren su morada dentro de él. La otra cosa [consiste en] que
el hombre no se entregue ni a sus imágenes interiores, ya sean representaciones
o un enaltecimiento de su ánimo, ni a las imágenes exteriores o cualquiera que
sea la cosa que el hombre tenga presente, y que con todo esto no se desorganice
ni se distraiga ni se enajene con la multiplicidad. El hombre ha de acostumbrar
a. todas sus potencias para que actúen así y se orienten en este sentido,
mientras él se acuerda de su intimidad.
Ahora podrías decir: [Mas] el hombre debe dirigirse hacia
fuera si ha de obrar cosas externas; porque ninguna obra puede ser realizada a
no ser en su propia forma de presentación.
Esto es bien cierto. Sin embargo, las apariencias externas no
son ninguna cosa externa para el hombre ejercitado porque todas las cosas tienen
para el hombre interior una divina [e] interna forma de existencia.
He aquí lo que es necesario ante todas las cosas: que el
hombre acostumbre y ejercite su entendimiento para que [se dirija] bien y
perfectamente hacia Dios, así lo divino aparecerá en su interior en todo
momento. Para el entendimiento no hay nada tan propio ni tan presente ni tan
cercano como Dios. El [entendimiento] nunca se dirige hacia otra parte. No se
vuelve hacia las criaturas a no ser que se le haga fuerza y agravio en cuyo caso
es quebrantado y pervertido directamente. Luego, cuando está corrompido en un
joven o en cualquier persona, hay que educarlo con grandes esfuerzos, y uno debe
hacer todo cuanto pueda para acostumbrar y atraer otra vez al entendimiento.
Pues, por más que Dios le sea propio y natural, una vez que se halle pervertido
y afianzado en las criaturas habiéndose apropiado de sus imágenes y acostumbrado
[al trato de las criaturas], se habrá debilitado tanto en esta parte y se
hallará tan impotente con respecto a sí mismo, y tan contrariado en sus nobles
afanes, que todo el empeño que el hombre pueda poner, resultará poco para
recuperar su viejo hábito. Y aun cuando ponga todo [su esfuerzo], necesitará
cuidarse continuamente.
Ante todo, el hombre debe acostumbrarse a adquirir hábitos
firmes y adecuados. Si un hombre inexperimentado y no ejercitado quisiera
comportarse y actuar como otro experimentado, se arruinaría por completo y no
llegaría a nada. Cuando el hombre antes que nada se ha desacostumbrado y
enajenado, él mismo, de todas las cosas, entonces sí ‘podrá ejecutar todas sus
obras con tino y entregarse a ellas sin preocupación, o carecer de ellas sin
ningún impedimento. En cambio: cuando el hombre ama una cosa y se regocija con
ella y cede voluntariamente a ese gozo, ya se trate de comida o bebida o de
cualquier otra cosa, esto no puede hacerse sin daño en un hombre no
ejercitado.
El hombre debe acostumbrarse a no buscar ni desear lo suyo en
nada sino que [ha de] encontrar y aprehender a Dios en todas las cosas. Porque
Dios no otorga ningún don —y nunca lo otorgó— para que uno posea el don y
descanse en él. Antes bien, todos los dones que Él otorgó alguna vez en el cielo
y en la tierra, los dio solamente con la finalidad de poder dar un solo don:
éste es Él mismo. Con todos esos dones sólo quiere prepararnos para [recibir] el
don que es Él mismo; y todas las obras que Dios haya hecho alguna vez en el
cielo y en la tierra, las hizo únicamente para poder hacer una sola obra, es
decir, para que Él se haga feliz a fin de poder hacernos felices a nosotros. Por
lo tanto digo: Debemos aprender a contemplar a Dios en todos los dones y obras,
y no hemos de contentarnos con nada ni detenernos en nada. Para nosotros no
existe en esta vida ningún detenerse en modo alguno de ser, y nunca lo hubo para
hombre alguno por más lejos que hubiera llegado. Antes que nada, el hombre debe
mantenerse orientado, en todo momento, hacia los dones divinos y [esto] cada vez
de nuevo.
Me referiré brevemente a una mujer que deseaba mucho que
Nuestro Señor le diera una cosa; pero entonces yo dije que ella no estaba bien
preparada y si Dios le diese el don sin que estuviera preparada, [ese don] se
echaría a perder.
Una pregunta: ¿Por qué no estaba preparada? ¿Si ella tenía
buena voluntad y vos decís que ésta es capaz de hacer todas las cosas y contiene
en sí todas las cosas y toda la perfección?
Esto es verdad. [Mas] en la voluntad hay que contemplar dos
significaciones: una voluntad es contingente y no esencial, otra es decisiva y
creadora y habitual.
A fe mía, no es suficiente que el ánimo del hombre se halle
desasido en el momento actual cuando uno quiere unirse con Dios, sino que uno
debe disponer de un desasimiento bien ejercitado que tanto precede como perdura.
Entonces es posible recibir grandes cosas de Dios y recibir a Dios en todas las
cosas. [Pero] si uno no está preparado, arruina el don y a Dios junto con el
don. Es ésta la razón por que Dios no nos puede dar siempre lo que pedimos. La
falta no está en Él, pues Él tiene mil veces más prisa de dar que nosotros de
aceptar. Pero nosotros lo forzamos y lo agraviamos al impedirle [que haga] su
obra natural por culpa de nuestra falta de preparación.
El hombre debe aprender a sacar de su interior su sí-mismo y
a no retener nada propio y a no buscar nada, ni provecho ni placer ni ternura ni
dulzura ni recompensa ni el paraíso ni la propia voluntad. Dios nunca se
entregó, ni se entregará jamás, a una voluntad ajena. Sólo se entrega a su
propia voluntad. Donde Dios encuentra su voluntad, ahí se entrega y se abandona
a ella con todo cuanto es. Y cuanto más dejemos de ser en cuanto a lo nuestro,
tanto más verdaderamente llegaremos a ser dentro de ésta [la voluntad divina].
Por ello no es suficiente que renunciemos una sola vez a nosotros mismos y a
todo cuanto poseemos y podemos, sino que debemos renovarnos con frecuencia y
hacer que nosotros mismos seamos simples y libres en todas las cosas.
También es muy útil que el hombre no se contente con poseer
en su ánimo las virtudes, como son [la] obediencia, [la] pobreza y otra virtud;
antes bien, el hombre ha de ejercitarse, él mismo, en las obras y frutos de la
virtud y ponerse a prueba con frecuencia, anhelando y deseando que la gente lo
ejercite y ponga a prueba. Porque no basta con hacer las obras de la virtud, ya
sea obedecer, ya sea cargar con la pobreza o el desprecio, ya sea que uno se
humille o renuncie a sí mismo de otra manera, sino que se debe aspirar a obtener
la virtud en su esencia y fondo y no hay que desistir nunca hasta lograrlo. Y si
uno la tiene, esto se puede conocer por el siguiente hecho: cuando uno ante
todas las cosas es propenso a la virtud y hace las obras de la virtud sin
preparación [especial] de la voluntad, ejecutándolas sin designio propio y
especial en aras de una causa justa y grande y las hace más bien por ellas
mismas y por amor a la virtud y sin ningún porqué… entonces posee la virtud en
su perfección y antes no.
Que uno aprenda a desasirse de sí mismo hasta no retener ya
nada propio. Todo el tumulto y la discordia provienen siempre de la propia
voluntad, no importa que uno lo note o no. Uno mismo debe entregarse, junto con
todo lo suyo, a la buena y queridísima voluntad de Dios, mediante el puro
desasimiento del querer y apetecer, y esto con respecto a todo cuanto uno pueda
querer o apetecer con miras a cualquier cosa.
Una pregunta: ¿Hace falta que renunciemos también
voluntariamente a [sentir] la dulzura de Dios? ¿No puede ser que esto provenga
también de nuestra desidia y de poco amor hacia Él?
Sí, es cierto: cuando se pasa por alto la diferencia. Pues,
provenga de la desidia o del desasimiento o del verdadero retraimiento, uno debe
observar si, estando del todo desasido en su fuero íntimo, se ve en este estado
de modo tal que le es tan leal a Dios como si tuviera el sentimiento fortísimo,
de manera que uno en semejante estado hace todo cuanto haría en aquél y nada
menos, y que uno se mantendría tan desasido de todo consuelo y auxilio como
haría en el caso de sentir la presencia de Dios.
Al hombre recto, que tiene la voluntad completamente buena,
ningún tiempo le puede resultar demasiado breve. Pues, donde la voluntad tiene
la calidad de querer [hacer] cabalmente todo cuanto puede —no sólo ahora sino
que querría hacer todo cuanto pudiera en el caso de que le fuera dado vivir mil
años— semejante voluntad rinde tanto como se pudiera lograr con las obras
durante mil años: ante Dios lo ha hecho todo.