JOSE MARIA IRABURU
Gracia y libertad
I.–Grandes rebajas
del cristianismo
II.–El
semipelagianismo
III.–Doctrina
católica de la gracia
IV.–Doctrina
católica de la gracia
en
www.infocatolica.com (2010)
Fundación GRATIS DATE
El tema de este escrito es
muy importante, pues como toda la vida
cristiana se realiza por gracia y libertad, según éstas se entiendan, se
entenderá y se desarrollará la vida cristiana al modo católico, luterano,
quietista, pelagiano, semipelagiano, etc.
Les adelanto que actualmente
casi todos los católicos no practicantes, si es que son algo, son en realidad
pelagianos, y que del pequeño resto de católicos practicantes los más son
semipelagianos. Esto significa que hoy somos católicos católicos, con
la gracia de Dios, una pequeña minoría de los bautizados. Pueden parecer
excesivas estas apreciaciones, pero en las páginas que siguen creo que llegarán
a hacerse creíbles.
Pongo un ejemplo mínimo para
avivar el interés de los lectores. Las fotografías que se conservan de Santa
Faustina Kowalska –en la que he puesto ya su fisonomía está bastante mejorada–
nos muestran un rostro femenino noble y sereno, pero un poco tosco. Pues bien,
algunos de los promotores de su devoción estimaron conveniente ocultar el rostro
verdadero, el elegido por Dios, y sustituirlo en las estampas por una faz muy
femenina y linda: cejas altas y arqueadas, ojos grandes, nariz fina, pómulos y
óvalo de la barbilla delicados. Se pretende así mejorar, dar más valor a la
parte humana que colabora con la gracia divina, para hacer de este
modo a la santa más atractiva. Esto, ya lo entienden ustedes, es puro
semipelagianismo. Y si no lo entienden, será que están afectados por el virus
semipelagiano. En tal caso, Dios quiera librarles de él cuando lean el presente
estudio.
Procedamus in
pace.
In nomine
Christi. Amen.
Nota.-El
número que aparece entre paréntesis tanto en el Índice, como arriba a la derecha
al comienzo de cada artículo, indica el número que ese artículo tiene en el blog
Reforma o apostasía del autor en www.infocatolica.com
–I–
Grandes rebajas del cristianismo
(56)
–No sé yo si voy a ser capaz de entender
algo.
–Entenderá bastante menos que la mayoría;
pero algo, algo, con el favor de Dios, sí entenderá.
La Iglesia logra en el siglo IV la libertad civil.
El emperador Galerio (311, edicto de Nicomedia) y los emperadores Constantino I
y Licinio, en occidente y en oriente (313, edicto de Milán), no solamente ponen
fin a las persecuciones de la Iglesia, sino que van creando una situación en la
que ser cristiano trae consigo una condición muy ventajosa para la vida
social en el Imperio. Se bautizan los emperadores –Constantino, antes de
morir–, y con ellos todos los altos magistrados. Teodosio prohibe ya los cultos
paganos supervivientes y establece el cristianismo como religión oficial del
Imperio (391). Se inicia en ese siglo para la Iglesia un tiempo nuevo, en el que
florece la liturgia, la catequesis, la construcción de los templos y basílicas,
la celebración de los primeros grandes Concilios ecuménicos, la institución del
domingo, de la monogamia, una época en la que no pocas normas cristianas se
hacen leyes civiles, al mismo tiempo que la Iglesia hace suyas muchas
instituciones y leyes romanas.
Pero es a la vez un tiempo de grandes rebajas del
cristianismo. La Iglesia, por decirlo
así, se ve invadida por la conversión de innumerables paganos. Y sucede
lo previsible, aquello que testifica San Jerónimo (347-420): «después de
convertidos los emperadores, la Iglesia ha crecido en poder y riquezas, pero ha
disminuido en virtud» (Vita Malchi 1). Efectivamente, el heroísmo del
pueblo cristiano, generalizado en los tres primeros siglos de persecuciones, va
dando paso con frecuencia a una mundanización creciente. La Providencia divina
suscita justamente en ese siglo IV el monacato, cuyo crecimiento es
sorprendentemente rápido. En la cristiandad de Egipto, por ejemplo, había
unos cien mil monjes y unas doscientas mil monjas.
Precisamente entonces, cesadas las
persecuciones, es cuando una relativa mundanización de las comunidades
cristianas ocasiona negativamente el movimiento positivo de una muchedumbre de
fieles que, buscando vivir plenamente el Evangelio, sale del mundo secular y se
va a los desiertos. Esta opción tan radical tuvo no pocos impugnadores en un
principio. Y San Juan Crisóstomo (349-407) la justifica y explica en su obra
Contra los impugnadores de la vida monástica. Sin embargo, los enormes
conflictos internos de la Iglesia en ese tiempo, aún más que en el campo de la
vida moral, se dan en el campo doctrinal. Es un tiempo de grandes herejías. Y
también de grandes Concilios, que van definiendo la fe católica en Cristo,
la Trinidad y la gracia.
Arrianismo y pelagianismo surgen entonces como una
versión naturalista del cristianismo.
Muchos nuevos cristianos «necesitaban» un cristianismo no sobrenatural, el
propio del arrianismo y del pelagianismo: un cristianismo mucho más
conciliable con la mentalidad helénica-romana; una versión del Evangelio que no
sobrevolase tanto por encima del nivel de la naturaleza. Tengamos en cuenta que
gran parte del pueblo cristiano de la época seguía viviendo según «los
pensamientos y los caminos» de los hombres, tan distantes todavía de los
pensamientos y caminos divinos (Is 54,8-9).
El arrianismo.
Nace Arrio en Libia (246-336), y es ordenado presbítero en Alejandría. En la
cristología que él difunde el Logos no existe desde toda la eternidad, es una
criatura sacada por el Padre de la nada. Por tanto Cristo no es propiamente
Dios, sino un hombre, una criatura. No explicaré aquí la doctrina del
arrianismo, conceptualmente complicada, y ya anticipada de algún modo por el
monarquismo adopcionista de Pablo de Samosata (+272), patriarca de Antioquía: en
Dios hay solo una persona. Retengo simplemente lo que pasará a la
historia como arrianismo, prescindiendo de las especulaciones
conceptuales usadas por el presbítero libio-alejandrino Arrio. Simplemente, el
arrianismo es una herejía cristológica, que presenta a Jesucristo como una
criatura, como un hombre, aunque perfectamente unido a Dios, y que rebaja así
infinitamente la fe católica en el Verbo encarnado, haciéndola, por decirlo así,
más asequible al racionalismo natural mundano.
Como escribe José Antonio Sayés, «el arrianismo es
el fruto del racionalismo frente a la originalidad cristiana». «No es el Verbo
el que se hace hombre, sino el hombre el que, por gracia divina, queda
divinizado» (Señor y Cristo. Curso de cristología, Palabra, Madrid 2005,
218-219). Por tanto, no hay encarnación del Hijo divino eterno; no es el
Verbo encarnado quien muere en la cruz, en un sacrificio de expiación infinita.
Cristo es sin duda para los hombres el ejemplo perfecto de unión con
Dios, pero no es propiamente causa, «fuente de salvación eterna para
cuantos creen en él» (pref. I común).
El arrianismo tuvo una difusión inmensa.
Algunos emperadores lo favorecieron y combatieron a los Obispos defensores de la
fe católica, como San Atanasio y San Hilario, que hubieron de sufrir exilios.
Gran parte de los Obispos orientales lo admitieron activa o al menos
pasivamente. De ahí el lamento de San Jerónimo: «ingemuit totus orbis et arianum
se esse miratus est» (gimió el orbe entero, al comprobar con asombro que era
arriano: Dial. adv. Lucif. 19). Si esta cristología herética hubiera
prevalecido, la Iglesia Católica se habría reducido a una secta insignificante.
Posteriormente se formularon también herejías que negaban la encarnación de un
Hijo divino eterno, como el adopcionismo de Elipando de Toledo (+802).
La Iglesia, pronto y repetidamente, afirmó la fe
católica en Cristo contra el arrianismo,
aunque no sin grandes polémicas y prolongadas resistencias. El concilio de Nicea
(325); el Papa Liberio (352-366), a instancias de San Atanasio; el concilio I de
Constantinopla (381); el Sínodo de Roma (430); el concilio de Éfeso (431),
presidido por San Cirilo; San León Magno, en el formidable Tomus Leonis
(449); el concilio de Calcedonia (451); el II de Constantinopla (553),
aseguraron en la Iglesia la verdad de Cristo, la fe católica que confesamos a lo
largo de los siglos:
Creemos «en un solo Señor Jesucristo, el
Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz,
Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial con el
Padre, por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres y
por nuestra salvación descendió de los cielos y se encarnó por obra del Espíritu
Santo y de María Virgen, y se hizo hombre»… (Conc. I Constantinopla,
Denzinger 150).
El arrianismo, sin embargo, a pesar de tan
numerosas y solemnes definiciones de la Iglesia, pervivió largamente, sobre todo
entre los godos y otros pueblos germánicos. En España, concretamente, perduró
hasta el III Concilio de Toledo (587), cuando Recaredo I, rey de los visigodos,
y su pueblo profesaron la fe católica. En todo caso, como lo comprobaremos,
los esquemas arrianos en cristología tienen hoy amplia vigencia, también
entre los católicos, aunque estén concebidos en claves mentales y verbales muy
diversas.
Pero vayamos con la otra gran rebaja del
cristianismo católico:
El pelagianismo.
En el siglo IV, cuando la Iglesia se ve invadida por multitudes de neófitos,
surge en Roma un monje de origen británico, Pelagio (354-427), riguroso y
ascético, que ante la mediocridad espiritual imperante, predica un moralismo muy
optimista sobre las posibilidades naturales éticas del hombre. Los
planteamientos de Pelagio resultan muy aceptables para el ingenuo optimismo
greco-romano respecto a la naturaleza: «Cuando tengo que exhortar a la reforma
de costumbres y a la santidad de vida, empiezo por demostrar la fuerza y el
valor de la naturaleza humana, precisando la capacidad de la misma, para
incitar así el ánimo del oyente a realizar toda clase de virtud. Pues no podemos
iniciar el camino de la virtud si no tenemos la esperanza de poder practicarla»
(Epist. I Pelagii ad Demetriadem 30,16). Somos libres, no necesitamos
gracia.
San Agustín
resume así la doctrina pelagiana: «Opinan que el hombre puede cumplir todos
los mandamientos de Dios, sin su gracia. Dice [Pelagio] que a los hombres se les
da la gracia para que con su libre albedrío puedan cumplir más fácilmente
cuanto Dios les ha mandado. Y cuando dice “más fácilmente” quiere significar que
los hombres, sin la gracia, pueden cumplir los mandamientos divinos, aunque les
sea más difícil. La gracia de Dios, sin la que no podemos realizar ningún bien,
es el libre albedrío que nuestra naturaleza recibió sin mérito alguno
precedente. Dios, además, nos ayuda dándonos su ley y su enseñanza, para que
sepamos qué debemos hacer y esperar. Pero no necesitamos el don de su Espíritu
para realizar lo que sabemos que debemos hacer. Así mismo, los pelagianos
desvirtúan las oraciones [de súplica] de la Iglesia [¿Para qué pedir a Dios
lo que la voluntad del hombre puede conseguir por sí misma?]. Y pretenden que
los niños nacen sin el vínculo del pecado original» (De hæresibus,
lib. I, 42,47-48).
No hay, pues, un pecado original que
deteriore profundamente la misma naturaleza del ser humano. La naturaleza del
hombre está sana, y es capaz por sí misma de hacer el bien y de perseverar en
él. Cristo, por tanto, ha de verse más en cuanto Maestro, como causa ejemplar,
que en cuanto Salvador, como causa eficiente de salvación. La oración de
súplica, la virtualidad santificante de los sacramentos, que confieren gracia
sobrenatural, confortadora de la naturaleza humana,… todo eso carece de
necesidad y sentido.
La Iglesia afirma la verdad católica de la gracia
muy pronto. Aunque las doctrinas de
Pelagio fueron en principio aprobadas por varios obispos y Sínodos, debido a
informaciones insuficientes y malentendidas, pronto la Iglesia rechaza el
pelagianismo con gran fuerza en cuanto sus doctrinas fueron mejor conocidas,
sobre todo a través de las enseñanzas de los pelagianos Celestio y Julián de
Eclana (Indiculus 431, Orange II 529, Trento 1547,
Errores Pistoya 1794: Denz 238-249, 371, 1520ss, 2616). Gran fuerza
tuvieron en la lucha contra el pelagianismo varios santos Padres, como San
Jerónimo, el presbítero hispano Orosio, San Próspero de Aquitania y sobre todo
San Agustín de Hipona. Se atrevieron a combatir los errores de su propio tiempo.
La Iglesia sabe bien que «es Dios el que
obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13).
«Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres
que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad
procede de Dios, pues por Él podemos algún bien, y “sin Él no podemos nada”
(Jn 15,5)» (Indiculus cp. 6). Y por la gracia, «por este auxilio y don de
Dios, no se quita el libre albedrío, sino que se libera» (ib. cp.
9). «Cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y
con nosotros» (Orange II, can. 9).
Lex orandi, lex credendi. Mucho hemos de
agradecer a Dios que por su providencia los principales sacramentarios
litúrgicos proceden precisamente de estos siglos. Las oraciones de la sagrada
liturgia eran así y siguen siendo la principal expresión devota y lírica de la
fe católica. Oraciones como la que sigue, y que hoy rezamos en Laudes de la I
semana, muy difícilmente hubieran podido ser compuestas en nuestro tiempo, tan
pelagiano:
«Señor, que tu
gracia inspire, sostenga y acompañe [todas] nuestras obras, para que
nuestro trabajo comience en ti como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a
su fin. Por nuestro Señor». La mala traducción omite ese todas; ahí está
el punto: «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando
prosequere, ut cuncta nostra [oratio et] operatio a te semper incipiat,
et per te coepta finiatur. Per Dominum».
Arrianismo y pelagianismo van juntos,
aunque sean diferentes herejías. Los dos rebajan cualitativamente la
condición sobrenatural del mundo católico de la gracia. Los dos son una
versión del cristianismo mucho más aceptable para quienes mantienen una
mentalidad mundana racionalista. Cristo es un hombre, no es Dios. Cristo es un
modelo perfecto de humanidad, un Maestro excepcional; pero no es un
Salvador único y universal, no causa nuestra salvación, nuestra filiación
divina, introduciendo por su encarnación y su cruz en la raza humana unas
fuerzas de gracia sobre-naturales, sobre-humanas, divinas, celestiales,
absolutamente necesarias para la salvación temporal y eterna del hombre.
No tiene, pues, nada de extraño que,
históricamente, cuando los pelagianos se veían perseguidos en una Iglesia local
católica, buscaban refugio al amparo de Obispos arrianos. Dios los cría y ellos
se juntan. Lo vemos hoy también, dentro de la Iglesia católica: aquellos que
tienen de Cristo una visión arriana, son todos rematadamente pelagianos.
Pero éste es, con el favor de Dios, el tema del
próximo artículo.