El Cardenal Alfons Stickler es prefecto emérito de la Biblioteca Vaticana y sus archivos. Actuó como especialista, como perito, en la Comisión de Liturgia del Concilio Vaticano II. Fue elevado al colegio cardenalicio por el Papa Juan Pablo II en l985. Este ensayo apareció originalmente en Die heilige Liturgie (Steyr, Austria: Ennsthaler Verlag, 1997, Franz Breid ed). La presente es una traducción de la versión en inglés aparecida en diciembre de 1998 en la revista norteamericana "Latin Mass", llevada a cabo por Thomas E. Woods, Jr., a pedido del propio Cardenal Stickler.
MI FUNCION EN EL CONCILIO - Pido perdón si comienzo con algunas circunstancias personales, pero lo he considerado necesario para una mejor comprensión del tema que debo abordar. Fui profesor de Derecho Canónico e Historia de las leyes de la Iglesia en la Universidad Salesiana y, durante 8 años, desde 1958 a 1966, su Rector. Como tal actué como consultor de la Sagrada Congregación para los Seminarios y Universidades y, desde las tareas preparatorias para la implementación de los reglamentos conciliares, como miembro de la Comisión Conciliar dirigida por ese dicasterio. Además, fui nombrado perito de la Comisión para el Clero.
Poco antes del comienzo del Concilio, el Cardenal Larraona, de quien yo había sido alumno en la Laterana y que había sido nombrado prefecto de la Comisión Conciliar para la Liturgia, me llamó para decirme que había sugerido mi nombre para perito de esa Comisión. Objeté que ya me hallaba comprometido para otras dos, como perito conciliar, sobre todo para la de seminarios y universidades.
Pero él insistió en que un canonista debía participar debido a la significación del derecho canónico en los requerimientos de la liturgia. Por lo tanto, y asumiendo una obligación que no había buscado, viví la experiencia del Vaticano II desde el principio.
En general, la liturgia había sido colocada como el primer tópico en el orden de los temas a tratarse. Fui nombrado en una subcomisión que debía considerar los modi de los primeros tres capítulos y tenía también que preparar los textos que se llevarían al recinto conciliar para discusión y votación. Esta Subcomisión consistía de tres obispos –el Arzobispo Callewaert de Gantes, como presidente, el Obispo Enciso Viana de Mallorca y, si no me equivoco, el Obispo Pichler de Yugoslavia– y de tres peritos: el Obispo Marimort, el claretiano español Padre Martínez de Antoñana y yo. Pude conocer así, con claridad, los deseos de los Padres Conciliares así como el sentido correcto de los textos que el Concilio votó y adoptó.
EL CONCILIO Y EL NUEVO MISAL ROMANO. Podrá comprenderse mi asombro cuando comprobé que, de muchos modos, la edición final del nuevo Misal Romano no se correspondía con los textos Conciliares que yo conocía tan bien, y que contenía mucho que ampliaba, cambiaba, y hasta iba directamente contra las provisiones Conciliares. Como conocía con precisión todo el procedimiento del Concilio, desde las muchas veces largas discusiones y el proceso de los modi hasta las repetidas votaciones que llevaban a las formulaciones finales, como también los textos que incluían las regulaciones precisas para la implementación de la reforma deseada, pueden ustedes imaginar mi estupor, mi creciente desagrado, y hasta mi indignación, especialmente con respecto a contradicciones específicas y cambios que necesariamente tendrían consecuencias duraderas. Por esto decidí ir a ver al Cardenal Gut, quien el 8 de mayo de 1968 había sido nombrado prefecto para la Congregación de los Ritos, en reemplazo del Cardenal Larraona, quien había renunciado a la prefectura de dicha congregación el 9 de enero de ese año.
Le solicité una audiencia en su departamento, que me concedió el 19 de noviembre de 1969 (aquí quisiera hacer notar, incidentalmente, que la fecha de la muerte del Cardenal Gut aparece, repetidamente, adelantada un año en las memorias del Arzobispo Bugnini : 8 de diciembre de 1969, en vez de la correcta, de 1970).
Me recibió muy cordialmente, a pesar de que estaba visiblemente muy enfermo, y pude, por así decirlo, abrirle mi corazón. Me dejó hablar sin interrupción durante media hora, y entonces me dijo que compartía plenamente mi preocupación. Enfatizó, de todos modos, que la Congregación de los Ritos no tenía la culpa, ya que el trabajo de reforma en su totalidad había sido efectuado por un Consilium, que había sido nombrado por el Papa específicamente con ese fin, y para el cual Pablo VI había elegido al Cardenal Lercaro como presidente y al padre Bugnini como secretario. Este grupo trabajó bajo la supervisión directa del Papa.
He aquí que el padre Bugnini había sido secretario de la Comisión Conciliar Preparatoria para la Liturgia. Como su trabajo no había sido satisfactorio –había tenido lugar bajo la dirección del Cardenal Gaetano Cicognani– no fue promovido a secretario de la Comisión Conciliar. En su lugar fue nombrado Fray Ferdinando Antonelli OFM (más tarde Cardenal). Un grupo organizado de liturgistas hizo ver a Pablo VI esta postergación como una injusticia hacia el P. Bugnini, y se las arreglaron para lograr que el nuevo Papa, que era muy impresionable ante estos procederes, reparara la "injusticia" nombrando al P. Bugnini secretario del nuevo Consilium responsable de implementar la reforma.
Estos dos nombramientos, del Cardenal Lercaro y del P. Bugnini, para lugares clave en el Consilium, hicieron posible que se oyeran voces que no habían sido oídas durante el proceso del Concilio y, de la misma manera, se silenciaran otras que sí lo habían sido. Además, el trabajo del Consilium se llevó a cabo en áreas de trabajo inaccesibles a quienes no fueran miembros del mismo.
Con el fin de establecer la coincidencia o la contradicción entre las reglamentaciones del Concilio y la reforma tal cual fue llevada a cabo, veamos brevemente las instrucciones Conciliares más importantes relativas al trabajo de reforma.
Las instrucciones generales, que conciernen sobre todo a los fundamentos teológicos, están contenidas principalmente en el artículo 2 de Sacrosantum Concilium. Aquí se establecen primeramente la naturaleza terreno-celestial de la Iglesia, su Misterio, tal como la liturgia debería expresarlo: todo lo humano debe estar ordenado y subordinado a lo divino; lo visible a lo invisible; lo activo a lo contemplativo; el presente a la futura Ciudad de Dios que buscamos. De acuerdo con esto, la renovación de la liturgia debe ir de la mano con el desarrollo y la renovación del concepto de Iglesia.
El artículo 21 deja asentada la condición previa para cualquier reforma litúrgica: que hay en la liturgia una parte inmutable, pues fue decretada por Dios, y partes que pueden ser cambiadas, o sea aquellas que se introdujeron en el curso del tiempo en forma impropia o han probado ser menos apropiadas. Los textos y los ritos deben corresponderse con la orden establecida en el artículo 2, y por esto pueden ser mejor entendidos y mejor experimentados por el pueblo. En el artículo 23 aparecen sobre todo guías prácticas que deben ser seguidas para lograr la correcta relación entre tradición y progreso. Debe emprenderse una precisa investigación teológica, histórica y pastoral; además, se deben considerar las leyes generales de la estructura y del sentido de la liturgia, y la experiencia derivada de las reformas litúrgicas más recientes. Luego, se deja establecido como norma general que la innovación se puede introducir solamente si un genuino beneficio para la Iglesia lo demanda. Finalmente, las nuevas formas deben surgir orgánicamente de aquellas ya existentes.
Conviene señalar las normas prácticas para la tarea de la reforma que surgen de la naturaleza didáctica y pastoral de la liturgia. De acuerdo con el artículo 33, la liturgia es principalmente el culto a la majestad de Dios, por el cual los creyentes entran en relación con Él por medio de signos visibles que la liturgia usa para expresar realidades invisibles, signos que fueron elegidos por Cristo mismo o por la Iglesia. Hay aquí un eco vibrante de lo que el Concilio de Trento ya recomendaba con el fin de proteger su patrimonio del vacío racionalista e insípido del culto protestante, patrimonio que el Santo Padre en sus escritos a las iglesias orientales ha caracterizado como su tesoro especial. Este "tesoro especial" también merece
El Concilio pidió, una y otra vez, que la reforma se
adhiriera a la tradición. Todas las reformas, a excepción de la post-conciliar, observaron esta regla básica
ser una fuente de alimento para la Iglesia Católica. Se distingue por ser rico en simbolismo, proveyendo de esa manera educación didáctica pastoral y enriquecimiento, haciéndolo especialmente adecuado hasta para la gente más sencilla.
Cuando consideramos que las iglesias Ortodoxas –a pesar de su separación de la roca de la Iglesia– a través de la expresión simbólica y el desarrollo teológico que continuamente se incorporaron a su liturgia han preservado las creencias correctas y los sacramentos, toda reforma litúrgica católica debería más bien aumentar la riqueza simbólica de su forma de culto en vez de disminuirla –a veces hasta drásticamente–.
En lo que concierne a las guías prácticas para partes específicas de la liturgia –sobre todo para lo central, el sacrificio de la Misa– es suficiente concentrarse en unos pocos puntos especialmente significativos para la reforma del Ordo Missae.
Para ello, deben enfatizarse especialmente dos directivas Conciliares. En el artículo 50 se da, primeramente, la directiva de que en la reforma debe manifestarse más claramente la naturaleza intrínseca de las varias partes de la Misa y la conexión entre ellas con el fin de facilitar la activa y devota participación de los fieles.
Como consecuencia, se enfatiza que los ritos deben ser simplificados pero manteniendo al mismo tiempo fielmente su sustancia, y que ciertos elementos que habían sido duplicados en el curso de los siglos o agregados de manera no especialmente oportuna, debían ser nuevamente eliminados; mientras que otros, que habían sido perdidos con el paso del tiempo, serían restaurados en armonía con los padres Conciliares hasta donde pareciera apropiado o necesario.