terça-feira, 30 de junho de 2009

Homilía del Papa Benedicto XVI en la Solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo


Señores Cardenales,

Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

¡Queridos hermanos y hermanas!

Dirijo a todos mi saludo cordial con las palabras del Apóstol al lado de cuya tumba nos encontramos: A ustedes gracia y paz en abundancia” (1 Pe 1,2). Saludo, en particular, a los Mimbros de la Delegación del Patriarcado ecuménico de Constantinopla y a los numerosos Obispos Metropolitanos que hoy reciben el Palio. En la oración colecta de esta jornada solemne pedimos al Señor “que la Iglesia siga siempre la enseñanza de los Apóstoles de los cuales ha recibido el primer anuncio de la Fe”. La petición que dirigimos a Dios al mismo tempo nos interpela: ¿seguimos nosotros las enseñanzas de los grandes Apóstoles fundadores? ¿Les conocemos en verdad? En el Año Paulino que ayer concluyó buscamos escuchar de un modo nuevo a él, el “maestro de las gentes”, y de aprender así nuevamente el alfabeto de la fe. Hemos buscado reconocer con Pablo y mediante Pablo a Cristo y encontrar así el camino para la recta vida cristiana. En el Canon del Nuevo Testamento, además de las Cartas de san Pablo, hay también dos Cartas bajo el nombre de san Pedro. La primera de ellas se concluye explícitamente con un saludo desde Roma, pero que aparece bajo el apocalíptico nombre de cobertura de Babilonia: “Les saluda la co-elegida que vive en Babilonia…” (5,13). Llamando a la Iglesia de Roma la “co-elegida”, la coloca en la gran comunidad de todas las Iglesias locales – en la comunidad de todos aquellos que Dios ha unido, para que en la “Babilonia” del tiempo de este mundo construyan su Pueblo y hagan entrar a Dios en la historia. La Primera Carta de san Pedro es un saludo dirigido desde Roma a la entera cristiandad de todos los tiempos. Ella nos invita a escuchar “la enseñanza de los Apóstoles”, que nos indica el camino hacia la vida.

Esta Carta es un texto muy rico, que proviene del corazón y toca el corazón. Su centro es – ¿cómo podría ser diversamente? – la figura de Cristo, que viene ilustrado como Aquél que sufre y que ama, como Crucificado y Resucitado: “Insultado, no respondía con insultos, maltratado, no amenazaba venganza… De sus llagas fuimos curados” (1 Pe 2,23s). Partiendo del centro que es Cristo, la Carta constituye pues, también, una introducción a los fundamentales Sacramentos cristianos del Bautismo y de la Eucaristía y un discurso dirigido a los sacerdotes, en el cual Pedro se califica como co-presbítero con ellos. Él habla a los Pastores de todas las generaciones como aquel que personalmente ha sido encargado por el Señor de apacentar sus ovejas y así recibió de manera particular un mandato sacerdotal. ¿Que cosa, por tanto, nos dice san Pedro – precisamente en el Año Sacerdotal – acerca de la tarea del sacerdote? Ante todo, él comprende el ministerio sacerdotal totalmente a partir de Cristo. Llama a Cristo el “pastor y custodio de las… almas” (2,25). Donde la traducción italiana habla de “custodio”, el texto griego tiene la palabra epíscopos (obispo). Un poco más adelante, Cristo es calificado como el Pastor supremo: archipoímen (5,4). Sorprende que Pedro llame a Cristo mismo obispo – obispo de las almas. ¿Qué intenta decir con ello? En la Palabra griega está contenido el verbo “ver”; por eso ha sido traducida como “custodio” o sea “vigilante”. Pero ciertamente no se entiende una vigilancia externa, como se puede decir tal vez de un guardia carcelario. Se entiende más bien como un ver desde la altura – un ver a partir de la elevación de Dios. Un ver en la perspectiva de Dios es un ver del amor que quiere servir al otro, que quiere ayudarlo a ser verdaderamente sí mismo. Cristo es el “obispo de las almas”, nos dice Pedro. Esto significa: Él nos ve en la perspectiva de Dios. Mirando a partir de Dios, se tiene una visión de conjunto, se ven los peligros como también las esperanzas y las posibilidades. En la perspectiva de Dios se ve la esencia, se ve el hombre interior. Si Cristo es el obispo de las almas, el objetivo es aquél de evitar que el alma en el hombre se empobrezca, es hacer sí que el hombre no pierda su esencia, la capacidad para la verdad y el amor. Hacer sí que él venga a conocer a Dios; que no se pierda en callejones sin salida; que no se pierda en el aislamiento, sino que permanezca abierto para el conjunto. Jesús, el “obispo de las almas”, es el prototipo de todo ministerio episcopal y sacerdotal. Ser obispo, ser sacerdote significa en esta perspectiva: asumir la posición de Cristo. Pensar, ver y actuar a partir de su posición elevada. A partir de Él estar a disposición de los hombres, para que encuentren la vida.Así la palabra “obispo” se acerca mucho al término “pastor”, es más, los dos conceptos pasan a ser intercambiables. Es tarea del pastor, pastorear y custodiar el rebaño y conducirlo a los pastos justos. Pastorear el rebaño quiere decir tener cuidado en que las ovejas encuentren la nutrición justa, sea saciada su hambre y apagada su sed. Fuera de metáfora, esto significa: la palabra de Dios es la nutrición de la que el hombre tiene necesidad. Hacer siempre de nuevo presente la palabra de Dios y dar así nutrición a los hombres es la tarea del recto Pastor. Y él debe saber también resistir a los enemigos, a los lobos. Debe preceder, indicar el camino, conservar la unidad del rebaño. Pedro, en su discurso a los presbíteros, evidencia aún una cosa muy importante. No basta hablar. Los Pastores deben hacerse “modelos del rebaño” (5,3).
La palabra de Dios es traída del pasado al presente, cuando es vivida. Es maravilloso ver como en los santos la palabra de Dios se convierte en una palabra dirigida a nuestro tiempo. En figuras como Francisco y después de nuevo como el Padre Pío y muchos otros, Cristo es convertido en realmente contemporáneo de su generación, sale del pasado y entra en el presente. Esto significa ser pastor – modelo del rebaño: vivir la Palabra ahora, en la gran comunidad de la santa Iglesia. Muy brevemente quisiera aún llamar la atención sobre otras dos afirmaciones de la Primera Carta de san Pedro, que tienen que ver de manera especial con nosotros, en este tiempo. Está ante todo la frase hoy nuevamente descubierta, en base a la cual los teólogos medioevales comprendieron su tarea: “Adorar al Señor, Cristo, en sus corazones, dispuestos siempre a responder a quien pregunte la razón de la esperanza que hay en ustedes” (3,15). La fe cristiana es esperanza. Abre el camino hacia el futuro. Y es una esperanza que posee racionalidad; una esperanza cuya razón podemos y debemos exponer. La fe proviene de la Razón eterna que entró en nuestro mundo y nos ha mostrado al verdadero Dios. Va más allá de la capacidad propia de nuestra razón, así como el amor ve más que la simple inteligencia. Pero la fe habla a la razón y en la confrontación dialéctica puede resistir a la razón. No la contradice, sino que va a la par con ella y, al mismo tiempo, conduce más allá de ella – introduce en la Razón más grande de Dios. Como Pastores de nuestro tiempo tenemos la tarea de comprender nosotros primero la razón de la fe. La tarea de no dejarla permanecer simplemente como una tradición, sino reconocerla como respuesta a nuestras preguntas. La fe exige nuestra participación racional, que se profundiza y se purifica en un compartir de amor. Forma parte de nuestros deberes como Pastores penetrar la fe con el pensamiento para estar en grado de demostrar la razón de nuestra esperanza en la disputa de nuestro tiempo. Más aún – el pensar, por sí solo, no basta. Así como el hablar, por sí solo, no basta. En la catequesis bautismal y eucarística en el segundo capítulo de su carta, Pedro alude al Salmo usado por la Iglesia primitiva en el contexto de la comunión, especialmente el versículo que dice: “Gustad y ved que bueno es el Señor” (Sal 34 [33], 9; 1 Pe 2,3). Solo el gustar conduce al ver. Pensemos en los discípulos de Emaús: solo en la comunión convivida con Jesús, solo en la fracción del pan se les abren los ojos. Solo en la comunión con el Señor realmente experimentada ellos se convierten en videntes. Esto vale para todos nosotros: más allá del pensar y del hablar, tenemos necesidad de la experiencia de la fe; de la relación vital con Jesucristo. La fe no debe permanecer como una teoría: debe ser vida. Si en el Sacramento encontramos al Señor; si en la oración hablamos con Él; si en las decisiones cotidianas nos unimos a Cristo – entonces “veremos” siempre de más cuanto Él es bueno. Entonces experimentaremos qué bueno es estar con Él. De una tal certeza vivida se deriva la capacidad de comunicar la fe a los demás de modo creíble.
El Cura de Ars no era un gran pensador. Pero él “gustaba” al Señor. Vivía con Él desde las minucias de lo cotidiano además de las grandes exigencias del ministerio pastoral. De este modo se convirtió en “uno que ve”. Había gustado, y por esto sabía que el Señor es Bueno. Oremos al Señor, para que nos dé este gustar y podamos convertirnos en testigos creíbles de la esperanza que está en nosotros.Al final quisiera hacer notar aún una pequeña, pero importante palabra de san Pedro. Después del inicio de la Carta él nos dice que la meta de nuestra fe es la salvación de las almas (Cf. 1,9). En el mundo del lenguaje y del pensamiento de la actual cristiandad esta es una afirmación extraña, y para algunos quizás escandalosa. La palabra “alma” ha caído en descrédito. Se dice que esto llevaría a una división del hombre en espíritu y físico, en alma y cuerpo, mientras que en realidad sería una unidad indivisible. Además “la salvación de las almas” como meta de la fe parece indicar un cristianismo individualista, una pérdida de responsabilidad para el mundo en su conjunto, en su corporeidad y en su materialidad. Pero de todo esto no se encuentra nada en la carta de san Pedro. El celo por el testimonio a favor de la esperanza, la responsabilidad por los demás caracterizan el entero texto.
Para comprender la palabra sobre la salvación de las almas como meta de la fe debemos partir de otro punto. Sigue siendo verdad que el descuido de las almas, el empobrecimiento del hombre interior no destruye solo al individuo, sino que amenaza el destino de la humanidad en su conjunto. Sin sanación de las almas, sin sanación del hombre desde dentro, no puede haber una salvación para la humanidad. La verdadera enfermedad de las almas, san Pedro la califica como ignorancia – es decir, como no conocimiento de Dios. Quien no conoce a Dios, quien al menos no lo busca sinceramente, queda fuera de la verdadera vida (Cf. 1 Pe 1,14). Aún otra palabra de la Carta puede sernos útil para entender mejor la fórmula “salvación de las almas”: “Purifiquen sus almas con la obediencia a la verdad” (Cf. 1,22). Es la obediencia a la verdad la que hace pura al alma. Y es el convivir con la mentira que la contamina. La obediencia a la verdad comienza con las pequeñas verdades de lo cotidiano, que con frecuencia pueden ser fatigosas y dolorosas. Esta obediencia se extiende después hasta la obediencia sin reservas de frente a la Verdad misma que es Cristo. Tal obediencia nos hace no sólo más puros, sino, sobretodo, también libres para el servicio a Cristo y también a la salvación del mundo, que por siempre toma inicio con la purificación obediente de la propia alma mediante la verdad. Podemos indicar el camino hacia la verdad solo si nosotros mismos – en obediencia y paciencia – nos dejamos purificar por la verdad.Y ahora me dirijo a ustedes, queridos Hermanos en el episcopado, que ahora recibirán de mis manos el palio. Ha sido tejido con lana de corderos que el Papa bendijo en la fiesta de santa Inés. De este modo se recuerda a los corderos y a las ovejas de Cristo, que el Señor resucitado confió a Pedro con la tarea de apacentarles (Cf. Jn 21,15-18). Recuerda el rebaño de Jesucristo, que ustedes, queridos Hermanos, deben apacentar en comunión con Pedro. Nos recuerda a Cristo mismo, que como Buen Pastor tomó sobre sus espaldas a la oveja perdida, la humanidad, para llevarla a casa. Nos recuerda el hecho que Él, el Pastor Supremo, quiso hacerse Cordero, para hacerse cargo desde dentro del destino de todos nosotros; para llevarnos y sanarnos desde dentro. Queremos orar al Señor, para que nos permita estar sobre sus huellas Pastores justos, “no porque estamos obligados, sino de buena gana, como le gusta a Dios… con ánimo generoso… modelos del rebaño” (1 Pe 5,2s). Amén.