Hace
cinco años, con ocasión del Gran Jubileo promulgado por Juan Pablo II, reuní
algunas
consideraciones sobre diversos aspectos del ser y del quehacer de los
cristianos, de
la
vida espiritual y apostólica que el Maestro vino a traer a la tierra.
Los
itinerarios de vida cristiana, que entonces trazaba, ponían de relieve –no
podía
ser
de otro modo– que cabe resumir el cristianismo en el encuentro de cada uno con
Jesús,
que
culmina en la plena adhesión al Hijo de Dios consubstancial al Padre. Es un
encuentro
personal,
singularmente profundo y totalizante, que implica acogerle y saberse acogido
por
Él;
creer en Él y sentir a la vez toda la confianza que el Señor deposita en cada
uno de sus
discípulos;
amarle de manera absoluta, sin condición alguna, porque así es el amor de
Quien
ha dado su vida en la Cruz por todos y por cada uno de nosotros. Bien se
comprende
que
se trata de una realidad por encima de las dimensiones habituales de nuestra
existencia,
única por su trascendencia y radicalidad; una realidad que la reflexión humana
no
conseguirá nunca entender en toda su riqueza de sentido y belleza. Es,
propiamente
hablando,
un misterio.
La
noción de misterio nos resulta familiar a los humanos, porque son muchas las
cosas
que no sabemos, que no acertamos a desentrañar. El progreso científico ha
desvelado
tantas y tantas incógnitas sobre las dinámicas presentes en el mundo que
observamos;
sin embargo, los interrogantes, paradójicamente, no han disminuido; han
aumentado.
No me refiero a las crisis de certeza palpitantes en muchos ambientes
intelectuales,
que –décadas atrás– se creyeron capaces de hacerse con la llave infalible de
la
verdad. Pienso más bien en situaciones patentes a todos, porque exponen
distintos
reflejos
del gran misterio que es el hombre. En definitiva, si hemos de afrontar
sinceramente
nuestra situación, debemos concluir que nuestra vida se nos muestra como
un
camino a la luz de un día que está envuelto en misterios.
Uno
de esos arcanos, especialmente luminoso, se concreta en nuestra condición de
hijos
de Dios en Cristo y en consecuencia, en el misterio de la Eucaristía. Misterios
estrechamente
ligados, que atraen la atención de los fieles cristianos en este Año que el
amadísimo
Juan Pablo II quiso declarar eucarístico. Toda esta atractiva realidad me
induce
ahora a detenerme en la consideración del augusto sacramento, que es
Sacrificio,
Comunión
y Presencia, para intentar adentrarnos con mayor hondura en la actualidad de
la
Encarnación, en ese pasar de Jesús por la tierra para conversar con los
hombres.
También
es una invitación a profundizar con agradecimiento en la maravillosa realidad
de
nuestro
ser hijos de Dios.
Hay,
en efecto, un vínculo muy estrecho entre el sentido de la filiación divina y el
sentido
de la presencia eucarística del Señor. En último análisis, se podría explicar
ese
íntimo
enlace porque las dos realidades constituyen expresiones inequívocas del sensus
fidei,
de la fe viva. Pero revelan también razones más específicas que los entrelazan,
en
particular
ésta: la devoción eucarística robustece y acrecienta en el cristiano el sentido
de
su
filiación divina. La Iglesia nos lo propone de modo diáfano en el primer
Prefacio de
Cuaresma,
cuando pide a Dios que "por la celebración de los misterios que nos dieron
nueva
vida, lleguemos a la plenitud de hijos de Dios" {1}.
Necesitamos
contemplar a Jesús sacramentado, acompañarle, "comerle", para
aprender
dócilmente a ser hijos y también para crecer como hijos y conducirnos como
hijos
fieles. "Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre,
no tenéis
vida
en vosotros", la vida nueva, la vida de los hijos de Dios; en cambio,
"el que come mi
carne
y bebe mi sangre, tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día"
(Jn 6, 53-54):
tiene
la Vida de Dios y no morirá para siempre
Estas
consideraciones versarán especialmente sobre el trato con Jesús eucarístico,
que
edifica y da firmeza a nuestro ser y a nuestro sabernos hijos de Dios en
Cristo. En las
páginas
que siguen, se tratarán algunos aspectos de la vida de los hijos de Dios que
aman y
trabajan
en este mundo; que se relacionan con los demás y construyen con ellos la
sociedad
en la que se desenvuelven; que sufren y gozan codo a codo con sus vecinos,
colegas
y parientes. Procuraré ver cómo en la Sagrada Eucaristía –Sacrificio, Comunión,
Presencia–
Jesucristo es, para todos ellos y siempre, el Maestro que sale al encuentro,
que
explica,
que comprende, que anima y sostiene, que devuelve la salud. No pretendo recoger
de
modo sistemático los variados aspectos –tan ricos– de la doctrina de la Iglesia
sobre el
Misterio
eucarístico, que el Catecismo de Iglesia Católica ha expuesto con autoridad
{2}.
Mi
propósito consiste sencillamente en ayudar a los lectores a trasladar a la
existencia
cotidiana,
a la vida práctica, algunas de las consecuencias que dimanan de la Sagrada
Eucaristía.
Sólo consideraré unos aspectos de esa maravillosa cercanía que Dios desea
tener
con las mujeres y los hombres en ese misterio inefable
Parece
aquí conveniente una observación previa: la distinción de varios niveles u
órdenes
en este Sacramento. Primero, el de las especies o apariencias –los
"accidentes"-
del
pan y del vino, que caen inmediatamente bajo nuestra percepción sensible:
después, el
de
la realidad substancial que esconden, no perceptible por los sentidos ni por la
razón,
accesible
sólo con la fe: el cuerpo y sangre de Cristo en su actual condición gloriosa,
unidos
al
alma humana de Jesús y la divinidad de su Persona; a continuación, el de la
realidad
sacramental,
que presenta separados, bajo las especies distintas del pan y del vino, el
cuerpo
y la sangre de Jesús, que es signo de su pasión y muerte; en fin, el de su
efecto en
los
fieles, que lleva a la participación en la vida de Cristo y a la identificación
con Él, a la
participación
en su sacrificio, la implantación del reino de Dios y a la edificación de la
Iglesia,
etc. Estos diversos niveles se entrelazan y a la vez explican por qué la Santa
Misa es
el
centro y la raíz de la vida cristiana, como insistentemente enseñó el Fundador
del Opus
Dei
{3}.
Hoy,
como hace dos mil años, Jesús sale al encuentro de cada hombre y de cada
mujer;
se le revela al partir el Pan, como aquella tarde a los dos que iban camino de
Emaús
(cfr.
Lc 24, 13-35). Quiera Dios que estas consideraciones contribuyan a reafirmarnos
en la
convicción
de que podemos seguir a Cristo –como gráficamente enseñaba también san
Josemaría–
"tan de cerca como Santa María, su Madre, como los primeros doce, como las
santas
mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor"; y
que, "si
obramos
así, si no ponemos obstáculos, sus palabras entrarán hasta el fondo del alma y
nos
transformarán" {4}.
Estas
páginas recogen reflexiones nacidas de la fe, y dirigidas ante todo al
creyente.
Sin
embargo, podrán resultar útiles también a quien no posea la fe cristiana: le
ayudarán a
comprender
algo del porqué de la vida y de la esperanza de los cristianos; de nuestros
esfuerzos
por ser mejores y por ayudar a los demás a alcanzar esa meta; de nuestra
ilusión
y
alegría para recomenzar después de los errores –pequeños o no tan pequeños–,
que
jalonan
la existencia humana. Ese porqué se encuentra justamente en la Eucaristía.
No
escondo que me invade una alegría especial, al presentar estas consideraciones,
pues
se cumple el 50° aniversario de mi ordenación sacerdotal, que recibí con otros
que
me
acompañaban –a quienes recuerdo con gran afecto– el 7 de agosto de 1955. Con el
alma
llena de agradecimiento, y con contrición por mis deficiencias, renuevo el afán
de
aprender
a amar más a la Trinidad Santísima, que me ha concedido el don inmerecido de
ser
ministro del Señor, para hacer presente en el altar el Sacrificio del Calvario,
ya que,
como
escribió Juan Pablo II, la celebración de la Eucaristía es para el sacerdote
"no sólo el
deber
más sagrado, sino sobre todo la necesidad más profunda del alma" {5}: una
necesidad
vital, me atrevo a apostillar.
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