terça-feira, 1 de setembro de 2009

O que é a Reforma da Reforma ?

“Las dos formas del rito romano pueden enriquecerse mutuamente” (Benedicto XVI)

La llamada “reforma de la reforma” de la liturgia es un tema recurrente en los foros católicos desde hace tiempo. El sábado 22 de agosto, a propósito de un artículo de Andrea Tornielli aparecido en el periódico italiano Il Giornale, el tema saltó a la actualidad al adelantar el periodista el contenido de un presunto documento aprobado por la comisión ordinaria de cardenales y obispos de la Congregación para el Culto Divino el pasado 12 de marzo y entregado por el cardenal Cañizares al Papa el 4 de abril. Pocos días después, la Oficina de Prensa Vaticana, por medio de su vice-director el P. Ciro Benedettini, declaraba el lunes 24 de agosto: “En este momento no existen propuestas institucionales relativas a una modificación de los libros litúrgicos actualmente en uso”. Por otro lado, el cardenal Bertone, secretario de Estado de Su Santidad, en una entrevista concedida a L’Osservatore Romano, refiriéndose al mismo asunto, habló de “elucubraciones y rumores sobre presuntos documentos de marcha atrás” y los calificó de “pura invención según un clisé estandarizado y obstinadamente reiterado”. Tornielli se ha defendido negando, por un lado, que estos desmentidos hayan sido provocados por su artículo y, por otro lado, reiterándose en que existe verdaderamente una voluntad de “reforma de la reforma” litúrgica por parte de Benedicto XVI, como puede colegirse de sus escritos y de su trayectoria. No vamos aquí a discutir los argumentos del periodista; otros ya se han ocupado de ello. Lo que aquí nos interesa es dilucidar qué es lo que se entiende por la tan mentada “reforma de la reforma”.

Partamos del principio indiscutible de que la reforma litúrgica postconciliar, tal como salió de las oficinas del Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia no coincide en muchos aspectos con lo que el Concilio Vaticano II quiso. Hay una discontinuidad evidente entre el texto de la constitución Sacrosanctum Concilium y las realizaciones concretas de la reforma, que, además, se aplicaron de manera tal que dieron origen a innumerables abusos, fuente de escándalo para los fieles y de los cuales ya fue consciente el mismo Pablo VI si hemos de creer al cardenal Virgilio Noé (Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias entre 1970 y 1982), que declaró que cuando el papa Montini habló del “humo de Satanás” en la Iglesia (29 de junio de 1972) se refería precisamente a dichos abusos. Juan Pablo II también se refirió al tema en la carta apostólica Dominicae Coenae del Jueves Santo de 1980, pidiendo perdón “por todo lo que, por el motivo que sea y por cualquiera debilidad humana, impaciencia, negligencia, en virtud también de la aplicación a veces parcial, unilateral y errónea de las normas del Concilio Vaticano II, pueda haber causado escándalo y malestar acerca de la interpretación de la doctrina y la veneración debida a este gran Sacramento” (n. 12). Y habló nuevamente de ello en la carta apostólica Vicesimus Quintus annus de 1989. Por su parte, el entonces cardenal Ratzinger escribía en 1981: “Cierta liturgia posconciliar se ha hecho de tal modo opaca y enojosa por su mal gusto y mediocridad, que produce escalofríos” (Das Fest des Glaubens, p. 88).

Existe, pues, un problema litúrgico que no debe soslayarse, tanto más cuanto que, de un modo general, puede decirse que no se han producido los frutos esperados de la reforma litúrgica postconciliar sino todo lo contrario: la disminución brusca de la práctica religiosa, especialmente de la frecuencia dominical y festiva, y el desinterés cada vez mayor de los fieles en la liturgia (cuyo estudio y cultivo ha ido quedando relegado a los especialistas que copan los centros de pastoral litúrgica). Cierto es que existen factores concomitantes que han contribuido a estos efectos: la secularización, la pérdida del sentido católico de las cosas, la formación deficiente, etc. Pero es curioso o, mejor dicho, significativo que precisamente allí donde se han continuado o se han retomado las celebraciones conforme a los libros litúrgicos precedentes a la reforma postconciliar, se dan los efectos contrarios: mayor y creciente afluencia de fieles y ansia por conocer y profundizar en los ritos venerables de la tradición litúrgica. Desde que hace dos años salió el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI, se han multiplicado prodigiosamente las publicaciones, los seminarios, y los foros de toda clase que se ocupan de liturgia hasta el punto que podríamos hablar de un nuevo movimiento litúrgico, semejante al que en el siglo XIX, iniciado por Dom Guéranger, contribuyó poderosamente al redescubrimiento de los tesoros del culto católico.
Pero, ¿cuál es la raíz del problema? ¿Es la reforma en sí? ¿Son los abusos que han adulterado la reforma? Vamos a circunscribir la cuestión a la liturgia de la misa, que es el centro y el termómetro de la vida católica. Para muchos, el rito mismo promulgado por Pablo VI en 1969 –el llamado Novus Ordo Missae, hoy conocido como “uso ordinario” del rito romano– es el responsable de la situación de crisis litúrgica y eclesial que se ha venido manifestando en los últimos cuarenta años. Ya desde el momento en que fue sancionado fue objeto de reservas por parte de un sector del catolicismo. Los cardenales Ottaviani y Bacci, como se recordará, enviaron al papa Montini una carta, en la que aseguraban que la nueva misa “se aleja considerablemente, en conjunto y en detalle, de la teología católica de la Misa, tal como fue formulada en la XX sesión del Concilio de Trento, el cual, al fijar definitivamente los cánones del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera menoscabar la integridad del Misterio”. Para probar este aserto adjuntaban un Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae, elaborado por un conjunto de teólogos y que resultaba demoledor del rito fabricado por el Consilium presidido por Annibale Bugnini. Como respuesta, Pablo VI modificó varios pasajes controvertidos de la Institutio Generalis de su misal, pero no tocó el ordinario de la misa.

Monseñor Lefebvre, que se constituyó en el principal jerarca defensor de la misa tradicional, juzgaba que el Novus Ordo era, por lo menos, ambiguo, susceptible de una interpretación católica pero también de una interpretación protestante, lo que podía provocar una disminución de la fe católica en los fieles. No obstante, nunca desaconsejó la asistencia a la misa celebrada según el misal moderno, a condición de que lo fuera por un sacerdote que ofreciera garantías de ortodoxia. Otros iban más allá y sostenían –y continúan sosteniendo– que el rito nuevo de la misa es herético e inválido. Entre ellos se encuentran los sedevacantistas y los sectores extremistas del tradicionalismo, que afirman claramente que es preferible abstenerse de la misa que asistir a una celebrada según el Novus Ordo. Contra esta postura se alzó Michael Davies, que fuera presidente de la Federación Internacional Una Voce, el cual declaró que negar la validez de la misa de Pablo VI era negar la indefectibilidad de la Iglesia, la cual –en esa hipótesis– habría privado a los fieles durante décadas del principal y más importante medio de santificación. Digamos que el Novus Ordo Missae es un rito ortodoxo y que no contiene ningún error, aunque expresa menos inequívocamente que el rito tradicional la fe católica en la Eucaristía. Hay que reconocer, sin embargo, que allí donde es celebrado de manera digna, solemne y con perfecto arreglo a sus rúbricas, se está ante una misa católica, capaz de producir frutos de santidad. Ejemplos tenemos en las celebraciones de la capilla papal en Roma y la misa dominical y festiva del Oratorio de Londres (el Brompton Oratory, en la foto). Desgraciadamente, también es verdad que se trata de casos que constituyen minoría en la práctica.

Ahora bien, el Novus Ordo es también objeto de adulteraciones y abusos en nombre de la creatividad y también es utilizado en contextos en los que es lícito dudar ya no sólo de la ortodoxia, sino incluso de la validez de la celebración. En no pocos casos la duda se convierte lamentablemente en certeza porque hay sacerdotes que ya no tienen la fe católica y están completamente protestantizados. Ciertamente la fe no es un requisito indispensable para consagrar, sino la intención del celebrante, que puede ser la de hacer lo que hace la Iglesia. Pero a medida que se abandona la ortodoxia y se pierde la fe puede suceder que ya no se forme la recta intención que debe haber para realizar el sacrificio de la misa y administrar los sacramentos válidamente. Podemos hablar también de las misas en las que se introducen elementos profanos y en las que las rúbricas son despreciadas y substituidas por la originalidad del que oficia. Misas en las que se llega a la franca irreverencia y hasta al sacrilegio, en las que es imposible rastrear el mínimo indicio de fe católica. De esto hay documentados demasiados ejemplos. Además, como hemos visto antes, los Papas han reconocido y deplorado la existencia de tales abusos y excesos.

De cuanto llevamos dicho podemos afirmar que el Novus Ordo, en sí mismo católico y aceptable (garantizado por los Papas), constituye, empero, un claro empobrecimiento y una ruptura de continuidad respecto del rito anterior. Ahora bien, si se considera que en la liturgia –como en la teología– se da una evolución homogénea tendiente siempre a una mayor explicitación y una mejor comprensión de los dogmas eucarísticos, la misa romana moderna significa un retroceso, tanto más peligroso cuanto que se produce precisamente en un tiempo de contestación, cuando más falta hace reafirmar la fe en tales dogmas. De otro lado, la manera como se impuso oficiosamente, contraponiéndola a la misa tradicional e intentando proscribir ésta como si se tratara de ritos incompatibles que no podían coexistir, reforzó la idea de que había cambiado la doctrina de la misa y dio pábulo a los innovadores para hacer de ella mangas y capirotes. En pocas palabras, el Novus Ordo, aunque no es la causa del problema litúrgico, sí fue la ocasión para que éste surgiera, debido a los abusos a los que dieron lugar su torpe aplicación y las malas interpretaciones de las que fue objeto. El hecho, por ejemplo, de que el celebrante pueda escoger varias fórmulas dentro del mismo rito (la multiplicación de los ad libitum) y componer su propia celebración llevó a muchos a creer que tenían derecho a desplegar su particular creatividad y empezaron a introducir cosas de su propia cosecha y suprimir o adulterar rúbricas.

Otro dato importante a tener en cuenta es la coincidencia de la aplicación concreta del Novus Ordo Missae en los años Setenta del siglo XX con los procesos históricos que llevaron al triunfo de la reforma protestante, especialmente en Alemania e Inglaterra en el siglo XVI. También entonces fueron eliminados el latín y el canto gregoriano; los altares, substituidos por mesas que permitían la celebración versus populum; la devoción a la Virgen y a los Santos minimizada cuando no suprimida; equiparada la parte didáctica de la misa a la parte del “memorial” (aquí ya no había sacrificio propiciatorio), descartados los reclinatorios y los comulgatorios… En época postconciliar se prefería arrinconar el sagrario a un lado del presbiterio o trasladarlo a una capilla lateral; cuatro siglos atrás, Lutero y Cranmer ya habían desterrado los tabernáculos porque no creían en la Presencia Real. Había parentescos alarmantes entre la Formula Missae del heresiarca de Eisleben, el Book of Common Prayer del arzobispo apóstata de Canterbury y el rito pergeñado por el Consilium de Bugnini (al menos en algunas de las variantes que puede adoptar). Naturalmente, los católicos que habían nacido y crecido en países de mayoría o de importante presencia protestante no pudieron por menos de alarmarse ante las similitudes que notaban en la nueva misa que les venía de Roma, como lo atestigua el escritor y académico Julien Green, convertido del protestantismo, el cual no pudo evitar su estupor al asistir por primera vez a una celebración del Novus Ordo. Esto explica, dicho sea de paso, por qué el movimiento a favor de la liturgia antigua surgió precisamente en tales países. Por supuesto, sigue tratándose de una circunstancia extrínseca al rito mismo y que no compromete la fundamental ortodoxia y validez de éste en un contexto plenamente católico, pero no puede soslayarse el hecho de que podría ser manipulado en un sentido herético y utilizado por un ministro protestante sin el menor escrúpulo de conciencia, siendo así que jamás se le ocurriría hacer lo mismo con el rito tridentino.

Cuanto llevamos dicho nos lleva a la conclusión de que es necesaria una “reforma de la reforma” litúrgica, que debe ir más allá de simples retoques que, por muy importantes que sean, no dejan se de ser adjetivos. Así por ejemplo, los cinco puntos señalados por el diario italiano Il Giornale (y recogidos por La Buhardilla de Jerónimo) , siendo importantes, no constituyen, en nuestra modesta opinión, una “reforma de la reforma”, pues basta que se celebre la misa de rito romano ordinario con arreglo a las rúbricas y con unción para verlos cumplidos. Repasémoslos: 1. La creatividad puede frenarse ciñéndose a los textos a disposición por el Ordo Missae. 2. La publicación de misales bilingües (suponemos que para uso de los fieles) se puede llevar a cabo perfectamente (esto depende de las conferencias episcopales y los editores litúrgicos). 3. Según la propia Institutio Generalis del Misal Romano nuevo, la forma normal de la comunión de los fieles es en la boca, siendo la comunión en la mano una concesión extraordinaria (que puede ser revocada sin que ello afecte el rito mismo de la misa). 4. La celebración en latín en las grandes solemnidades es perfectamente posible ya ahora (otra cosa es que lo quieran los obispos). De hecho las misas papales en la Basílica Vaticana son normalmente en latín. 5. La dirección del celebrante y el pueblo ad Orientem es posible según el misal de Pablo VI, incluso cuando la edición típica de 2002 dice que conviene (“expedit”) la otra (el Papa y muchos prelados y sacerdotes ya han dado ejemplo).

Quizás estos puntos hay que ponerlos en relación con la voluntad de Benedicto XVI –expresada en la Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio Summorum Pontificum– al hablar del mutuo enriquecimiento de las dos formas del rito romano: “En la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI se podrá manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo. La garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal”. Pero esto no es aún la “reforma de la reforma”, sino simplemente explicitar todas las potencialidades de sacralidad y de reverencia del rito romano moderno en un contexto plenamente católico, lo que, como ya se ha dicho se hace desde hace tiempo en algunos lugares. La verdadera y efectiva “reforma de la reforma” pasa por la adecuación del Novus Ordo Missae al espíritu de la constitución conciliar sobre Sagrada Liturgia, la Sacrosanctum Concilium, que hizo suyas las enseñanzas del gran Pío XII, cuya encíclica Mediator Dei de 1947 basta para hacerle acreedor del título de Doctor Liturgicus. Hay que leer aquélla a la luz de ésta y sacar las consecuencias prácticas, o sea: atreverse a reelaborar el rito romano ordinario de la misa para que, sin renunciar a sus indudables aportes positivos, se corrijan los elementos que, sin ser en sí negativos, no expresan suficiente e inequívocamente la fe católica en la Eucaristía.

Por supuesto que la Iglesia tiene sus expertos liturgistas, pero, gracias a Dios, el Concilio Vaticano II potenció la participación más activa de los laicos en la vida de la Iglesia. A este título nos atrevemos a presentar nuestras ideas. Pensamos que tendría que reflexionarse también sobre el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae, cuyas objeciones nunca fueron refutadas por Roma y, en cambio, alguna mella debieron hacer en la mente de Pablo VI, que –como queda dicho– se sintió obligado a modificar la Institutio Generalis de su misal. Basándonos en su lectura, tres son las principales medidas que podrían adoptarse para reformar el texto de la misa moderna. La primera: una parte introductoria más elaborada, dando importancia al acto penitencial (se debería subrayar el hecho de la purificación antes de participar en los sagrados misterios y restaurar la obligatoriedad del Confíteor). Es penoso, a veces, ver cómo se despacha esta parte en menos de un par de minutos, como de pasada, y esto escogiendo las fórmulas opcionales, es decir en conformidad con el misal. La segunda: substituir el actual rito de presentación de las ofrendas por un verdadero ofertorio, que muestre claramente que de lo que se trata es de preparar a la víctima para el sacrificio. La actual bendición de las ofrendas no expresa suficientemente la finalidad de éstas, que es la inmolación de Jesucristo por medio de la doble consagración del pan y del vino. La tercera: la supresión de la mayoría de plegarias eucarísticas, algunas de las cuales parecen simplemente la narración de un hecho pasado, pero que no se reproduce real y verdaderamente en la misa. El canon romano íntegro (con todas las intercesiones) y la cuarta plegaria actual (que ilustra la economía de la salvación) podrían quedar como alternativas.

Entre los elementos positivos, podemos consignar la mayor variedad de lecturas, con el salmo intercalar, que puede favorecer un mayor conocimiento de la Sagrada Escritura, pero se podría intentar coordinar las perícopas (como el calendario) con el rito clásico. La plegaria universal de los fieles nos parece también una buena adquisición, siempre que no se preste (como ha sucedido en alguna ocasión a manipulaciones politizantes o de cierto activismo contestatario). En ella se podrían expresar las intenciones del Papa, del Obispo del lugar y también las de los fieles oferentes. Es, además, cosa muy oportuna en caso de calamidades públicas. La mayor variedad de prefacios es asimismo una riqueza que puede ayudar a penetrar en el misterio que se celebra. En cuanto a la disposición de la celebración, el rito introductorio se llevaría a cabo al pie del altar; la Liturgia de la Palabra, desde la sede, y la Liturgia de la Eucaristía (que podría llamarse mejor “Liturgia del Sacrificio”), en el altar ad orientem. Podría volverse a la sede –como se hace ahora– después de la comunión, para unos momentos de acción de gracias y para la oración final, pero la bendición debería darse desde el medio del altar. El sagrario o tabernáculo podría perfectamente volver a ocupar su posición central, que no debería ser usurpada por la sede (que se colocaría a un lado del presbiterio). No habría inconveniente en que el altar estuviera separado del muro (cosa que ya permitía el misal de 1962). Y esto por dos razones: para poder incensarlo rodeándolo por completo y para evitar la impresión de ser una simple peana del retablo (en el caso que lo hubiere), siendo como es un símbolo de Cristo. Por supuesto, la comunión se distribuiría en la boca de los fieles, aboliéndose, de una vez por todas, la comunión en la mano.


Pero la “reforma de la reforma” no se detendría aquí. El Papa ha manifestado, en el motu proprio Summorum Pontificum, su voluntad de que los dos usos del rito romano de enriquezcan mutuamente y ha señalado, de momento, dos maneras concretas por las que el Misal Romano clásico se puede beneficiar del moderno, a saber: la incorporación de santos recientemente canonizados (cosa que, por otra parte, se ha venido haciendo desde 1570 cada cierto tiempo, según procedían las canonizaciones y de acuerdo con la relevancia del santo) y la adopción de algunos de los nuevos prefacios del Misal de Pablo VI (también los Papas fueron incorporando nuevos prefacios en el Misal romano clásico a través de los siglos). En otra ocasión ya propusimos la adopción de cuatro prefacios concedidos pro aliquibus locis y publicados en el apéndice de la edición Pustet de 1963 del Missale Romanum del beato Juan XXIII (es decir, justo antes de las primeras reformas). Nos referíamos al hecho de la falta de prefacios propios para ciertos tiempos litúrgicos (Adviento, Septuagésima), misterios (la Eucaristía), ocasiones (la Dedicación de Iglesias), categorías de santos (santos patronos, papas, obispos, mártires, confesores, santas mujeres). Hay que decir que la inclusión de nuevos prefacios en el rito clásico ya fue contemplada por la Comisión Cardenalicia de 1986 (http://la-buhardilla-de-jeronimo.blogspot.com/2008/10/la-comisin-cardenalicia-de-1986.html).

Hay que comprender y tener bien claro algo que ya hemos afirmado y en lo que nos ratificamos: la liturgia es algo vivo; no es un fósil ni ha quedado congelada en un determinado estadio. Si se compara la edición princeps del Misal de San Pío V con la edición típica del Misal del beato Juan XXIII se advierte que no son idénticos y que ha habido un claro enriquecimiento. No debemos, pues, asustarnos de que se ponga en práctica una saludable “reforma de la reforma”. Esperamos, por supuesto, que ella venga de Benedicto XVI, papa providencial en muchos aspectos, pero sobre todo en el litúrgico, en el que, siendo cardenal, ya fue profeta. Y también con la colaboración del cardenal Cañizares, como prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, que nos daría así un motivo de legítimo orgullo a los católicos españoles. Pero todo a su tiempo y cuando Dios disponga.

¡Ellos son la esperanza!

Fuente: Roma Aeterna – http://roma-aeterna-una-voce.blogspot.com/