quarta-feira, 30 de dezembro de 2009

Misiones y conversiones

–¿Tres sobre el pudor y uno solo sobre misiones y conversiones?…
–Así es. ¿Y qué pasa? En este blog habrá temas principales que trate brevemente, por tener contenidos muy claros, y otros más secundarios que exijan escritos más extensos. Pero usted no se preocupe por eso. Soy yo el que me encargo de resolver la cuestión en cada caso.

La misión de Cristo en el mundo es la conversión de los pecadores. «Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo y se hizo hombre» (Credo)». Los hombres, pecadores de nacimiento, necesitamos un Salvador divino. El Evangelio, la Buena Noticia más esencial, es que en Belén nos ha nacido «el Salvador» (Lc 2,11); «será su nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Tiene Cristo plena conciencia de que su misión es «llamar a conversión a los pecadores» (Lc 5,32). Por eso comienza su predicación llamando al arrepentimiento (Mc 1,15) y consuma su misión salvadora ofreciendo su vida en el sacrificio de la cruz «para el perdón de los pecados» (Mt 26,28). Ascendido al Padre, y por obra del Espíritu Santo, hace nacer la Iglesia, como «sacramento universal de salvación» (Vaticano II, LG 48, AG 1).

La misión de los apóstoles es la misma misión de Cristo. «Como mi Padre me envió, así os envío yo. Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos» (Jn 20,21-22). La finalidad principalmente soteriológica de la misión apostólica está expresada en la misma fórmula que emplea Cristo en el envío (missio): «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; el que se niegue a creer, se condenará» (Mt 16,15-16). Según esto, sabemos con certeza que predicar el Evangelio es lo mismo que predicar la conversión. Y que si no se pretende la conversión de los hombres, no se predica el Evangelio.

El Señor, en efecto, envía a sus apóstoles «para que prediquen en su nombre la conversión para la remisión de los pecados a todas las naciones» (Lc 24,47); es decir, los envía «para dar [para dar, gracia] a Israel la conversión y el perdón de los pecados» (Hch 5,31). Y los primeros misioneros apostólicos experimentan la fuerza salvífica del Salvador que les envía: «¡Dios ha dado también a los gentiles la conversión para alcanzar la vida!» (Hch 11,18). Dios ha dado: siempre que Cristo llama a conversión por sus apóstoles ofrece la gracia necesaria para obtenerla.

Es ésta la misión que el Señor confía a San Pablo: «Yo te envío para que les abras los ojos, se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y parte en la herencia de los consagrados» (Hch 26,18). Para que «les abras los ojos»: la conversión comienza por la fe, por la iluminación de la mente, y por eso en el N. T. se llama meta-noia, cambio de mente, nous. Los que adoran las criaturas pasan a adorar al Creador. Los que idolatran con egoísmo las riquezas veneran ahora por encima de todo la caridad fraterna, que lleva a la fácil comunicación de bienes; etc. El Evangelio produce en aquellos hombres, que por gracia de Dios lo reciben, una transformación total, que comienza por «la renovación de la mente» (Rm 12,2). Por eso, cuando San Pablo evangeliza a los atenienses, al mismo tiempo que reconoce su religiosidad, les manifiesta que es vana y errónea. Y en el nombre del Señor les anuncia que, «después que Dios ha pasado por alto las épocas de ignorancia, ahora manda a los hombres que se arrepientan todos y en todas partes» (Hch 17,30-31). El Apóstol predica siempre este Evangelio, sin avergonzarse de él y sin temor alguno: «anuncié la penitencia y la conversión a Dios» (26,20).

Una «nueva» idea de las misiones, que no pretende conseguir conversiones, se ha ido difundiendo actualmente en la Iglesia con una relativa amplitud. Y advierto ya desde el principio que al hablar de «las misiones» no estoy pensando únicamente en los pueblos paganos, a veces pobres y retrasados, sino también en los pueblos apóstatas, con frecuencia ricos y desarrollados, aunque algunos de los documentos que cite después se refieran más bien a los primeros.

La declaración Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia (6-08-2000, Congr. Doctrina Fe, firmada por el Cardenal Ratzinger) es el documento del Magisterio apostólico que hoy mejor describe y refuta los múltiples errores de aquellos misioneros que, por respeto a las culturas indígenas, según alegan, no pretenden propiamente convertir a los hombres, que por otra parte no estarían necesitados de conversión, de cambio de mente, ni tampoco de salvación. Por otra parte, los caminos religiosos seguidos por estos hombres serían tan válidos para la salvación, y a veces más, que el camino ofrecido por Cristo y por su Iglesia. Hace poco leíamos en un blog de un medio ajeno un escrito significativamente titulado Ni salvados, ni redimidos. Tan solo amados, llamados y esperados.

Los misioneros cristianos, por tanto, no deben empeñarse en conseguir la conversión de los pueblos a la fe en Cristo. Es decir, su fin principal no es «adoctrinar a todos los pueblos… enseñándoles [como dijo Cristo] a guardar todo cuanto yo os he mandado» (Mt 28,19-20). Su fin principal es con-vivir fraternalmente con los pueblos, ayudándoles sobre todo en obras benéficas materiales (escuelas, hospitales y sanatorios, ayudas agrícolas y técnicas, etc.), obras que serán para ellos manifestación elocuente de la bondad de Cristo y de su Iglesia. No es infrecuente que algunos «misioneros», en reuniones y entrevistas de prensa, renieguen hoy abiertamente de los planteamientos tradicionales de las misiones católicas: «nosotros no tratamos de convertir a nadie», «no vamos a las misiones a salvar almas»… Y dicen estas tremendas falsedades con el orgullo propio de quienes saben más, y se han librado de oscuros errores: «alardeando de sabios, se hicieron necios» (Rm 1,22). Toda esta concepción teológica y práctica de las misiones es simplemente una gran herejía, pues es inconciliable con la Escritura sagrada y la fe de la Iglesia.

Estos errores, por supuesto, afectan la actividad pastoral de no pocas parroquias y movimientos apostólicos que, carentes de celo doxológico y de celo soteriológico, no centran sus empeños en la conversión de los hombres a la fe en Cristo y a la vida de su gracia, no buscan a «la oveja perdida» (Lc 15,3-7 ), no ven con horror que sean muchos los que van por un camino ancho que lleva a la perdición (Mt 7,13-14). Ellos consideran esos planteamientos evangélicos más bien fanáticos –aunque no lo digan abiertamente–, y en consecuencia se toman su misión con mucha calma. Como es de esperar, no surgen vocaciones sacerdotales, religiosas, misioneras, sino apenas vocaciones seglares de muy escaso vigor apostólico. No intentan la conversión de los hombres, y no la consiguen. Normal.

La fe de la Iglesia sobre las misiones y la conversión de los hombres está confesada en muchos documentos del Magisterio apostólico, como en el decreto Ad gentes del Vaticano II, en la encíclica de Juan Pablo II Redemptoris missio (1990), y especialmente, en clave fuertemente apologética, en la declaración Dominus Iesus (con un estudio mío, puede consultarse en Las misiones católicas. Declaración Dominus Iesus). Hallamos vivamente ilustrada esta fe en el testimonio de dos grandes misioneros, San Francisco Javier, Patrono de todas las misiones católicas, y San Juan María Vianney, Patrono del clero diocesano.

San Francisco Javier, igual que San Pablo, pretende en su misión evangelizadora –recordemos, p. ej., sus largas conversaciones y discusiones con los bonzos– convencer a los paganos de la verdad de Cristo y de su Evangelio, convencerles de sus graves errores, mostrarles la miseria de sus idolatrías y de sus vicios, darles así una mente nueva: «nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1Cor 2,16). Pretende Javier librar a los hombres de «la esclavitud del pecado» (Rm 6,20), más aún, de la cautividad del diablo, «príncipe», «dios de este mundo» (Jn 12,31; 2Cor 4,4), de tal modo que los hombres pasen «del poder de Satanás a Dios». Por eso justamente, con oración y trabajos extenuantes, procura y consigue la conversión de hombres y pueblos, «gastándose y desgastándose por sus almas» (2Cor 12,15).

El santo Cura de Ars, igualmente, dedica toda su vida y ministerio a la conversión de los pecadores. Y con la gracia de Dios consigue innumerables conversiones. Un día Próspero de Garets, amigo suyo personal, le pregunta en la intimidad cuántos pecadores estima que se convierten al año en su parroquia. Y el Santo, sin advertir que le sonsacan así una confidencia, le responde: «más de setecientos». ¡Unas dos conversiones al día!… (F. Trochu, Vida del Cura de Ars, Barcelona 1953, 349).

Las misiones católicas están en buena medida paradas. Los que estiman «superados» los modos pastorales del Cura de Ars y los modos misioneros de Francisco de Javier suelen ser unos ministros del Salvador muy especiales, que, al no intentar salvar ni convertir a nadie, no alcanzan de la gracia de Dios la conversión de ninguno –de ninguno, a lo largo quizá de muchos años–. Ellos, sin embargo, permanecen tranquilos en su convicción previa de que la conversión de los hombres no solo es imposible, sino también innecesaria. Como consecuencia normal de esos errores, las misiones católicas actualmente apenas logran avances en la evangelización de los pueblos. Vemos esto en los territorios de misión; pero también en regiones de bautizados, donde la apostasía va creciendo al paso de los años.

Juan Pablo II lo afirmaba con pena en la Redemptoris missio: «la misión específica ad gentes parece que se va parando, no ciertamente en sintonía con las indicaciones del concilio y del magisterio posterior… En la historia de la Iglesia, el impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad, así como su disminución es signo de crisis de fe» (2). «El número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del concilio, casi se ha duplicado» (3).

El Evangelio silenciado. Lo recuerdo de nuevo: «el justo vive de la fe, la fe es por la predicación [præ-dicare, decir con fuerza], y la predicación es por la palabra de Cristo» (Rm 1,17; 10,17). La vida cristiana nace de la fe, y la fe es suscitada y acrecentada por la predicación; pero no por cualquier predicación, sino por aquella que mantiene viva la misma palabra de Cristo. Si tantos hombres y tantos pueblos no llegan a la fe y a la vida en Cristo es porque apenas les llega la predicación del Evangelio: fides ex auditu. «¿Cómo creerán sin haber oído de Él? ¿Y como oirán si nadie les predica?» (10,14).

Ha surgido en los últimos decenios «una manga de sabiazos» –como diría Leonardo Castellani– que han inventado un nuevo modo de evangelizar, que es sin palabras; un modo de pre-dicar, que no habla. Según ellos, el testimonio de vida es bastante, y hace superfluo el testimonio de la palabra, que sería un tanto presuntuoso: «enseñar a todos los pueblos».

Pero confesemos abiertamente la verdad. Aquellas naciones de Occidente, de antigua identidad cristiana, que evangelizaron gran parte del mundo, América, Asia, África, en su tiempo pudieron hacer suyas aquellas palabras del Apóstol: «nosotros creemos, y por esto hablamos» (2Cor 4,13), ya que «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Pues bien, ahora parece que esos mismos pueblos declaran: «nosotros dejamos de creer, y por eso dejamos de hablar».

José María Iraburu, sacerdote
fonte:reforma o apostasía