–«Pero, vamos a ver ¿y usted quién es para decir, y para decir públicamente, qué es lo que ha de reformarse hoy en la Iglesia?». –Primero de todo, tranquilícese el objetante, y en seguida atienda a razones.
En la Iglesia debe reformarse todo lo que en ella esté mal. Cuando un templo está gravemente deteriorado –-ventanas rotas, tejado con grandes agujeros, muros cuarteados, etc.– sea por negligencia de sus cuidadores o por diversos accidentes inculpables, hay que restaurarlo. Y si no se restaura, se irá arruinando. Lo mismo pasa con la Iglesia, templo construido con piedras vivas sobre la roca de Cristo y de los apóstoles. Si en Ella se dan en forma más o menos generalizada ciertos errores, desviaciones y abusos, es urgente realizar las reformas doctrinales, morales y disciplinares que sean precisas. Si no, crecerá la ruina, irá adelante la apostasía.
En la catequesis, en la predicación, la eliminación sistemática durante decenios de la soteriología, salvación-condenación, falsifica notablemente el Evangelio: es un mal muy grave, que requiere reforma. La generalización de la anticoncepción en los matrimonios cristianos es un grave mal, que requiere reforma. El absentismo mayoritario de los bautizados a la Misa dominical es un horror nunca conocido, al menos en proporciones semejantes, en la historia de la Iglesia: es un mal gravísimo, que requiere reforma.
El retraso durante decenios de la Autoridad apostólica para reprobar los errores doctrinales que se difunden en el pueblo cristiano causa muy graves males, difícilmente reparables; y cuando se produce con frecuencia, es un grave perjuicio, que requiere reforma. Y como éstos, tantos y tantos otros daños en el Templo eclesial, que exigen reformas cuanto antes. Reformas que el Espíritu Santo quiere y puede hacer, ciertamente, renovando la faz de la Iglesia.
El Concilio Vaticano II tuvo una clara intención de reforma, consciente de que la Iglesia en la tierra necesita perennem reformationem (UR 6). Y Pablo VI expresa claramente esta convicción en un discurso a los Padres conciliares (29-IX-1963, n.25):
«Deseamos que la Iglesia sea reflejo de Cristo. Si alguna sombra o defecto al compararla con Él apareciese en el rostro de la Iglesia o sobre su veste nupcial ¿qué debería hacer ella como por instinto, con todo valor? Está claro: reformarse, corregirse y esforzarse por devolverse a sí misma la conformidad con su divino modelo, que constituye su deber fundamental».
Pero hoy prevalece, como lo eclesialmente correcto, pensar que vamos bien, con deficiencias, sin duda, con «luces y sombras», pero que vamos bien. Un cierto buenismo oficialista es afirmado hoy así por los moderados con buena conciencia. Incluso fundamentan su actitud con piadosas consideraciones sobre la Providencia divina, la virtud de la esperanza, etc. En mi artículo Reformadores, moderados y deformadores hago notar cómo reformadores y deformadores coinciden en que muchas cosas están mal y exigen reforma; pero difieren en que los deformadores exigen cambios en doctrinas y normas católicas, mientras que los reformadores pretenden que se reafirmen y apliquen. Entre unos y otros, los moderados, centristas repletos de equilibrio, quieren el matenimiento de las doctrinas y normas, pero siempre que se silencien discretamente y sobre todo que no se exijan, para evitar divisiones y tensiones enojosas. Son éstos sobre todo los que nos pierden.
Los moderados, que hoy prevalecen en muchas Iglesias locales, admiten la necesidad de las conversiones –-esto no podrían negarlo–, pero no de las reformas. Quizá con buena voluntad, pero con discernimiento erróneo, estiman así que un verdadero amor a la Iglesia y a su jerarquía exige un apoyo indiscriminado al presente católico. Y por otra parte –-todo hay que decirlo– tienen muy en cuenta que esa actitud no solo les evita a ellos persecuciones dentro de la comunidad cristiana, sino que les abre caminos ascendentes de prosperidad eclesial. Pero sus actitudes son falsas, y no conducen a una santa reforma de la Iglesia, sino que la impiden, y llevan a una apostasía siempre creciente.
Estamos mal. Muy necesitados de conversión y de reforma. Solo el reconocimiento humilde de los pecados y errores que hoy se dan en la Iglesia hace posible su reforma. Y ese reconocimiento no parece que hoy esté suficientemente vivo en la conciencia de Pastores y fieles. No se deja oír –-al menos yo no lo oigo-– un clamor pidiendo reforma, como se oyó en ciertos períodos oscuros de la Edad Media, del Renacimiento o de la Ilustración. Más adelante, con el favor de Dios, he de recordar aquí algunos Concilios de reforma y he de estudiar también la figura de algunos santos reformadores antiguos o modernos. Pero adelanto ahora algunos ejemplos, para que al considerar lo que los santos veían en su tiempo nos demos cuenta de que en el nuestro en buena parte estamos ciegos.
Santa Catalina de Siena (1347-1380) visita una vez al Papa Gregorio XI en Roma, acompañada por su director espiritual, el beato Raimundo de Capua, dominico, que le hace de intérprete, y que escribió su Vida. En ella narra esta escena:
«Mientras hablábamos, la santa virgen se lamentó de que en la Curia Romana, donde debería haber un paraíso de virtudes celestiales, se olía el hedor de los vicios del infierno. El Pontífice, al oírlo, me preguntó cuánto tiempo hacía que había llegado ella a la Curia. Cuando supo que lo había hecho pocos días antes, respondió: “¿Cómo, en tan poco tiempo, has podido conocer las costumbres de la Curia Romana?” Entonces ella, cambiando súbitamente su disposición sumisa por una actitud mayestática, tal como la vi con mis propios ojos, erguida, dijo estas palabras: “Por el honor de Dios Omnipotente me atrevo a decir que he sentido yo más el gran mal olor de los pecados que se cometen en la Curia de Roma sin moverme de Siena, mi ciudad natal, del que sienten quienes los cometieron y los cometen todos los días”. El Papa permaneció callado, y yo, consternado» (n.152).
San Juan de Ávila (1499-1569), en un informe que envía al Concilio de Trento, ve así los males de la Iglesia en el XVI:
«Hondas están nuestras llagas, envejecidas y peligrosas, y no se pueden curar con cualesquier remedios. Y si se nos ha de dar lo que nuestro mal pide, muy a costa ha de ser de los médicos que nos han de curar» (Memorial II,41). «… en tiempo de tanta flaqueza como ha mostrado el pueblo cristiano, echen mano a las armas los capitanes, que son los prelados, y esfuercen al pueblo con su propia voz, y animen con su propio ejemplo, y autoricen la palabra y los caminos de Dios, pues por falta de esto ha venido el mal que ha venido… Déseles regla e instrucción de lo que deben saber y hacer, pues, por nuestros pecados, está todo ciego y sin lumbre. Y adviértase que para haber personas cuales conviene, así de obispos como de los que les han de ayudar, se ha de tomar el agua de lejos, y se han de criar desde el principio con tal educación [alude a los Seminarios], que se pueda esperar que habrá otros eclesiásticos que los que en tiempos pasados ha habido… Y de otra manera será lo que ha sido» (Memorial II,43). «Fuego se ha encendido en la ciudad de Dios, quemado muchas cosas, y el fuego pasa adelante, con peligro de otras. Mucha prisa, cuidado y diligencia es menester para atajarlo» (II,51).
San Claudio la Colombière (1641-1682), en los umbrales del Siglo de las Luces y del inicio acelerado de la descristianización de Europa, justifica que no pocos cristianos, como los monjes antiguos, abandonaran un mundo secular cada vez más degradado por el pecado:
«Como la depravación es hoy mayor que nunca, y como nuestro siglo, cada vez más refinado, parece también corromperse cada vez más, dudo yo si alguna vez se han dado tiempos en los que haya habido más motivos para retirarse completamente de la vida civil y para marcharse a los lugares más apartados… Existe, en medio de nosotros, un mundo reprobado y maldito de Dios, un mundo del que Satanás es señor y soberano… Ese mundo está donde reina la vanidad, el orgullo, la molicie, la impureza, la irreligión… Decís vosotros que ese mundo no está ni en el teatro, ni en el baile, ni en las carreras, ni en los cículos, y que tampoco se encuentra en los cabarets ni en los casas de juego. Pues bien, si sois tan amables, ya nos diréis dónde hemos de localizarlo para rehuirlo» (De la fuite du monde, en Écrits 295-296).
San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716) hace el mismo discernimiento hablando del mundo, y recordemos que por esos años no está hablando todavía de un mundo contrapuesto en todo a la Iglesia, sino que habla de un mundo cristiano en gran medida degradado: «Nunca ha estado el mundo tan corrompido como hoy, porque nunca había sido tan sagaz, prudente y astuto a su manera» (El amor de la Sabiduría eterna n.79).
¿Por qué hoy este lenguaje está en la Iglesia proscrito? Apenas se oye nunca, ni siquiera en publicaciones católicas de perfecta ortodoxia y calidad informativa y espiritual. ¿Faltan para él fundamentos reales?
La santísima Virgen María, en sus últimas apariciones, hace muy graves denuncias sobre la situación de la Iglesia. La Virgen de La Salette llora los pecados del pueblo cristiano, especialmente los de sus sacerdotes y personas consagradas (1846). Y la Virgen de Fátima, en 1917, les dice a los tres niños videntes:
«Jesucristo es horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes… Rezad, rezad mucho, y haced sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al infierno por no tener quien se sacrifique y pida por ellas… No ofendan más a Dios Nuestro Señor, que ya está muy ofendido»…
Eso lo dice la Virgen ¡en 1917!, cuando todavía eran muchos los cristianos que se confesaban e iban a Misa, que guardaban hasta la muerte la unión conyugal, que tenían hijos y los educaban cristianamente, cuando las playas estaban desiertas y los Seminarios y Noviciados llenos, cuando muchos sacerdotes y religiosos eran fieles a la doctrina y disciplina de la Iglesia, y florecían las misiones, y había un influjo real de los cristianos en la vida política, etc. ¡Cuánto han crecido desde entonces los males en la Iglesia! ¿Que diría hoy la Virgen en Fátima a los Pastores sagrados y al pueblo católico?… Juan Pablo II, visitando Fátima (13-V-1982), se lamentaba diciendo:
«¡Cuánto nos duele que la invitación a la penitencia, a la conversión y a la oración no haya encontrado aquella acogida que debía! ¡Cuánto nos duele que muchos participen tan fríamente en la obra de la Redención de Cristo! ¡que se complete tan insuficientemente en nuestra carne “lo que falta a los sufrimientos de Cristo”! (Col 1,24)».
José María Iraburu, sacerdote
fonte:reforma o apostasía