Cuando la teología se seculariza, adoptando como premisa los principios de la postmodernidad, deviene en arma arrojadiza contra la misma Iglesia, a la que califica de anticuada, desfasada, y contra el Magisterio, calificado de jerarquía opresora, limitador de la libertad, y otras lindezas por el estilo. En vez del diálogo con el mundo para el anuncio de Cristo, en lugar de meditar el misterio de Dios para exponerlo amorosamente, asume acríticamente el pensamiento del mundo y quiere ajustar la fe a lo que el mundo quiere escuchar en la postmodernidad.
La teología, en la elaboración de su reflexión, estará atenta al mundo, a la cultura, a las búsquedas e interrogantes del hombre contemporáneo y procurará expresar el Misterio con palabras inteligibles hoy, iluminando, cuestionando, provocando: “los teólogos, guardando los métodos y las exigencias propias de la ciencia sagrada, están invitados a buscar siempre un modo más apropiado de comunicar la doctrina a los hombres de su época; porque una cosa es el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y otra cosa es el modo de formularlas conservando el mismo sentido y el mismo significado” (GS 62). Si esto no se respeta, se genera la confusión cambiando no sólo el lenguaje o la expresión teológica, sino el mismo contenido.
El riesgo hoy –a veces ya no es riesgo, sino una constatación de lo que sucede- es que al “modernizar” la teología para adaptarse al mundo se ha vaciado la misma fe, se ha cambiado, se ha despojado de su ser: ya no es la fe eclesial, sino un catálogo de proposiciones secularizadas ajenas a la Tradición y al sentir de la Iglesia.
“La verdad cristiana sufre hoy sacudidas y crisis tremendas. Incapaces de soportar la enseñanza del magisterio, puesto por Cristo para tutelar y desplegar lógicamente su doctrina, que es la de Dios, unos buscan una fe fácil a la que vacían, no obstante ser ella la fe íntegra y verdadera, de aquellas verdades que no parecen aceptables por la mentalidad moderna; y eligen según su propio talento una verdad cualquiera considerada admisible; otros buscan una nueva fe, especialmente en lo tocante a la Iglesia, tratando de adaptarla a las ideas de la sociología moderna y de la historia profana (y repitiendo así el error de otros tiempos consistente en modelar la estructura canónica de la Iglesia de acuerdo con las instituciones históricas en vigor); otros querrían entregarse a una fe puramente naturalista y filantrópica, a una fe utilitaria aunque quizá basada en valores reales de la fe auténtica: los de la caridad, erigiéndola en culto del hombre y descuidando su valor primero, el del amor y el culto de Dios; otros, finalmente, llevados por una cierta desconfianza frente a las exigencias dogmáticas de la fe, con el pretexto del pluralismo que permite estudiar las inagotables riquezas de las verdades divinas y expresarlas con lenguaje y mentalidades diversas, querrían legitimar expresiones ambiguas e inciertas de la fe, contentarse con su búsqueda para evitar su afirmación, preguntar a la opinión de los fieles qué es lo que quieren creer atribuyéndoles un discutible carisma de competencia y de experiencia que pone la verdad de la fe en peligro de ser víctima de los antojos más extraños y más volubles.
El riesgo hoy –a veces ya no es riesgo, sino una constatación de lo que sucede- es que al “modernizar” la teología para adaptarse al mundo se ha vaciado la misma fe, se ha cambiado, se ha despojado de su ser: ya no es la fe eclesial, sino un catálogo de proposiciones secularizadas ajenas a la Tradición y al sentir de la Iglesia.
“La verdad cristiana sufre hoy sacudidas y crisis tremendas. Incapaces de soportar la enseñanza del magisterio, puesto por Cristo para tutelar y desplegar lógicamente su doctrina, que es la de Dios, unos buscan una fe fácil a la que vacían, no obstante ser ella la fe íntegra y verdadera, de aquellas verdades que no parecen aceptables por la mentalidad moderna; y eligen según su propio talento una verdad cualquiera considerada admisible; otros buscan una nueva fe, especialmente en lo tocante a la Iglesia, tratando de adaptarla a las ideas de la sociología moderna y de la historia profana (y repitiendo así el error de otros tiempos consistente en modelar la estructura canónica de la Iglesia de acuerdo con las instituciones históricas en vigor); otros querrían entregarse a una fe puramente naturalista y filantrópica, a una fe utilitaria aunque quizá basada en valores reales de la fe auténtica: los de la caridad, erigiéndola en culto del hombre y descuidando su valor primero, el del amor y el culto de Dios; otros, finalmente, llevados por una cierta desconfianza frente a las exigencias dogmáticas de la fe, con el pretexto del pluralismo que permite estudiar las inagotables riquezas de las verdades divinas y expresarlas con lenguaje y mentalidades diversas, querrían legitimar expresiones ambiguas e inciertas de la fe, contentarse con su búsqueda para evitar su afirmación, preguntar a la opinión de los fieles qué es lo que quieren creer atribuyéndoles un discutible carisma de competencia y de experiencia que pone la verdad de la fe en peligro de ser víctima de los antojos más extraños y más volubles.
Todo esto sucede cuando no se acepta el magisterio de la Iglesia con el que el Señor quiso proteger las verdades de la fe” (Pablo VI, Audiencia general, 20-mayo-1970).
La verdadera teología recibe su aliento vital de la Tradición y está abierta, a la vez, al pensamiento contemporáneo; se enmarca en el cuadro de la Iglesia, sin salirse de ahí, para proponer la Verdad, mas mezclada con el pensamiento secular, se vuelve sal que no sala, luz que no ilumina y se va apagando dejando a los hombres perdidos en el camino.
La verdadera teología recibe su aliento vital de la Tradición y está abierta, a la vez, al pensamiento contemporáneo; se enmarca en el cuadro de la Iglesia, sin salirse de ahí, para proponer la Verdad, mas mezclada con el pensamiento secular, se vuelve sal que no sala, luz que no ilumina y se va apagando dejando a los hombres perdidos en el camino.