por Sandro Magister
ROMA, 12 de julio de 2010 – Desde hace algunos días está en las librerías italianas un nuevo volumen de Romano Amerio, el tercero de la “opera omnia” de este autor, que está publicando Ediciones Lindau.
Amerio, fallecido en 1997 en Lugano (Suiza) a la edad de 92 años, ha sido uno de los más grandes intelectuales cristianos del siglo XX.
Filólogo y filósofo de primer nivel, Amerio se ha vuelto conocido en todo el mundo a causa de su ensayo publicado por primera vez en 1985 y traducido a muchos idiomas, titulado: “Iota unum. Studio delle variazioni della Chiesa cattolica nel secolo XX”.
Pero este mismo ensayo, justamente por las tesis que contiene, le hizo ganar a Amerio el ostracismo de la cuasi totalidad del mundo católico. Un ostracismo que sólo ha perdido vigencia desde hace poco tiempo, también gracias a la reedición de “Iota unum”.
Amerio dedicó medio siglo a la redacción de “Iota unum”. Y también este tercer volumen de la “opera omnia” ha sido escrito en un lapso muy amplio, desde 1935 hasta 1996. Tiene por título “Zibaldone” y – como la obra homónima del poeta Giacomo Leopardi – recoge pensamientos breves, aforismos, narraciones, citas de autores clásicos, diálogos morales y comentarios sobre hechos cotidianos.
Con sus más de setecientos pensamientos, “Zibaldone” forma una especie de autobiografía intelectual del autor. En ella están naturalmente presentes las cuestiones planteadas en “Iota unum”.
Como ser, por ejemplo, en esta pequeña página fechada el 2 de mayo de 1995:
“La autodemolición de la Iglesia, deplorada por Pablo VI en el famoso discurso pronunciado el 11 de setiembre de 1974 en el Seminario Lombardo, se vuelve cada día más evidente. Ya en el Concilio el cardenal Heenan (Primado de Inglaterra) lamentó que los obispos hubiesen dejado de ejercer el oficio del Magisterio, pero se consolaba al observar que tal oficio se había conservado íntegramente en el Pontificado Romano. La observación era y es falsa. Hoy, el Magisterio episcopal ha cesado y también el papal.
Hoy, el Magisterio es ejercido por los teólogos que ahora han dado la impronta a todas las opiniones del pueblo cristiano y han descalificado el dogma de la fe. He tenido una demostración impresionante de esto al escuchar ayer al teólogo de Radio María. Él negó impávida y muy tranquilamente artículos de fe. Enseñó [...] que los paganos, a quienes no les es anunciado el Evangelio, si siguen el dictamen de la justicia natural y si se deciden buscar a Dios con sinceridad, alcanzan la visión beatífica.
Esta doctrina de los modernos es antiquísima en la Iglesia, pero siempre fue condenada como un error. Pero los teólogos antiguos, mientras sostenían con firmeza el dogma de la fe, experimentaban al mismo tiempo toda la dificultad que encuentra el dogma y buscaban la forma de vencerla con razonamientos profundos. Por el contrario, los teólogos modernos no advierten las dificultades intrínsecas del dogma, sino que corren directamente a la ‘lectio facilior’, guardando en el desván los decretos doctrinales del Magisterio.
Y no se dan cuenta que niegan así el valor del Bautismo y de todo el orden sobrenatural, es decir, toda nuestra religión. También en otros puntos está difundido el rechazo del Magisterio. El infierno, la inmortalidad del alma, la resurrección de los cuerpos, la inmutabilidad de Dios, la historicidad de Cristo, la malignidad de la sodomía, el carácter sagrado e indisoluble del matrimonio, la ley natural y la primacía de lo divino son otros tantos argumentos en los que el magisterio de los teólogos ha eliminado al Magisterio de la Iglesia. Esta arrogancia de los teólogos es el fenómeno más manifiesto de la autodemolición”.
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De este análisis suyo fuertemente crítico, que él aplicaba también al Concilio Vaticano II, Amerio extrajo lo que Enrico Maria Radaelli, su fiel discípulo y editor de la publicación de las obras del maestro, llama el “gran dilema subyacente en el fondo del cristianismo actual”.
El dilema es si hay continuidad o ruptura entre el Magisterio de la Iglesia previo y posterior al Vaticano II.
En el caso de una ruptura, si ésta fuese tal como para “perder la verdad”, entonces también la Iglesia estaría perdida.
Amerio no llegó jamás a sostener esta postura extrema. Siempre fue un hijo obediente de la Iglesia. No sólo eso. Sabía por la fe que, no obstante todo esto, la Iglesia jamás puede perder la verdad y, en consecuencia, jamás puede perderse a sí misma, porque está asistida indefectiblemente “por las dos grandes promesas de Nuestro Señor: ‘Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella’ (Mt 16, 18) y ‘estaré con ustedes todos los días hasta el fin de los siglos’ (Mt 28, 20)”.
Pero Amerio estaba convencido – y Radaelli lo explica bien en su amplio epílogo a “Zibaldone” – que ese amparo asegurado por Cristo a su Iglesia vale solamente para las definiciones dogmáticas “ex cathedra” del Magisterio, no para las enseñanzas inciertas, huidizas, opinables y “pastorales” del Concilio Vaticano II y de las décadas posteriores.
En efecto, a juicio de Amerio y Radaelli, justamente ésta es la causa de la crisis de la Iglesia conciliar y postconciliar, una crisis que la ha llevado a la más que próxima perdición, “imposible pero también casi alcanzada”, como es el haber querido renunciar a un magisterio imperativo, con definiciones dogmáticas “inequívocas en el lenguaje, ciertas en el contenido, obligantes en la forma, como se espera sean al menos las enseñanzas de un Concilio”.
La consecuencia, según Amerio y Radaelli, es que el Concilio Vaticano II está lleno de aserciones vagas, interpretables en modos deformes, algunas de las cuales están también en abierto contraste con el anterior magisterio de la Iglesia.
Este ambiguo lenguaje pastoral es el que habría abierto el camino a una Iglesia hoy “recorrida por miles de doctrinas y cientos de miles de nefastas costumbres”, inclusive en el arte, en la música y en la liturgia.
¿Qué hacer para poner remedio a esta calamidad? La propuesta que hace Radaelli va más allá de la hecha recientemente – a partir de juicios críticos por demás duros – por otro estimado cultor de la tradición católica, el teólogo tomista Brunero Gherardini, de 85 años de edad, canónico de la basílica de San Pedro, profesor emérito de la Pontificia Universidad Lateranense y director de la revista “Divinitas”.
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Monseñor Gherardini ha anticipado su propuesta en un libro publicado en Roma el año pasado, con el título: “Concilio Ecumenico Vaticano II. Un discorso da fare”.
El libro concluye con una “Súplica al Santo Padre”, a quien se le pide que someta a un nuevo examen los documentos del Concilio, para aclarar una vez por todas “si, en qué sentido y hasta que punto” el Vaticano II está o no en continuidad con el anterior magisterio de la Iglesia.
El libro de Gherardini tiene al comienzo dos prefacios: uno de Albert Malcolm Ranjith, arzobispo de Colombo y ex secretario de la Congregación vaticana para el Culto Divino, y el otro de Mario Olivieri, obispo de Savona. Éste último afirma que se une “toto corde” a la súplica al Santo Padre.
Ahora bien, en su epílogo a “Zibaldone” de Romano Amerio, el profesor Radaelli recoge la propuesta de monseñor Gherardini, pero “sólo como una primera instancia para limpiar el corral de muchos, de demasiados malentendidos”.
En efecto, a juicio de Radaelli no es suficiente aclarar el sentido de los documentos conciliares, si tal clarificación es luego ofrecida también a la Iglesia con el mismísmo estilo ineficaz de enseñanza “pastoral” que se ha hecho costumbre con el Concilio, propositivo más que impositivo.
Si el abandono del principio de autoridad y el “discusionismo” son la enfermedad de la Iglesia conciliar y postconciliar, para salir de allí – afirma Radaelli – es necesario obrar en forma contraria. La máxima jerarquía de la Iglesia debe cerrar la discusión con un pronunciamiento dogmático “ex cathedra”, infalible y obligante. Debe golpear con el anatema a quienes no obedezcan y debe bendecir a los que obedecen.
¿Qué es lo que Radaelli espera que decrete la cátedra suprema de la Iglesia? Al igual que Amerio, él está convencido que en al menos tres casos se ha dado “una ruptura abismal de la continuidad” entre el Vaticano II y el magisterio anterior: allí donde el Concilio afirma que la Iglesia de Cristo “subsiste en la” Iglesia Católica, en vez de decir que “es” la Iglesia Católica; allí donde asevera que “los cristianos adoran al mismo Dios adorado por los judíos y los islámicos”; y en la Declaración “Dignitatis humanæ” sobre la libertad religiosa.
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Tanto Gherardini como Amerio-Radaelli reconocen en Benedicto XVI a un Papa amigo. Pero hay que descartar que él acceda a sus ruegos.
Más aún, tanto en el conjunto como en algunos puntos controvertidos el papa Joseph Ratzinger ya ha hecho saber que no comparte en absoluto sus posiciones.
Por ejemplo, respecto a la continuidad de significado entre las fórmulas “es” y “subsiste en la” ya se ha expresado la Congregación para la Doctrina de la Fe en el verano del año 2007, al afirmar que “el Concilio Ecuménico Vaticano II no ha querido cambiar ni de hecho ha cambiado la anterior doctrina sobre la Iglesia, sino que sólo ha querido desarrollarla, profundizarla y exponerla más ampliamente”.
En cuanto a la Declaración “Dignitatis humanæ” sobre la libertad religiosa, Benedicto XVI ha explicado personalmente que si ella está separada de anteriores indicaciones “contingentes” del Magisterio, lo ha hecho precisamente para “retomar nuevamente el patrimonio más profundo de la Iglesia”.
El discurso en el que Benedicto XVI ha defendido la ortodoxia de la “Dignitatis humanæ” es el que dirigió a la curia vaticana en la vigilia de la primera Navidad de su pontificado, el 22 de diciembre de 2005, precisamente para sostener que entre el Concilio Vaticano II y el anterior magisterio de la Iglesia no hay ruptura sino “reforma en la continuidad”.
El papa Ratzinger no ha convencido hasta ahora a los lefebvristas, que se mantienen en estado de cisma justamente en este punto crucial.
Pero no ha convencido – acorde a lo que escriben Radaelli y Gherardini – ni siquiera a algunos de sus hijos “obedientísimos en Cristo”.
Fuente: Radio Cristiandad
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