CIUDAD DEL VATICANO, 15 SEP 2010 (VIS).-Benedicto XVI dedicó la catequesis de la audiencia general de los miércoles a Santa Clara de Asís (1193-1253), contemporánea de San Francisco, una de las santas más amadas de la Iglesia y cuyo testimonio “demuestra -dijo el Papa- cuánto deba toda la Iglesia a las mujeres valientes y ricas de fe como ella, capaces de dar un impulso decisivo a la renovación de la Iglesia”.
El Santo Padre explicó que Clara nació en una familia rica y aristocrática y que siendo todavía muy joven sus parientes decidieron casarla con un personaje de relieve, pero a los dieciocho años, la santa, con un gesto audaz, en compañía de una amiga e inspirada por un profundo deseo de seguir a Cristo, dejó la casa paterna. Se incorporó al grupo de los hermanos menores en la iglesia de la Porciúncula en Asís y fue el mismo Francisco el que la acogió y en una sencilla ceremonia le cortó el cabello y le impuso un hábito penitencial. Desde aquel momento Clara se convirtió en esposa de Cristo, humilde y pobre y a Él se consagró totalmente.
“Sobre todo al principio de su experiencia religiosa -prosiguió Benedicto XVI- Clara tuvo en Francisco de Asís no solo un maestro del que seguir las enseñanzas, sino también un amigo fraternal. La amistad entre estos dos santos es un aspecto bello e importante. Efectivamente, cuando dos almas puras e inflamadas del mismo amor por Dios se encuentran, hallan en la amistad recíproca un fuerte estímulo para recorrer el camino de la perfección. La amistad es uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la Gracia divina purifica y transfigura”.
De cómo vivían las seguidoras de Clara al principio del movimiento franciscano habla el obispo flamenco Jacques de Vitry que visitó en aquellos años Italia, notando “una característica de la espiritualidad franciscana a la que Clara era muy sensible: la radicalidad de la pobreza ligada a la confianza total en la Providencia divina”.
Por ese motivo, la santa obtuvo del Papa Gregorio IX o más probablemente ya de Inocencio III, recordó Benedicto XVI, el llamado “Privilegium Paupertatis”, por el cual Clara y sus compañeras de San Damiano “no podían poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria del derecho canónico vigente y las autoridades eclesiásticas de aquella época lo concedieron, apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían en el modo de vivir de Clara y sus hermanas”.
“Este hecho demuestra como también en la Edad Media -subrayó el pontífice- el papel de las mujeres no era secundario, sino considerable. A este propósito hay que recordar que Clara fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que redactó una Regla escrita sometida a la aprobación del Papa para que el carisma de San Francisco se conservase en todas las numerosas comunidades femeninas que se establecían en aquellos tiempos y que querían inspirarse en el ejemplo de Francisco y Clara”.
En el convento de San Damiano, Clara “practicó de forma heroica las virtudes que deberían distinguir a todos los cristianos: humildad, espíritu de piedad y de penitencia, caridad”.
Su fama de santidad y los prodigios que gracias a ella se verificaron llevaron al Papa Alejandro IV a canonizarla en 1255, solo dos años después de su muerte. Sus seguidoras, las Clarisas, “desempeñan con su oración y su obra un papel inapreciable en la Iglesia”, concluyó Benedicto XVI.
El Santo Padre explicó que Clara nació en una familia rica y aristocrática y que siendo todavía muy joven sus parientes decidieron casarla con un personaje de relieve, pero a los dieciocho años, la santa, con un gesto audaz, en compañía de una amiga e inspirada por un profundo deseo de seguir a Cristo, dejó la casa paterna. Se incorporó al grupo de los hermanos menores en la iglesia de la Porciúncula en Asís y fue el mismo Francisco el que la acogió y en una sencilla ceremonia le cortó el cabello y le impuso un hábito penitencial. Desde aquel momento Clara se convirtió en esposa de Cristo, humilde y pobre y a Él se consagró totalmente.
“Sobre todo al principio de su experiencia religiosa -prosiguió Benedicto XVI- Clara tuvo en Francisco de Asís no solo un maestro del que seguir las enseñanzas, sino también un amigo fraternal. La amistad entre estos dos santos es un aspecto bello e importante. Efectivamente, cuando dos almas puras e inflamadas del mismo amor por Dios se encuentran, hallan en la amistad recíproca un fuerte estímulo para recorrer el camino de la perfección. La amistad es uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la Gracia divina purifica y transfigura”.
De cómo vivían las seguidoras de Clara al principio del movimiento franciscano habla el obispo flamenco Jacques de Vitry que visitó en aquellos años Italia, notando “una característica de la espiritualidad franciscana a la que Clara era muy sensible: la radicalidad de la pobreza ligada a la confianza total en la Providencia divina”.
Por ese motivo, la santa obtuvo del Papa Gregorio IX o más probablemente ya de Inocencio III, recordó Benedicto XVI, el llamado “Privilegium Paupertatis”, por el cual Clara y sus compañeras de San Damiano “no podían poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria del derecho canónico vigente y las autoridades eclesiásticas de aquella época lo concedieron, apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían en el modo de vivir de Clara y sus hermanas”.
“Este hecho demuestra como también en la Edad Media -subrayó el pontífice- el papel de las mujeres no era secundario, sino considerable. A este propósito hay que recordar que Clara fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que redactó una Regla escrita sometida a la aprobación del Papa para que el carisma de San Francisco se conservase en todas las numerosas comunidades femeninas que se establecían en aquellos tiempos y que querían inspirarse en el ejemplo de Francisco y Clara”.
En el convento de San Damiano, Clara “practicó de forma heroica las virtudes que deberían distinguir a todos los cristianos: humildad, espíritu de piedad y de penitencia, caridad”.
Su fama de santidad y los prodigios que gracias a ella se verificaron llevaron al Papa Alejandro IV a canonizarla en 1255, solo dos años después de su muerte. Sus seguidoras, las Clarisas, “desempeñan con su oración y su obra un papel inapreciable en la Iglesia”, concluyó Benedicto XVI.