–O sea que vamos a tener que creer en el demonio y en su acción…
–Ciertamente. Al menos, si quiere usted ser cristiano, ha de creerlo. Es enseñanza de Cristo y de su Iglesia.
Los libros de espiritualidad cristiana que ignoran al demonio son un fraude. La vida espiritual del cristiano lleva consigo una lucha permanente contra el demonio. Ya sabemos que la vida cristiana es ante todo y principalmente amor a Dios y al prójimo; ésta es su substancia. Pero no puede ir adelante esa vida sin vencer a los tres enemigos, demonio, mundo y carne, y especialmente al demonio. La ascesis cristiana no es como una ascesis estoica, por ejemplo, es decir, una lucha de la persona contra sus propias debilidades y desviaciones, no. San Pablo lo dice bien claramente: «no es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los espíritus del mal» (Ef 6,12).
Se ha dicho con razón que en nuestro tiempo la mayor victoria del demonio es haber conseguido que no se crea en su existencia. La mejor manera de hacerle el juego al diablo es precisamente ésta, ignorarlo, silenciar su existencia y su acción, o incluso negarlas. ¡Qué más puede desear el enemigo que pasar inadvertido, poder actuar sin que sus víctimas conozcan siquiera su existencia y su acción!
Por eso un tratado de espiritualidad que, al describir la vida cristiana y su combate, ignora la lucha contra el demonio, es un engaño, un fraude. No puede considerarse en modo alguno un libro de espiritualidad católica, pues se aleja excesivamente de la Biblia y de la tradición. Si van ustedes a una librería y compran un manual militar de guerra, y descubren después al leerlo que omite hablar –o sólamente lo hace en una nota a pie de página– de la aviación enemiga, hoy sin duda el arma más peligrosa de una guerra, es probable que regresen a la librería para devolver el libro y reclamar su importe: se trata de un fraude. Un manual semejante no vale para nada; más aún, es un engaño perjudicial. Hagan lo mismo si les venden un manual de espiritualidad que ignora al demonio. Por lo demás, si el autor de ese libro de espiritualidad no cree en la acción del demonio, es un hereje. Pero si la conoce y no se atreve a afirmarla, entonces es un oportunista o un cobarde. Y no merece la pena leer libros de espiritualidad escritos por herejes, oportunistas o cobardes.
Giovanni Papini decía que «los ángeles sonríen, los hombres ríen y los diablos se carcajean». Pues bien, el diablo se carcajea de esos libros, como también de los cursos y cursillos ofrecidos en algunos centros de espiritualidad, parroquias y conventos: eneagrama, meditación transcendental, reiki, técnicas de autorrealización, yoga, energía positiva, rebirthing, dinámicas personales y grupales de autoayuda, etc. Todas esas técnicas que prometen iluminación, paz interior, potenciación liberadora de las facultades personales, son puras macanas del neopaganismo. Mucho más consigue el cristiano –y a un precio más económico, por cierto– con las tres Avemarías, el escapulario del Carmen, una buena novena a San José, y no digamos con la Misa diaria, el rosario o el agua bendita. Los autores de esos libros y de esos cursillos no tienen la menor idea del combate espiritual del hombre, no saben de qué va: desconocen que nuestra lucha es fundamentalmente contra unos demonios que ellos ignoran o niegan.
La doctrina de los Padres sobre el demonio es clara y frecuente ya desde el principio. En la historia de la Iglesia fueron los monjes, especialmente Evagrio Póntico y Casiano, los que elaboraron más tempranamente la teología sobre el demonio y la espiritualidad precisa para defenderse de él y vencerlo. Los demonios son ángeles caídos, que atacan a los hombres en sus niveles más vulnerables –cuerpo, sentidos, fantasía–, pero que nada pueden sobre el hombre si éste, asistido por la gracia de Cristo, no les da el consentimiento culpable de su voluntad. Para su asedio se sirven sobre todo de los logismoi –pensamientos falsos, pasiones, impulsos desordenados y persistentes–.
El Demonio sabe tentar con mucha sutileza, como se vio en el jardín del Edén, presentando el lado aparentemente bueno de lo malo, o incluso citando textos bíblicos, como hizo en el desierto contra Cristo. El cristiano debe resistir con «la armadura de Dios» que describe el Apóstol (Ef 6,11-18), y muy especialmente con la Palabra divina, la oración y el ayuno, que fueron las armas con que Cristo resistió y venció en las tentaciones del desierto. Pero debe resistir sobre todo apoyándose en Jesucristo y sus legiones de ángeles (Mt 26,53). Como dice San Jerónimo, «Jesús mismo, nuestro jefe, tiene una espada, y avanza siempre delante de nosotros, y vence a los adversarios. El es nuestro jefe: luchando él, vencemos nosotros».
El Magisterio de la Iglesia afirma en sus Concilios que Dios es creador de todos los seres «visibles e invisibles» (Nicea I, 325); que los demonios, por tanto, son criaturas de Dios, y que por eso es inadmisible un dualismo que vea en Dios el principio del bien y en el Diablo «el principio y la sustancia del mal» (Braga I, 561). El concilio IV de Letrán (1215) enseña –es, pues, doctrina de fe– que «el diablo y los demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos por sí mismos se hicieron malos».
Es ésta la doctrina de Santo Tomás (STh I,50ss, especialmente 63-64), del concilio Vaticano II (LG 48d; +35a; GS 13ab; 37b; SC 6; AG 3a), del Catecismo de la Iglesia, en el que se nos advierte que cuando pedimos en el Padre nuestro la liberación del mal, «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El “diablo” [dia-bolos] es aquel que “se atraviesa” en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo» (2851, cf. 391-395).
La liturgia de la Iglesia incluye la «renuncia a Satanás» en el Bautismo de los niños, y dispone exorcismos en el Ritual para la iniciación cristiana de los adultos. El pueblo cristiano renueva cada año su renuncia a Satanás en la Vigilia Pascual. Y en las Horas litúrgicas, especialmente en Completas, la Iglesia nos ayuda diariamente a recordar que la vida cristiana es también lucha contra el demonio: «Tu nos ab hoste libera», «insidiantes reprime»; «visita, Señor, esta habitación, aleja de ella las insidias del enemigo» (or. domingo). Las lecturas breves de martes y miércoles de esa Hora nos exhortan a resistir al diablo, que nos ronda como león rugiente (1 Pe 5,8-9), y a no caer en el pecado, para no dar lugar al diablo (Ef 4,26-27).
El demonio es el Tentador que inclina a los hombres al pecado. De los tres enemigos del hombre, demonio, mundo y carne (cf. Mt 13,18-23; Ef 2,1-3), el más peligroso es sin duda el demonio, con ser tan peligrosos los otros dos. «Sus tentaciones y astucias, dice San Juan de la Cruz, son más fuertes y duras de vencer y más dificultosas de entender que las del mundo y carne» (Cautelas 3,9). Los tres actúan atacan al hombre aliados, pero cuando el cristiano ha vencido ya en buena parte mundo y carne, el demonio se ve obligado a atacar directamente.
Por eso se dice que el demonio ataca a los buenos –viene descrita su acción en todas las «vidas de santos»–, y tienta a lo bueno, pues «entre las muchas astucias que el demonio usa para engañar a los espirituales, la más ordinaria es engañarlos bajo especie de bien, y no bajo especie de mal, porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán» (Cautelas 10). Tentará, por ejemplo, a un monje a dejar su vida contemplativa y marchar a las misiones.
Conocemos bien las estrategias y tácticas del demonio en su guerra contra los hombres, pues ya la misma Escritura nos las revela. Siendo el Padre de la mentira (Jn 8,44), para seducir a los hombres usa siempre de la astucia, la mentira, el engaño (Gén 3; 2 Cor 2,11). Lobo con piel de oveja (Mt 7,15), reviste las mejores apariencias, y hasta llega a disfrazarse como ángel de luz (2 Cor 11,14). Por medio de sus mentiras extravía a las naciones y a la tierra entera (Ap 12,9; 20). Siendo el Príncipe de las tinieblas, se opone continuamente a Cristo, que es la Verdad y la Luz del mundo. El que sigue al diablo, anda en tinieblas y se pierde en una muerte eterna; el que sigue a Cristo tiene luz de vida, de vida eterna bienaventurada.
El demonio infunde, p. ej., en personas espirituales ciertas convicciones falsas («me voy a condenar»), ideas obsesivas, que no parecen tener su origen en temperamento, educación o ideas personales… y que siendo falsas, atormentan, paralizan, desvían malamente la vida de una persona o de una comunidad. El demonio ataca a los fieles muy especialmente a través de las doctrinas falsas difundidas por católicos dentro de la misma Iglesia católica. «Cuando él habla la mentira, habla de lo suyo propio, porque él es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). Todo en él es engaño, mentira, falsedad; por eso en la vida espiritual –¿qué va a hacer, si no?– intenta engañar y falsificar todo.
Es, pues, muy importante en la vida espiritual tener una fe viva y alerta sobre el demonio y sus insidias, y llevar la luz de Cristo a los fondos oscuros del alma, donde actúan las tentaciones del Maligno. Decía Santa Teresa: «tengo yo tanta experiencia de que es cosa del demonio que, como ya ve que le entiendo, no me atormenta tantas veces como solía» (Vida 30,9).
El demonio ataca a todos los cristianos, pero, lógicamente, sobre todo a los apóstoles. El demonio ataca a todos los discípulos de Cristo y, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar (1Pe 5,8); pero persigue muy especialmente a todos aquellos que se atreven, como Cristo, a «dar testimonio de la verdad en el mundo» (Jn 18,37). Sabe bien que ellos son sus enemigos más poderosos, los más capaces de neutralizar sus engaños con la luz evangélica, de disminuir o eliminar su poder sobre los hombres. Ataca, pues, sobre todo a los confesores de la fe: «¡Simón, Simón!, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como a trigo» (Lc 22,31-32). Cuenta una vez San Pablo: «pretendimos ir… pero Satanás nos lo impidió» (1Tes 2,18; cf. Hch 5,3; 2Cor 12,7). Por eso los Apóstoles están siempre alertas, «para no ser atrapados por los engaños de Satanás, ya que no ignoramos sus propósitos» (2Cor 2,11).
Apocalipsis, victoria próxima y total de Cristo sobre el demonio. Ciertamente, la Iglesia lleva en esta lucha contra el demonio todas las de ganar, porque «el Príncipe de este mundo ya está condenado» (Jn 16,11). «El Dios de la paz aplastará pronto a Satanás bajo vuestros pies» (Rm 16,20). Es éste justamente el tema fundamental que San Juan desarrolla en el Apocalipsis. «Vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (3,12). «Vengo pronto, y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según sus obras» (22,12). «Sí, vengo pronto» (22,20).
Muchos cristianos hoy lo ignoran –es una pena–, pero el demonio lo sabe perfectamente. Y por eso en «los últimos tiempos» acrecienta más y más sus ataques contra la Iglesia y contra el mundo. «El diablo ha bajado a vosotros con gran furor, pues sabe que le queda poco tiempo» (12,12).
José María Iraburu, sacerdote
fonte.reforma o apostasía