–¿Y con qué autoridad dice usted esto? ¿Es usted profeta? –No soy.
–¿Es hijo de profeta? –Tampoco soy, aunque por ahí vamos más cerca.
–¿Y por qué habla entonces, si no es profeta ni hijo de profeta?
–Por la escasez de profetas verdaderos y la vocinglería de los falsos profetas. En cuanto aparezcan los profetas verdaderos, yo me callo. En cuanto cesen de engañar al pueblo los falsos profetas, también me callo. Por lo menos, así lo espero (P. Leonardo Castellani).
El demonio vence al hombre cuando éste se fía de sus propias fuerzas, y a ellas se limita. Pensemos, por ejemplo, en un cristiano que deja la oración, la santa Misa, el sacramento de la penitencia. Y esto sucede, observa Pablo VI, porque al ataque de los demonios «hoy se le presta poca atención. Se teme volver a caer en viejas teorías maniqueas o en terribles divagaciones fantásticas y supersticiosas. Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y libres de prejuicios, y tomar actitudes positivas» (15-11-1972). Por esa vía se trivializa el mal del hombre y del mundo, y se trivializan los medios para vencerlos: van a la guerra atómica armados de un tirachinas. Pero ya se comprende que la decisión de eliminar ideológicamente un enemigo, que persiste obstinadamente real, sólo consigue hacerlo más peligroso.
Los medios ordinarios de lucha espiritual contra el demonio están enseñados ya por Dios en la Escritura, y en seguida fueron codificados por los maestros espirituales cristianos. Menciono brevemente los principales:
–la armadura de Dios que han de revestir los cristianos viene descrita por San Pablo: «confortáos en el Señor y en la fuerza de su poder; vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis resistir ante las asechanzas del diablo» (Ef 6,10-18). Esa armadura incluye en primer lugar la espada de la Palabra divina. También la oración: «orad para que no cedáis en la tentación» (Lc 22,40), pues cierta especie de demonios «no puede ser expulsada por ningún medio si no es por la oración» (Mc 9,29). Y especialmente la evitación del pecado: «no pequéis, no deis entrada al diablo» (Ef 4,26-27). «Sometéos a Dios y resistid al diablo, y huirá de vosotros» (Sant 4,7). Pablo VI: «¿qué defensa, qué remedio oponer a la acción del demonio? Podemos decir: todo lo que nos defiende del pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible» (15-11-1972).
–la verdad es el arma fundamental cristiana para vencer al demonio. Nada neutraliza y anula tanto el poder del diablo sobre el mundo como la afirmación bien clara de la verdad. Juan Pablo II enseña que «los que eran esclavos del pecado, porque se encontraban bajo el influjo del padre de la mentira, son liberados mediante la participación de la Verdad, que es Cristo, y en la libertad del Hijo de Dios ellos mismos alcanzan “la libertad de los hijos de Dios” (Rm 8,21)» (3-8-1988).
La fidelidad a la doctrina y disciplina de la Iglesia, en este sentido, es necesaria para librarse del demonio. Decía Santa Teresa: «tengo por muy cierto que el demonio no engañará –no lo permitirá Dios– al alma que de ninguna cosa se fía de sí y está fortalecida en la fe». A esta alma «como tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar –aunque viese abiertos los cielos– un punto de lo que tiene la Iglesia» (Vida 25,12). Por el contrario, aquel maestro y doctor «católico» que «enseña cosas diferentes y no se atiene a las palabras saludables, las de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad» (1Tim 6,3), ése le hace el juego al diablo, cae personalmente y hace caer a otros bajo su influjo. El máximo empeño del diablo es precisamente falsificar el cristianismo.
–los sacramentales de la Iglesia, el agua bendita, las oraciones de bendición, el signo de la cruz, los exorcismos, en los casos más graves, son ayudas preciosas. Como un niño que en el peligro corre a refugiarse en su madre, así el cristiano asediado por el diablo tiende, bajo la acción del Espíritu Santo, a buscar el auxilio de la Madre Iglesia. Y los sacramentales son precisamente, como dice el Vaticano II, auxilios «de carácter espiritual obtenidos por la intercesión de la Iglesia» (SC 60). Santa Teresa conoció bien la fuerza del agua bendita ante los demonios: «no hay cosa con que huyan más para no volver; de la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita; para mí es particular y muy conocida consolación que siente mi alma cuando la tomo». Y añade algo muy propio de ella: «considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4; cf. 31,1-11).
–no tener miedo al demonio, pues el Señor nos mandó: «no se turbe vuestro corazón, ni tengáis miedo» (Jn 14,27). Cristo venció al Demonio y lo sujetó. Ahora es como una fiera encadenada, que no puede dañar al cristiano si éste no se le acerca, poniéndose en ocasión próxima de pecado. El poder tentador de los demonios está completamente sujeto a la providencia del Señor, que lo emplea para nuestro bien como castigo medicinal (1Cor 5,5; 1Tim 1,20) y como prueba purificadora (2Cor 12,7-10).
Los cristianos somos en Cristo reyes, y participamos del Señorío de Jesucristo sobre toda criatura, también sobre los demonios. En este sentido escribía Santa Teresa: «si este Señor es poderoso, como veo que lo es y sé que lo es y que son sus esclavos los demonios –y de esto no hay que dudar, pues es de fe–, siendo yo sierva de este Señor y Rey ¿qué mal me pueden ellos hacer a mí?, ¿por qué no he de tener yo fortaleza para combatir contra todo el infierno? Tomaba una cruz en la mano y parecía darme Dios ánimo, que yo me veía otra en un breve tiempo, que no temiera meterme con ellos a brazos, que me parecía que con aquella cruz fácilmente los venciera a todos. Y así dije: “venid ahora todos, que siendo sierva del Señor quiero yo ver qué me podéis hacer”». Y en esta actitud desafiante, concluye: «No hay duda de que me parecía que me tenían miedo, porque yo quedé sosegada y tan sin temor de todos ellos que se me quitaron todos los miedos que solía tener hasta hoy; porque, aunque algunas veces les veía, no les he tenido más casi miedo, antes me parecía que ellos me lo tenían a mí. Me quedó un señorío contra ellos, bien dado por el Señor de todos, que no se me da más de ellos que de moscas. Me parecen tan cobardes que, en viendo que los tienen en poco, no les queda fuerza» (Vida 25,20-21).
El diablo ataca al hombre en ciertos casos con una fuerza persistente muy especial. Ese ataque se da
–en el asedio, también llamado obsesión, el demonio actúa sobre el hombre desde fuera. Se dice interno cuando afecta a las potencias espirituales, sobre todo a las inferiores: violentas inclinaciones malas, repugnancias insuperables, angustias, pulsiones suicidas, etc. Y externo cuando afecta a cualquiera de los sentidos externos, induciendo impresiones, a veces sumamente engañosas, en vista, oído, olfato, gusto, tacto.
–en la posesión el demonio entra en la víctima y la mueve despóticamente desde dentro. Pero adviértase que aunque el diablo haya invadido el cuerpo de un hombre, y obre en él como en propiedad suya, no puede influir en la persona como principio intrínseco de sus acciones y movimientos, sino por un dominio violento, que es ajeno a la sustancia del acto. La posesión diabólica afecta al cuerpo, pero el alma no es invadida, conserva la libertad y, si se mantiene unida a Dios, puede estar en gracia durante la misma posesión (cf. Juan Pablo II, 13-8-1986).
El medio apropiado de lucha espiritual contra el demonio, en estos casos extremos, son los exorcismos. Como ya vimos, fueron ejercitados con frecuencia por Cristo Salvador, y él envió a los Apóstoles como exorcistas, con especiales poderes espirituales para expulsar a los demonios. Los exorcismos deben, pues, ser aplicados a aquellos hombres que son especialmente atacados por el diablo. Así lo enseña el Catecismo de la Iglesia:
«Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraído a su dominio, se habla de exorcismo. Jesús lo practicó, de Él tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar (cf. Mc 3,15; 6,7.13; 16,17). En forma simple, el exorcismo tiene lugar en la celebración del Bautismo. El exorcismo solemne llamado “el gran exorcismo” sólo puede ser practicado por un sacerdote y con el permiso del obispo. En estos casos es preciso proceder con prudencia, observando estrictamente las reglas establecidas por la Iglesia. El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesus ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de una presencia del Maligno y no de una enfermedad» (1673).
Aumentan hoy los asedios y posesiones del diablo. Ya advertía Juan Pablo II que «las impresionantes palabras del Apóstol Juan, “el mundo entero está bajo el Maligno” (1Jn 5,19) aluden a la presencia de Satanás en la historia de la humanidad, una presencia que se hace más fuerte a medida que el hombre y la sociedad se alejan de Dios» (13-8-1886; cf. 20-8). Donde el cristianismo disminuye, crece el poder efectivo del diablo entre los hombres. Muchos de los pocos hombres de Iglesia que hoy se ocupan en esta gravísima cuestión afirman siempre que la acción diabólica está creciendo notablemente en los últimos decenios. Espiritismo, adivinación, esoterismo, tabla ouija, cultos satánicos, santería, macumba, ritos Nueva Era, espectáculos perversos, idolatría de las riquezas, promiscuidad sexual, drogas, son puertas abiertas para la entrada del diablo.
Describen y analizan el acrecentamiento del poder diabólico en el mundo actual, p. ej., el P. Gabriele Amorth, presidente de la Asociación Internacional de Exhorcistas (30 Días, 2001, n.6), el P. René Laurentin, miembro de la Pontificia Academia Teológica de Roma (El demonio ¿símbolo o realidad? Bilbao, Desclée de Brouwer 1998, 149-201), el IV Congreso Nacional de Exorcistas celebrado en México (julio 2009).
Y al mismo tiempo disminuyen los exorcismos hasta casi desaparecer en no pocas Iglesias. En las mismas fuentes que acabo de citar puede verse documentado y analizado este hecho. La apostasía generalizada en ciertas Iglesias locales –pérdida de la fe en el demonio, absentismo masivo a la catequesis y a la Eucaristía dominical, dejación de la confirmación y de la penitencia sacramental, etc.–, lleva también al abandono despectivo de los sacramentales: el agua bendita, las bendiciones, los exorcismos. Muchas diócesis, incluso naciones, no tienen ningún exorcista. Y no pocas Curias diocesanas, por acción o por omisión, eliminan prácticamente los exorcismos de la vida pastoral, pues les ponen tantas exigencias y dificultades, que prácticamente los impiden.
La desaparición de los exorcismos es hoy una pérdida de especial gravedad, pues se produce justamente cuando más se necesitan. El pueblo cristiano pide en el Padre nuestro diariamente «líbranos del Maligno», y ya sabemos que nuestro Señor Jesucristo, gran exorcista, dió poder a sus apóstoles para expulsar los demonios. Por eso hoy es una gran vergüenza que los hombres asediados y poseídos por el diablo se vean en graves peligros espirituales y en terribles sufrimientos sin la ayuda de ciertas Iglesias locales, que se niegan a darles el auxilio poderoso de los exorcismos, resistiendo así la palabra de Cristo: «en mi nombre expulsarán los demonios» (Mc 16,17).
Reforma cuanto antes o apostasía creciente.
José María Iraburu, sacerdote
fonte:reforma o apostasía