Lo primero que descubrimos en el relato es que estas dos personas estaban viviendo una particular situación de dolor y de sufrimiento.
Uno de ellos estaba enfermo, pues era un leproso. Esta terrible enfermedad iba acompañada, aparte del profundo dolor físico, de un sufrimiento espiritual y moral inmenso. En tiempos de Jesús los leprosos eran expulsados del seno de la comunidad, eran catalogados como “impuros”, vivían totalmente marginados y su desgraciada enfermedad era considerada como fruto y consecuencia del pecado. No sólo eran víctimas de una enfermedad inmunda, sino que además sufrían la gran humillación del desprecio y hasta cierto punto de la condena moral.
El otro hombre era un centurión romano; no profesaba la fe de los judíos, por lo tanto era un pagano. Su posición social no era mala, pues tenía criados a su servicio y ejercía el mando sobre una centuria de la legión romana teniendo 80 soldados a sus órdenes.
El sufrimiento de este centurión era un sufrimiento moral causado por la enfermedad que padecía uno de sus criados, que por el contexto podemos deducir que gozaba de un especial y particular aprecio de su señor.
Entre estas dos personas, cuya vida y situación era aparentemente tan distinta, existía sin embargo un misterioso nexo, un lazo existencial. Ambos eran víctimas del dolor y del sufrimiento. Pero, además, a ambos les movía la esperanza de llegar a superar ese trance. No se sentían totalmente derrotados, por lo que no aguardaban pasivamente como “tirados en la cuneta de la vida” el desenlace fatal.
Los dos manifiestan espíritu de lucha, de superación, de búsqueda. Es verdad que la oscuridad envolvía sus vidas en aquel momento. Sin embargo, por alguna rendija de su alma se colaba un misterioso hilo de claridad y decidieron salir en dirección a la luz.
¡Grande e insondable misterio es este! Mientras que Aquél que es la vida y la luz de los hombres lució en las tinieblas, estas no lo acogieron (Cf. Jn 1, 4-5). “Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1, 11). “Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz” (Jn 3, 19) El leproso y el centurión apostaron por la luz, buscaron la luz y poniéndose en camino salieron a su encuentro. Y se encontraron no sólo con la luz, sino con el mismo sol de justicia que no conoce el ocaso y que alumbra a todo hombre.
¿Podría haber algún punto de relación entre estos dos personajes del evangelio y cada uno de nosotros? ¿En qué sentido cabría la posibilidad de una mínima cercanía entre ellos y nosotros, a pesar de la enorme distancia del tiempo?
Querido amigo que me estás escuchando, te dices cristiano y lo eres en virtud del santo bautismo. Pero, sólo estarás siendo fiel a tu condición de cristiano si en todo momento estás dispuesto a acoger en tu corazón y en tu alma la luz. Si verdaderamente amas más la luz que las tinieblas. Si en definitiva, estás dispuesto a ser visitado y a recibir a Aquel que es el “Sol que nace de lo alto y que viene a iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte” (Cf. Lc. 1, 78-79), “Aquél que viene a enderezar nuestros pies y a guiar nuestros pasos por el camino del bien que conduce a la paz” (Cf. Lc. 1, 79)
Si queremos ser auténticamente coherentes con nuestra condición de cristianos, entonces a semejanza del leproso y del centurión hemos de ser buscadores, hemos de vivir en permanente actitud de búsqueda, sin ceder a la tentación del conformismo patológico en el que tantos cristianos se ven sumidos en la hora presente. Un conformismo que anestesia tantas almas, adormece tantos espíritus y deriva en una actitud de un absoluto y despreciable entreguismo a los enemigos de Dios, del hombre y de la civilización cristiana.
"Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre" (Mt 7, 7)
¿Acaso no vemos espléndidamente cumplidas estas palabras de Jesús, como premio y respuesta de Dios misericordioso a la fe del leproso y del centurión?
¿Quién de nosotros no experimenta el cansancio en la dura batalla de la superación personal, o no es asaltado en ocasiones por la tentación de la tristeza y acaso de la desesperación? ¿Quién no sufre en su propio cuerpo los rigores de la enfermedad o no experimenta en su corazón el dolor por la desgracia del amigo y de aquellos a quienes ama, o la espada que atraviesa el alma por la muerte de los seres queridos? ¿Quién está totalmente libre de cualquier forma de abatimiento o de cualquier sombra de amargura?
También nosotros, como el leproso y como el centurión, hemos de ponernos en camino, hemos de salir de nosotros mismos. No podemos resignarnos a “lamer nuestra propias heridas” sin más. Hemos de pedir, de buscar y de llamar, con la confianza absoluta de que la fe será siempre finalmente premiada y correspondida, en esta vida o en la vida futura.
“Atesorad tesoros en el cielo” (Mt. 6, 19). Los tesoros de la fe, los tesoros de nuestra confianza en Dios, de nuestra esperanza “contra toda esperanza” en las palabras y en las promesas de Aquél que es el único veraz, y que nos dice “Yo soy el Camino, la Verdad, y la Vida (Jn 14, 6). Aquél único de quien puede decir verdaderamente cada uno de nosotros, “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gal. 2, 20).
Amados hermanos, no nos conformemos con quedarnos escuchando a quien nos habla de la hermosura de la luz. Pongámonos de inmediato en camino y salgamos cada día al encuentro de Cristo Luz del mundo (Cf. Jn 8, 12), dejemos que Él ilumine nuestra alma con su luz y la acaricie con su calor.
Espantemos la tentación de quedarnos como necios tan sólo escuchando a quien nos habla del único médico que puede curar las heridas de nuestra alma, el único que puede sanar las heridas de nuestra psicología o de nuestra afectividad. Salgamos decididos al encuentro del médico divino y como el humilde leproso adorémosle y digámosle con fe y con humildad: “Señor, si quieres puedes limpiarme”. Sin duda, que Él extenderá su mano y premiará nuestra fe con dulces y firmes palabras: “Quiero, queda limpio”.
No deberíamos ceder a la tentación de quedarnos abandonados en la oscuridad cuando a nuestro lado está pasando el mismo Sol. ¡Acerquémonos a la luz! ¡Acerquémonos a Jesús y pidámosle que Él nos ilumine!
No nos quedemos sumidos en nuestras propias dudas o vacilaciones cuando a nuestro lado está pasando la misma Verdad. ¡Acerquémonos a la Verdad! ¡Acerquémonos a Jesús y pidámosle que Él nos hable, nos enseñe y nos oriente!
Respondiendo a la pregunta que nos hacíamos anteriormente, bien podemos decir que el leproso somos cada uno de nosotros, siempre necesitados del perdón y de la gracia de Dios. Siempre necesitados de sentirnos amados, acogidos y reintegrados con amor.
Y también somos el centurión que a pesar de no tener quizás necesidades materiales, y tener un cierto prestigio, amistades y una posición, sin embargo no nos son ajenos el dolor, ni el sufrimiento.
Tú y yo somos el leproso y el centurión, porque como ellos siempre estaremos necesitados y seremos indigentes de alguna manera. Pero, sobre todo lo más importante es que también cada día de nuestra vida a nuestro lado estará pasando Jesús el Señor. Y Él es siempre el mismo, hace dos mil años como hoy. Él es nuestro Salvador, nuestro Redentor, nuestro Buen Samaritano.
Corramos, también nosotros a su encuentro, aunque nos parezca que nuestra fe no alumbra más que un pequeñísimo hijo de luz. Postrémonos ante Él y digámosle desde lo profundo del corazón: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma quedará sana”. Jesús hará lo demás.
Nosotros somos más agraciados que nuestros dos protagonistas, porque contamos siempre con una mano dulce y materna que nos conduce infaliblemente hasta Jesús. Es la mano maternal de la Virgen Inmaculada en cuyo Corazón vive Jesús como en el más hermoso y rico Sagrario.
¡OH María, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre! ¡Oh clemens, oh pía, oh dulcis Virgo María!
Amén.