Tomás Pègues O.P.
Catecismo de la Suma
Teológica
Sección Segunda
(II – II, q. I – CLXXXIX)
Estudio concreto de los medios que
debe emplear el hombre para volver
a Dios
I
De los actos buenos y malos en particular. Virtudes teologales
— ¿Cuáles son las más notables entre las virtudes y aquellas cuyos actos tienen mayor
trascendencia?
— Las teologales.
— ¿Por qué?
— Porque mediante ellas se encamina el hombre al fin sobrenatural en la medida que
puede y debe pro-curárselo en este mundo.
— Luego sin las virtudes teologales, ¿no puede el hombre ejecutar actos meritorios de
premio sobrenatural?
— No señor.
— ¿Cuántas y cuáles son?
— Tres: Fe, Esperanza y Caridad.
II
De la naturaleza de la fe. Fórmula y cualidades de su acto. El
Credo. Pecados opuestos a la fe: infidelidad, herejía, apostasía y
blasfemia.
— ¿Qué cosa es fe?
— Una virtud sobrenatural por cuyo influjo el entendimiento adhiere
inquebrantablemente y sin temor de errar a Dios corno fin y objeto de la eterna
bienaventuranza, y a las verdades por El reveladas, aunque no las comprenda (I, II, IV).
— ¿Cómo puede el entendimiento admitir de modo tan absoluto verdades que no
entiende?
— Basándose en la autoridad de Dios que ni puede engañarse ni engañarnos (I, 1).
— ¿Por qué Dios no puede engañarse ni engañarnos?
— Porque es la verdad por esencia (I, 1; IV, 8).
— ¿Cómo podemos cerciorarnos de cuáles sean las verdades reveladas por Dios?
— Mediante el testimonio de aquellos a quienes se las reveló, o confió el depósito de la
revelación (I, 6-10).
— ¿A quiénes las reveló?
— Primeramente, a Adán en el Paraíso; más tarde, a los Profetas del Antiguo
Testamento; por último, a los Apóstoles en tiempo de Jesucristo (I, 7).
— ¿Cómo lo sabemos?
— Por las aseveraciones bien comprobadas de la historia que refiere el hecho de la
revelación sobrenatural, y los milagros realizados por Dios en testimonio de su autenticidad.
— ¿Es el milagro prueba concluyente de la intervención sobrenatural divina?
— Sí señor; puesto que es acto propio de Dios y ninguna criatura puede realizarlo con
sus propios medios.
— ¿En dónde se halla escrita la historia de la revelación y de otros hechos
sobrenaturales de Dios?
— En la Sagrada Escritura, llamada también la Biblia.
— ¿Qué entendéis por Sagrada Escritura?
— Una colección de libros divididos en dos grupos, llamados Antiguo y Nuevo
Testamento.
— ¿Son acaso estos libros resumen y compendio de todo lo que se ha escrito?
— No señor; porque los demás libros fueron escritos por los hombres, y éstos por el
mismo Dios.
— ¿Qué significa que fueron escritos por el mismo Dios?
— Que Dios es su Autor principal, y para escribirlos utilizó, a manera de instrumentos,
a algunos hombres por El elegidos.
— Luego, ¿es divino el contenido de los Libros Santos?
— Atendiendo al primer original autógrafo de los escritores sagrados, Sí señor; las
copias lo son en la medida en que se conformen con el original.
— Luego la lectura de estos libros, ¿equivale a escuchar la palabra divina?
— Sí señor.
— ¿Podemos equivocar y torcer el sentido de la divina palabra?
— Sí señor; porque si bien en la Sagrada Escritura hay pasajes clarísimos, también
abundan los difíciles y oscuros.
— ¿De dónde proviene la dificultad de entender la palabra divina?
— En primer lugar, de los misterios que encierra, puesto que en ocasiones enuncia
verdades superiores al alcance de las inteligencias creadas, y que solamente Dios puede
comprenderlo; proviene además de lo difícil que se hace interpretar libros antiquísimos,
escritos primeramente para pueblos que tenían idioma y costumbres muy diferentes de los
nuestros; finalmente, de las equivocaciones que hayan podido deslizarse, bien en las copias
de los originales, bien en las traducciones sobre ellas calcadas, y en sus copias.
— ¿Hay alguien que esté seguro de no equivocarse al interpretar el sentido de la
palabra de Dios consignada en la Santa Biblia?
— Sí señor; el Romano Pontífice, y con él la Iglesia Católica en el magisterio universal
(I, 10).
— ¿Por qué?
— Porque Dios ha querido que fuesen infalibles.
— ¿Y por qué lo quiso?
— Porque, si no lo fuesen, carecerían los hombres de medios seguros para alcanzar el fin
sobrenatural a que están llamados (Ibíd.).
— Por consiguiente, ¿qué entendemos al decir que el Papa y la Iglesia son infalibles en
materia de fe y costumbres?
— Que cuando enuncian e interpretan la palabra divina, ni pueden engañarse ni
engañarnos en lo referente a lo que estamos obligados a creer y practicar para conseguir la
bienaventuranza eterna.
— ¿Existe algún compendio de las verdades esenciales de fe?
— Sí señor; el Credo, o Símbolo de los Apóstoles (I, 6).
Helo aquí conforme lo reza diariamente la Iglesia:
"Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra;
y en Jesucristo su único Hijo, nuestro Señor,
que fue concebido del Espíritu Santo; nació de la Virgen María;
padeció debajo del poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado;
descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos;
subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso;
desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Creo en el Espíritu Santo,
la santa Iglesia católica, la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne,
la vida eterna. Amén".
— ¿Es la recitación del Credo o Símbolo de los Apóstoles el acto de fe por excelencia?
— Sí señor; y nunca debemos cesar de recomendar a los fieles su práctica diaria.
— ¿Podréis indicarme alguna otra fórmula breve, exacta y suficiente para practicar la
virtud de la fe sobrenatural?
— Sí señor; he aquí una en forma de plegaria: "Dios y señor mío; fiado en vuestra divina
palabra, creo todo lo que habéis revelado para que los hombres, conociéndoos, os glorifiquen
en la tierra y gocen algún día de vuestra presencia en el cielo".
— ¿Quiénes pueden hacer actos de fe?
— Solamente los que poseen la correspondiente virtud sobrenatural (IV, V).
— Luego, ¿no pueden hacerlos los infieles?
— No señor; porque no creen en la Revelación, bien sea porque, ignorándola, no se
entregan confiados en las manos de Dios ni se someten a lo que de ellos exige, o porque,
habiéndola conocido, rehusaron prestarle asentimiento (X).
— ¿Pueden hacerlos los impíos?
— Tampoco, porque si bien tienen por ciertas las verdades reveladas fundados en la
absoluta veracidad divina, su fe no es efecto de acatamiento y sumisión a Dios, a quien
detestan, aunque a pesar suyo se vean obligados a confesarlo (V, 2, ad 2).
— ¿Es posible que haya hombres sin fe sobrenatural que crean en esta forma?
— Sí señor; y en ello imitan la fe de los demonios (V, 2).
— ¿Pueden creer los herejes con fe sobrenatural?
— No señor; porque, aunque admiten algunas verdades reveladas, no fundan el
asentimiento en la autoridad divina, sino en el propio juicio (V, 3).
— Luego los herejes, ¿están más alejados de la verdadera fe que los impíos, y que los
mismos demonios?
— Sí señor; porque no se apoyan en la autoridad de Dios.
— ¿Pueden creer con fe sobrenatural los apóstatas?
— No señor; porque rechazan lo que habían creído bajo la palabra divina (XII).
— ¿Pueden creer los pecadores con fe sobrenatural?
— Pueden, con tal que conserven la fe como virtud sobrenatural; y pueden tenerla, si
bien en estado imperfecto, aun cuando, por efecto del pecado mortal, estén privados de la
caridad (IV, 1-4).
— ¿Luego no todos los pecados mortales destruyen la fe?
— No señor (X, 1, 4).
— ¿En qué consiste el pecado contra la fe llamado infidelidad?
— En rehusar someter el entendimiento, por respeto y amor de Dios, a las virtudes
sobrenaturales reveladas (X, 1-3).
— Y siempre que esto sucede, ¿es por culpa del hombre?
— Sí señor; porque resiste a la gracia actual con que Dios le invita e impulsa a
someterse (VI, 1, 2).
— ¿Concede Dios esta gracia actual a todos los hombres?
— Con mayor o menor intensidad, y en la medida prefijada en los decretos de su
providencia, sí señor.
— ¿Es grande y muy estimable la merced que Dios nos hace al infundirnos la virtud de
la fe?
— Es en cierto modo la mayor de todas.
— ¿Por qué?
— Porque sin fe sobrenatural nada podemos intentar en orden a nuestra salvación, y
estamos perpetua-mente excluidos de la gloria, si Dios no se digna concedérnosla antes de la
muerte (II, 5-8, IV, 7).
— Luego cuando tenemos la dicha de poseerla, ¿qué pecado será frecuentar compañías,
mantener conversaciones o dedicarse a lecturas capaces de hacerla perder?
— Pecado gravísimo haciéndolo espontánea y conscientemente, y de cualquier modo
acto reprobable, puesto que siempre lo es exponerse a semejante peligro.
— Luego, ¿nos importa sobremanera elegir con acierto nuestras amistades y lecturas
para encontrar en ellas, no rémoras, sino estímulos para arraigar la fe?
— Sí señor; y especialmente en esta época en que el desenfreno, llamado libertad de
imprenta, ofrece tantas ocasiones y medios de perderla.
— ¿Existe algún otro pecado contra la fe?
— Sí señor; el pecado de blasfemia (XIII).
— ¿Por qué la blasfemia es pecado contra la fe?
— Por ser directamente opuesto al acto exterior de fe, que consiste en confesarla de
palabra, y la blasfemia consiste en proferir palabras injuriosas contra Dios y sus santos
(XIII, 1).
— ¿Es siempre pecado grave la blasfemia?
— Sí señor (XIII, 2-3).
— La costumbre de proferirlas, ¿excusa o atenúa su gravedad?
— En vez de atenuarla la agrava, pues la costumbre demuestra que se dejó arraigar el
mal en lugar de ponerle remedio (XIII, 2, ad 3).
III
De los dones del Espíritu Santo correspondientes a la fe: don de
entendimiento y don de ciencia. Vicios opuestos: ceguedad de
espíritu e insensibilidad.
— ¿Es suficiente la virtud de la fe para conocer las verdades sobrenaturales en la
medida con que podemos conocerlas en este mundo?
— Con la cooperación de algunos dones del Espíritu Santo, sí señor (VIII, 2).
— ¿Cuáles son los dones del Espíritu Santo destinados a cooperar con la fe?
— Los de entendimiento y ciencia (VIII, IX).
— ¿De qué manera auxilia el don de entendimiento a la virtud de la fe para conocer las
verdades reveladas?
— Si se trata de verdades que no exceden la capacidad de nuestro entendimiento,
haciendo que éste, bajo el influjo directo del Espíritu Santo, penetre el sentido íntimo y más
recóndito de los enunciados divinos y de las proposiciones que con ellos guardan relación; y
cuando se trate de misterios, haciéndole ver que no se les opone ninguna otra verdad
conocida, a pesar de los problemas y dificultades que los misterios plantean (Ibíd.).
— Luego el don de entendimiento, ¿es el don de iluminación por excelencia?
— Sí señor, y cuanto de claridad y puros goces intelectuales del orden sobrenatural hay
en nosotros, lo debemos al don de entendimiento, el cual hace fructificar en el alma los
gérmenes de la verdad infinita, objeto propio y directo de la virtud de la fe (VIII, 2).
— ¿Influye también el don de entendimiento en la práctica de las virtudes?
— Sí señor, ya que tiene por objeto poner de relieve los bienes sobrenaturales
anunciados y prometidos en la Revelación, con objeto de que la voluntad, divinizada por el
amor de caridad, los busque como medio de alcanzar la eterna bienaventuranza (VIII, 3, 4,
5).
— ¿Podréis decirme en qué se distinguen la fe y otros dones del Espíritu Santo tales
como los de sabiduría, ciencia y consejo, el don de entendimiento, supuesto que una y otros
perfeccionan a la misma inteligencia?
— Sí señor; la fe tiene por objeto proponernos tres clases de verdades reveladas; unas
referentes a Dios en el orden sobrenatural, otras a las criaturas y otras a la dirección y
gobierno de los actos humanos. Puede el hombre asentir a ellas mediante la fe, pero no
puede comprenderlas ni penetrar su sentido íntimo en forma que le sirvan de base para
formular juicio fundado y seguro. Manifestar el sentido íntimo, propio y exclusivo de las
verdades reveladas es el objeto del don de entendimiento; formar juicio recto y seguro en las
referentes a Dios, es lo propio del don de sabiduría; en los concernientes a las criaturas, del
don de ciencia, y en lo que atañe a los actos humanos, del don de consejo (VIII, 6).
— Tomando en cuenta estas doctrinas, explicadme el objeto y alcance del don de ciencia.
— Es el don de ciencia una virtud merced a la cual el cristiano, en estado de gracia y
directamente movido por el Espíritu Santo, conoce y distingue con golpe de vista certero, sin
discurso ni raciocinio, de modo directo, pudiéramos decir, intuitivo, lo que es objeto de la fe,
regla de bien obrar y acto virtuoso, de lo que no lo es, y la manera como hemos de servirnos
de las criaturas para acercarnos a la Verdad Suprema, objeto de la fe y último fin de
nuestras acciones (IX, 1-3).
— ¿Tiene este don importancia especial en nuestros días?
— Sí señor; porque es el remedio por excelencia para una de las mayores plagas que
afligen al género humano desde la época del Renacimiento.
— ¿A qué plaga os referís?
— A una que prevaleció hasta en los pueblos en otro tiempo profundamente cristianos,
al reinado de la falsa ciencia que, olvidada de cómo las criaturas deben servir de medios
para acercarnos al Creador, en el orden especulativo convirtió el estudio en arma para
combatir la fe, y en el práctico renovó las corrompidas costumbres de los antiguos paganos,
tanto más perniciosas, cuanto sucedían a una espléndida floración de las virtudes
sobrenaturales practicadas por los santos.
— ¿Es ésta una de las principales causas de los males que afligen a la sociedad
moderna?
— Sí señor.
— ¿Dónde, pues, hallaremos remedio poderoso contra los males de esta sociedad impía y
apartada de Dios?
— En la virtud de la fe, y en sus inseparables aliados cuando el hombre está en gracia,
los dones de entendimiento y de ciencia.
— ¿Cuáles son los vicios opuestos a estos dones?
— Al don de ciencia se opone la ignorancia, y al de entendimiento la ceguera de espíritu
y la insensibilidad o embrutecimiento de los sentidos.
— ¿De dónde provienen estos vicios, especialmente los dos últimos?
— Particularmente de los pecados carnales que asfixian el alma (XV, 3).
IV
Preceptos concernientes a la fe. La enseñanza catequística y la
Suma de Santo Tomás de Aquino.
— ¿Existen en la ley divina preceptos concernientes a la fe?
— Sí señor; y particularmente en la ley nueva (XVI, 1, 2).
— ¿Por qué decís, particularmente en la ley nueva?
— Porque la antigua no mandaba creer los dogmas en concreto, puesto que no fue
voluntad de Dios ex-ponerlos al pueblo en esta forma (XVI, 1).
— ¿Por qué no se exigió al pueblo judío conocimiento y fe explícita de los misterios en
concreto, o por lo menos de los principales, el de la Trinidad y el de la Encarnación, como se
exige hoy a todos los hombres?
— Porque el misterio de la Encarnación no existía en el Antiguo Testamento más que
como figura y promesa, y estaba reservada a Jesucristo la misión de revelarlo junto con el de
la Santísima Trinidad.
— Por consiguiente, ¿qué cosas estaban obligados a creer los fieles de la antigua ley?
— Explícitamente nada en particular ni en concreto de los dos grandes misterios;
implícitamente, todo, puesto que creían en la inefable grandeza de Dios, y confiaban en sus
divinas promesas (XVI, 1).
— ¿Era aquello suficiente para que sus actos de fe fuesen actos de virtud sobrenatural?
— Sí señor.
— ¿Es nuestra fe más completa y perfecta que la de los judíos?
— Sí señor.
— ¿En qué consiste esta superioridad?
— En que a ellos sólo fue dado entrever de una manera vaga y simbólica los misterios
sobrenaturales de la gloria que a nosotros, aunque velados y entre sombras, expresamente
se nos declaran.
— ¿Estamos obligados a meditar en ellos con frecuencia y a ejercitarnos en penetrar lo
más recóndito
de su sentido mediante los dones del Espíritu Santo?
— Sí señor; y con objeto de facilitarnos el cumplimiento de esta obligación, despliega la
Iglesia tanto celo y diligencia en enseñar a los fieles las verdades de la fe.
— ¿Qué método emplea ordinariamente la Iglesia?
— El de enseñar el Catecismo.
— Luego, ¿tienen obligación todos los fieles de aprender el Catecismo en la medida que
lo permitan sus facultades?
— Sí señor.
— ¿Tiene el Catecismo importancia y autoridad especiales?
— Sí señor; porque es una iniciación en el estudio y conocimiento de las más sublimes y
deslumbradoras verdades del orden sobrenatural.
— ¿Quién ejerce el magisterio catequístico?
— La Iglesia por medio de sus más grandes genios y doctores.
— ¿Podemos decir que la enseñanza catequística es fruto de los dones del Espíritu
Santo en la Iglesia de Dios?
— Sí señor; porque en el fondo se reduce a proponer a los fieles con mayor o menor
extensión el más preciado y maravilloso fruto de los dones del Espíritu Santo, la Suma
Teológica de Santo Tomás de Aquino.
— ¿Tiene la Suma Teológica grande y especialísima autoridad en la Iglesia de Cristo?
— Sí señor; la Iglesia impone a todos los que enseñan en su nombre la obligación de
inspirarse y enseñar sus doctrinas (Código, cánones 589, 1366).
— ¿Es, por consiguiente, digna del mayor encomio la labor de los que a esta enseñanza
se dedican?
— Sí señor; porque es el medio más seguro para que nadie se desvíe de lo que enseña la
fe, y de lo que, exige la razón.