En el nombre del Padre, y de Hijo y del Espíritu Santo.
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El Evangelio de la Misa nos presenta a Jesús que llega de nuevo a Cafarnaún, donde le espera una gran muchedumbre. Con especial necesidad y fe le aguardan “un príncipe” (que de acuerdo al evangelista San Marcos era el jefe de la sinagoga, de nombre Jairo), que tiene una hija a punto de morir, y una mujer con una larga enfermedad en la que había gastado toda la fortuna; ambos sienten una especial urgencia de El. Por el camino hacia la casa de Jairo tiene lugar la curación e esta enferma, que ha depositado toda su esperanza en Cristo.
Llega a la casa de Jairo, y ve el alboroto, y a los que lloran y a las plañideras. Y al entrar, les dice: La niña no ha muerto, sino que duerme. Y se reían de El… No comprenden que para Dios la verdadera muerte es el pecado, que mata la vida divina en el alma. La muerte terrena es, para el creyente, como un sueño del que despierta en Dios. Así la consideraban los primeros cristianos. No quiero que estéis ignorantes –exhortaba San Pablo a los tesalonicenses- acerca de los que durmieron, para que no os entristezcáis como los que no tienen esperanza. No podemos afligirnos como quienes nada esperan después de esta vida, porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios a los que se durmieron con El los llevará consigo. Hará con nosotros lo que hizo con Lázaro: Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a despertarlo. Y cuando los discípulos piensan que se trataba del sueño natural, el Señor claramente afirma: Lázaro ha muerto. Cuando llegue la muerte cerraremos los ojos a esta vida y nos despertaremos en la Vida auténtica, la que dura por toda la eternidad: al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo, rezamos en el Salmo 9, 6. El pecado es la auténtica muerte, pues es la tremenda separación –el hombre rompe con Dios-, junto a la cual la otra separación, la del cuerpo y del alma, es cosa más liviana y provisional: Quien crea en Mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí, no morirá jamás.
La muerte, que era la suprema enemiga, es nuestra aliada, se ha convertido en el último paso tras el cual encontramos el abrazo definitivo con nuestro Padre, que nos espera desde siempre y que nos destinó para permanecer con El. “Cuando pienses en la muerte, a pesar de tus pecados, no tengas miedo… Porque El ya sabe que le amas… y de qué pastas estás hecho. Si tú le buscas, te acogerá como el padre al hijo pródigo: ¡pero has de buscarle!”, nos recuerda San Josemaría Escrivá.
No es la muerte corporal un mal absoluto. “No olvides, hijo, que para ti en la tierra sólo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado”(San Josemaría), pues “muerte del alma es no tener a Dios” (San Juan de la Cruz). Cuando el hombre peca gravemente se pierde para sí mismo y para Dios: es la peor tragedia que puede sucederle. Se aparta radicalmente de Dios, por la muerte de la vida divina en su alma… Pidamos con frecuencia al Señor tener siempre presente el sentido del pecado y su gravedad, no poner jamás el alma en peligro, no acostumbrarnos a ver el pecado a nuestro alrededor como algo de poca importancia, y saber desagraviar por las faltas propias y por las de todos los hombres. Que el Señor pueda decir al final de nuestra vida: No ha muerto, sino que duerme. El nos despertará entonces a la Vida.
Pidamos a la Virgen nuestra Madre que nos otorgue el don de apreciar, por encima de todos los bienes humanos, incluso de la misma vida corporal, la vida del alma, y que nos haga reaccionar con contrición verdadera ante las flaquezas y errores; que podamos decir con el Salmista: ríos de lágrimas derramaron mis ojos, porque no observaron tu ley. No importa tanto la muerte corporal como mantener y aumentar la vida del alma.
Que así sea.
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En el nombre del Padre, y de Hijo y del Espíritu Santo.
fonte:santa Bárbara de la Reina
fonte:santa Bárbara de la Reina