–¿Y no se cansa y se entristece denunciando tantos errores que corren en la Iglesia?.
–Limpiar las ventanas sucias de una iglesia, y ver que se llena de la luz del Sol, es una gran alegría para mí y para muchos. El trabajo sí es un tanto penoso, y es incluso peligroso, sobre todo cuando se limpian las ventanas que están más altas.
El doctor José Román Flecha Andrés (León, 1941-), catedrático de Teología Moral, especializado en Bioética, fue vicerrector de la Universidad Pontificia de Salamanca (1989-1990) y decano de la Facultad de Teología (1990-1993), (2002-2005). Ha publicado un gran número de obras.
Sus manuales de teología moral, que ahora comento, son la Teología moral fundamental (BAC, manuales Sapientia fidei, nº 8, Madrid 1997, 367 págs.) y la Moral de la persona (ib., nº 28, 2002, 304 págs.). Estas obras las denuncié –y creo que también otros antes y después– a la Comisión Episcopal de la Doctrina de la Fe primero, a la Congregación romana correspondiente después, y finalmente al Arzobispado de Madrid, pero sin resultado alguno.
La fundamentación casi imposible de la moral. En el primer volumen las dificultades del profesor Flecha para fundamentar la Teología Moral son tan grandes que no logra superarlas. Vamos por partes.
Dios y el alma. La Iglesia enseña que la moral católica ha de fundamentarse en Dios y en la naturaleza de su imagen, el hombre, que es unidad de un cuerpo y de un alma, inmediatamente infundida por Dios (cf. Catecismo 355-366). La Congregación de la Doctrina de la Fe, a este propósito, recuerda que
«la Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, opina sin embargo que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» (17-V-1979; cf. Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios 1968, 8).
Flecha no emplea en su obra el término «alma». Lo rehuye, puede decirse, en forma sistemática. Y si trata brevemente del hombre como imagen de Dios, no lo hace para fundamentar en ello la moral (149-150).
La ley natural. La Iglesia siempre ha fundamentado la moral en las leyes naturales (Vaticano II, Dignitatis humanæ 3; Juan Pablo II, Veritatis Splendor 1993, 43-53). Pero tampoco esta fundamentación, según parece, le vale al profesor Flecha para establecer su Teología Moral Fundamental. Más bien él estima que se ha hecho un mal uso de la ley natural, en sus diversos modelos históricos, concretamente en sus modelos principales, cos-mocéntrico y biologicista (244-245).
«Se ha olvidado con frecuencia la circunstancia concreta de la persona y las formulaciones morales se han encarnado así en principios abstractos únicos, objetivados e inmutables» (247). El error principal radica, a su juicio, en que esta moral apela «a una “naturaleza” humana, común e invariable, como base para el encuentro ético. Se trata con frecuencia de una naturaleza entrevista a través de filtros reduccionistas. O bien es demasiado hipostasiada y ahistórica, demasiado objetivada como para tener en cuenta la densidad subjetiva y circunstancial del sentido, la intención y la vivencia personal que constituyen las coordenadas inevitables del comportamiento humano. O bien la naturaleza humana es vista de una forma tan “naturalista” que parece referirse más al campo de la etología que al de la ética. O bien hace pasar por datos normativos, en cuanto naturales, los que son datos puramente culturales» (134ss).
La naturaleza, pues, da una base en la práctica muy ambigua para fundamentar la moral, porque las maneras de entender esa naturaleza «se encuentran ineludiblemente sujetas al ritmo de la historia y de la cultura», e incluso «la misma aproximación hermenéutica a los contenidos noéticos de la fe varía notablemente de un momento a otro de la historia» (138).
Flecha, pues, a la hora de elaborar una Teología moral fundamental, denuncia el mal uso hecho de la ley natural, «en sus diversos modelos históricos». Pero él, una vez señaladas esas desviaciones reales o presuntas, no logra, ni intenta superarlas, sino que más bien, parece renunciar a esa línea de fundamentación, considerándola inviable.
La Sagrada Escritura, los mandamientos. También halla Flecha grandes dificultades para fundamentar la moral en la Sagrada Escritura, el Decálogo y demás mandamientos de la Ley divina revelada: «Los preceptos morales que encontramos en la Biblia –todos o algunos de ellos– parecen depender de la cultura del tiempo y el espacio en que nacieron» (77). Por tanto, si quizá todos los preceptos morales bíblicos dependen de la cultura de la época en que nacieron, no podrán servir de fundamento a una moral objetiva y universal. Eso es evidente. La sagrada Escritura no nos vale, pues, para fundamentar la moral.
¿Una ética cívica universal? ¿Dónde, pues, habrá que poner el fundamento de la moral? ¿Será posible fundamentarla en el consenso de una ética civil? «En esa situación, la “ética civil” constituye la apelación a lo más valioso, libre y liberador de las conciencias ciudadanas» (141). Y afirma así (141), citando a Marciano Vidal:
«La ética civil pretende realizar el viejo sueño de una moral común para toda la humanidad. En la época sacral y jusnaturalista del pensamiento occidental, ese sueño cobró realidad mediante la teoría de la “ley natural”. Con el advenimiento de la secularidad y teniendo en cuenta las críticas hechas al jusnaturalismo, se ha buscado suplir la categoría ética de la ley natural con la de ética civil. Ésta es, por definición, una categoría moral secular» (Retos morales en la sociedad y en la Iglesia, Estella 1992, 60; cf. Moral de actitudes, I, Madrid 19815, 135-75). Y sigue Flecha: «Si por ética civil se entiende un mínimo axiológico consensuado y regulado por la legislación, para que la sociedad plural pueda funcionar de forma no sólo pragmática sino humana, la fe cristiana no puede ni debe mostrar reticencias a su llegada» (140).
La fe cristiana, por el contrario, puede y debe mostrar su rechazo a fundamentar la moral en una ética civil de consenso, que ignore la Revelación divina y que prescinda incluso de la ley natural, que a un tiempo expresa la naturaleza de las criaturas y la ley del Creador impresa en ellas. Por eso el mismo profesor Flecha, citando una enseñanza de la Conferencia Episcopal Española, se ve obligado a dar «un toque de atención ante un uso mini-malista de esa apelación» a la conciencia ciudadana de una ética civil (139-140).
La conciencia. ¿Cómo, pues, y dónde podrán las conciencias personales fundamentar la moral? ¿Ajustando previamente esas conciencias a alguna Ley divina o natural?… El profesor Flecha no entiende la función primaria de la conciencia como la aplicación al caso concreto de una norma moral objetiva y universal. Por eso mismo, insiste poco en la necesidad de formarla adecuadamente en la verdad y la rectitud. Más bien estima que
«habrá que subrayar la autonomía de la conciencia moral, su carácter humanizador, y reivindicar para ella un cierto espontaneísmo que, desde el discernimiento de los valores que entran en conflicto en una determinada situación, supere el rígido esquema intelectualista que fue habitual hasta este siglo» (288-289). Esto recuerda aquello de Schillebeeckx sobre la moral de situación: «Tenemos que poner hoy el acento en la importancia de las normas objetivas tanto como en la necesidad de la creatividad de la conciencia y del sentido de las responsabilidades personales» (Dios y el hombre, Sígueme, Salamanca 1968, cp. 7, C,II, pg. 357).
La expresión «creatividad de la conciencia» es falsa. La conciencia no crea leyes o valores, sino que interpreta y aplica al caso concreto una norma moral divina, natural, preexistente. En todo caso, nunca la ley moral puede ser creada por la conciencia (cf. Veritatis splendor 55).
Los valores. ¿Pero, entonces, esa «ética civil», basada en el testimonio de «las conciencias», no adolecerá inevitablemente de relativismo y de subjetivismo arbitrario, así como de contradicciones íntimas y de frecuentes cambios históricos? ¿No será necesario que la conciencia se sujete a la orientación de ciertos valores estables?
Flecha pretende, por supuesto, escapar de esas dificultades obvias. Él pretende alcanzar una objetividad para la moral. Pero no queda claro en absoluto qué fundamentos válidos propone para ello. Apela a la majestad de ciertos valores éticos (213), pero no hay modo de alcanzar esa «majestad» de valores si éstos no son fundamentados en Dios, en Cristo, en la Palabra divina, en el alma, en la naturaleza. Flecha afirma, en la misma página, que se trata de valores objetivos (233), pero reconoce también que en su aspecto epistemológico son variables (233), «tienen un carácter histórico y cambiante» (234). ¿Entonces?…
Conflictos de valores. Así las cosas, cómo no, serán inevitables los conflictos de valores, que la conciencia del hombre habrá de resolver. Y la clave para la solución de estos dilemas posibles, previsibles y en cierto modo necesarios habrá de darse en la búsqueda de la felicidad: «es precisamente en relación al anhelo humano de felicidad donde adquiere su final consistencia la apelación a los valores de la ética» (235)… Absolutamente decepcionante.
Densa y compleja oscuridad. Este manual del profesor Flecha sobre Moral fundamental es sumamente complejo y oscuro de pensamiento. Y en más de 350 páginas, dando continuamente «una de cal y otra de arena», no consigue fundamentar con claridad y firmeza un orden moral a la luz de la razón y de la fe.
Siguiendo el curso de ese pensamiento oscilante, puede decirse que casi todas las afirmaciones ambiguas o erróneas del texto podrían ser salvadas leyéndolas con una mente muy bien formada, con muy buena voluntad y con mucha paciencia. En efecto, rara será en este libro la afirmación ambigua o falsa que el autor no pueda justificar alegando sobre el mismo tema otra afirmación verdadera hecha en distinto lugar.
Densa y compleja oscuridad. No es ésa la moral cristiana. Todo lo contrario, porque en ella el camino del hombre es Cristo mismo: «Yo soy la Luz del mundo, y el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida» (Jn 8,12).
Con el favor de Dios, continuaré el examen de estas dos obras.
José María Iraburu, sacerdote
Fonte: Reforma o apostasía