El escenario imponente: la nave central de la Basílica de la Purísima Concepción en todo su esplendor, iluminada por todas las arañas colgantes y otros reflectores, como en los días de mayor solemnidad. El altar convenientemente dispuesto y aderezado, con los cirios flanqueando una cruz bien visible en el centro (cosa rara en Barcelona). En el lado del evangelio, una recién estrenada lápida marmórea que conmemora la elevación de la iglesia parroquial a basílica menor, título concedido por la congregación romana que preside el invitado. El templo a rebosar de oyentes. El clero se instala en el coro: todos revestidos de alba (sin cíngulo) y estola morada. Por la puerta que da al claustro entra una discreta procesión: acólitos, ceremonieros, cruciferario, los cardenales Antonio Cañizares y Lluis Martínez Sistach, el rector de la basílica, Dr. Ramón Corts, y una serie de personalidades, entre quienes sólo acierto a reconocer a Alberto Fernández Díaz, antiguo presidente del PP de Cataluña. Toda la concurrencia se levanta y se oyen unos cuantos aplausos (costumbre que personalmente detesto en una iglesia), que afortunadamente cesan pronto. Los purpurados oran unos momentos ante el altar del Santísimo (la primera capilla del lado de la epístola) y acto seguido van a sentarse: el arzobispo barcinonense en su sitial reservado en primera fila; el prefecto del Culto Divino ante la mesa de conferenciante. El Dr. Corts presenta el programa de conferencias cuaresmales y da la bienvenida al cardenal Cañizares, agradeciéndole su presencia. El prefecto del Culto Divino comienza entonces su disertación, que versa sobre el tema: “Reavivar el espíritu de la Liturgia”.
La conferencia está dividida en dos partes: en la primera se trata de la necesidad de redescubrir a Dios en una sociedad que vive como si Él no existiera; en la segunda, de cómo ese redescubrimiento se debe traducir en la liturgia. Es decir, se plantea la cuestión de la fe y de la manera cómo esa fe se hace viva y presente en el culto de la Iglesia. El cardenal comienza con una descripción exacta de la situación religiosa en un mundo secularizado como el nuestro, en el que se vive en función de lo inmanente sin referencia alguna a lo trascendente. En esta perspectiva Dios no tiene cabida, no se le admite. Si existe o no, no es un problema que competa a la humanidad, la cual, inmersa en lo intramundano, vive como si Él no existiera. Evidentemente, si Dios no existe toso está permitido y nadie tiene derecho a imponer creencias o reglas de conducta a los demás como si fueran absolutas. La religión es una cuestión personal, que no tiene por qué ser relevante a nivel social. Así pues, nuestra sociedad laicista ha expulsado a Dios de su seno, pero es incapaz de colmar nuestras expectativas, que no se agotan en las realidades de este mundo. La gran cuestión de la actualidad para los creyentes es, entonces, redescubrir a ese Dios que nos ha sido arrebatado, porque sólo Él da un sentido pleno a nuestra existencia. San Agustín interpreta magníficamente el sentir de la humanidad cuando le dice a Dios: “Nos has creado para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Santa Teresa afirma que “a quien a Dios tiene nada le falta”, lo que puede ser dicho en forma negativa “a quien a Dios no tiene todo le falta”. Y esa falta de Dios es la causa de la angustia en la que se debate el ser humano.
Sin Dios, la creencia no es certidumbre sino mera opinión y la moral se reduce a un conjunto de reglas convencionales, que pueden cambiar según sople el viento del momento. Cualquier pretensión de normas universalmente válidas para todos es inaceptable, inclusive cuando éstas se deducen de la misma naturaleza de las cosas y, por lo tanto, no dependen de una determinada religión. El derecho a la vida, por ejemplo: se trata de un derecho primigenio, anterior a cualquier revelación, que se halla ínsito en la naturaleza humana y es deducible por la razón. Pero la razón, que se ha deshecho de la idea de Dios, puede deshacerse en consecuencia de cualquier idea que se le imponga como natural. La razón, librada a sí misma, crea sus propias verdades y estas verdades son las que responden al gusto del día. Suprimido, pues, el soporte natural de la recta razón, la voluntad se extravía en el delirio de la autonomía. Como no hay Dios o es como si no lo hubiera, todo está permitido. Los únicos límites que se imponen a la conducta humana son los del orden establecido y los de la conveniencia, que son mudables, como mudables son las opiniones. Pero esto deja intacta la insatisfacción que en el fondo invade el ánimo del ser humano.
En este mundo que ha desterrado a Dios, el reto del cristiano consiste en redescubrir a ese mismo Dio y reavivarlo, reintroducirlo en nuestras vidas. Para ello primero se ha de reconocer a Dios, un Dios que ha tomado la iniciativa de acercarse al hombre y darse a conocer por él en Jesucristo por el Espíritu Santo. Ese Dios, es un Dios trascendente, pero al mismo tiempo ínsito en nuestra existencia aunque no lo reconozcamos. Cuando lo redescubrimos y nos ponemos en su presencia no podemos por menos de adorarlo, porque entonces comprendemos que nuestra vida sin Él carece de todo significado, que no somos más que pura contingencia frente a Él, en el cual somos, nos movemos y existimos. La actitud de adoración parte del reconocimiento y es la fundamental de la religión. Como reconocemos en Dios a la fuente de nuestra misma existencia, sin la cual ésta volvería a la nada, al indiferenciado no-ser, entonces caemos de rodillas ante su presencia y lo adoramos. Redescubrir, reconocer y adorar a Dios es el imperativo frente al laicismo imperante.
Pero este redescubrimiento, este reconocimiento y esta adoración se dan en la liturgia. Ella nos remite a Dios, ella nos renueva en Dios y hace que nuestra acción en el mundo sea fecunda. En ella nos encontramos con Dios, pero no por nuestra propia iniciativa, sino por la suya. No somos nosotros los que nos salvamos, o nos renovamos o somos los artífices del futuro: es Dios. La Liturgia es obra primordialmente suya, en la cual él se nos manifiesta con un triple fin: para que le demos gloria, para santificarnos y para salvarnos. Nuestra respuesta a esa manifestación de Dios en la liturgia debe ser la de reverencia y adoración. Estos dos elementos substanciales de la liturgia por lo que toca al hombre se han visto gravemente afectados por la crisis que sobrevino en la época postconciliar y ello se debió primordialmente por el desplazamiento del centro de la liturgia, que pasó de Dios a los hombres, embriagados por su capacidad creadora. En vez de celebrar a Dios acabamos celebrándonos a nosotros mismos. Y ello terminó por producir un languidecimiento de la liturgia, que fue causa, a su vez, de un languidecimiento de los fieles. Se cambió por el gusto de cambiar, se leyó el Concilio Vaticano II según una hermenéutica distinta al espíritu auténtico del mismo Concilio, distinta a la que ha llamado Benedicto XVI una "hermenéutica de la continuidad".
Ello no dejó de producir escándalo en muchos fieles, hasta llegar al extremo de reacciones que se hicieron pasibles de las máximas penas canónicas. No es que no se tuviera alguna razón en rebelarse contra esa manipulación del Concilio que todo lo justificaba, permitiendo la decadencia y perversión de la liturgia, pero se debe distinguir entre las actitudes extremistas y la legítima defensa de la tradición litúrgica. Los últimos papas han sido determinantes en la recuperación del auténtico espíritu de la liturgia y han dado grandes pasos en continuidad con la Tradición. Particularmente Juan Pablo II con su encíclica Ecclesia de Eucharistia y el Año Eucarístico y Benedicto XVI con su encíclica Sacramentum caritatis y otras iniciativas. El actual pontífice es el hombre providencial en esta recuperación del auténtico sentido litúrgico en la Iglesia. Ha hecho de la liturgia el mayor distintivo de su pontificado. Debemos acudir a sus enseñanzas no sólo como Papa, sino también las anteriores a su elección. Todo a lo largo de su vida, la liturgia ha sido su preocupación constante. El papa Ratzinger es un teólogo, pero es también un enamorado de la liturgia, porque sabe que así como se cree así se reza: lex orandi, lex credendi . El problema central de la reforma litúrgica es que a veces se ha dado una separación, una discontinuidad, una falta de caridad entre el dogma y el culto.
En la liturgia Dios tiene el primado y la prioridad. La liturgia es el derecho que tiene Dios a recibir una respuesta del ser humano. Y esa respuesta se da precisamente en la liturgia. El drama actual del hombre consiste en considerar que la liturgia es algo suyo, que él se construye a su antojo, obnubilado por su pretensión de considerarse creador autónomo. La liturgia se convierte así en un mecanismo montable y desmontable a placer, que depende de la originalidad creativa del hombre. No es ya la obra de Dios y de su Iglesia, en la cual Dios se manifiesta y se da. En esta perspectiva, el hombre no deja a Dios ser Dios y su culto se convierte en una pura exaltación del hombre, donde ya no se da la experiencia de la suprema alteridad y la revelación del misterio. Se puede hablar de una auténtica secularización interna de la Iglesia. Ante esto, por el contrario, se ha de promover el sentido de misterio, el sentido de lo sagrado en la acción litúrgica. La liturgia es la epifanía, la manifestación del misterio.
Benedicto XVI va al fondo de la cuestión: la centralidad de la liturgia porque por medio de ella la Iglesia promueve la difusión de la fe para salvar al mundo. El gran reto hoy es, pues, promover la total y auténtica renovación litúrgica querida por el Concilio Vaticano II. La constitución Sacrosanctum Concilium recogió fielmente la Tradición y las valiosas adquisiciones del movimiento litúrgico del siglo XIX y primera mitad del XX y en ese espíritu de continuidad hay que discurrir. Cuando se pierde el sentido de la Tradición se pierde el sentido de la Eucaristía y el sentido de la liturgia. Hoy, por ejemplo, se insiste mucho en el aspecto de banquete que tiene la misa y se olvida con frecuencia lo que constituye su esencia: el sacrificio. La Eucaristía es el memorial, la actualización del único sacrificio de Cristo en la Cruz, por el cual ha hecho que Dios y el hombre se encuentren nuevamente. En el sacrificio se da eminentemente ese redescubrimiento de Dios en su Hijo. Ciertamente la eucaristía también es banquete, pero ese banquete no es posible sin el sacrificio. Por eso la cruz debe estar en el centro del altar, presidiéndolo: ella nos recuerda el memorial del sacrifico que es la Eucaristía. Reavivar el sentido de la liturgia es redescubrir en ella al Dios que se nos manifiesta y se nos da y espera nuestra respuesta de adoración y de confianza en consonancia con la fe y la tradición de la Iglesia.
He intentado recoger lo principal de lo dicho por el cardenal Cañizares. No llevaba magnetófono ni he tenido acceso al texto, pero tomé diligentemente mis propias notas y las he reconstruido sobre el papel con la mayor fidelidad posible y salvas las limitaciones de mi memoria. Creo haber captado lo fundamental y es lo que ofrezco a los amables lectores a reserva de una ulterior publicación de la conferencia en su integridad. La verdad es que no ha podido ser más satisfactoria para los que amamos la liturgia y estamos en sintonía con el Santo Padre felizmente reinante. Comprobamos con gran contento que la Congregación para el Culto Divino está presidida por un prelado que se halla en la justa línea: la de la hermenéutica de la continuidad. Sí nos habría gustado que se refiriera explícitamente al motu proprio Summorum Pontificum , uno de los actos más importantes del pontificado del papa Benedicto. Nos consta por otras fuentes que Don Antonio es un convencido de la coexistencia de las dos formas del rito romano, que ambas expresan –aunque cada una según su ethos propio– la fe católica de la Iglesia. De hecho, como ha sido publicado en otro lugar, el Cardenal pone como ejemplo y guía de los católicos el Compendium Eucharisticum , en el cual están reunidos los documentos doctrinales y los textos litúrgicos de ambas formas relativos a la Eucaristía, en los cuales no hay contradicción, sino continuidad. Por lo demás, de todo el mundo es conocido que el actual prefecto del Culto Divino ha celebrado en diversas ocasiones y lugares según el Misal del beato Juan XXIII [a ver cuándo lo hace en España y así da ejemplo a sus obispos, nota de Miscellanea Catholica].
La trascendencia que tiene la intervención del cardenal Cañizares al participar como conferenciante cuaresmal de este año en la Basílica de la Purísima Concepción es tanto más notable cuanto que ha hablado en uno de los feudos más fuertes del bugninismo, es decir, del reformismo rupturista con la Tradición propio del movimiento litúrgico desviado y que se manifestó con fuerza en la segunda mitad del siglo XX (período significativamente omitido por Su Eminencia en su exposición). Todavía está fresco en la memoria el recuerdo del simposio sobre el motu proprio Summorum Pontificum (no precisamente para promover su aplicación) que tuvo lugar en el seminario conciliar barcelonés y del Congreso Internacional de Liturgia reunido en su aula magna y en el que tuvieron protagonismo el hoy dimisionario cardenal Daneels y el arzobispo Piero Marini, fautores de una hermenéutica litúrgica que no es precisamente la de la continuidad. ¡Qué diferencia con la impecable y magistral conferencia del cardenal Cañizares! No vi a Mons. Pere Tena ni al diácono Urdeix (naturalmente se hallarían presentes), pero me gustaría haberlos observado mientras aquél desgranaba sus admirables conceptos ante un auditorio nutrido y entregado (la basílica estaba a rebosar).
Sin embargo y pesar del despecho que puedan haber sentido al oír verdades que no pueden dejar de serles incómodas, lo que es tristemente cierto es que Barcelona continúa siendo su feudo. Lo que vio el cardenal Cañizares hoy en la Concepción es la excepción que confirma la regla. El Dr. Corts se esmeró en hacerle ver que en su parroquia se es fiel al espíritu de Roma (cosa, por otra parte, que se acerca a la verdad), pero si el purpurado se tomara la molestia de visitar al improviso las demás iglesias de Barcelona, comprobaría desalentado que la labor de redescubrir la liturgia en esta archidiócesis está en pañales o, peor, no se plantea en absoluto, sino todo lo contrario. Ciertamente no estamos ya en la época de los escándalos y abusos clamorosos, pero nos encontramos quizás peor: en un período de embotamiento y de conformismo. Y ya se sabe lo que produce el estancamiento: aguas pútridas. No es raro que si en Barcelona no se ha reavivado el espíritu de la liturgia, tal y como lo ha expuesto Don Antonio, estemos todavía lejos de redescubrir a Dios y de reconocerlo para adorarlo y darle gloria. ¿Nos extraña que haya tanto paganismo, tanta indiferencia religiosa, tanta hostilidad a la Iglesia, tanta apostasía, tanta adhesión a credos extraños y a vanas observancias? Nuestra ciudad, y no exagero, es una de las más luciferinas de Europa: el non serviam! de Satanás campea aquí en lugar del Fiat! de Aquella que es su Patrona (no se sabe hasta cuándo, inmersa como está nuestra sociedad laicista en la vorágine de negar sus raíces cristianas y religiosas).
Tome buena nota el Señor Cardenal-Arzobispo. Se lo digo desde estas páginas con filial sentimiento. No puede seguir tolerando esa secularización interna de la Iglesia que tan justamente ha señalado su colega de púrpura como responsable de la tergiversación del espíritu de la liturgia, de la inversión de los valores religiosos, de la primacía de la creatividad humana sobre la manifestación divina. En tiempos fue Barcelona centro importante de difusión del recto movimiento litúrgico, sobre todo gracias a esa gran obra que fue el Foment de Pietat. Desgraciadamente, la Guerra Civil vino a interrumpir la magnífica expansión de ese movimiento en España y particularmente en Cataluña (tan golpeada por la persecución religiosa), de modo que después de ella la Iglesia tuvo que concentrarse en la reconstrucción. Después vino la revolución postconciliar y ya no hubo modo durante décadas de retomar un camino que se había mostrado muy promisorio en la época de nuestro querido beato Josep Samsó i Elias. Hoy, cuando ocupa el sacro solio un papa como Benedicto XVI, que quiere pasar página sobre las antiguas divisiones y controversias y que está indicando el justo camino, no hay ya pretexto para dejar que una diócesis languidezca por falta de empeño y de arrestos. El cardenal Martínez Sistach, como moderador de la vida litúrgica de la Iglesia que peregrina en Barcelona, está llamado a presidir ese movimiento para reavivar el sentido de la liturgia y con ello la Fe Católica. No sólo por imperativo de su misión episcopal, sino también cara a la posible visita del Papa a nuestra querida ciudad, que ojalá sea –de verificarse– un revulsivo para todos, que nos haga redescubrir a Dios y hacerlo el centro de nuestra vida.
La conferencia está dividida en dos partes: en la primera se trata de la necesidad de redescubrir a Dios en una sociedad que vive como si Él no existiera; en la segunda, de cómo ese redescubrimiento se debe traducir en la liturgia. Es decir, se plantea la cuestión de la fe y de la manera cómo esa fe se hace viva y presente en el culto de la Iglesia. El cardenal comienza con una descripción exacta de la situación religiosa en un mundo secularizado como el nuestro, en el que se vive en función de lo inmanente sin referencia alguna a lo trascendente. En esta perspectiva Dios no tiene cabida, no se le admite. Si existe o no, no es un problema que competa a la humanidad, la cual, inmersa en lo intramundano, vive como si Él no existiera. Evidentemente, si Dios no existe toso está permitido y nadie tiene derecho a imponer creencias o reglas de conducta a los demás como si fueran absolutas. La religión es una cuestión personal, que no tiene por qué ser relevante a nivel social. Así pues, nuestra sociedad laicista ha expulsado a Dios de su seno, pero es incapaz de colmar nuestras expectativas, que no se agotan en las realidades de este mundo. La gran cuestión de la actualidad para los creyentes es, entonces, redescubrir a ese Dios que nos ha sido arrebatado, porque sólo Él da un sentido pleno a nuestra existencia. San Agustín interpreta magníficamente el sentir de la humanidad cuando le dice a Dios: “Nos has creado para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Santa Teresa afirma que “a quien a Dios tiene nada le falta”, lo que puede ser dicho en forma negativa “a quien a Dios no tiene todo le falta”. Y esa falta de Dios es la causa de la angustia en la que se debate el ser humano.
Sin Dios, la creencia no es certidumbre sino mera opinión y la moral se reduce a un conjunto de reglas convencionales, que pueden cambiar según sople el viento del momento. Cualquier pretensión de normas universalmente válidas para todos es inaceptable, inclusive cuando éstas se deducen de la misma naturaleza de las cosas y, por lo tanto, no dependen de una determinada religión. El derecho a la vida, por ejemplo: se trata de un derecho primigenio, anterior a cualquier revelación, que se halla ínsito en la naturaleza humana y es deducible por la razón. Pero la razón, que se ha deshecho de la idea de Dios, puede deshacerse en consecuencia de cualquier idea que se le imponga como natural. La razón, librada a sí misma, crea sus propias verdades y estas verdades son las que responden al gusto del día. Suprimido, pues, el soporte natural de la recta razón, la voluntad se extravía en el delirio de la autonomía. Como no hay Dios o es como si no lo hubiera, todo está permitido. Los únicos límites que se imponen a la conducta humana son los del orden establecido y los de la conveniencia, que son mudables, como mudables son las opiniones. Pero esto deja intacta la insatisfacción que en el fondo invade el ánimo del ser humano.
En este mundo que ha desterrado a Dios, el reto del cristiano consiste en redescubrir a ese mismo Dio y reavivarlo, reintroducirlo en nuestras vidas. Para ello primero se ha de reconocer a Dios, un Dios que ha tomado la iniciativa de acercarse al hombre y darse a conocer por él en Jesucristo por el Espíritu Santo. Ese Dios, es un Dios trascendente, pero al mismo tiempo ínsito en nuestra existencia aunque no lo reconozcamos. Cuando lo redescubrimos y nos ponemos en su presencia no podemos por menos de adorarlo, porque entonces comprendemos que nuestra vida sin Él carece de todo significado, que no somos más que pura contingencia frente a Él, en el cual somos, nos movemos y existimos. La actitud de adoración parte del reconocimiento y es la fundamental de la religión. Como reconocemos en Dios a la fuente de nuestra misma existencia, sin la cual ésta volvería a la nada, al indiferenciado no-ser, entonces caemos de rodillas ante su presencia y lo adoramos. Redescubrir, reconocer y adorar a Dios es el imperativo frente al laicismo imperante.
Pero este redescubrimiento, este reconocimiento y esta adoración se dan en la liturgia. Ella nos remite a Dios, ella nos renueva en Dios y hace que nuestra acción en el mundo sea fecunda. En ella nos encontramos con Dios, pero no por nuestra propia iniciativa, sino por la suya. No somos nosotros los que nos salvamos, o nos renovamos o somos los artífices del futuro: es Dios. La Liturgia es obra primordialmente suya, en la cual él se nos manifiesta con un triple fin: para que le demos gloria, para santificarnos y para salvarnos. Nuestra respuesta a esa manifestación de Dios en la liturgia debe ser la de reverencia y adoración. Estos dos elementos substanciales de la liturgia por lo que toca al hombre se han visto gravemente afectados por la crisis que sobrevino en la época postconciliar y ello se debió primordialmente por el desplazamiento del centro de la liturgia, que pasó de Dios a los hombres, embriagados por su capacidad creadora. En vez de celebrar a Dios acabamos celebrándonos a nosotros mismos. Y ello terminó por producir un languidecimiento de la liturgia, que fue causa, a su vez, de un languidecimiento de los fieles. Se cambió por el gusto de cambiar, se leyó el Concilio Vaticano II según una hermenéutica distinta al espíritu auténtico del mismo Concilio, distinta a la que ha llamado Benedicto XVI una "hermenéutica de la continuidad".
Ello no dejó de producir escándalo en muchos fieles, hasta llegar al extremo de reacciones que se hicieron pasibles de las máximas penas canónicas. No es que no se tuviera alguna razón en rebelarse contra esa manipulación del Concilio que todo lo justificaba, permitiendo la decadencia y perversión de la liturgia, pero se debe distinguir entre las actitudes extremistas y la legítima defensa de la tradición litúrgica. Los últimos papas han sido determinantes en la recuperación del auténtico espíritu de la liturgia y han dado grandes pasos en continuidad con la Tradición. Particularmente Juan Pablo II con su encíclica Ecclesia de Eucharistia y el Año Eucarístico y Benedicto XVI con su encíclica Sacramentum caritatis y otras iniciativas. El actual pontífice es el hombre providencial en esta recuperación del auténtico sentido litúrgico en la Iglesia. Ha hecho de la liturgia el mayor distintivo de su pontificado. Debemos acudir a sus enseñanzas no sólo como Papa, sino también las anteriores a su elección. Todo a lo largo de su vida, la liturgia ha sido su preocupación constante. El papa Ratzinger es un teólogo, pero es también un enamorado de la liturgia, porque sabe que así como se cree así se reza: lex orandi, lex credendi . El problema central de la reforma litúrgica es que a veces se ha dado una separación, una discontinuidad, una falta de caridad entre el dogma y el culto.
En la liturgia Dios tiene el primado y la prioridad. La liturgia es el derecho que tiene Dios a recibir una respuesta del ser humano. Y esa respuesta se da precisamente en la liturgia. El drama actual del hombre consiste en considerar que la liturgia es algo suyo, que él se construye a su antojo, obnubilado por su pretensión de considerarse creador autónomo. La liturgia se convierte así en un mecanismo montable y desmontable a placer, que depende de la originalidad creativa del hombre. No es ya la obra de Dios y de su Iglesia, en la cual Dios se manifiesta y se da. En esta perspectiva, el hombre no deja a Dios ser Dios y su culto se convierte en una pura exaltación del hombre, donde ya no se da la experiencia de la suprema alteridad y la revelación del misterio. Se puede hablar de una auténtica secularización interna de la Iglesia. Ante esto, por el contrario, se ha de promover el sentido de misterio, el sentido de lo sagrado en la acción litúrgica. La liturgia es la epifanía, la manifestación del misterio.
Benedicto XVI va al fondo de la cuestión: la centralidad de la liturgia porque por medio de ella la Iglesia promueve la difusión de la fe para salvar al mundo. El gran reto hoy es, pues, promover la total y auténtica renovación litúrgica querida por el Concilio Vaticano II. La constitución Sacrosanctum Concilium recogió fielmente la Tradición y las valiosas adquisiciones del movimiento litúrgico del siglo XIX y primera mitad del XX y en ese espíritu de continuidad hay que discurrir. Cuando se pierde el sentido de la Tradición se pierde el sentido de la Eucaristía y el sentido de la liturgia. Hoy, por ejemplo, se insiste mucho en el aspecto de banquete que tiene la misa y se olvida con frecuencia lo que constituye su esencia: el sacrificio. La Eucaristía es el memorial, la actualización del único sacrificio de Cristo en la Cruz, por el cual ha hecho que Dios y el hombre se encuentren nuevamente. En el sacrificio se da eminentemente ese redescubrimiento de Dios en su Hijo. Ciertamente la eucaristía también es banquete, pero ese banquete no es posible sin el sacrificio. Por eso la cruz debe estar en el centro del altar, presidiéndolo: ella nos recuerda el memorial del sacrifico que es la Eucaristía. Reavivar el sentido de la liturgia es redescubrir en ella al Dios que se nos manifiesta y se nos da y espera nuestra respuesta de adoración y de confianza en consonancia con la fe y la tradición de la Iglesia.
He intentado recoger lo principal de lo dicho por el cardenal Cañizares. No llevaba magnetófono ni he tenido acceso al texto, pero tomé diligentemente mis propias notas y las he reconstruido sobre el papel con la mayor fidelidad posible y salvas las limitaciones de mi memoria. Creo haber captado lo fundamental y es lo que ofrezco a los amables lectores a reserva de una ulterior publicación de la conferencia en su integridad. La verdad es que no ha podido ser más satisfactoria para los que amamos la liturgia y estamos en sintonía con el Santo Padre felizmente reinante. Comprobamos con gran contento que la Congregación para el Culto Divino está presidida por un prelado que se halla en la justa línea: la de la hermenéutica de la continuidad. Sí nos habría gustado que se refiriera explícitamente al motu proprio Summorum Pontificum , uno de los actos más importantes del pontificado del papa Benedicto. Nos consta por otras fuentes que Don Antonio es un convencido de la coexistencia de las dos formas del rito romano, que ambas expresan –aunque cada una según su ethos propio– la fe católica de la Iglesia. De hecho, como ha sido publicado en otro lugar, el Cardenal pone como ejemplo y guía de los católicos el Compendium Eucharisticum , en el cual están reunidos los documentos doctrinales y los textos litúrgicos de ambas formas relativos a la Eucaristía, en los cuales no hay contradicción, sino continuidad. Por lo demás, de todo el mundo es conocido que el actual prefecto del Culto Divino ha celebrado en diversas ocasiones y lugares según el Misal del beato Juan XXIII [a ver cuándo lo hace en España y así da ejemplo a sus obispos, nota de Miscellanea Catholica].
La trascendencia que tiene la intervención del cardenal Cañizares al participar como conferenciante cuaresmal de este año en la Basílica de la Purísima Concepción es tanto más notable cuanto que ha hablado en uno de los feudos más fuertes del bugninismo, es decir, del reformismo rupturista con la Tradición propio del movimiento litúrgico desviado y que se manifestó con fuerza en la segunda mitad del siglo XX (período significativamente omitido por Su Eminencia en su exposición). Todavía está fresco en la memoria el recuerdo del simposio sobre el motu proprio Summorum Pontificum (no precisamente para promover su aplicación) que tuvo lugar en el seminario conciliar barcelonés y del Congreso Internacional de Liturgia reunido en su aula magna y en el que tuvieron protagonismo el hoy dimisionario cardenal Daneels y el arzobispo Piero Marini, fautores de una hermenéutica litúrgica que no es precisamente la de la continuidad. ¡Qué diferencia con la impecable y magistral conferencia del cardenal Cañizares! No vi a Mons. Pere Tena ni al diácono Urdeix (naturalmente se hallarían presentes), pero me gustaría haberlos observado mientras aquél desgranaba sus admirables conceptos ante un auditorio nutrido y entregado (la basílica estaba a rebosar).
Sin embargo y pesar del despecho que puedan haber sentido al oír verdades que no pueden dejar de serles incómodas, lo que es tristemente cierto es que Barcelona continúa siendo su feudo. Lo que vio el cardenal Cañizares hoy en la Concepción es la excepción que confirma la regla. El Dr. Corts se esmeró en hacerle ver que en su parroquia se es fiel al espíritu de Roma (cosa, por otra parte, que se acerca a la verdad), pero si el purpurado se tomara la molestia de visitar al improviso las demás iglesias de Barcelona, comprobaría desalentado que la labor de redescubrir la liturgia en esta archidiócesis está en pañales o, peor, no se plantea en absoluto, sino todo lo contrario. Ciertamente no estamos ya en la época de los escándalos y abusos clamorosos, pero nos encontramos quizás peor: en un período de embotamiento y de conformismo. Y ya se sabe lo que produce el estancamiento: aguas pútridas. No es raro que si en Barcelona no se ha reavivado el espíritu de la liturgia, tal y como lo ha expuesto Don Antonio, estemos todavía lejos de redescubrir a Dios y de reconocerlo para adorarlo y darle gloria. ¿Nos extraña que haya tanto paganismo, tanta indiferencia religiosa, tanta hostilidad a la Iglesia, tanta apostasía, tanta adhesión a credos extraños y a vanas observancias? Nuestra ciudad, y no exagero, es una de las más luciferinas de Europa: el non serviam! de Satanás campea aquí en lugar del Fiat! de Aquella que es su Patrona (no se sabe hasta cuándo, inmersa como está nuestra sociedad laicista en la vorágine de negar sus raíces cristianas y religiosas).
Tome buena nota el Señor Cardenal-Arzobispo. Se lo digo desde estas páginas con filial sentimiento. No puede seguir tolerando esa secularización interna de la Iglesia que tan justamente ha señalado su colega de púrpura como responsable de la tergiversación del espíritu de la liturgia, de la inversión de los valores religiosos, de la primacía de la creatividad humana sobre la manifestación divina. En tiempos fue Barcelona centro importante de difusión del recto movimiento litúrgico, sobre todo gracias a esa gran obra que fue el Foment de Pietat. Desgraciadamente, la Guerra Civil vino a interrumpir la magnífica expansión de ese movimiento en España y particularmente en Cataluña (tan golpeada por la persecución religiosa), de modo que después de ella la Iglesia tuvo que concentrarse en la reconstrucción. Después vino la revolución postconciliar y ya no hubo modo durante décadas de retomar un camino que se había mostrado muy promisorio en la época de nuestro querido beato Josep Samsó i Elias. Hoy, cuando ocupa el sacro solio un papa como Benedicto XVI, que quiere pasar página sobre las antiguas divisiones y controversias y que está indicando el justo camino, no hay ya pretexto para dejar que una diócesis languidezca por falta de empeño y de arrestos. El cardenal Martínez Sistach, como moderador de la vida litúrgica de la Iglesia que peregrina en Barcelona, está llamado a presidir ese movimiento para reavivar el sentido de la liturgia y con ello la Fe Católica. No sólo por imperativo de su misión episcopal, sino también cara a la posible visita del Papa a nuestra querida ciudad, que ojalá sea –de verificarse– un revulsivo para todos, que nos haga redescubrir a Dios y hacerlo el centro de nuestra vida.
Aurelius Augustinus