Dado que estaremos ausentes até sexta-feira e para não deixarmos nossos amigos em total jejum aqui vos oferecemos mais dois capítulos da obra "Iota unum"de Romano Amerio: aconselhamos uma leitura calma e um pouco cada dia...
CAPITULO IV EL DESARROLLO DEL CONCILIO
El discurso inaugural del Concilio pronunciado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 es un documento complejo porque, según informaciones fiables, reflejó la mente del Papa en una redacción sobre la cual influyó una mente que no era la suya. Además, hasta en la identificación misma del texto el documento plantea problemas canónicos y filológicos. Para dar a conocer su sustancia la centraremos en torno a algunos puntos.
En primer lugar, el discurso se abre con una enérgica afirmación del aut aut ordenado a los hombres por la Iglesia Católica, que rechaza la neutralidad y utralidad entre el mundo y la vida celeste y ordena todas las cosas temporales a un destino eterno.
Aparte del texto profético de Luc. 2, 34, según el cual Cristo será signo de contradicción y se convertirá en resurrección o ruina para muchos, el Papa cita el más decisivo de Luc. 11, 23: «Qui non est mecum, contra me est [Quien no está conmigo, está contra Mí] ».
Estos textos jamás fueron citados después en los documentos conciliares, dado que la asamblea buscó más los aspectos compartidos por la Iglesia y el mundo y hacia los que ambos convergen, que aquéllos en los cuales se oponen y combaten.
La perfecta coherencia de esta parte. de la alocución inaugural con la mentalidad católica aparece también allí donde se asegura que «todos los hombres, particularmente considerados o reunidos socialmente, tienen el deber de tender a conseguir los bienes celestiales» (pág. 748, n. 13): se trata del concepto tradicional del señorío absoluto de Dios, que afecta a la realidad humana no sólo como persona individual, sino también como sociedad, y sanciona la obligación religiosa del Estado.
El segundo punto relevante del discurso es la condena del pesimismo de quienes «en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación» (n. 9). Observando el nuevo curso del mundo, el Papa reconoce un general alejamiento de las inquietudes espirituales, pero encuentra ese alejamiento compensado con la ventaja de que «por la vida moderna desaparezcan los innumerables obstáculos que en otros tiempos impedían el libre obrar de los hijos de la Iglesia» (n. 11).
La referencia histórica es doble, quedando la duda de si el Papa tenía en mente la indebida injerencia ejercitada por el Imperio y la Monarquía absoluta sobre la Iglesia (en tiempos en los que en último término todo dependía de la religión) o por el contrario las vejaciones sufridas por la Iglesia desde el siglo XVIII hasta ahora por obra del Estado liberal (en tiempos en que la separación de la religión respecto de la esfera civil preparaba la actual condición de la civilización).
Más bien parece lo primero que lo segundo; pero es necesario señalar que la Iglesia luchó continuamente en la teoría y en la práctica contra la servidumbre de la Iglesia ante la potestad civil, especialmente en la elección de obispos y en la instauración de beneficios eclesiásticos. Bastaría recordar hasta qué punto la deploraba Rosmini.
Incluso el llamado derecho de veto (en la práctica, una pura condescendencia de hecho) fue muchas veces considerado nulo y pasado por alto, como ocurrió en los cónclaves que eligieron a julio III, a Marcelo 11, a Inocencio X, e incluso a San Pío X: es decir, todas las veces que el coraje supo prevalecer sobre la intimidación de la razón política.
El juicio optimista del Pontífice acerca de la actual libertad de la Iglesia concuerda ciertamente con la realidad de la Iglesia de Roma, liberada de la carga del poder temporal; pero lo contradicen crudamente las circunstancias de las Iglesias nacionales, muchas de las cuales se encuentran hoy encadenadas.
Por otra parte, la llamativa ausencia de episcopados enteros a los que sus gobiernos impidieron acudir al Concilio no pudo escapar al lamento del Papa, que confesaba experimentar «un vivísimo dolor por la ausencia de tantos pastores de almas para Nos queridísimos, los cuales sufren prisión por su fidelidad a Cristo» (n. 12).
Conviene además señalar cómo dicha deplorada servidumbre era en los siglos pasados un aspecto de la compenetración de la vida religiosa con la sociedad: dicha compenetración era debida a una imperfecta distinción entre valores subordinados religiosos y civiles, considerados como un conjunto informado por la religión. Al contrario, la presente liberación procede de la pérdida de autoridad de la Iglesia en los espíritus del siglo, invadidos por una aspiración eudemonista y por la indiferencia doctrinal.
Pero el punto relevante y casi secreto al cual es necesario referirse al tratar de la libertad del Concilio es la atadura de esa libertad consentida pocos meses antes por Juan XXIII, al firmar con la Iglesia ortodoxa un acuerdo en virtud del cual el Patriarcado de Moscú aceptaba la invitación papal de enviar observadores al Concilio; el Papa por su parte aseguraba que el Concilio se abstendría de condenar el comunismo.
El pacto tuvo lugar en agosto de 1962 en Metz (Francia) y se conocen todos los detalles de tiempo y lugar a través de una rueda de prensa concedida por mons. Schmitt, obispo de aquella diócesis[1].
La negociación concluyó con un acuerdo que firmaron el metropolita Nicodemo por parte de la Iglesia Ortodoxa, y el cardenal Tisserant (decano del Sacro Colegio) por parte de la Santa Sede. La noticia del acuerdo fue dada en estos términos por «France nouvelle», boletín central del Partido Comunista Francés, en el número de 16-22 de enero de 1963: «Puesto que el sistema socialista mundial manifiesta de forma innegable su superioridad y recibe su fortaleza de la aprobación de centenares y centenares de millones de hombres, la Iglesia ya no puede contentarse con un tosco anticomunismo. Incluso se ha comprometido, con ocasión del diálogo con la Iglesia ortodoxa rusa, a que no habrá en el Concilio un ataque directo contra el régimen comunista». Por parte católica, el diario «La Croix» de 15 de febrero de 1963 informaba del acuerdo, concluyendo: «Después de esta entrevista, Mons. Nicodemo aceptó que alguien se acercase a Moscú a llevar una invitación, a condición de que fuesen dadas garantías en lo que concierne a la actitud apolítica del Concilio».
La condición impuesta por Moscú de que el Concilio no se pronunciase sobre el comunismo no fue nunca secreta, pero su publicación en forma aislada no tuvo efecto sobre la opinión pública al no ser retomada ni divulgada por la prensa; esto se debió o bien a una gran apatía y anestesia de los estamentos eclesiásticos en torno a la naturaleza del comunismo, o bien a una acción silenciadora deseada e impuesta por el Pontífice. Pero su efecto fue poderoso (aunque silente) sobre el desenvolvimiento del Concilio, durante el cual, y en cumplimiento de la preterición pactada, se rechazó una propuesta de renovar la condena del comunismo.
La veracidad de los acuerdos de Metz recibió recientemente una impresionante confirmación en una carta de Mons. Georges Roche, secretario del cardenal Tisserant durante treinta años. Con la intención de defender al negociador vaticano, este prelado romano sale al paso de las imputaciones de Jean Madiran y confirma enteramente la existencia del acuerdo entre Roma y Moscú, precisando que la iniciativa de los encuentros fue tomada personalmente por Juan XXIII a sugerencia del card. Montini y que Tisserant «recibió órdenes formales tanto para firmar el acuerdo como para vigilar su exacta ejecución durante el Concilio» [2] .
De este modo, el Concilio se abstuvo de volver a condenar el comunismo; en las Actas no se encuentra ni siquiera esa palabra, tan abundante en los documentos papales hasta aquel momento 3[3]. La gran Asamblea se pronunció específicamente sobre el totalitarismo, el capitalismo o el colonialismo, pero ocultó su juicio sobre el comunismo tras un juicio genérico sobre las ideologías totalitarias.
El debilitamiento del sentido lógico propio del espíritu del siglo arrebata también a la Iglesia el temor a la contradicción. En el discurso inaugural del Concilio se celebra la libertad de la Iglesia contemporánea en el mismo momento en que se confiesa que muchísimos obispos están encarcelados por su fidelidad a Cristo y cuando, en virtud de un acuerdo propugnado por el Pontífice, el Concilio se encuentra constreñido por el compromiso de no pronunciar ninguna condena contra el comunismo.
Esta contradicción, siendo grande, lo es menos si se la compara con la contradicción de fondo consistente en fundamentar la renovación de la Iglesia sobre la apertura al mundo, para luego borrar de entre los problemas del mundo el problema principalísimo, esenciadísimo y decisivo del comunismo.
El tercer punto del discurso papal se refiere al quicio mismo sobre el cual gira el Concilio: el modo en que la verdad católica pueda comunicarse al mundo contemporáneo «pura e íntegra sin atenuaciones» (n. 14).
Aquí el estudioso se enfrenta a un obstáculo imprevisto. En las alocuciones papales, texto oficial válido como expresión de su pensamiento es por norma solamente el texto latino. Ninguna traducción tiene tal autoridad, a no ser que sea reconocida como auténtica. Ésta es la razón por la que el «Osservatore Romano», cuando añade al texto latino original la versión italiana, advierte siempre que se trata de una traducción privada.
Ahora bien, como el texto latino es obra del colegio de traductores, los cuales traducen el texto original redactado por el Papa en italiano, parecería legítimo referirse a las palabras originales, cuando sean conocidas, tomándolas como criterio interpretativo del latín. Se invertiría así la prioridad entre los dos textos, privilegiando la traducción (que es en realidad el original) sobre el original latino (que es en realidad una traducción). Filológicamente la inversión es legítima, pero canónicamente no lo es, pues es máxima de la Sede Apostólica que solamente el texto latino contiene su pensamiento.
Ahora bien, entre el texto latino y la versión italiana del discurso inaugural hay tales discrepancias que el sentido resulta trasmutado. Ha sucedido además que el desarrollo de la literatura teológica se ha guiado por la traducción más que por el original latino. La discrepancia es tan grande que parece tenerse a la vista una paráfrasis, y no una traducción. Así, el original dice: «Oportet ut haec doctrina certa et immutabilis cui fidele obse. quium est praestandum, ea ratione pervestigetur et exponatur quam tempora postulant» [4].
La traducción italiana del OR de 12 de octubre de 1962, reproducida después en todas las ediciones italianas del Concilio, dice: «Anche questa peró studiata ed esposta attraverso le forme dell indagine e della formulazione letteraria del pensiero moderno». Del mismo modo, la traducción francesa: «La doctrine doit étre étudiée et exposée suivant les méthodes de recherche et de présentation dont use la pensée moderne». Y la española, similar a las anteriores: «estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales» (pág. 749, n. 14).
No puede disimularse la diferencia entre el original y las traducciones. Una cosa es que la reconsideración y la exposición de la perpetua doctrina católica se hagan de manera apropiada a los tiempos (concepto compresivo y amplio), y otra que se realicen siguiendo los métodos de pensamiento de la filosofía contemporánea. Por ejemplo: una cosa es presentar la doctrina católica de una manera apropiada a la citerioridad propia de la mentalidad contemporánea, y otra que sea pensada y expuesta según esa misma mentalidad. Para que el acercamiento a la mentalidad moderna sea correcto, no debe adoptar los métodos del análisis marxista o la fenomenología existencialista (por ejemplo), sino adaptar a esa mentalidad la oposición polémica del catolicismo.
En suma, se trata del problema al que pasa el Pontífice en la sección siguiente: «Forma de reprimir los errores». De esto trataremos en el epígrafe siguiente, pero no sin haber hecho antes como paso previo algunas observaciones.
Primera, que la polisemia nacida de la diversidad de las traducciones atestigua la pérdida de aquella precisión que fue en tiempos costumbre de la Curia en la redacción de sus documentos.
Segunda, que la multivocidad se introdujo después en sucesivas alocuciones del Papa en que citaba aquella perícopa del 11 de octubre, unas veces según el texto latino y otras según la traducción[5].
Tercero, que la diversidad de las traducciones, pronto difundidas en perjuicio del texto latino y tomadas como base de argumentación, contradice al original, pero las variantes coinciden entre sí unívocamente. Esta consonancia da motivo para conjeturar una conspiración espontánea u organizada con el objeto de proporcionar al discurso un sentido modernizante tal vez ausente de la mente del Papa.
La misma incertidumbre genera el párrafo del discurso que distingue entre la inmutable sustancia de la enseñanza católica y la variabilidad de sus expresiones. El texto oficial suena así: «Est enim aliud ipsum depositum fidei, seu variantes, quae veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus quo eaedem enuntiantur eodem tamen sensu eademque sententia. Huic quippe modo plurimum tribuendum est et patentia si opus fuerit in eo elaborandum, scilicet eae inducendae erunt rationes res exponendo, quae cum magisterio, cuius indoles praesertim pastoralis est, magis congruant» [6].
La traducción italiana es: «Altra é la sostanza dell'antica dottrina del depositum fidei e altra é la formulazione del suo revestimento ed é di questo che devesi con pazienza tener gran tonto, tutto misurando nella forma e proporzione di un magistero a carattere prevalentemente pastorale». Y la española: «Una cosa es la sustancia del "depositum fidei", es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral» (pág. 749, n. 14). .
La diferencia es tan grande que admite sólo dos suposiciones: o bien el traductor italiano ha querido hacer una paráfrasis, o bien la traducción es en realidad el texto original. En este segundo caso, la redacción italiana habría parecido complicada e imprecisa (¿qué es eso de «la formulación de su revestimiento»?) y por consiguiente el latinista habría intentado captar su sentido general, desprendiéndola (impregnado como estaba por conceptos tradicionales) de cuanto de novedad contenía la redacción original. Si no, resulta llamativa la omisión de las palabras «eodem tamen sensu eademque sententia», que citan implícitamente un texto clásico de San Vicente de Lehrins, y a las cuales está ligado el concepto católico de la relación entre la verdad que hay que creer y la fórmula con la que se expresa.
En el texto latino Juan XXIII recalca que la verdad dogmática admite multiplicidad de expresiones, pero que la multiplicidad concierne al acto del significar y nunca a la verdad significada. El pensamiento papal es continuación (se dice expresamente) de las enseñanzas que «aparecen en las actas de Trento y del Vaticano» (n. 14).
Es sin embargo una novedad, y como novedad en la Iglesia se anuncia abiertamente, la actitud que debe seguirse ante los errores. La Iglesia (dice el Papa) no abdica ni disminuye su oposición al error, pero «en nuestro tiempo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad>>[7] se opone al error «mostrando la validez de su doctrina, más que condenando» (n. 15).
Esta proclamación del principio de la misericordia como contrapuesto al de la severidad no tiene en cuenta que en la mente de la Iglesia incluso la condena del error es una obra de misericordia, pues atacando al error se corrige a quien yerra y se preserva a otros del error. Además, hacia el error no puede haber propiamente misericordia o severidad, al ser éstas virtudes morales cuyo objeto es el prójimo, mientras que el intelecto repudia el error con un acto lógico que se opone a un juicio falso. Siendo la misericordia, según la Summa Theol. II, 11, q.30, a.l, un pesar por la miseria de los demás acompañado del deseo de socorrerles, el método de la misericordia no se puede usar hacia el error (ente lógico en el cual no puede haber miseria), sino sólo hacia el que yerra (a quien se ayuda proponiéndole la verdad y rebatiendo el error).
El Papa divide por la mitad dicha ayuda al restringir todo el oficio ejercitado por la Iglesia hacia el que yerra a la simple presentación de la verdad: ésta bastaría por sí misma, sin enfrentarse al error, para desbaratarlo. La operación lógica de la refutación se omitiría para dar lugar a una mera didascalia de la verdad, confiando en su eficacia para producir el asentimiento del hombre y destruir el error.
Esta doctrina del Pontífice constituye una variación relevante en la Iglesia católica y se aToya en una singular visión de la situación intelectual de nuestros contemporáneos. Estos estarían tan profundamente penetrados por opiniones falaces y funestas, máxime in re morali, que como dice paradójicamente el Papa «los hombres, por sí solos [es decir, sin refutación ni condena], hoy día parece que están por condenarlas, y en especial aquellas costumbres que desprecian a Dios y a su Ley».
Es sin duda admisible que el error puramente teórico pueda curarse a sí mismo cuando nace de causas exclusivamente lógicas; pero que se cure a sí mismo el error práctico en torno a las acciones de la vida, dependiente de un juicio en el que interviene la parte libre del pensamiento, es una proposición difícil de comprender. Y aparte de ser difícil desde un punto de vista doctrinal, esa interpretación optimista del error, que ahora se reconocería y corregiría por sí mismo, está crudamente desmentida por los hechos. En el momento en que hablaba el Papa estos hechos estaban madurando, pero en la década siguiente salieron totalmente a la luz.
Los hombres no se retractaron de esos errores, sino que más bien se confirmaron en ellos y les dieron vigor de ley: la pública y universal adopción de estos errores morales se puso en evidencia con la aceptación del divorcio y del aborto; las costumbres de los pueblos cristianos fueron enteramente cambiadas y sus legislaciones civiles (hasta hacía poco modeladas sobre el derecho canónico) se tornaron en legislaciones puramente profanas, sin sombra de lo sagrado. Éste es un punto en el cual la clarividencia papal queda irrefutablemente comprometida.[8]
Como ya hemos dicho, es característico del Vaticano II su resultado paradójico, según el cual todo el trabajo preparatorio (que suele conducir los debates, dar impronta a las orientaciones y prefigurar los resultados de un Concilio) resultó nulo y fue rechazado desde la primera sesión, sustituyéndose una inspiración por otra y una tendencia por otra [9].
Ahora bien, tal desviación de la concepción original no tuvo lugar por una resolución interna del mismo Concilio en el desenvolvimiento de su regularidad legal, sino por una ruptura de la legalidad conciliar poco citada en las narraciones de los hechos, pero conocida hoy en su rasgos más evidentes.
Estando en discusión en la XXIII congregación el esquema de fontibus Revelationis preparado por la comisión preparatoria y ya cribado por muchas consultas de obispos y de peritos, la doctrina expuesta suscitó una viva polémica. Los Padres más aferrados a la fórmula del Concilio de Trento, según la cual la Revelación se contiene in abris scriptis et sine scripto traditionibus (sesión IV) tomadas como dos fuentes, se encontraron en desacuerdo con los más partidarios de exponer la doctrina católica en términos menos hostiles a los hermanos separados, que rechazan la Tradición.
La vivísima contienda entre las dos partes condujo a la propuesta avanzada el 21 de noviembre de truncar la discusión y rehacer totalmente el esquema[10]. Una vez recogidos los votos, se encontró que la propuesta de suspensión no disponía de la mayoría cualificada de dos tercios exigida por el Reglamento del Concilio para todas las cuestiones de procedimiento. El secretario general hizo ver entonces: «Los resultados de la votación han sido tales que el examen de los capítulos individuales del esquema en discusión se proseguirá en los próximos días».
Pero al día siguiente, al inicio de la congregación XXIV, se anunció en cuatro lenguas aparte de en latín que, por considerarse la discusión más laboriosa y prolongada de lo previsto, el Santo Padre había decidido que una nueva comisión refundiese el esquema para hacerlo más breve y resaltar mejor los principios generales definidos por Trento y el Vaticano I.
Con esta intervención, que reformaba de un plumazo la decisión del Concilio y anulaba el Reglamento de la asamblea, se realizaba una ruptura de la legalidad y se pasaba del régimen colegial al régimen monárquico. La ruptura de la legalidad significó también un nuevo cursus, si no doctrinal, sí al menos de orientación doctrinal. Los postcenia de la transformación repentina de la intención papal son hoy conocidos[11], pero tienen bastante menos importancia que el elemento de fuerza que vino a sobreponerse a la legalidad conciliar.
El resultado de la votación podría haber sido invalidado por el Papa si hubiese resultado en un vicio de ley o si hubiese precedido al voto una reforma de la ley (como la que siguió de facto con Pablo VI, que retornó al sistema de mayoría simple). Pero en los términos en los que ocurrió, la intervención papal constituye una típica sobre posición del Papa al Concilio, tanto más notable cuanto que el Papa fue presentado entonces como tutor de la libertad del Concilio.
Esta sobre posición no es un motus propius, sino consecutiva a reclamaciones y solicitudes que consideraban la mayoría cualificada exigida por el Concilio como una «ficción jurídica», y pasaban por encima de ella para que el Papa reconociese el principio de la mayoría simple.
Por otro lado, la preeminente voluntad modernizadora de la asamblea ecuménica, que rechazó todo el trabajo preparatorio de tres años conducido bajo la presidencia de Juan XXIII, había aparecido ya desde la primera congregación con el incidente del 13 de octubre. La asamblea habría debido elegir aquel día a los miembros de su competencia (dieciséis sobre veinticuatro) de las diez comisiones destinadas a examinar los esquemas redactados por la Comisión preparatoria. La secretaría del Concilio había distribuido las diez papeletas, cada una con espacios en blanco donde escribir los nombres elegidos.
Había también procedido a dar a conocer la lista de los componentes de las comisiones preconciliares de las cuales habían surgido los esquemas. Este procedimiento estaba destinado obviamente a mantener una continuidad orgánica entre la fase de los borradores y la fase de la redacción definitiva. Esto resulta conforme al método tradicional. Responde también casi a una necesidad, pues la presentación de un documento no puede ser mejor hecha por nadie que por quien lo ha estudiado, cribado, y redactado. Finalmente, no prejuzgaba la libertad de los electores, quienes tenían la facultad de prescindir enteramente de las comisiones preconciliares al constituir las conciliares.
La única objeción que podía aducirse era que, tratándose del tercer día desde la apertura del Sínodo y no conociéndose entre sí los miembros de la plural y heterogénea asamblea, la elección podía resultar viciada por precipitación y no estar lo bastante meditada.
El procedimiento les pareció sin embargo a una conspicua parte de los Padres una tentativa de coacción, y suscitó un vivo resentimiento. En la apertura de la congregación, el Card. Liénart, uno de los nueve presidentes de la Asamblea, se convirtió en su intérprete. Habiendo pedido el uso de la palabra al presidente Card. Tisserant y habiéndole sido denegada (conforme al Reglamento, ya que la congregación había sido convocada para votar, y no para decidir si votar o no), el prelado francés, rompiendo la legalidad aunque entre aplausos unánimes, agarró el micrófono y leyó una declaración: era imposible llegar a la votación sin previa información sobre las cualidades de los candidatos, sin previo concierto entre los electores y sin previa consulta a las conferencias nacionales.
La votación no tuvo lugar, la congregación fue disuelta y las comisiones fueron después formadas con una amplia inclusión de elementos extraños a los trabajos preconciliares.
El gesto del Card. Liénart fue contemplado por la prensa como un golpe de fuerza con el cual el obispo de Lille «desviaba la marcha del Concilio y entraba en la historia»[12].
Pero todos los observadores reconocieron en él un momento auténticamente discriminante en los caminos del Sínodo ecuménico, uno de esos puntos en los que en un instante la historia se contrae para ir desenvolviéndose después.
Finalmente el mismo Liénart, consciente (al menos a posteriori) de los efectos de aquella intervención suya y preocupado por excluir que fuese premeditada y concertada, lo interpreta en las citadas memorias como una inspiración carismática: «Yo hablé solamente porque me encontré constreñido a hacerlo por una fuerza superior, en la cual debo reconocer la del Espíritu Santo».
De este modo el Concilio habría sido ordenado por Juan XXIII (según su propio testimonio) merced a una sugestión del Espíritu, y el Concilio preparado por él habría sufrido pronto un vuelco brusco a causa de una moción otorgada por el mismo Espíritu al cardenal francés.
Sobre el repudio de la orientación del Concilio preparado tenemos también en ICI, n. 577, p. 41 (15 agosto 1982) una abierta confesión del P Chenu, uno de los exponentes de la corriente modernizante. El eminente dominico y su compañero de orden el P Congar quedaron desconcertados por la lectura de los textos de la Comisión preparatoria, que les parecían abstractos, anticuados, y extraños a las aspiraciones de la humanidad contemporánea; entonces promovieron una acción que hiciese salir al Concilio de ese coto cerrado y lo abriese a las exigencias del mundo, induciendo a la Asamblea a manifestar la nueva inspiración en un mensaje a la humanidad.
El mensaje (dice el P Chenu) «suponía una crítica severa del contenido y del espíritu del trabajo de la Comisión central preparatoria».
El texto propuesto al Concilio fue aprobado por Juan XXIII y por los cardenales Liénart, Garrone, Frings, Dópfner, Alfrink, Montini y Léger.
Desarrollaba los temas siguientes: el mundo moderno aspira al Evangelio; todas las civilizaciones contienen una virtualidad que las impulsa hacia Cristo; el género humano es una unidad fraterna más allá de las fronteras, los regímenes y las religiones; y la Iglesia lucha por la paz, el desarrollo y la dignidad de los hombres. El texto fue confiado al card. Liénart y después modificado en algunas partes sin quitarle su originario carácter antropocéntrico y mundano, pero las modificaciones dejaron insatisfechos a sus promotores.
Fue votado el 20 de octubre por dos mil quinientos Padres. En cuanto al efecto de esta acción, es relevante la declaración del P Chenu: «El mensaje sobrecogió eficazmente a la opinión pública a causa de su misma existencia. Los caminos abiertos fueron seguidos casi siempre por las deliberaciones y las orientaciones del Concilio».
Los acontecimientos originados por los incidentes del 13 de octubre y del 22 de noviembre tuvieron efectos imponentes: la recomposición de las diez Comisiones conciliares y la eliminación de todo el trabajo preparatorio, por lo que de veinte esquemas sólo pasó el de la Liturgia. Se cambió la inspiración general de los textos e incluso el género estilístico de los documentos, que abandonaron la estructura clásica en la que a la parte doctrinal seguía el decreto disciplinar. El Concilio se hacía en cierto modo autogenético, atípico, e improvisado.
En este punto se pregunta el estudioso si esta inopinada inflexión del curso del Concilio fue debida a una conspiración pre y extraconciliar, o bien fue efecto del natural dinamismo de la asamblea. La primera opinión es sostenida por los partidarios de la concepción tradicional y curial. Estos llegan incluso a reevocar el latrocimum de Efeso: que se hubiera confeccionado el Concilio después de negada su propedéutica sólo parecía explicable mediante un concierto bien preparado de voluntades vigorosas.
La conspiración parecería también demostrada por cuanto narra Jean Guitton, miembro de la Academia Francesa[13], por confidencia del card. Tisserant. El decano del Sacro Colegio, mostrándole un cuadro al que sirvió de modelo una fotografía y que representaba seis purpurados rodeando al mismo Tisserant, dijo: «Este cuadro es histórico, o más bien simbólico. Representa la reunión que habíamos mantenido antes de la apertura del Concilio, y en la que decidimos bloquear la primera sesión rechazando las reglas tiránicas establecidas por Juan XX111». El órgano principal de la conspiración de los modernizantes, tejida por alemanes, franceses, y canadienses, habría sido la alianza de los Padres de esas regiones eclesiásticas; el órgano antagonista fue el Coetus internationalis Patrum, donde prevalecían Padres de la órbita latina.
Es oportuno interrogarse si no se está confundiendo una conspiración en sentido político, con ese natural ponerse de acuerdo en las asambleas los miembros que convergen entre sí por concordancias sobre la doctrina, por homogeneidad de interpretaciones históricas, o por la consecuente identidad de pretensiones. Sin duda no puede negarse que cualquier cuerpo de personas reunidas bajo un mismo título para cumplir un objeto social está sujeto a influencias. Sin ellas no puede constituirse como verdadero cuerpo activo ni pasar del estado de multitud atomística al de asamblea orgánica. Tales influencias se ejercitaron siempre sobre los Concilios y no son algo accidental ni un vicio, sino que forman parte de la estructura conciliar. No es cuestión de decidir ahora si todas ellas han sido siempre conformes a la naturaleza de la asamblea conciliar, o si algunas provenían de fuera del Concilio en forma de usurpación del poder político.
Es sabido de cuánto poder gozaron en el Concilio de Trento el Emperador y los príncipes, y cuán eficaz fue el ascendiente papal, por lo que Sarpi decía con amargo menosprecio que «el Espíritu Santo venía de Roma en carroza». También en el Vaticano I ejercitó Pío IX un influjo potente y obligado, dado que como jefe vicarial de la Iglesia es también jefe vicarial del Concilio.
Es la idea misma de asamblea, cualquiera que ésta sea, la que impone no sólo la licitud de las influencias, sino su necesidad. En efecto, el ser de la asamblea nace, en cuanto tal, cuando los individuos que la van a formar se funden en una unidad. Ahora bien, ¿qué es lo que opera tal fusión, si no la acción de los influjos recíprocos?
Ciertamente se dan en la historia algunos que son violentos; e incluso, según una teoría que rechazamos, son sólo los violentos (no propiamente los influjos, sino las rupturas) los que fuerzan el curso de los acontecimientos. Pero sin entrar a juzgar esta cuestión, tengamos por cierto que solamente gracias a la conspiración un número de hombres reunidos en asamblea puede trascender del estado atomístico y ser informado por un pensamiento.
Una asamblea conciliar (estamento de hombres eminentes por virtud, doctrina y desinterés) tiene ciertamente un dinamismo distinto del de la masa popular, denominada por Manzoni (Los novios, cap. XIII) «corpachón», en la cual se introducen sucesivamente ánimos opuestos para moverla hacia acciones de injusticia y de sangre, o hacia los consejos opuestos de justicia y de piedad.
Pero nos parece una verdad psicológica e histórica que toda asamblea se convierte en un organismo solamente si interviene esa conspiración que diferencia y organiza la pluralidad. Y esta verdad es tan patente que el Reglamento interno del Concilio recomendaba en el S 3 del artículo 57 que los Padres concordantes en concepciones teológicas y pastorales se asociasen en Grupos para sostenerlas en el Concilio o hacerlas sostener por sus representantes.
Lo que sí constituye una verdad, tanto para la historia como para la teodicea (puede buscarse donde hemos tratado de ella [14]aplicándola a un acontecimiento histórico famoso), es que existen momentos destacados y privilegiados en la determinación de un completo curso de acontecimientos, en los cuales está virtualmente contenido el futuro, como fueron los actos del card. Liénart el 13 de octubre y la ruptura de la legalidad el 22 de noviembre de 1962.
Con Juan XXIII la autoridad papal se manifestó solamente como abandono del Concilio que había sido preparado (con el efecto radical que ello supuso) y como condescendencia con el movimiento que el Concilio, rota la continuidad con su preparación, quiso darse a sí mismo. Los decretos adoptados por Juan XXIII sin participarlos a la asamblea se caracterizan por ser casos particulares. Tal es la inserción de San José en el canon de la Misa, en el cual desde San Gregorio Magno no se había introducido ninguna novedad. Dicha inclusión fue pronto vivamente rechazada, sea por sus previsibles efectos antiecuménicos, sea por obedecer aparentemente a una pura preferencia personal del Pontífice (aunque en realidad estuviese apoyada por amplias capas de la Iglesia). Sólo tuvo una duración efímera, precipitándose también en el Erebo del olvido como otras cosas de aquel Papa que desagradaron al consensus conciliar.
Aunque secundó en general el movimiento del Concilio en el sentido modernizante anunciado en la alocución inaugural, en algunos puntos polémicos Pablo VI creyó su deber separarse de sus sentimientos predominantes y hacer uso de su autónoma autoridad.
El primer punto es el principio de la colegialidad, hasta entonces implícito en la eclesiología católica y que el Papa creyó que debía explicarse, convirtiéndose después en uno de los principales criterios de la reforma de la Iglesia. Ya fuese por la novedad de tal explicación, por lo sorpresivo del argumento (silenciado en la Comisión preparatoria), o por la delicadeza de la relación entre el primado de Pedro y la mencionada solidaridad colegial, el caso es que el texto conciliar resultó incompleto. Entonces Pablo VI quiso que cuanto sobre la colegialidad había dicho la Constitución Lumen Gentium fuese clarificado y determinado en una Nota praevia de la Comisión teológica.
Los términos de la clarificación fueron tales que el principio católico del primado didáctico y de gobierno del Papa sobre toda la Iglesia y sobre todos sus miembros singillatim [uno a uno] resultó sartum tectum y no cuestionable.
Como había establecido el Vaticano I, las definiciones papales concernientes a las cosas de fe y de moral son irreformables ex sese, non autem ex consensu Ecclesiae y por tanto, ni siquiera ex consensu de los obispos constituídos en colegio. La Nota praevia rechaza la interpretación clásica de la colegialidad, según la cual el sujeto de la suprema potestad en la Iglesia es solamente el Papa, quien la condivide cuando quiere con la universalidad de los obispos llamados por él a Concilio. La suprema potestad es colegial sólo por comunicación ad nutum del Papa.
La Nota praevia rechaza también la doctrina modernista, según la cual el sujeto de la suprema potestad en la Iglesia es el colegio unido con el Papa (aunque no sin el Papa, que es su cabeza): pero de modo tal que cuando el Papa ejercita la suprema potestad, incluso en solitario, la ejercita en cuanto cabeza del colegio y como representante del colegio, al que tiene la obligación de consultar para expresar su pensamiento. Es una teoría calcada sobre la del origen popular de la autoridad, difícilmente compatible con la constitución divina de la Iglesia.
Rechazando estas dos teorías, la Nota praevia afirma que la potestad suprema reside en el colegio de los obispos unido a su Cabeza: pero pudiendo ejercitarlo ésta independientemente del Colegio, mientras que el Colegio no puede hacerlo independientemente de la Cabeza.
No se sabe si la inclinación del Vaticano II a desligarse de una estrecha continuidad con la tradición y a crear formas, modalidades y procedimientos atípicos, debe atribuirse al espíritu modernizante que lo caracterizó y dirigió, o bien a la mente y a la índole de Pablo VI. Probablemente la inclinación debe distribuirse pro rata entre el Concilio y el Papa. El resultado fue una renovación, o mejor dicho, una innovación del ser de la Iglesia, que afectó a las estructuras, los ritos, el lenguaje, la disciplina, las conductas, las aspiraciones: en definitiva, al rostro de la Iglesia, destinado a presentarse ante el mundo como algo nuevo.
Por otra parte, no vamos a preterir aquí la singularidad, incluso formal, de la Nota praevia. En primer lugar, no hay ejemplo en la historia de los Concilios de una glosa de tal cariz añadida a una Constitución dogmática como es la Lumen Gentium, y ligada orgánicamente a ella. En segundo lugar, parece inexplicable que el Concilio, en el mismo acto de promulgación de un documento doctrinal (después de tantas consultas, enmiendas, cribas, aceptaciones y rechazos de modi) alumbre un documento tan imperfecto que deba ser acompañado por una cláusula explicativa.
En fin, en tercer lugar, una curiosa singularidad de esta Nota praevia: se debería leer antes de la Constitución a la que está ligada, y sin embargo se edita después de ella.
La segunda intervención papal se refiere al culto mariano. Como peculiarísimo de la religión católica, el culto mariano tenía que ser tratado de pasada por un Concilio que había hecho preponderar la causa unionis sobre todas las demás: bastaría un capítulo sobre la Virgen, y no un esquema propio, como había previsto la comisión preparatoria. Desde sus inicios el Sínodo se había encontrado bajo la influencia de la escuela teológica alemana, influida a su vez por la mariología protestante, a la cual no se quería contradecir.
Ésta, como por otra parte el Islam, reserva a la Virgen una observancia de pura veneración, pero rechaza el culto verdadero y propio prestado por la Iglesia en grado especialísimo a la Madre de Jesús.
De entre los muchos tratamientos con que la piedad católica ha adornado a la Virgen, algunos (más bien la mayoría) proceden de la fantasía poética y del vívido sentimiento afectivo de los pueblos cristianos; otros, al contrario, suponen o producen una tesis teológica. Por ejemplo, la Coronación de la Virgen ha formado parte de magníficas creaciones artísticas, pero permaneciendo fuera de la teología, mientras que la Asunción pertenece tanto a ésta como a las figuraciones del arte, siendo finalmente proclamada dogma por Pío XII en 1950: las razones del dogma de la Asunción se encuentran en las profundas conexiones ontológicas entre la persona de la Madre y el individuo teándrico.
De entre tantos títulos, quería Pablo VI que el de Madre de la Iglesia fuese consagrado en el esquema sobre la Santísima Virgen, o por los menos en el capítulo del esquema de Ecclesia a que aquél fue reducido. Pero la asamblea no lo deseaba. Dicha dignidad se funda sobre razones teológicas y antropológicas: siendo María verdadera madre de Cristo, y siendo Cristo cabeza de la Iglesia e Iglesia «comprimida» (como la Iglesia, si nos es lícito adoptar el lenguaje de Nicolás de Cusa, es Cristo «expandido»), el paso de Madre de Cristo a Madre de la Iglesia es irreprensible. Pero la mayoría conciliar sostuvo que ese título no era esencialmente distinto de otros que, o basculan entre lo poético y lo especulativo, o son de incierto significado, o carecen de base teológica, obstaculizando así la causa unionis, por lo cual se opuso a su proclamación. Entonces el Santo Padre, con un acto de autónoma autoridad, procedió a su proclamación solemne en el discurso de clausura de la tercera sesión, el 21 de noviembre de 1964, siendo acogido en silencio por una asamblea que en tantos otros momentos se mostró fácil para el aplauso.
Puesto que el título había sido expulsado del esquema por la Comisión teológica (pese a una imponente recogida de sufragios en su favor), y el obispo de Cuernavaca la había impugnado en el aula, el acto del Papa suscitó vivos rechazos. En ese hecho se traslucen las disensiones internas del Concilio y el espíritu antipapal de la fracción modernizante.
Y no se puede, contra la evidencia de los hechos, aceptar la posterior declaración del Card. Bea. El tenía razón al afirmar que habiendo faltado un voto explícito de la asamblea sobre la atribución o no de ese tratamiento a la Virgen, no era legítimo contraponer la voluntad no manifestada del Concilio a la voluntad del Papa expresada por modo de autoridad.
Sin embargo, saliéndose del argumento, el cardenal intentaba establecer un consenso entre el Papa y el Concilio arguyendo que toda la doctrina mariológica desarrollada en la Constitución contenía implícitamente el título de Mater Ecclesia.
Ahora bien, una doctrina implícita es una doctrina en potencia, y quien no quiere explicitarla (llevarla a acto) disiente ciertamente de quien pide su explicitación. La declaración del Card. Bea (que estaba entre quienes se oponían) es sólo una forma de obsequio y de reparación ante el Papa.
Descansa sobre una argumentación sofista que compara lo implícito y lo explícito, e intenta quitarle significado a los hechos. Quien rechaza explicitar una proposición implícita no tiene el mismo sentimiento que quien la quiere explicitada, pues no queriendo explicitarla, en realidad no la quiere.
También evidenció las disensiones entre el cuerpo y la cabeza del Concilio la intervención papal del 6 de noviembre de 1964 recomendando una rápida aceptación del documento sobre las misiones, al que se oponían principalmente los obispos de África y los Superiores de las congregaciones misioneras. El esquema fue rechazado, debió ser reescrito, y retornó en la IV sesión.
Más firme y más grave fue la intervención de Pablo VI sobre la doctrina del matrimonio. Habiéndose pronunciado en el aula, incluso por bocas cardenalicias (Léger y Suenens), nuevas teorías que rebajaban el fin procreador del matrimonio y abrían paso a su frustración (mientras elevaban a pari o a maiori su fin unitivo y de donación personal), Pablo VI hizo llegar a la comisión cuatro enmiendas con orden de insertarlas en el esquema.
Se debía enseñar expresamente la ilicitud de los métodos anticonceptivos antinaturales. Se debía declarar igualmente que la procreación no es un fin del matrimonio accesorio o equiparable a la expresión del amor conyugal, sino necesario y primario. Todas las enmiendas se apoyaban en textos de la Casti connubii de Pío XI, que habrían debido insertarse. Las enmiendas fueron admitidas, pero no así los textos de Pío XI.
Mientras tanto la cuestión de los anticonceptivos era consultada a una comisión papal, y fue después decidida con la encíclica Humanae vitae de 1968, de la que hablaremos en §§ 62-63. La comisión conciliar excluyó los textos de Pío XI, pero Pablo VI obligó a que fuesen añadidos en el esquema aprobado después por el Concilio en la IV sesión.
El discurso de clausura del Concilio es en realidad el pronunciado por Pablo VI el 7 de diciembre de 1965 al término de la IV sesión, porque el del 8 de diciembre es solamente una alocución ceremonial y de saludo. El espíritu que había prevalecido apareció más claro que en las concretas manifestaciones intermedias del Papa. Más se aprende en él sobre el interior de la mente de Pablo VI de cuanto pueda conocerse a través de los mismos textos conciliares.
El documento tiene una carácter optimista que lo relaciona con la alocución inaugural de Juan XXIII: la concordia entre los Padres es maravillosa, el momento de la conclusión es magnífico. En esta coloración general' que podríamos llamar eutímica (el Concilio «ha sido muy a conciencia optimista», n. 9) se confunden las partes individuales de la síntesis que realiza el Papa. Las partes oscuras, que sin embargo se imponen a la observación del Papa y no resultan silenciadas, están investidas por reflejos de dicho optimismo. De este modo el diagnóstico del estado actual del mundo es, en última instancia y abiertamente, positivo. El Papa reconoce la general dislocación de la concepción católica de la vida y ve, «aun en las grandes religiones étnicas del mundo, perturbaciones y decadencias jamás experimentadas» (n. 4).
En esta perícopa debía tal vez hacerse al menos la excepción del Islam, que conoce en este siglo un nuevo crecimiento y elevación. Pero en el discurso aparece manifiesto el reconocimiento de la tendencia general del hombre moderno a la citerioridad (Diesseitigkeit) y al progresivo rechazo de toda ulterioridad y trascendencia (Jenseitigkeit). Pero hecho este exacto diagnóstico de las vacilaciones modernas, el Papa lo mantiene en el ámbito puramente descriptivo y no reconoce a la crisis el carácter de una oposición principal a la axiología católica de la ulterioridad.
También San Pío X había reconocido en la encíclica Supremi pontificatus, con diagnóstico idéntico al de Pablo VI, que el espíritu del hombre moderno es un espíritu de independencia que orienta hacia sí mismo todo lo creado y mira a su propio endiosamiento.
Pero el Papa Sarto había reconocido del mismo modo el carácter fundamental de esta mundanidad y por tanto había señalado claramente el antagonismo (se entiende que objetivo, prescindiendo de las ilusiones y las intencionalidades subjetivas) por el cual viene necesariamente a chocar con el principio católico: éste lo dirige todo de Dios hacia Dios, aquél por el contrario del hombre hacia el hombre.
Hacen por consiguiente los dos Papas un idéntico diagnóstico del estado del mundo, pero divergen en el juicio de valor. Así como San Pío X, citando a San Pablo (II Tes. 2, 4), veía al hombre moderno hacerse dios y pretender ser adorado, así Pablo VI dice expresamente que «la religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión (porque tal es) del hombre que se hace Dios» (n. 8).
Y sin embargo, obviando el carácter fundamental del enfrentamiento, piensa que gracias al Concilio el enfrentamiento no ha producido un choque, ni una lucha, ni un anatema, sino una simpatía inmensa: una atención nueva de la Iglesia a las necesidades del hombre. Y contra la objeción de que plegándose al mundo y casi corriendo hacia él, la Iglesia abdicaría de su propio camino teotrópico y entraría en la vía antropológica, el Papa opone que actuando así la Iglesia no se desvía en el mundo, sino que se vuelve hacia él.
Aquí viene al caso preguntarse: ¿se vuelve para unirse a él o para atraerlo hacia sí? Ciertamente, el oficio de veracidad propio de la Iglesia desciende de su oficio de caridad hacia el género humano. Incluso la crudeza de la corrección doctrinal tal como fue ejercitada en tiempos resulta monstruosa si se la separa de la caridad, pues tanto existe la caritas severitatis como la caritas suavitatis.
Pero la dificultad consiste en no traicionar a la verdad a causa de la caridad, y en acercarse a la humanidad moderna (inserta en un movimiento antropotrópico) no para secundar su movimiento, sino para invertirlo. No se dan dos centros de la realidad, sino un solo centro y sus epígonos. Y no estoy seguro de que en este discurso Pablo VI haya precisado suficientemente el carácter meramente mediador del humanismo cristiano, ya que la caridad no puede hacer aceptar como fin último, ni siquiera perfunctoriamente, el propio de la visión antropológica: el triunfo y endiosamiento del hombre.
La imprecisión del discurso es patente también en la adopción, de dos fórmulas contrarias: «para conocer al hombre es necesario conocer a Dios» y «para conocer a Dios es necesario conocer al hombre» (n. 16). Según la doctrina católica, hay un conocimiento de Dios accesible por vía natural a todos los hombres, y un conocimiento de Dios sólo revelado sobrenaturalmente. Y del mismo modo, hay dos conocimientos del hombre. Pero decir sin distinción que para conocer al hombre es necesario conocer a Dios y, viceversa, para conocer a Dios es necesario conocer al hombre, constituye no ya el círculo sólido reconocible (dada aquella distinción) en la fórmula católica, sino un círculo vicioso que impediría al espíritu encontrar un verdadero principio de movimiento para conocer al hombre y para conocer a Dios.
Todo el discurso en torno al hombre y a Dios puede después extenderse desde el conocimiento hasta el amor. De hecho el Papa dice que para amar a Dios hace falta amar a los hombres, pero no menciona que es Dios quien hace amable al hombre, y que el motivo del deber de amar al hombre es el deber de amar a Dios.
En conclusión, la esencia del discurso final es la nueva relación de la Iglesia con el mundo. Bajo este aspecto, el discurso final del Concilio es un documento de extrema importancia para quien quiera indagar las variaciones del Concilio y su sustancia oculta y potencial, que los desarrollos postconciliares irían actuando y descubriendo. Estos desarrollos están mezclados con los de las opuestas y coexistentes tendencias que operaban en el Concilio. Las iremos ahora rebuscando en el complejo, turbado y ambiguo desarrollo de la Iglesia postconciliar.
CAPITULO V
Como hemos visto, el Concilio rompió con toda su preparación y se desarrolló mediante una superación del Concilio tal como había sido preparado. Pero después de la clausura, el período postconciliar, que habría debido suponer la realización del Concilio, supuso sin embargo también la superación de éste. Este hecho se deplora con frecuencia incluso en los discursos del Papa, quien lo dijo expresamente, por ejemplo, el 31 de enero de 1972, refiriéndose a “pequeñas minorías, pero audaces y fuertemente disolventes”.
También queda demostrado por las no pocas voces que, considerando insuficientes las novedades conciliares, piden un VATICANO III para impulsar a la Iglesia a dar el paso adelántela al cual se resistió o vaciló dar en el primer encuentro.
Los excesos son particularmente palpables en el orden litúrgico, donde la Misa se encontró transmutada de arriba abajo; en el orden institucional, que fue investido de un espíritu democrático de consulta universal y de perpetuo referendum; y más aún en el orden de la mentalidad, abierta a componerse con doctrinas alejadas del principio católico.
La superación tuvo lugar bajo el lema de una causa compleja, anfibológica, diversa y confusa, que se denominó espíritu del Concilio. Y así como éste superó su propia preparación, o más bien la dejó de lado, su espíritu superó al mismo Concilio.
La idea de espíritu del Concilio no es una idea clara y distinta, sino una metáfora: significa propiamente su inspiración. Reconducida al terreno de la lógica, está ligada a la idea de aquello que es principal en un hombre y le mueve en todas sus operaciones.
La Biblia habla del espíritu de Moisés y narra que Dios tomó el espíritu de Moisés y lo llevó a los setenta ancianos (Núm. 11, 25). El espíritu de Elías entró en su discípulo Eliseo (IV Rey. 2, 15). Cien veces más menciona el espíritu del Señor. En todos estos pasajes, el espíritu es lo que en un hombre precede a todo acto y preside todos sus actos como primum movens.
Los setenta ancianos que empiezan a profetizar cuando Dios les lleva el espíritu de Moisés tienen por ideal y por motor supremo el mismo que Moisés. El espíritu de Elías en Eliseo es el pensamiento de Elías, que se hace propio de Eliseo. El espíritu del Señor es el Señor mismo, convertido en razón y motivo de operación en todos los que tienen el espíritu del Señor. Del mismo modo, el espíritu del Concilio es el principio ideal que motiva y da vida a sus operaciones, y, por decirlo a la manera estoica, [lo hegemónico] en él.
Pero dicho esto, queda claro que si bien el espíritu del Concilio (lo que subyace en el fondo de sus decretos y viene a ser su a priori) no se identifica ciertamente con su letra, tampoco es independiente de ella. ¿En qué cosas se expresa un cuerpo deliberante, sino en sus disposiciones y en sus deliberaciones? La apelación al espíritu del Concilio, y sobre todo por parte de quienes pretenden superarlo, es un argumento equívoco y casi un pretexto para poder introducir en él su propio espíritu de innovación.
Puede observarse aquí que siendo el espíritu de aquella magna asamblea nada menos que su principio informante, admitir en él una multiplicidad de espíritus equivaldría a plantear una multiplicidad de Concilios, considerada por algunos autores como algo enriquecedor. La suposición de que el espíritu del Concilio sea múltiple puede surgir solamente de la incertidumbre y de la confusión que vician ciertos documentos conciliares y dan lugar a la teoría de la superación de éstos por obra de aquel espíritu.
En realidad, el rebasamiento del Concilio apelando a su espíritu se debe unas veces a una franca superación de su letra, y otras a la amplitud y negligencia de los términos. Es una franca superación cada vez que el postconcilio ha desarrollado como conciliares cuestiones que no encuentran apoyo en los textos, y de los cuales éstos ni siquiera conocen la expresión. Por ejemplo, la palabra pluralismo no se encuentra más que tres veces, y siempre referida a la sociedad civil. [15]
Del mismo modo, la idea de autenticidad como valor moral y religioso de la conducta humana no aparece en ningún documento, ya que si bien la voz authenticus aparece ocho veces, su sentido es siempre el filológico y canónico referido a las Escrituras auténticas, al magisterio auténtico, o a las tradiciones auténticas, y jamás el de ese carácter de inmediatez psicológica celebrado hoy como indicio cierto de valor religioso.
En fin, el vocablo democracia con sus derivados no se encuentra en ningún punto del Concilio, aunque se encuentre en los índices de ediciones aprobadas de los textos conciliares. Pese a ello, la modernización de la Iglesia postconciliar resulta en gran parte un proceso de democratización.
Existe también una abierta superación cuando, descuidando la letra del Concilio, se desarrollan las reformas en sentido opuesto a su voluntad legislativa. El ejemplo más conspicuo es el de la universal eliminación de la lengua latina en los ritos latinos, cuando según el artículo 36 de la Constitución sobre la liturgia debería conservarse en el rito romano; de facto fue proscrita, celebrándose en todas partes la Misa en lengua vulgar, tanto en la parte didáctica como en la parte sacrificial. Ver §§ 277-283.
Sin embargo, prevalece sobre la superación abierta la que tiene lugar apelando al espíritu del Concilio e introduciendo el uso de nuevos vocablos destinados a llevar consigo como mensaje una idea concreta, aprovechándose para este fin de la ambigüedad misma de los enunciados conciliares [16].
A este propósito es sumamente importante el hecho de que habiendo dejado el Concilio tras de sí, según es costumbre, una comisión para la interpretación auténtica de sus decretos, ésta no haya dado jamás explicaciones auténticas y no sea citada nunca. De este modo, el tiempo postconciliar, más que de ejecución, fue de interpretación del Concilio.
Faltando una interpretación auténtica, se abandonó a la disputa de los teólogos la definición de los puntos en los que la mente del Concilio se mostró incierta y cuestionable, con ese grave perjuicio para la unidad de la Iglesia que Pablo VI deploró en el discurso del 7 de diciembre de 1969. Vér 4 7.
El carácter anfibológico de los textos conciliares [17] proporciona así fundamento tanto a la interpretación modernista como a la tradicional, dando lugar a todo un arte hermenéutico tan importante que no es posible eludir aquí una breve referencia.
La profundidad de la variación operada en la Iglesia en el período postconciliar se deduce también de los imponentes cambios producidos en el lenguaje. Ya no entro en la desaparición en el uso eclesiástico de algunos términos como infierno, paraíso, o predestinación, significativos de doctrinas que no se tratan ni siquiera una vez en las enseñanzas conciliares: puesto que la palabra sigue a la idea, su desaparición implica desaparición, o cuando menos eclipse, de esos conceptos, en un tiempo relevantes en el sistema católico.
También la transposición semántica es un gran vehículo de novedad: llamar operador pastoral al párroco, Cena a la Misa, servicio a la autoridad o a cualquier otra función, autenticidad a la naturaleza (incluso aunque sea deshonesta), etc., arguye una novedad en las cosas a las que antes se hacía referencia con los segundos vocablos.
El neologismo, por lo demás filológicamente monstruoso, está destinado algunas veces a significar ideas nuevas (por ejemplo, concienciar); pero más a menudo nace del deseo de novedades, como es patente en la utilización de presbítero en vez de sacerdote, diaconía en vez de servicio, o eucaristía en vez de Misa. En esta sustitución de los términos antiguos por neologismos se oculta siempre una variación de conceptos, o por lo menos una coloración distinta. Algunas palabras que no habían sido frecuentadas nunca en los documentos papales y estaban relegadas a casos concretos, han conquistado en el corto período de pocos años una difusión prodigiosa.
El más notable es el vocablo diálogo, hasta entonces desconocido en la Iglesia. Sin embargo, el Vaticano II lo adoptó veintiocho (25) veces y acuñó la frase celebérrima que indica el eje y la intención primaria del Concilio: “diálogo con el mundo” (Gaudium et Spes 43) y “mutuo diálogo” entre Iglesia y mundo [18]. La palabra se convirtió en una categoría universal de la realidad, sobrepasando los ámbitos de la lógica y la retórica, a los que en principio estaba circunscrita.
Todo tenía estructura dialéctica. Se llegó hasta configurar una estructura dialéctica del ser divino (no ya en cuanto trino, sino en cuanto uno), de la Iglesia, de la religión, de la familia, de la paz, de la verdad, etc. Todo se convierte en diálogo y la verdad in facto esse se diluye en su propio fieri como diálogo. Ver más adelante §§ 151-156 [19].
Un procedimiento común en la argumentación de los innovadores es el circiterismo: consiste en referirse a un término indistinto y confuso como si fuese algo sólido e incuestionable, y extraer o excluir de él el elemento que interesa extraer o excluir. Tal es por ejemplo el término espíritu del Concilio o incluso el de Concilio. Recuerdo cómo hasta en la praxis pastoral los sacerdotes innovadores, que violaban las normas más firmes y que ni siquiera después de su celebración habían cambiado, respondían a los fieles, sorprendidos por sus arbitrariedades, apelando al Concilio.
Por supuesto no se me escapa que dadas, por un lado, la limitación de la intentio humana (incapaz de contemplar simultáneamente todos los aspectos de un objeto complejo), y por otro la existencia de un ejercicio libre del pensamiento, el cognoscente no puede sino dirigirse sucesivamente a las diversas partes del complejo. Pero afirmo que esa natural operación intelectiva no puede confundirse con el intencionado apartamiento que la voluntad puede imprimir al acto intelectivo a fin de que (como se dice en el texto evangélico) mirando no vea, y escuchando no entienda (Mat. 13, 13).
La primera operación se encuentra también en la búsqueda legítima (la cual por su naturaleza es progresiva pedetentim), mientras a la segunda conviene un nombre distinto al de “búsqueda”: de hecho, más que a las cosas, concede valor a un quid nacido de la propensión subjetiva de cada cual.
Se suele también hablar de mensaje, y de código con el que se lee y se descifra el mensaje. La noción de lectura ha suplantado a la de conocimiento de la cosa, sustituyendo la fuerza constrictiva de la cognición unívoca por una posible pluralidad de lecturas. Un idéntico mensaje puede ser leído (dicen) en claves distintas: si es ortodoxo puede descifrarse en clave heterodoxa, y si es heterodoxo en clave ortodoxa.
Tal método olvida que el texto tiene su sentido primitivo, inherente, obvio y literal; éste debe ser comprendido antes de cualquier interpretación, y tal vez no admite el código con el que será leído y descifrado en la segunda lectura. Los textos del Concilio tienen, como cualquier otro texto, e independientemente de la exégesis que se haga de ellos, una legibilidad obvia y unívoca, un sentido literal que es el fundamento de todos los demás. La perfección de la hermenéutica consiste en reducir la segunda lectura a la primera, que proporciona el sentido verdadero del texto. La Iglesia no ha procedido jamás de otra manera.
El método practicado por los innovadores en el período postconciliar consiste en iluminar u obscurecer partes concretas de un texto o de una verdad. No es sino un abuso de la abstracción que la mente hace por necesidad cuando examina un complejo cualquiera. Tal es en realidad la condición del conocimiento discursivo (que tiene lugar en el tiempo, a diferencia de la intuición angélica).
A esto se añade otro método, propio del error, consistente en esconder una verdad detrás de otra para después proceder como si la verdad oculta no sólo estuviese oculta, sino como si simpliciter no existiese.
Por ejemplo, cuando se define la Iglesia como pueblo de Dios en marcha, se esconde la verdad de que la Iglesia comprende también la parte ya in termino de los beatos (su fracción más importante, por otra parte, al ser aquélla en la que el fin de la Iglesia y del universo está cumplido). En un paso ulterior, lo que aún se incluía en el mensaje, aunque epocado, acabará por ser expulsado de él, rechazándose el culto a los Santos.
El procedimiento que hemos descrito se realiza frecuentemente según un esquema caracterizado por el uso de las partículas adversativas pero y sino. Basta conocer el sentido completo de las palabras para reconocer inmediatamente la intención oculta de los hermeneutas. Para atacar el principio de la vida religiosa se escribe que “no se pone en cuestión el fundamento de la vida religiosa, sino su estilo de realización”.
Para eludir el dogma de la virginidad de la Virgen in partu se dice que es lícito dudar, “no de la creencia en sí misma, sino de su objeto exacto, del que no se tendría la seguridad de que comprenda el milagro del alumbramiento sin lesión corporal” [20] (Y para disminuir la clausura de las monjas se afirma que “debe mantenerse la clausura, pero adaptándola a las condiciones de tiempo y lugar” [21]
Se sabe que la partícula mas (sinónima de pero) equivale a niagis [más], de la cual proviene, y por tanto con la apariencia de mantener en su lugar la virginidad de la Virgen, la vida religiosa o la clausura, se dice en realidad que más que el principio lo importante son los modos de realizarlo según tiempos y lugares.
Ahora bien, ¿qué queda de un principio si está por debajo, y no por encima de su realización? ¿Y cómo no ver que existen estilos de realización que en vez de ser expresión del fundamento, lo destruyen? Según esto, se podría decir que no se pone en discusión el fundamento del gótico, sino su modo de realización, y prescindir entonces del arco ojival.
Esta fórmula del pero/sino se encuentra a menudo en intervenciones de Padres conciliares, los cuales introducen en el aserto principal alguna cosa que es después destruida con el pero/sino de la afirmación secundaria, de modo que ésta última se convierte en la verdadera afirmación principal.
Aún en el Sínodo de Obispos de 1980, el Grupo B de lengua francesa afirma: “El Grupo se adhiere sin reservas a la Humanae vitae, pero haría falta superar la dicotomía entre la rigidez de la ley y la ductilidad pastoral”. La adhesión a la encíclica se convierte así en puramente vocal, porque más que ella lo que importa es plegarse a la ley de la humana debilidad (OR, 15 octubre de 1980). Más abierta es la fórmula de quien pide la admisión de los divorciados a la eucaristía: “No se trata de renunciar a la exigencia evangélica, sino de conceder a todos la posibilidad de ser reintegrados a la comunión eclesial” (ICI, n. 555, 13 de octubre de 1980, p. 12).
Y todavía en el Sínodo de 1980 sobre la familia apareció en los grupos innovadores el uso del vocablo profundización. Mientras se persigue el abandono de la doctrina enseñada por la Humanae vitae, se le profesa una completa adhesión, pero pidiendo que la doctrina sea profundizada: es decir, no confirmada con nuevos argumentos, sino transmutada en otra. La profundización consistiría en buscar y buscar hasta llegar a la tesis opuesta.
Aún más relevante resulta que el método del circiterismo haya sido adoptado alguna vez en la redacción misma de los documentos conciliares. El circiterismo fue impuesto entonces intencionadamente para que posteriormente la hermenéutica postconciliar pudiese resaltar o negligir las ideas que le interesase. “Lo expresamos de una forma diplomática, pero después del Concilio extraeremos las conclusiones implícitas” [22]. Se trata de un estilo diplomático (etimológicamente, doble) en el cual la palabra es elegida con vistas a la hermenéutica, invirtiendo el orden natural del pensamiento y de la escritura.
La primera característica del período postconciliar es el cambio generalizadísimo que revistió todas las realidades de la Iglesia, tanto ad intra como ad extra.
Bajo este aspecto el Vaticano II supuso una fuerza espiritual tan imponente que obliga a colocarlo en un puesto singular en la lista de los Concilios.
Esta universalidad de la variación introducida plantea además la siguiente cuestión: ano se trata quizá de una mutación sustancial, como dijimos en §§ 33-35, análoga a la que en biología se denomina modificación del idiotipo?
La incógnita planteada consiste en saber si no se estará produciendo el paso de una religión a otra, como no se recatan en proclamar muchos clérigos y laicos. Si así fuese, el nacimiento de lo nuevo supondría la muerte de lo viejo, como sucede en biología y en metafísica. El siglo del Vaticano 11 sería entonces un magnus articulus temporurn la cima de uno de los giros que el espíritu humano viene haciendo en su perpetuo revolverse sobre sí mismo.
El problema puede también plantearse en otros términos: ¿no sería quizá el siglo del Vaticano II la demostración de la pura historicidad de la religión católica, o lo que es lo mismo, de su no-divinidad?
Puede decirse que la amplitud de la variación es casi exhaustiva[23]. De las tres clases de actitudes en las cuales se compendia la religión (las cosas que creer, las cosas que esperar, y las cosas que amar), no hay ninguna que no haya sido alcanzada y transformada tendenciosamente. En el orden gnoseológico, la noción de fe pasa de ser un acto del intelecto a serlo de la persona, y de adhesión a verdades reveladas se transforma en tensión vital, pasando así a formar parte de la esfera de la esperanza (§ 164).
La esperanza deprecia su objeto propio, convirtiéndose en aspiración y expectativa de una liberación y transformación terrenales (§ 168). La caridad, que como la fe y la esperanza tiene un objeto formalmente sobrenatural (§ 169), rebaja del mismo modo su término volviéndose hacia el hombre, y ya vimos cómo el discurso de clausura del Concilio proclamó al hombre condición del amor a Dios.
Pero no sólo han sido alcanzados por la novedad estas tres clases de actitudes humanas concernientes a la mente, sino también los órganos sensoriales del hombre religioso y creyente. Para el sentido de la vista han cambiado las formas de los vestidos, los ornamentos sacros, los altares, la arquitectura, las luces, los gestos.
Para el sentido del tacto la gran novedad ha sido poder tocar aquello que la reverencia hacia lo Sagrado hacía intocable. Al sentido del gusto le ha sido concedido beber del cáliz.
Al olfato, por el contrario, le resultan casi vetados los olorosos incensarios que santificaban a los vivos y a los muertos en los ritos sagrados. Finalmente, el sentido del oído ha conocido la más grande y extensa novedad jamás operada en cuestión de lenguaje sobre la faz de la tierra, habiendo sido cambiado por la reforma litúrgica el lenguaje de quinientos millones de personas; la música ha pasado además de melódica a percusiva, y se ha expulsado de los templos el canto gregoriano, que desde hacía siglos suavizaba a los hombres la edad del enmudecimiento de los cánticos (cfr. Ecl. 12, 1-4) y rendía los corazones.
Y no anticipo aquí lo que se verá más adelante sobre las novedades en las estructuras de la Iglesia, las instituciones canónicas, los nombres de las cosas, la filosofía y la teología, la coexistencia con la sociedad civil, la concepción del matrimonio: en fin, en las relaciones de la religión con la civilización en general.
Se plantea entonces el difícil discurso de la relación entre la esencia y las partes contingentes de una cosa, entre la esencia de la Iglesia y sus accidentes. ¿Acaso no pueden todas esas cosas y géneros de cosas ser reformadas en la Iglesia, y permanecer la Iglesia idéntica?
Sí, pero conviene observar tres cosas.
Primero: también existen lo que los escolásticos llamaban accidentes absolutos, aquéllos que no se identifican con la sustancia de la cosa, pero sin los cuales tal cosa no puede existir. Tales son la cantidad en la sustancia corpórea, o la fe en la Iglesia.
Segundo: aunque en la vida de la Iglesia haya partes contingentes, no todos los accidentes pueden ser asumidos o excluidos indiferentemente por ella, ya que así como toda cosa posee unos accidentes determinados y no otros (una nave de cien estadios, decía Aristóteles, ya no es una nave), y así corno, por ejemplo, el cuerpo tiene extensión y no tiene conciencia, así la Iglesia se caracteriza por ciertos accidentes y no por otros, y los hay que no son compatibles con su esencia y la destruyen.
El perpetuo combate histórico de la Iglesia consistió en rechazar las formas contingentes que se le insinuaban desde dentro o se le imponían desde fuera, y que habrían destruido su esencia. Por ejemplo, ¿no era acaso el monofisismo un modo contingente de entender la divinidad de Cristo? Y el espíritu privado de Lutero, ¿no era acaso un modo accidental de entender la acción del Espíritu Santo?
Tercero: aunque las cosas y los géneros de cosas afectados por el cambio postconciliar son accidentes en la vida de la Iglesia, éstos no se deben considerar indiferentes, como si pudieran ser o no ser, ser de un modo o ser de otro, sin que resultase cambiada la esencia de la Iglesia. No es ciertamente éste el lugar para introducir la metafísica y aludir al De ente et essentia de Santo Tomás. Sin embargo es necesario recordar que la sustancia de la Iglesia no subsiste más que en los accidentes de la Iglesia, y que una sustancia inexpresada, es decir, sin accidentes, es una sustancia nula (un no-ser).
Por otra parte, toda la existencia histórica de un individuo se resume en sus actos intelectivos y volitivos: ahora bien, ¿qué son intelecciones y voliciones sino realidades accidentales que accidunt vienen y van, aparecen y desaparecen? Y sin embargo el destino moral de salvación o de condenación depende precisamente de ellas.
Por consiguiente, toda la vida histórica de la Iglesia es su vida en sus accidentes y contingencias. ¿Cómo no reconocerlos como relevantes y, si se piensa, como sustancialmente relevantes? Y los cambios que ocurren en las formas contingentes ¿no son cambios, accidentales e históricos, de la inmutable esencia de la Iglesia? Y allí donde todos los accidentes cambiasen, ¿cómo podríamos reconocer que no ha cambiado la sustancia misma de la Iglesia?
¿Qué queda de la persona humana cuando todo su revestimiento contingente e histórico resulta cambiado? ¿Qué queda de Sócrates sin el éxtasis de Potidea, sin los coloquios del ágora, sin el Senado de los Quinientos y sin la cicuta?
¿Qué queda de Campanella sin las cinco torturas, sin la conspiración de Calabria, sin las traiciones y los sufrimientos?
¿Qué queda de Napoleón sin el Consulado, sin Austerlitz y Waterloo? Y sin embargo todas estas cosas son accidentales en el hombre. Los Platónicos, que aíslan la esencia de la historia, la reencontrarán en el hiperuranio. Pero nosotros, ¿dónde la encontraremos?
Si se estudian los movimientos progresivos o regresivos que han agitado la Iglesia a lo largo de los siglos, se encuentra que abundaron los catastróficos: los que pretenden cambiar ab inus la Iglesia, y por medio de ella a la humanidad entera. Son efecto del espíritu de independencia, que pretende disolver los lazos con el pasado para lanzarse hacia adelante sin contemplaciones (en sentido etimológico).
No se trata de una reforma dentro de los límites de la naturaleza misma de la Iglesia, ni llevada a cabo por medio de ciertas instituciones recibidas como primordiales, sino un movimiento palingenésico que reinventa la esencia de la Iglesia y del hombre dándoles otra base y otros límites. No se trata ya de lo nuevo en las instituciones, sino de nuevas instituciones; ni de la independencia relativa de un desarrollo que germine orgánicamente en dependencia con el pasado, dependiente a su vez de un fundamento otorgado semel pro semper, sino de la independencia pura y simple, o como se dice hoy, creativa.
Hay precedentes de tal intento. Por no alejarme demasiado en las alegaciones yendo a buscarlas en la herética escatología terrena de la Tercera Era (la del Espíritu Santo), me bastará recordar el cariz que la renovación católica tomaba el siglo pasado en el encendido pensamiento de Lamennais, recogido en las cartas inéditas publicadas por Périn.[24]
Según el sacerdote bretón, era imposible que la Iglesia se resistiese a sufrir grandes reformas y profundas transformaciones, las cuales eran tan certísimas como imprevisibles en sus contornos: instaba en cualquier caso a un nuevo estado de la Iglesia, a una nueva era cuyo fundamento sería puesto por Dios mismo mediante una nueva manifestación.
Y tampoco me alargaré demostrando que esta creación de un hombre nuevo, propia de la Revolución moderna, coincide exactamente con la profesada en forma esotérica por el nazismo hitleriano. Según Hitler, el ciclo solar del hombre llega a su término, y ya se anuncia un hombre nuevo que pisoteará la humanidad antigua, resurgiendo con una esencia nueva.[25]
Gaudium et Spes 30 aporta uno de los textos más extraordinarios a este propósito. El oficio moral que debe prevalecer en el hombre de hoy (dice) es la solidaridad social cultivada mediante el ejercicio y la difusión de la virtud, “ut vere novi homines et artifices novae humanitatis exsistant cum necessario auxilio divinae gratiae” [26]
El vocablo novus se encuentra doscientas doce (212) veces en el Vaticano II, con frecuencia desproporcionadamente mayor que en cualquier otro Concilio. Dentro de este gran número, novus aparece a menudo en el sentido obvio de novedad relativa que afecta a las cualidades o las categorías accidentales de las cosas.
Así se habla (es obvio) de Nuevo Testamento, de nuevos medios de comunicación, de nuevos impedimentos a la práctica de la fe, de nuevas situaciones, de nuevos problemas, etc. Pero en el texto citado (y quizá también en Gaudium et Spes 1 “nova exsurgit humanitatis condicio”) el vocablo se torna en un sentido más estrecho y riguroso.
Es una novedad en virtud de la cual no surge en el hombre una cualidad o perfección nueva, sino que resulta mutada su misma base y se tiene una nueva criatura en sentido estrictísimo. Pablo VI ha proclamado repetidamente lo novedoso del pensamiento conciliar: “Las palabras más importantes del Concilio son novedad y puesta al día. La palabra novedad nos ha sido dada como una orden, como un programa” (OR, 3 julio 1974).
Conviene aquí resaltar que la teología católica (o más bien la fe católica) no conoce más que tres novedades radicales capaces de renovar la humanidad y casi transnaturalizarla.
La primera es defectiva, y es aquélla por la cual a causa del pecado original el hombre cayó del estado de integridad y sobrenaturalidad.
La segunda es restauradora y perfectiva, y es aquélla por la cual la gracia de Cristo repara el estado original y lo lleva más allá de la constitución originaria.
La tercera es la que completa todo el orden, y merced a la cual al final de los siglos el hombre en gracia es beatificado y glorificado en una suprema asimilación de la criatura al Creador (asimilación que tanto in vía Thomae como in via Scoti es el fin mismo del universo).
No es por eso posible imaginar una humanidad nueva que permaneciendo en el orden actual del mundo sobrepase la condición de novedad a la que ha sido transferido el hombre por la gracia de Cristo. Tal superación pertenece al orden de la esperanza y está destinada a realizarse en un momento novísimo para todas las criaturas: cuando haya una tierra nueva y un cielo nuevo.
La Escritura adopta para la gracia el verbo crear en un sentido muy conveniente, porque el hombre no recibe por la gracia un poder o una cualidad nueva, sino una nueva existencia y algo que concierne a su esencia. Así como la creación es el paso del no-ser al ser natural, la gracia es el paso del no-ser al ser sobrenatural, discontinuo respecto al primero y completamente original, de tal manera que constituye una nueva criatura (II Car. 5, 17) y un hombre nuevo (Ef. 4, 24)[27].
Esta novedad, injertada durante la vida terrena en la esencia del alma, informa toda la vida mental e informará también la vida corporal en la metamorfosis final del mundo. Pero fuera de esta novedad que confiere al hombre una nueva existencia no sólo moral, sino ontológica (por un algo divino real que se inserta en el Yo del hombre), la religión católica no conoce ni innovación, ni regeneración, ni adición de ser. Por tanto puede concluirse que los novi homines del Concilio no deben entenderse en el sentido fuerte de un cambio de esencia, sino en el sentido débil de una gran restauración de vida en el cuerpo de la Iglesia y de la sociedad humana. Sin embargo, dicha expresión ha sido a menudo entendida en ese estricto e inadmisible sentido, y ha alentado sobre el postconcilio un aura de anfibología y utopía.
Desde el episcopado se elevan indudablemente voces que indican una mutación de fondo. Es como si la crisis de la Iglesia no fuese un sufrimiento que debe soportarse en aras de su conservación, sino un sufrimiento que genera otro ser. Según el card. Marty arzobispo de París, la novedad consiste en una opción fundamental por la cual “la Iglesia ha salido de sí misma para anunciar el mensaje” y hacerse misionera.
Mons. Matagrin, obispo de Grenoble, no es menos explícito y habla de “revolución copernicana, por la cual [la Iglesia] se ha descentrado de sí misma, de sus instituciones, para centrarse sólo sobre Dios y sobre los hombres” (ICI, n. 58(x, p. 30, 15 de abril de 1983). Ahora bien, centrarse sobre dos centros (Dios y el hombre) puede ser una fórmula verbal, pero no resulta algo concebible.
La llamada opción fundamental (es decir, opción por otro fundamento) es católicamente absurda.
Primero, porque proponer que la Iglesia salga de la Iglesia significa estrictamente una apostasía.
Segundo, porque como dice 1 Cor. 3, 11, “nadie puede poner otro fundamento fuera del ya puesto, que es Jesucristo”[28].
Tercero, porque no es posible rechazar a la Iglesia en su ser histórico (que en su continuidad fue apostólico, constantiniano, gregoriano, o tridentino) y a la vez tener como programa saltarse los siglos, como confiesa el P Congar: “la idea consiste en dar un salto de quince siglos”.
Cuarto, porque no se puede confundir la proyección misionera de la Iglesia por el mundo con una proyección de la Iglesia fuera de sí misma. Ésta consiste en pasar del propio ser al propio no-ser, mientras la otra consiste en la expansión y propagación del propio ser hacia el mundo. Por otro lado, es históricamente incongruente caracterizar como misionera a la Iglesia contemporánea, que ya no convierte a nadie, y negar tal carácter a aquélla que en tiempo cercanos a nosotros convirtió a Gemelli, Papini, Psichari, Claudel, Péguy, etc. Por no hablar, naturalmente, de las misiones de Propaganda fide, florecientes y gloriosas hasta época reciente.
El P Congar argumenta que la Iglesia de Pío IX y Pío XII ha concluido, como si fuese católico hablar de la Iglesia de éste o de aquél Pontífice, o de la Iglesia del Vaticano II, en vez de hablar de la Iglesia universal y eterna en el Vaticano II.
Mons. Polge, arzobispo de Aviñón, en OR del 3 de septiembre de 1976, dice con todas sus letras que la Iglesia del Vaticano II es nueva y que el Espíritu Santo no cesa de sacarla del inmovilismo; la novedad estriba en una nueva definición de sí misma, en el descubrimiento de su nueva esencia; y la nueva esencia consiste en “haber recomenzado a amar al mundo, a abrirse a él, a hacerse diálogo”.
Esta persuasión de la innovación acaecida en la Iglesia y que queda demostrada por su universal transformación (desde las ideas hasta las cosas y los nombres de las cosas) se ha hecho patente también en la referencia continua a la fe del Concilio Vaticano II, abandonando la referencia a la fe una y católica, que es la fe de todos los Concilios[29].
Y con una evidencia no menor se manifestó también en la apelación de Pablo VI a la obediencia debida a él y al Concilio, más que a la debida a sus predecesores y a toda la Iglesia. No se me oculta que la fe de un Concilio posterior es la fe de todos los anteriores y las unifica a todas. Sin embargo, no se debe destacar y aislar lo que es un conjunto, ni olvidar que si la Iglesia es una en el espacio, aún lo es más en el tiempo: es la individualidad social de Cristo en la historia.
Puede decirse en conclusión (aunque solamente con la exactitud relativa de todas las analogías históricas) que la situación de la Iglesia en nuestro siglo es la inversa de aquélla en la que se encontró en el Concilio de Constanza: entonces había varios Papas y una sola Iglesia, hoy al contrario hay un solo Papa y varias Iglesias (la del Concilio y las del pasado, epocadas y desautorizadas).
La idea de una variación radical, propuesta con toda suerte de metáforas y circiterismos (en los cuales, probablemente por vicio del estilo, se dice lo que no se querría decir), está naturalmente ligada a la idea de la creación de una nueva Iglesia.
Desconocida la continuidad del devenir eclesial (fundado sobre una base inmóvil), la vida de la Iglesia aparece necesariamente como una incesante creación y un proceso ex nihilo. En el Encuentro eclesial italiano de 1976, mons. Guiseppe Franceschi, arzobispo de Ferrara, dice en una de las ponencias principales: “El problema verdadero es inventar el presente y encontrar en él las vías de desarrollo de un futuro que sea del hombre”.
Pero “inventar el presente” es un compuesto de palabras que no tiene un sentido razonable; y si se inventa el presente ¿qué necesidad hay de encontrar en él las vías de desarrollo del futuro?: basta con inventar también el futuro. La creación no tiene ni presupuestos ni líneas de desarrollo: ex nihilo fit quidlibet.
Tratar con rigor gramático y lógico similares afirmaciones circiterizantes no produce ninguna utilidad para la resolución de la cuestión: tan sólo permite reconocer el general circiterismo del episcopado.
Ya hemos citado la imposibilidad de novedad en el fundamento de la Iglesia y de un renacimiento de la Iglesia que suplante un fundamento por otro. El hombre ha renacido en el bautismo y su renacimiento excluye un tercer nacimiento, que sería un epifenómeno del anterior y una monstruosidad. Antonio Rosmini lo llama formalmente herejía. El cristiano es un renacido y solamente para él renace la Iglesia; y así como no hay para el cristiano un grado ulterior de vida distinto del escatológico, tampoco existe para la Iglesia un ulterior grado distinto del escatológico[30].
También se demuestra históricamente que no puede haber en la Iglesia mutaciones de la base, sino sólo sobre la base. Todas las reformas que han tenido lugar en la Iglesia fueron realizadas sobre un fundamento antiguo, sin intentar crear uno nuevo. Intentarlo es el síntoma esencial de la herejía, desde la gnóstica de los primeros siglos a las de los cátaros o el pauperismo en los tiempos medievales, o la gigantesca herejía de Alemania. Me detendré en dos casos.
Savonarola operó en el pueblo florentino una poderosa elevación del espíritu religioso que rompió con la corrupción del siglo. No rompía sin embargo con la vida cotidiana de los ciudadanos, ni con las bellezas del arte, ni con la cultura intelectual. El movimiento iniciado por él fue ciertamente profundo y extenso, pero incluso levantándose contra el Pontífice Romano el fraile tuvo muy clara la conciencia de no estar promoviendo en la religión una novedad radical o un saltus in aliud genus. La raíz es la que es, y el fundamento ya está puesto. Son decisivas las palabras de su predicación sobre Ruth y Miqueas: “Yo digo que hay cosas que renovar. Pero no cambiará la fe, ni el credo, ni la ley, evangélica, ni la potestad eclesiástica” [31].
Una coyuntura análoga se produjo a principios del siglo XVII como consecuencia de los descubrimientos de las ciencias naturales, cuando hombres de Iglesia demasiado abiertos al saber de la época creyeron que subsistía un incongruente nexo entre fe y filosofía. Pudo entonces parecer a algunos que la profunda variación en la concepción del universo físico suponía una transformación radical del hombre y un rechazo de la certeza religiosa, con una incipiente desacralización del mundo. Pero esta interpretación catastrófica del cambio cultural fue desmentida por los autores mismos del cambio (Galileo, el padre Castelli, Campanella) y por cuantos supieron mantener la separación entre filosofía y teología: el verdadero fruto de aquel-conflicto es la reducción de la teología a su teologalidad.
Campanella extraía de las novedades astronómicas, de las anomalías (según él creía) celestes, y del descubrimiento de nuevas tierras y nuevas naciones, argumentos para una universal reforma del conocimiento y de la vida, manteniendo sin embargo la renovación dentro de la órbita del catolicismo, o incluso dentro del ámbito de la Iglesia del Papa de Roma.
Y Galileo dirigía la advertencia siguiente a quien creía, como modernamente Bertold Brecht en su drama “La vida de Galileo” (1937), que la revolución astronómica daba inicio a una revolución de la vida en su conjunto: “A quienes se escandalizan por tener que cambiar toda la filosofía, mostraré cómo no es así, y que se mantiene la misma doctrina sobre el alma, sobre la generación, sobre los meteoros, sobre los animales”[32].
Las grandes reformas en el saber y en la religión no rechazan la base del hombre, sino que más bien profesan la existencia de alguna cosa que resiste a la mutación, apoyándose sobre la cual el hombre edifica la novedad auténtica de su propio momento histórico.
Los teólogos del Centre des pastorales des sacrements, órgano del episcopado de Francia, escriben: “La Iglesia no puede ser universalmente signo de salvación sino con la condición de morir a sí misma; de aceptar ver a instituciones que han demostrado su valor resultar caducas; de ver una formulación doctrinal modificada”, y establecen que “cuando hay conflicto entre las personas y la fe, es la fe la que debe ceder” .[33]
En este pasaje la afirmación del cambio catastrófico se erige en teoría que (dada la oficialidad de que está revestido dicho Centro) afecta también al magisterio de la Iglesia y descubre un mal que no pertenece solamente a la categoría de la licenciosidad y de la extravagancia doctrinal de un particular.
Por tanto, parece superfluo alegar el diagnóstico de la crisis de la Iglesia hecho por quienes no pertenecen a ella, coincidentes en considerar que la Iglesia ha “seleccionado en su tradición algunos aspectos para situarlos en primera fila y otros para modificarlos radicalmente”, cohonestándose con el mundo moderno[34]. Esta composición exige una dislocación hacia la inmanencia que el Vaticano II habría alentado, aunque sin intención, mediante una tendencial abolición de la ley en favor del amor, de lo lógico en favor de lo pneumático, de lo individual en favor de lo colectivo, de la autoridad en beneficio de la independencia, del Concilio mismo en beneficio del espíritu del Concilio l[35].
El fenómeno actual de denigración del pasado de la Iglesia por obra del clero y de los laicos supone una viva contraposición con la actitud de fortaleza y coraje que el catolicismo tuvo en el siglo pasado ante sus adversarios. Se reconocía entonces la existencia de adversarios e incluso de enemigos de la Iglesia, y los católicos ejercitaban a un mismo tiempo la guerra contra el error y la caridad hacia el enemigo. Y donde la verdad impedía la defensa de deficiencias demasiado humanas, la reverencia ordenaba cubrir esas vergüenzas, como Sem y Jafet con su padre Noé.
Pero una vez implantada en la Iglesia la novedad radical y la consiguiente ruptura de su continuidad histórica, vinieron a menos el respeto y la veneración hacia la historia de la Iglesia, sustituidos por movimientos de censura y repudio del pasado.
En efecto, el respeto y la reverencia provienen de un sentimiento de dependencia hacia quien es de algún modo nuestro principio: del ser, como los padres y la Patria, o de algún beneficio en el ser, como los maestros. Esos sentimientos implican conciencia de una continuidad entre quien respeta y quien es respetado, por lo que aquellas cosas que veneramos son algo de nosotros mismos y bajo algún aspecto a ellas debemos nuestro ser. Pero si la Iglesia debe morir a sí misma y romper con su historia, y debe surgir una nueva criatura, es evidente que el pasado no debe recuperarse y revivirse, sino rechazarse y repudiarse, dejando de ser considerado con respeto y reverencia. Las mismas palabras de respeto y reverencia incluyen la idea de mirar atrás, que ya no tiene sentido en una Iglesia proyectada hacia el futuro y para la cual la destrucción de sus antecedentes aparece como condición de su renacimiento. Ya había habido síntomas en el Concilio de una cierta pusilanimidad en la defensa del pasado de la Iglesia, vicio opuesto a la constantia pagana y a la fortaleza cristiana; pero el síndrome se desarrolló después rápidamente. No entro en la historiografía de los innovadores sobre Lutero, las Cruzadas, la Inquisición, o San Francisco. Los grandes Santos del catolicismo son reducidos a ser precursores de la novedad o a no ser nada. Pero me detendré en la denigración de la Iglesia y en las alabanzas a quienes están fuera de ella.
La denigración de la Iglesia es un lugar común en los discursos del clero postconciliar.
Por circiterismo mental, combinado con acomodación a las opiniones del siglo, se olvida que el deber de la verdad no sólo se debe cumplir con el adversario, sino también con uno mismo; y que no es necesario ser injusto con uno mismo para ser justo con los demás.
El obispo francés mons Ancel atribuye a las deficiencias de la Iglesia los errores del mundo, porque “a los problemas reales nosotros no suministramos más que respuestas insuficientes”[36].
Ante todo haría falta precisar a quién se refiere el pronombre nosotros: ¿a nosotros, los católicos? ¿a nosotros, la Iglesia? ¿A nosotros, los pastores? En segundo lugar, para el pensamiento católico es falso que los errores nazcan por defecto de soluciones satisfactorias, porque coexisten siempre con los problemas y las soluciones verdaderas (que la Iglesia, en lo que se refiere a las cosas esenciales al destino moral del hombre, posee y enseña perpetuamente).
Y resulta extraño que quienes dicen ser necesario el error para la búsqueda de la verdad digan después bustrofedónicamente que la búsqueda de la verdad se ve impedida por el error. El error tiene además una responsabilidad autónoma que no se debe atribuir a quien no está en el error.
Pierre Pierrard repudia toda la polémica sostenida por los católicos en el siglo XIX contra el anticlericalismo; escribe directamente que el lema Le cléricalisme, voilá l énnemi (entonces considerado infernal) lo hacen hoy suyo los sacerdotes, considerando aquel pasado de la Iglesia como una negación del Evangelio [37].
El franciscano Nazzareno Fabretti (“Gazzetta del popolo”, 23 de enero de 1970), hablando con muchos circiterismos teológicos sobre el celibato eclesiástico, carga con una acusación criminal a toda la historia de la Iglesia: escribe que la virginidad, el celibato y los sacrificios de la carne, “puesto que han sido impuestos durante siglos solamente por autoridad y sin ninguna otra persuasión y posibilidad objetiva de elección a millones de seminaristas y de sacerdotes, representan uno de las mayores plagas que recuerda la historia”.
Mons. Giuseppe Martinoli, obispo de Lugano, sostiene que la religión es responsable del marxismo, y que si los católicos hubiesen actuado de otra manera el socialismo ateo no hubiese llegado [38].
Y añade en otra ocasión que “ la religión cristiana se presenta con un nuevo rostro: ya no está hecha de pequeñas prácticas, de exterioridades, de grandes fiestas y de mucho ruido: la religión cristiana consiste esencialmente en la relación con Jesucristo” [39]
Mons. Jacques Leclercq pretende que los responsables de la defección de las masas son los sacerdotes que las han bautizado [40].
Finalmente, el Card. Garrone, en OR del 12 de julio de 1979 asegura: “Si el mundo moderno se ha descristianizado, no es porque rechace a Cristo, sino porque no se lo hemos dado”.
En el Encuentro eclesial italiano de 1976 la conclusión del prof. Bolgiani (relator principal) sobre el reciente pasado de la Iglesia en Italia fue completamente negativa: inutilidad del episcopado, compromiso con el poder político, oposición cerril a toda renovación, etc. (OR, 3-4 noviembre de 1976). El Card. Léger, arzobispo de Montreal, en una entrevista en ICI, n. 287 (1 de mayo de 1967), llegaba incluso a decir que “si decrece la práctica religiosa, no es un signo de que se pierde la fe, porque, según mi humilde opinión, no se la ha tenido nunca (me refiero a una fe personal)”.
Según el cardenal, en el pasado no existió en los pueblos cristianos fe verdadera. Más adelante aclararemos el falso concepto de fe que subyace en estas declaraciones. Por último, S. Barreau, autor del libro La reconnaissance ou quést ce que la foi escribe: “Por mi parte, creo que después del siglo XIII ha habido poca evangelización en la Iglesia” (ICI, n. 309, 1 de abril de 1968).
Esta tesis acusatoria (sustitutiva de la apologética o cuando menos de las alegaciones de la tradición católica) es ante todo superficial, porque supone que la causa del error de un hombre se encuentra de modo determinante y eficiente en el error de otros hombres. Contiene una velada negación del libre albedrío y de las responsabilidades personales.
Además es equivocada, porque aquéllos a quienes se les imputa la culpa del error ajeno serían los únicos protagonistas de la historia, convirtiéndose todos los demás en deuteragonistas, o más bien en simple objeto para ellos. Finalmente, es irreligiosa y da lugar a una consecuencia que entra en conflicto con verdades teleológicas y teológicas. En efecto, aplicando este criterio acusatorio se acaba atribuyendo al mismo Cristo la responsabilidad del rechazo que le opusieron los hombres, culpándole de no haberse manifestado bien y suficientemente, y de no haber disipado por completo la duda acerca de su divinidad: en suma, de no haber cumplido su deber de Salvador del mundo.
De la Iglesia la acusación rebota hacia Cristo, del individuo social al individuo singular que es su Fundador. La verdad es que el éxito de la Iglesia no es un acontecimiento de la historia, sino de la religión y de la fe; y no se puede contemplar la acción de la Iglesia, esencialmente espiritual y ultramundana (incluso cuando es temporal), como si valiesen para ella las leyes de un negocio totalmente humano.
La tesis acusatoria se resiente de la superficialidad teológica de los innovadores, que habiendo epocado completamente el dogma de la predestinación ya no pueden captar ni la profundidad de la libertad humana (a la que se hace depender contradictoriamente de la libertad de otros) ni la profundidad del misterio de redención. Juan Pablo II, en el mensaje de Navidad de 1981 (OR, 26-27 diciembre 1981) ha mostrado bien esta profundidad teológica del misterio cristiano. Es cierto que el misterio cristiano es el nacimiento del hombre-Dios venido al mundo, pero idéntico misterio es que el mundo (incluso en la natividad del Salvador) no Le haya acogido y continúe sin acogerle. El misterio del rechazo al Verbo constituye el misterio profunda de la religión, y supone una gran aridez religiosa ir a buscar la causa de ello en las culpas de la Iglesia.
Cristo, prefigurado en Is. 5, 4 y rememorado en el admirable oficio de la sexta feria en Viernes Santo, interpela al género humano: “Quid est, quod debui ultra facere, et non feci?”[41]. Pero los modernos parecen contestar: “Ultra, ultra debuisti facere et non fecisti”. A la lamentación de Cristo ellos responden: “appensus es in statera et inventus es minus habens” (Dan. 5, 27)[42].
La predicación milagrosa de Cristo dejó a muchísimos en la incredulidad, a muchos en el pecado, a todos en la propensión al pecado. ¿Quedó acaso por ello truncada la Redención?
Los acusadores de la Iglesia no sólo ignoran la psicología de la libertad junto con su misterio y la teología de la predestinación junto con su arcano, sino también la ley mayor de la teodicea, que reconoce en el proyecto de la manifestación de Dios ad extra un fin que se reconduce a la gloria de Dios ad intra. La distinción semántica entre suadere y persuadere [43] es suficiente para justificar la historia de la Iglesia: Ecclesia veritatem suadet, non autem persuadet, porque la historia es el teatro conjunto de la predestinación divina y de la humana libertad.
Un efecto paradójico de la denigración de la Iglesia a manos de esta nueva historiografía[44] es la exaltación desmesurada de la Iglesia primitiva, cuyo espíritu y costumbres se pretende adoptar. La Iglesia primitiva es presentada como una comunidad de perfectos inspirada por la caridad y practicante ad amussim de los preceptos evangélicos.
La verdad es, por el contrario, que la Iglesia fue en todo tiempo una masa mixta, un campo de trigo y de cizaña, una totalidad sincrética de buenos y malos. Los testimonios comienzan desde San Pablo. Basta recordar los abusos del ágape, las facciones entre los fieles, las defecciones morales, las apostasías ante la persecución.
En tiempo de San Cipriano (siglo III) las masas cristianas se precipitaban en la apostasía al primer anuncio de la persecución, antes aún de que comenzase el peligro real. “Ad prima statim verba minantis inimici maximus fratrum numerus [es decir, la mayoría] fidem suam prodidit. Non expectaverunt saltem ut ascenderent apprehensi, ut interrogati negarent. Ultro ad forum currere” etc. (De lapsis, 4-5)[45].
Por otra parte, ¿no pertenece acaso a los primeros siglos aquel enorme pulular de herejías y de cismas de los que San Agustín enumera en el De haeresibus ad Quodvidideum hasta ochenta y siete formas (desde las más vastas y profundas, como arrianismo, pelagianismo y maniqueísmo, a las locales y extravagantes, como Cayanos y Ofitas)? (PL. 42, 17-50).
La exaltación retrospectiva del cristianismo preconstantiniano sobre la que se apoyan los prospectivas de renovación de la Iglesia carece de fundamento histórico, ya que el Cristianismo es en todo momento la mezcla figurada en la parábola de la cizaña. Volberone, abad de San Pantaleón, llega a escribir que la Iglesia contiene la ciudad de Dios y la ciudad del diablo[46] (creo que erróneamente, porque como enseña San Agustín es el mundo, y no la Iglesia, el que contiene a las dos ciudades).
Tampoco con esto defendemos la imposibilidad de distinguir una época de otra: junto al “nolite iudicare [no juzguéis]” (Luc. 6, 37) se lee “nolite iudicare secundum faciem, sed iustum iudicium iudicare” (Juan 7, 24)[47].
Tanto las acciones de los individuos como las de las generaciones son materia para tan difícil juicio. Y el juicio tiene por criterio lo inmóvil de religión, a la que se conforma en grados distintos la volubilidad de los hombres. Tampoco en esto el juicio histórico sobre la religión difiere, por ejemplo, del juicio estético.
Así como las obras de arte se comparan con su modelo, y en cuanto que confrontadas con el modelo al que tienden (lo atestigua el trabajo del artista, que sabe cuándo se acerca al ideal y cuándo no) pueden también cotejarse entre sí, así también las diversas épocas del cristianismo son parangonables conforme al principio de la religión; y calibradas de este modo son también comparables una con otra.
Un período de crisis de la Iglesia es aquél en el que su alejamiento del principio llega hasta hacerla peligrar. Pero no tomaremos como medida de un momento histórico otro momento histórico arbitrariamente privilegiado: no juzgaremos, por ejemplo, el estado actual de la Iglesia confrontándolo con la Iglesia medieval, sino que compararemos todos ellos con su principio común suprahistórico e inmutable (como corresponde a la inmutabilidad divina).
[4] «Es necesario que esta doctrina cierta e inmutable, a la cual se debe prestar un fiel homenaje, sea profundizada y expuesta en el modo que los tiempos requieren».
[5] MOns. VILLOT, auxiliar de Lyon, en «Echo-Liberté» del 13 de enero de 1963, confirma que el Papa, en la alocución navideña a los Cardenales, se citaba a sí mismo en la versión italiana.
[6] «Una cosa es, en efecto, el depósito de la fe tomado en sí mismo, es decir, las verdades contenidas en nuestra venerable doctrina, y otra la forma con la que estas mismas verdades se enuncian, manteniendo sin embargo el mismo sentido y el mismo contenido. Es realmente necesario atribuir mucha importancia a dicha forma y trabajar en ello, si es necesario, con paciencia: al exponer las verdades se deberán introducir aquellas formas que más convengan a la enseñanza, cuya índole es principalmente pastoral».
[7] Durante la preparación del Sínodo Romano, que mantenía la antigua pedagogía de la Iglesia, el Papa se había ya adherido a la sugerencia de dulcificar algunas normas y había dicho a mons. Felici (que lo cuenta en OR, 25 de abril 1981): «Hoy ya no agrada la imposición». No dijo no es útil, sino no agrada.
[8] Esta variación se le escapa completamente al OR de 21 noviembre de 1981, en el artículo Punti fermi per camminare con la storia, el cual, analizando la legislación italiana de las últimas tres décadas, sólo encuentra reseñable su «admirable capacidad evolutiva y de adaptación».
[9] Este hecho singular del Vaticano II es siempre silenciado. M. GIUSTI, prefecto del Archivo Secreto Vaticano, recordando en el vigésimo aniversario el trabajo de la Comisión preparatoria, no hace ninguna referencia a él.
[10] No se puede disimular que sopit comicum el informe oficial del OR dice «que todos los Padres reconocen que el esquema, fruto del trabajo de teólogos y obispos de las más diversas naciones, ha sido estudiado con sumo cuidado». ¿Cómo entonces se concluye que es impresentable?
[11] De la muy objetiva narración que de este episodio hace PH. DELHAYE en «Ami du Clergé», 1964, pp. 534-535, también se desprende que en la noche del 22 el Papa recibió al card. Léger y al episcopado canadiense, y que tuvieron lugar coloquios entre el card. Ottaviani y el card. Bea, exponentes de las dos opiniones que se habían enfrentado.
[12] «Figaro», 9 de diciembre de 1976. La narración de los hechos la hemos tomado de las memorias del mismo LiPNART, publicadas póstumamente en 1976 bajo el título Vatican II, en edición de la Facultad teológica de Lille. Concuerda con la del libro de RALPH M. WILTGEN, S.V.D. The Rhine flows into the Tiber, Hawthorn Books Inc., Nueva York 1967, que sin embargo no menciona el ilegal gesto del cardenal francés.
[14] «Bolettino Storico della Svizzera italiana., I, 1978, Il luganese Carlo Francesco Caselli negoziatore del Concordato napoleonico. Ver la nota de la p. 68 del boletín.
[16] Tal incertidumbre es confesada por un testigo autorizado, el card. PERICLE FELICI, secretario general del Concilio, según el cual la Constitución Gaudium et Spes maiore litura habría podido ser perfeccionada en algunas expresiones” (OR, 23 de julio de 1975). Por otro lado, la redacción original de Gaudium et Spes fue parcialmente en francés.
[17] Esta ambigüedad es admitida también por los teólogos más fieles a la Sede Romana, que se esfuerzan en disculpar al Concilio. Pero es evidente que la necesidad de defender la univocidad del Concilio es ya un indicio de su equivocidad. Ver por ejemplo la defensa que hace PHILIPPE DELHAYE, Le métaconcile, en “Esprit et Vi—, 1980, pp. 513 y ss.
[18] En realidad, decir mutuo parece superfluo, ya que si sólo habla la Iglesia no hay diálogo sino monólogo.
[19] Es también significativo el uso de la voz maniqueo, aplicada a cualquier contraposición (incluida la de bien vs mal) para rechazar todo absoluto axiológico. Quien califica un comportamiento moral como malo es enseguida acusado de maniqueísmo.
[20] Ver J. H. La virginité de Maríe Friburgo (Suiza) 1957 que combate la tesis heterodoxa de A. MITTERER , Dogma und Biologie, Viena 1952 .
[21] Estos dos textos están tomados del gran Informe en tres tomos de la Union des Superiorieurs de France citada en Itinéraires, n. 155 (1971), P. 43.
[22] Declaración del P. SHILLEBEECKS EN la revista holandesa “De Bazuin” n. 16. 1965: Traducción francesa en “Itinéraires” n. 155 (1971, p. 40).
[23] P. Hegy, en una tesis publicada en la colección Théologie historique, dirigida por el P. Daniélou, sostiene que “este Concilio ha modificado todos los dominios, de la vida religiosa, excepto la organización eclesiástica del poden, y que el Vaticano II no es solamente una revolución sino una revolución incompleta (L´autorité dans le catholicisme contemporain, París 1975, pp 15- 17).
[25] Ver las Tischreden de Hitler, dadas a conocer por HERMANN RAUSCHNING en Hitler me dijo, Ed. Atlas, Madrid 1946, especialmente el cap. XLII. “La Revolución eterna”.
[26] ... de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva Humanidad, con el auxilio necesario de la divina gracia”.
[27] Sobre esta doctrina, aparte de la Summa theol, I, II, q. 114, a. I, 2 v 4, ver también Rosmini, Antropología soprannaturale lib. I, cap. IV, a. 2 (ed. nac., vol. XXVII, p.44) y Santo Tomás de Aquino. Comm. in Epist. II ad Cor. V, 17, lect. IV.
[28] En otro lugar dice que el fundamento son los Apóstoles, pero véase lo que dice Santo Tomás en el comentario a este pasaje.
[29] La reducción de la Iglesia al Vaticano II (es decir, la negación simultánea de la historicidad y de la supra historicidad de la Iglesia) es la idea que inspira movimientos postconciliares enteros. En el congreso de estudios de Comunión y Liberación (Roma, octubre de 1982), fue acertadamente destacado el carácter escatológico de la Iglesia, pero se pasó por alto la oposición entre ese carácter y la tendencia de los innovadores a celebrar los afanes mundanos del hombre; cuando éste (según se dijo) se eleva hacia el Cielo, rebota en el Cielo tornando a sus labores terrestres. Todo el Congreso estaba fundado sobre la idea de que el deber del católico hoy día es la realización del Concilio (OR, 4-5 de octubre de 1982).
[33] Opúsculo De quel Dieu les sacrements sont signe, edit. Centre Jean Bart, s.l., 1975, pp. 14-15. Mons. CADOTSCH, secretario de la Conferencia episcopal helvética, declara también en, Das neue Volk”, 1980, n. 31, que la Iglesia está experimentando una mutación, y que hoy la teología es crítico-interrogativa (“kritisclifiagende”)
[35] Es la opinión, por ejemplo, del P. P. DE LOCHT en ICI, n. 518, 15 de septiembre de 1977, p. 5, y del P. COMAO, O.P, en la televisión Suisse Romande, el 8 de septiembre de 1977: “Realmente es la Iglesia la que ha cambiado muy profundamente, y en particular porque ha terminado por aceptar lo que ha ocurrido en Europa después de finales del siglo XVIII”.
[36] Pastor BOEGNER, L´ éxigence oecumenique, París 1968, p. 291.
[37] Le prétre aujourd'hui, París 1968.
[44] La denigración de la Iglesia histórica ha tenido en época postconciliar pocas refutaciones. Es notable la que Mons. VINCENI, obispo de Rayona, hizo leer en la Radio Vaticana el 7 de marzo de 1981 y publicó después en su Boletín Diocesano. Refuta uno a uno los artículos de la difamación: que la Iglesia fuese puramente ritual, que se ignorase la Biblia, que faltase el sentido litúrgico, o que la cuestión sexual fuese obsesiva. El prelado observa que “esta oposición entre el pasado y el presente tiene algo de infantil, caricaturesco y malsano”.
[45] “En seguida, ante las primeras voces de amenaza del enemigo, la inmensa mayoría de los hermanos traicionó su propia fe. No esperaron siquiera a ser arrestados, a comparecer ante el tribunal y a ser interrogados. Corrieron espontáneamente a presentarse”.