Vittorio Messori
CUARTA EDICIÓN
BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS
MADRID 1985
Título de la edición italiana: Rapporto sulla fede.
ENCUENTRO INSÓLITODESCUBRIR DE NUEVO EL CONCILIO LA RAÍZ DE LA CRISIS: LA IDEA DE IGLESIA ENTRE SACERDOTES Y OBISPOS SEÑALES DE PELIGRO EL DRAMA DE LA MORAL LAS MUJERES, UNA MUJER UNA ESPIRITUALIDAD PARA HOY LA LITURGIA ENTRE ANTIGÜEDAD Y NOVEDAD SOBRE LOS NOVÍSIMOS HERMANOS, PERO SEPARADOS SOBRE UNA CIERTA “LIBERACIÓN” (Texto del Cardenal Ratzinger sobre la teología de la liberación, cuando no era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe) PREDICAR DE NUEVO A CRISTO
CAPÍTULO I
ENCUENTRO INSÓLITO
Pasión y razón
«Un alemán agresivo, de talante orgulloso; un asceta que empuña la cruz como una espada».
«Un típico bávaro, de aspecto cordial, que vive modestamente en un pisito junto al Vaticano».
«Un Panzer-Kardinal que no ha dejado jamás los atuendos fastuosos ni el pectoral de oro de Príncipe de la Santa Iglesia Romana».
«Va solo, con chaqueta y corbata, frecuentemente al volante de un pequeño utilitario, por las calles de Roma. Al verle, nadie pensaría que se trata de uno de los hombres más importantes del Vaticano».
Y así podríamos seguir. Citas y citas (todas auténticas), naturalmente, tomadas de artículos publicados en diarios de todo el mundo. Son artículos que comentan algunas de las primicias (publicadas en la revista mensual Jesúsy luego traducidas a muchas lenguas) contenidas en la entrevista que nos concedió el cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto, desde enero de 1982, de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, institución vaticana que, como es sabido, hasta hace veinte años se vino llamando durante cuatro siglos “Inquisición Romana y Universal” o “Santo Oficio”.
Al leer retratos tan dispares del propio aspecto físico del cardenal Ratzinger, no faltará algún malicioso que sospeche que también el resto de tales comentarios esté más bien lejos del ideal de “objetividad informativa”, del que tan a menudo hablamos los periodistas en nuestras asambleas.
No nos pronunciamos al respecto; nos limitamos a recordar que en todo hay siempre un lado positivo.
En nuestro caso, en estas contradictorias “transformaciones” sufridas por el “Prefecto de la fe” bajo la pluma de algún que otro colega (no de todos, por supuesto) está, acaso, la señal del interés con que ha sido acogida la entrevista con el responsable de una Congregación cuya reserva era legendaria y cuya norma suprema era el secreto.
El acontecimiento era, en efecto, realmente insólito. Al aceptar dialogar con nosotros unos días, el cardenal Ratzinger concedió la más extensa y completa de sus escasísimas entrevistas. Y a ello hay que añadir que nadie en la Iglesia —aparte, naturalmente, el Papa— habría podido responder con mayor autoridad a nuestras preguntas.
La Congregación para la Doctrina de la Fe —téngase en cuenta— es el instrumento del que se sirve la Santa Sede para promover la profundización en la fe y velar por su integridad. Es, pues, la auténtica depositaria de la ortodoxia católica. A ello se debe que ocupe el primer puesto en la lista oficial de las Congregaciones de fa Curia romana; como escribió Pablo VI, al darle precedencia sobre todas las demás en la reforma posconciliar, “es la Congregación que se ocupa de las cosas más importantes”.
Así, pues, ante la singularidad de una entrevista tan amplia con el “Prefecto de la fe” —y ante los contenidos que por su claridad y franqueza rayan en la crudeza—, se comprende fácilmente que el interés de algunos comentaristas haya derivado en apasionamiento y en necesidad de alinearse: a favor o en contra.
Una toma de posición, que ha afectado incluso a la propia persona física del cardenal Ratzinger, convertida en positiva o negativa, según el estado de ánimo de cada periodista.
Vacaciones del cardenal
Por lo que a mí respecta, yo estaba al corriente de los escritos de Joseph Ratzinger, pero no le conocía personalmente. La cita quedó concertada para el 15 de agosto de 1984, en la pequeña e ilustre ciudad que los italianos llaman Bressanone y los alemanes Brixen: una de las capitales históricas del territorio que los primeros llaman Alto Adigio y los otros Tirol del Sur; tierra de príncipes obispos, de luchas entre papas y emperadores; campo de encuentro —y, hoy como ayer, de choque— entre la cultura latina y la germánica. Un lugar casi simbólico, por tanto, aunque ciertamente no elegido a propósito. ¿Por qué, pues, Bressanone-Brixen?
No faltará quien siga imaginándose a los miembros del Sacro Colegio, a los cardenales de la Santa Iglesia Romana, como a unos príncipes que salen los veranos de sus fastuosos palacios de la Urbe para pasar las vacaciones en lugares deliciosos.
Para su eminencia Joseph Ratzinger, cardenal Prefecto, la realidad es muy distinta. Los escasos días en que logra escapar del agosto romano los pasa en la no demasiado fresca cuenca de Bressanone. Y allí no se hospeda en un chalé ni en un hotel, sino que se queda en el seminario, que alquila a precio módico algunas habitaciones, con lo que la diócesis consigue algunos ingresos para el sostenimiento de los estudiantes de teología.
En los pasillos y en el refectorio del antiguo edificio barroco se encuentran ancianos eclesiásticos atraídos por tan modesto veraneo; se cruzan grupos de peregrinos alemanes y austríacos que hacen una parada en su viaje hacia el sur.
El cardenal Ratzinger está allí, toma los sencillos alimentos preparados por las monjas tirolesas sentado a la misma mesa que los sacerdotes en vacaciones. Vive solo, sin el secretario alemán que tiene en Roma y sin más compañía que la eventual de los familiares que vienen a encontrarse con él desde la cercana Baviera.
Uno de sus jóvenes colaboradores de Roma nos ha comentado la intensa vida de oración con que contrarresta el peligro de convertirse en un gran burócrata, rubricador de decretos ajenos a la humanidad de las personas a las que afectan. Con frecuencia —nos decía ese joven— nos reúne en la capilla del palacio para una meditación y oración en común. Hay en él una constante necesidad de enraizar nuestro trabajo diario, frecuentemente ingrato y en contacto con la patología de la fe, en un cristianismo vivido.
Derecha-izquierda. Optimismo-pesimismo
Es, pues, un hombre inmerso por entero en una dimensión religiosa. Y sólo desde esta su perspectiva podremos captar el verdadero sentido de cuanto dice. Desde este punto de vista carecen de sentido esos esquemas (conservador-progresista; derecha-izquierda)que proceden de una dimensión bien distinta, la de las ideologías políticas, y no son aplicables, por consiguiente, a la visión de lo religioso, que , al decir de Pascal, «pertenece a otro orden que supera, en profundidad y altura, a todos los demás».
Estaría igualmente fuera de lugar aplicarle otro esquema adocenado (optimista; pesimista), porque cuanto más hace suyo el hombre de fe el acontecimiento en que se funda el optimismo por excelencia —la Resurrección de Cristo—, tanto más puede permitirse el realismo, la lucidez y el coraje de llamar a los problemas por su nombre, para afrontarlos sin cerrar los ojos o ponerse gafas de color rosa.
En una conferencia del entonces teólogo, profesor (era el año 1968), encontramos esta conclusión a propósito de la situación de la Iglesia y de su fe: «Puede que esperaseis un panorama más alegre y luminoso. Y habría motivo para ello quizás en algunos aspectos. Pero creo que es importante mostrar las dos caras de cuanto nos llenó de gozo y gratitud en el Concilio, entendiendo bien de este modo el llamamiento y el compromiso implícitos en ello. Y me parece importante denunciar el peligroso y nuevo triunfalismo en el que caen con frecuencia precisamente los contestadores del triunfalismo pasado. Mientras la Iglesia peregrine sobre la tierra no tiene derecho a gloriarse de sí misma. Esta actitud podría resultar más insidiosa que las tiaras y sillas gestatorias, que, en todo caso, son ya motivo más de sonrisas que de orgullo» (Das Neue Volk Gottes, p. 150 y ss.).
Este su convencimiento de que «el puesto de la Iglesia en la tierra está solamente al pie de la cruz», ciertamente no conduce —según él— a la resignación, sino a todo lo contrario: «El Concilio —señala— quería señalar el paso de una actitud de conservadurismo a una actitud misionera. Muchos olvidan que el concepto conciliar opuesto a “conservador” no es “progresista”, sino “misionero”».
«El cristiano —recuerda por si hay alguien todavía que le sospeche pesimista— sabe que la historia está ya salvada, y que, al final, el desenlace será positivo. Pero desconocemos a través de qué hechos y vericuetos llegaremos a ese gran desenlace final. Sabemos que los “poderes del infierno” no prevalecerán sobre la Iglesia, pero ignoramos en qué condiciones acaecerá esto».
En un determinado momento le he visto abrir los brazos y brindar su única “receta” frente a una situación eclesial en la que ve luces, pero también insidias: «Hoy más que nunca, el Señor nos ha hecho ser conscientemente responsables de que sólo El puede salvar a su Iglesia. Esta es de Cristo, y a El le corresponde proveer. A nosotros se nos pide que trabajemos con todas nuestras fuerzas, sin dar lugar a la angustia, con la serenidad del que sabe que no es más que un siervo inútil, por mucho que haya cumplido hasta el final con su deber. Incluso en esta llamada a nuestra poquedad veo una de las gracias de este período difícil». «Un período —continúa— en el que se nos pide paciencia, esa forma cotidiana de un amor en el que están simultáneamente presentes la fe y la esperanza».
A decir verdad (y en aras de esa “objetividad de la información” de la que hemos hablado), a lo largo de los días que pasamos juntos no me ha parecido descubrir en él nada que justifique esa imagen de dogmático, de férreo Inquisidor Mayor con que quieren algunos etiquetarlo. Le he visto alguna vez, sí, amargado, pero también le he oído reír a placer, contando alguna anécdota o comentando alguna ocurrencia. A su sentido del humour añade otra característica que contrasta también con ese cliché de “inquisidor”: su capacidad de escucha, su disponibilidad a dejarse interrumpir por el interlocutor y su rapidez de respuesta a cualquier pregunta con franqueza total, sin importarle que el magnetófono siguiera funcionando. Un hombre, pues, muy alejado del estereotipo de “cardenal de curia” evasivo y socarronamente diplomático. Periodista ya veterano, habituado, por tanto, a toda clase de interlocutores (altos prelados vaticanos incluidos), confieso haberme quedado alguna vez con la boca abierta al recibir una respuesta clara y directa a todas y cada una de mis preguntas, incluso las más delicadas.
Ni por exceso ni por defecto
Dejo, por tanto, a juicio del lector (sean cuales fueren después sus conclusiones) estas afirmaciones, tal como las hemos transcrito, esforzándonos por ser fieles a cuanto hemos escuchado.
No estará de más recordar que los textos —tanto los del artículo como los de este libro han sido revisados por el interesado, que, al aprobarlos (no sólo en el original italiano, sino también en sus traducciones, empezando por la alemana, que ha servido de norma para las restantes), ha declarado reconocerse en ellos.
Decimos esto por quien —en los vivacísimos comentarios al anuncio previo de esta obra— ha dado a entender que en la entrevista pudiera haber demasiado del entrevistador. La aprobación de los textos por parte del cardenal Ratzinger demuestra que no se trata de «el cardenal Ratzinger según un periodista», sino de «el Ratzinger que, entrevistado por un periodista, ha reconocido en tales textos la fidelidad de interpretación». Por lo demás, así parece haberlo confirmado autorizadamente la amplia síntesis publicada por L'Osservatore Romano.
Otros, por el contrario, han sospechado o insinuado que en el texto habría demasiado poco de nuestra cosecha; algo así como si se hubiera tratado de una operación “pilotada”, de un manejo dentro de quién sabe qué compleja estrategia, en la que el periodista queda reducido a un hombre de paja. Convendrá, pues, puntualizar como se desarrollaron los hechos en toda su sencilla verdad. Los editores con los que colaboro habían cursado una petición corriente de entrevista. La idea era que si el cardenal pudiese disponer no de unas horas, sino de algunos días, el artículo previsto para un diario especializado podría convertirse en libro. Pasado un tiempo, la secretaría del cardenal Ratzinger respondió citando al periodista en Bressanone, donde el Prefecto se puso a disposición del entrevistador, sin que mediara acuerdo previo alguno, con la única condición de revisar los textos antes de su publicación. No hubo, pues, contacto alguno precedente, ni tampoco contacto o intervención de ninguna clase después, sino plena confianza y libertad (en el marco de una obvia fidelidad) para el redactor de las conversaciones.
Entre los que abrigan suspicacias de un demasiado poco están quienes acaso nos echan en cara no hacer estado con Joseph Ratzinger suficientemente “polémicos”, “críticos”; más aún, “maliciosos”. Pero tales objeciones provienen de quienes dan lugar a eso que a nosotros nos parece, sin más, un pésimo periodismo: aquel en el que el interlocutor no es más que un pretexto para que el cronista pueda entrevistarse a sí mismo, exhibirse, poniendo de relieve su modo de ver las cosas.
Nosotros, en cambio, entendemos que el verdadero servicio de quienes nos consideramos “Informadores” consiste precisamente en informar a los lectores del punto de vista del entrevistado, dejando a los lectores que juzguen. Animar al interlocutor a que se explique, darle la oportunidad de que diga lo que tiene que decir: esto es lo que, como con cualquier otro, hemos tratado de hacer también con el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Pero, eso sí, sin ocultar (quede claro para evitar hipócritas aspavientos sobre una imposible “neutralidad”) nuestro propio compromiso con la aventura de la Iglesia en la encrucijada actual de su historia; y sin esconder que hemos aprovechado la ocasión para tratar de comprender qué es lo que está ocurriendo en una dimensión eclesial que no por ser seglares deja de afectarnos personalmente. Por lo tanto, las preguntas al cardenal, aunque propuestas en nombre de los lectores, eran también nuestras preguntas y obedecían también a nuestra necesidad de comprender. Es un deber, nos parece, de quien se dice creyente, de quien se reconoce miembro de la Iglesia católica.
Teólogo y pastor
No cabe duda que, al nombrar a Joseph Ratzinger responsable del ex Santo Oficio, Juan Pablo II se propuso realizar una elección de “prestigio”. Desde 1977, promovido por Pablo VI, era cardenal arzobispo de una diócesis de tan ilustre pasado ,y tan importante presente como Munich. Pero aquel sacerdote llamado por sorpresa a aquella sede episcopal era ya uno de los más famosos pensadores católicos, con un puesto muy claro en cualquier historia de la teología contemporánea.
Nacido en 1927 en Marktl-am Inn, diócesis bávara de Passau; ordenado en 1951, doctorado con una tesis sobre San Agustín y posteriormente profesor de Teología dogmática en las más célebres universidades alemanas (Münster, Tübingen, Regensburg), Ratzinger había alternado publicaciones científicas con ensayos de alta divulgación convertidos en best-selleren muchos países. La crítica puso de relieve que sus obras no se movían por eruditos intereses meramente sectoriales, sino por la investigación global de lo que los alemanes llaman das Wessen, la esencia misma de la fe y su posibilidad de confrontación con el mundo moderno. En este sentido es típica su Einführung in das Christentum,introducción al cristianismo, una especie de clásico incesantemente reeditado, con el que se ha formado toda una generación de clérigos y seglares, atraídos por un pensamiento totalmente “católico” y a la vez totalmente “abierto” al clima nuevo del Vaticano II. En el Concilio, el joven teólogo Ratzinger participó como experto del episcopado alemán, conquistándose el aprecio y solidaridad de quienes en aquellas históricas sesiones veían una ocasión preciosa de adecuar a los tiempos la praxis y la pastoral de la Iglesia.
Un “progresista” equilibrado, en una palabra, si se quiere usar el esquema desorientador de que hemos hablado. En todo caso, y confirmando su reputación de estudioso “abierto”, en 1964 el profesor Ratzinger aparece entre los fundadores de aquella revista internacional Concilium que agrupa a la llamada «ala progresista» de la teología, un grupo impresionante, cuyo cerebro dirigente está en la “Fundación Concilium”, en Nimega (Holanda), y que puede disponer de medio millar de colaboradores internacionales, que anualmente producen unas dos mil páginas traducidas a todas las lenguas. Hace veinte años, Joseph Ratzinger estaba allí, entre los fundadores y directivos de una publicación-institución que habría de convertirse en interlocutor crítico de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
¿Qué supuso tal colaboración para quien iba a ser, con el tiempo, Prefecto del ex Santo Oficio? ¿Una desgracia? ¿Un pecado de juventud? Y entretanto, ¿qué ha ocurrido? ¿Un viraje en su pensamiento? ¿Un “arrepentimiento”?
Se lo preguntaré como bromeando, pero su respuesta será rápida y seria: «No soy yo el que ha cambiado, han cambiado ellos. Desde las primeras reuniones presenté a mis colegas estas dos exigencias. Primera: nuestro grupo no debía ser sectario ni arrogante, como si nosotros fuéramos la nueva y verdadera Iglesia, un magisterio alternativo que lleva en el bolsillo la verdad del cristianismo. Segunda: teníamos que ponernos ante la realidad del Vaticano II, ante la letra y el espíritu auténticos del auténtico Concilio, y no ante un imaginario Vaticano II, sin dar lugar, por tanto, a escapadas en solitario hacia adelante. Estas exigencias, con el tiempo, fueron teniéndose cada vez menos presentes, hasta que se produjo un viraje —situable en torno a 1973— cuando alguien empezó a decir que los textos del Vaticano III no podrían ser ya el punto de referencia de la teología católica. Se decía, en efecto, que el Concilio pertenecía todavía al “momento tradicional, clerical” de la Iglesia, y que, por tanto, había que superarlo; no era, en suma, más que un simple punto de partida. Para entonces yo ya me había desvinculado tanto del grupo de dirección como del de los colaboradores. He tratado siempre de permanecer fiel al Vaticano II, este hoy de la Iglesia, sin nostalgias de un ayer irremediablemente pasado y sin impaciencias por un mañana que no es nuestro».
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