–Seguro que en seguida nos hablará de los semipelagianos actuales.
–No lo dude. Téngalo por cierto, con el favor de Dios.
Expuse las grandes rebajas del cristianismo (56-60), limitándome al arrianismo y al pelagianismo en sus versiones antiguas y actuales. Y aunque el semipelagianismo también implica una rebaja del cristianismo, al negar la plena gratuidad de la gracia, he preferido tratarlo aparte por respeto a sus santos iniciadores, y sobre todo porque voy a considerarlo más bien en sus actuales versiones voluntaristas, bastante alejadas del semipelagianismo puro y duro.
El semipelagianismo es un grave error que en el siglo V se produjo en algunos monasterios del sur de Francia, como Marsella –de aquí vino el llamarle error massiliense– y Lérins, isla frente a Cannes. Fue formulado y difundido por hombres de muy santa vida, como los monjes Juan Casiano, abad de Marsella (+430), en su Colación XIII, San Vicente de Lérins (+445), autor del Commonitorium, y San Fausto, Obispo de Riez, antes abad de Lérins (400-490). Ellos, claramente alejados del pelagianismo –reconocían el pecado original, la necesidad de la gracia y de la oración de petición–, erraban, sin embargo, acerca de la primacía absoluta de la gracia. Queriendo reaccionar contra ciertas tesis de San Agustín, que a su entender eliminaban la libertad del hombre en su colaboración con la gracia, vinieron a afirmar que ciertos esfuerzos de la voluntad humana preceden a la gracia y que el principio mismo de la fe (initium fidei) depende del hombre. Eran hombres santos, que erraron en un tiempo en que la Iglesia no había definido suficientemente la doctrina católica sobre la gracia.
San Fausto de Riez es el exponente máximo del semipelagianismo (De gratia Dei: PL 58,783-836). Dios ofrece igualmente a todos los hombres su gracia salvadora, y aquellos que generosamente la reciben, son los que se salvan. No son éstos, por tanto, propiamente elegidos de Dios (Rm 8,29), sino que más bien son ellos quienes se eligen a sí mismos, mereciendo así la salvación. La predestinación no es, por tanto, sino la previsión divina de aquellos que libremente van a recibir la gracia. Y es la voluntad humana quien hace eficaz la gracia, y quien decide el grado de santidad final según el grado mayor o menor de su generoso esfuerzo personal: «Regnorum cælorum vim patitur» (es el esfuerzo el que gana el Reino celestial, Lc 16,16). A fines del s. V, apenas entre los Obispos del sudeste de las Galias se alzaban voces contra la doctrina semipelagiana de católicos tan fide-dignos como Casiano, Vicente y Fausto. El De gratia de Fausto era considerado por el escritor Genadio de Marsella (+500), docto sacerdote, como un «opus egregium».
Rechazo católico inmediato. También eran santos –y probablemente más santos, digo yo– quienes refutaron inmediatamente el semipelagianismo, como San Agustín (+430), San Hilario (401-449), obispo de Arlés, el monje San Próspero de Aquitania (+450), gran defensor del agustinismo, y San Fulgencio (+533), obispo de Ruspe, en el norte de África.
También el Magisterio pontificio, estimulado por esos autores, produjo a lo largo del siglo V varias declaraciones contrarias al semipelagianismo, reunidas en un documento, el Indiculus, que fue reconocido por Roma hacia el 500 (Denz. 238-249). Pero la más perfecta enseñanza de la Iglesia contra el semipelagianismo, en la misma doctrina del Indiculus, se produjo en el Sínodo II de Orange (529), pequeña ciudad al sudeste de Francia (Denz. 238-249). Fue presidido por San Cesáreo, obispo de Arlés (+543), y confirmado por el Papa Bonifacio II (Denz. 370-397).
Es significativo que tanto Hilario, como Próspero y Cesáreo, los tres habían sido monjes de Lérins, y conocían bien la doctrina del «semipelagianismo». Este término, por cierto, nació mucho después, cuando los que contradecían las tesis del P. Luis de Molina, S. J. (1535-1600), expuestas en su libro la Concordia (1588), le acusaban de profesar las sententiæ semipelagianorum, es decir, de revivir los errores massilienses, ya condenados por la Iglesia.
Cánones principales del Sínodo II de Orange. El sufrido lector me va a permitir –a la fuerza– que transcriba buena parte de los cánones de este maravilloso Sínodo provincial (Arausicano). Su doctrina fue especialmente tenida en cuenta en los debates del Concilio de Trento. Han de ser leídos estos cánones con gran atención porque 1.–como es normal en los antiguos sínodos y concilios, su formulación es sumamente densa, precisa y concisa; y 2.–porque afirman unas verdades grandiosas, muy olvidadas actualmente hasta por los católicos más fieles. Si hoy la mayoría de los católicos no practicantes son apóstatas o pelagianos, una buena parte de los practicantes se ven más o menos afectados de semipelagianismo. Hemos de comprobarlo más adelante. Atención, pues:
Can. 1 y 2: El pecado original existe, y no en el sentido de Pelagio, sino en el de la Iglesia.
Can. 3: «Si alguno dice que la gracia de Dios puede conferirse por invocación humana, y no que la misma gracia hace que sea invocado [Dios] por nosotros, contradice al profeta Isaías o al Apóstol: “he sido encontrado por los que no me buscaban. Manifiestamente aparecí a quien por mí no preguntaba” (Rm 10,20; cf. Is 65,1)».
Can. 4: «Si alguno porfía que Dios espera nuestra voluntad para limpiarnos del pecado, y no confiesa que aun el querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo, resiste al mismo Espíritu Santo, que por Salomón dice: “es preparada la voluntad por el Señor” (Prov. 8,35: en LXX), y al Apóstol que saludablemente predica: “Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar, según su beneplácito” (Flp 2,13)».
Can. 5: «Si alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe… se muestra enemigo de los dogmas apostólicos… “Confiamos que quien empezó en vosotros la obra buena, la acabará hasta el día de Cristo Jesús” (Flp 1,6)… “A vosotros se os ha concedido por Cristo no sólo que creáis en Él, sino también que por Él padezcáis” (1,29), y: “de gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, puesto que es don de Dios” (Ef 2,8)»…
Can. 6: «Si alguno dice que se nos confiere divinamente misericordia cuando sin la gracia de Dios creemos, queremos, deseamos, nos esforzamos, trabajamos, oramos, vigilamos, estudiamos, pedimos, buscamos, llamamos, y no confiesa que por la infusión e inspiración del Espíritu Santo se da en nosotros que creamos y queramos o que podamos hacer, como se debe, todas estas cosas; y condiciona la ayuda de la gracia a la humildad y obediencia humanas, y no consiente que es don de la gracia misma que seamos obedientes y humildes, resiste al Apóstol que dice: “¿qué tienes tú que no lo hayas recibido?” (1Cor 4,7), y: “por la gracia de Dios soy lo que soy” (1Cor 15,10)».
Can. 7: Es engañado por la herejía quien «afirma que por la fuerza de la naturaleza se puede pensar como conviene, o elegir algún bien que toca a la salud de la vida eterna, o consentir a la saludable y evangélica predicación… “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5), y: “no que seamos capaces de pensar nada por nosotros como de nosotros, sino que nuestra suficiencia viene de Dios” (2Cor 3,5)».
Can. 8: Yerra el que «porfía que pueden venir a la gracia del bautismo unos por misericordia, otros en cambio por libre albedrío… El Señor mismo lo prueba, al atestiguar que no algunos, sino “ninguno puede venir a Él sino aquel a quien el Padre atrajere” (Jn 6,44); así como al bienaventurado Pedro le dice: “bienaventurado eres, Simón, hijo de Joná, porque ni la carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17); y el Apóstol: “nadie puede decir Señor a Jesús, sino en el Espíritu Santo” (1Cor 12,3)».
Can. 9: «Sobre la ayuda de Dios. Don divino es el que pensemos rectamente y que contengamos nuestros pies de la falsedad y la injusticia; porque cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros».
Can. 12: «Cuáles nos ama Dios. Tales nos ama Dios cuales hemos de ser por don suyo, no cuales somos por merecimiento nuestro».
Can. 13: «De la reparación del libre albedrío. El albedrío de la voluntad, debilitado en el primer hombre, no puede repararse sino por la gracia del bautismo. Lo perdido no puede ser devuelto, sino por el que pudo darlo. De ahí que la Verdad misma diga: “si el Hijo os liberare, entonces seréis verdaderamente libres” (Jn 8,36)».
Can. 18: «Que por ningún merecimiento se previene a la gracia. Se debe recompensa a las obras buenas, si se hacen; pero la gracia, que no se debe, precede para que se hagan».
Can. 20: «Que el hombre no puede nada bueno sin Dios. Muchos bienes hace Dios en el hombre, que no hace el hombre; ningún bien, en cambio, hace el hombre que no otorgue Dios que lo haga el hombre».
Can. 22: «De lo que es propio de los hombres. Nadie tiene de suyo sino mentira y pecado. Y si alguno tiene alguna verdad y justicia, viene de aquella fuente» divina.
Can. 23: «De la voluntad de Dios y del hombre. Los hombres hacen su voluntad y no la de Dios, cuando hacen lo que a Dios desagrada; mas cuando hacen lo que quieren para servir a la divina voluntad, aun cuando voluntariamente hagan lo que hacen, la voluntad, sin embargo, es de Aquel por quien se prepara y se manda lo que quieren».
Can. 24: «De los sarmientos de la vid. De tal modo están los sarmientos en la vid que a la vid nada le dan, sino que de ella reciben de qué vivir»…
Concluye el Sínodo con una profesión solemne de la fe católica, redactada por San Cesáreo de Arlés, en la que reafirma la doctrina conciliar, añadiéndole más argumentos y citas bíblicas. «También profesamos y creemos saludablemente que en toda obra buena, no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que Él nos inspira primero –sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte– la fe y el amor a Él».
Bonifacio II confirma el Sínodo II de Orange (531: Denz. 398-400): «Vosotros definís que la recta fe en Cristo y el comienzo de toda buena voluntad, conforme a la verdad católica, es inspirado en el alma de cada uno por la gracia de Dios preveniente». Por tanto, «no hay absolutamente bien alguno según Dios que pueda nadie querer, empezar o acabar sin la gracia de Dios».
La primacía y la gratuidad total de la gracia de Dios es lo que está en juego en estas gravísimas cuestiones. Es muy significativo que la Iglesia dedicó sus primeros Sínodos y Concilios a definir ante todo las realidades más importantes de la fe católica: la Encarnación del Verbo, la santísima Trinidad, la gracia divina… El semipelagianismo –posterior al pelagianismo, ya condenado por la Iglesia–, estimando que la gracia de Dios se ofrece igualmente a todos, y que es la libertad humana personal la que, con su mayor o menor empeño, decide las buenas obras, prácticamente pone la iniciativa de la vida espiritual en el hombre. En consecuencia, la mayor o menor santificación de la persona es principalmente cuestión de su «generosidad» en la colaboración con la gracia. Y consiguientemente… etc. Ya lo iremos viendo.
Hace unos años, en un cursillo que di sobre la gracia divina a una veintena de católicos especialmente cualificados, les puse al inicio –confieso que con una cierta perfidia– un cuestionario previo, con una docena de frases (verdadera / falsa) tomadas textualmente de Concilios, de San Fausto de Riez, de Santo Tomás de Aquino, etc. Creo recordar que había entre ellos tres católicos, tres pelagianos y catorce semipelagianos.
Voy a tener trabajo en los próximos artículos.
José María Iraburu, sacerdote
fonte:reforma o apostasía