domingo, 13 de junho de 2010

DIETRICH VON HILDEBRAND: Lo que deploro es que la nueva misa sustituye la misa latina, que la vieja liturgia está siendo imprudentemente desechada, y negada a la mayor parte del Pueblo de Dios. Quisiera hacer varias preguntas a aquellos que fomentan este desarrollo: ¿La nueva misa, más que la vieja, incita al espíritu humano? ¿evoca un sentido de eternidad? ¿Ayuda a elevar nuestros corazones de las preocupaciones de la vida diaria - de los aspectos puramente naturales del mundo - hacia Cristo? ¿Aumenta la reverencia, una apreciación de lo sagrado?

El caso por la misa en latín DIETRICH VON HILDEBRAND




Dietrich von Hildebrand, fué uno de los filósofos cristianos más eminentes del mundo. Profesor en la Universidad Fordham, el Papa Pio XII lo llamó «el Doctor del siglo XX en la Iglesia», Juan Pablo II lo definió como «Uno de los más grandes eticistas del Siglo XX», sobre él Benedicto XVI afirmó: “Cuando la historia intelectual de la Iglesia Católica en el siglo XX sea escrita, el nombre de Dietrich von Hildebrand será más prominente entre las figuras de nuestro tiempo”.

Es autor de muchos libros, incluyendo la Transformación en Cristo y Liturgia y Personalidad.

↔ [Artículo original del ejemplar de octubre de 1966 de la revista Triumph] ↔

La argumentación para la nueva liturgia han sido con esmero empaquetada y debe ahora ser aprendida de memoria. La nueva forma de la misa está diseñada para engarzar al celebrante y al fiel en una actividad comunal. «En el pasado el feligrés atendía la Misa en aislamiento personal, cada adorador practicando sus devociones privadas, o cuando mejor, siguiendo los procedimientos en su misal.» «Hoy el fiel puede comprender el carácter social de la celebración; aprende a apreciarlo como una comida de comunidad. Antes, el sacerdote mascullaba en una lengua muerta, que creó una barrera entre el sacerdote y la gente. Ahora cada uno habla en inglés, que tiende a unir al sacerdote y la gente el uno con el otro.» «En el pasado el sacerdote decía la misa con su espalda a la gente, que creaba el ambiente de un rito esotérico. Hoy, debido a que el sacerdote afronta a la gente, la misa es una ocasión más fraternal.» «En el pasado el sacerdote entonaba cánticos medievales extraños. Hoy la asamblea entera canta canciones con melodías fáciles y poema lírico familiar, y experimenta hasta con la música folklórica.» La argumentación para la nueva misa, entonces, trata de esto: hacer sentir al fiel más en casa, en la casa de Dios.


Mi preocupación no es la situación legal de los cambios. Enérgicamente no deseo ser entendido como lamentando que la Constitución haya permitido al vernáculo complementar el latín. Lo que deploro es que la nueva misa sustituye la misa latina, que la vieja liturgia está siendo imprudentemente desechada, y negada a la mayor parte del Pueblo de Dios.

Quisiera hacer varias preguntas a aquellos que fomentan este desarrollo: ¿La nueva misa, más que la vieja, incita al espíritu humano? ¿evoca un sentido de eternidad? ¿Ayuda a elevar nuestros corazones de las preocupaciones de la vida diaria - de los aspectos puramente naturales del mundo - hacia Cristo? ¿Aumenta la reverencia, una apreciación de lo sagrado?

Por supuesto que estas preguntas son retóricas, y autocontestables. Las formulo porque pienso que todos los Cristianos atentos querrán sopesar su importancia antes de llegar a una conclusión sobre los méritos de la nueva liturgia.

¿Cuál es el papel de la reverencia en una vida realmente cristiana, y sobre todo en una adoración realmente cristiana de Dios?


La reverencia da al ser la oportunidad de hablarnos: la grandeza última del hombre es el ser capax Dei. La reverencia es de importancia capital para todas las esferas fundamentales de la vida del hombre. Puede ser correctamente llamada «la madre de todas las virtudes», pues es la actitud básica que todas las virtudes presuponen. El gesto más elemental de la reverencia es una respuesta a ser uno mismo. Esta distingue a la autónoma majestad del ser, de una mera ilusión o ficción; es un reconocimiento de la consistencia interior y positiva del ser - de su independencia de nuestros humores arbitrarios. La reverencia da al ser la oportunidad de desplegarse a sí mismo, para, así como era, hablarnos; fecundar nuestras mentes. Por lo tanto la reverencia es indispensable a cualquier conocimiento adecuado del ser.

La profundidad y la plenitud del ser, y sobre todo sus misterios, nunca serán revelados a nadie sino solo a la mente reverente. Recuerde que la reverencia es un elemento constitutivo de la capacidad para «sorprenderse», que Platón y Aristóteles afirmaron que es la condición indispensable para la filosofía. En efecto, la irreverencia es una fuente principal del error filosófico. Pero si la reverencia es la base necesaria para todo el conocimiento confiable del ser, es además, indispensable para comprender y ponderar los valores basados en el ser. Sólo el hombre reverente que está listo a admitir la existencia de algo mayor que él, quién quiere ser silencioso y dejar al objeto hablarle - quién se abre - es capaz de entrar en el mundo sublime de los valores. Además, una vez que una gradación de valores ha sido reconocida, una nueva clase de reverencia está en orden- una reverencia que no responde sólo a la majestad de ser como tal, sino al valor específico de un ser específico y a su fila en la jerarquía de valores. Y esta nueva reverencia permite el descubrimiento de todavía otros valores.


El hombre refleja su carácter esencialmente receptivo como una persona creada, únicamente en la actitud reverente; la grandeza última del hombre debe ser capax Dei. El hombre tiene la capacidad, en otras palabras, de comprender algo mayor que él, ser afectado y fecundado por ello, abandonársele para su propio bien - en una respuesta pura a su valor. Esta capacidad de superarse distingue al hombre de una planta o un animal; éstos últimos se esfuerzan sólo por desplegar su propio ser. Ahora: sólo el hombre reverente es quien puede superarse conscientemente y así conformarse a su condición humana fundamental y a su situación metafísica.

¿Encontramos mejor a Cristo elevándonos hasta Él, o arrastrándole a nuestro mundo rutinario?

El hombre irreverente por contraste, se acerca al ser en una actitud de superioridad arrogante o de familiaridad indiscreta, satisfecha. En cualquier caso él está discapacitado; es el hombre que va tan cerca de un árbol o edificio quien ya no puede verlo. En vez de permanecer a la distancia espiritual apropiada, y mantener un silencio reverente de modo que el ser pueda decir su palabra, él se impone y así, en efecto, silencia al ser. En ninguna esfera es la reverencia más importante que la religión. Tal como hemos visto, esta afecta profundamente la relación del hombre hacia Dios. Pero además penetra la religión entera, sobre todo la adoración a Dios. Hay un eslabón íntimo entre reverencia y santidad: la reverencia nos permite experimentar lo sagrado, elevarse sobre lo profano; la irreverencia nos ciega al mundo entero de lo sagrado. La reverencia, incluyendo el sobrecogimiento - incluso temor, miedo y temblor - es la respuesta específica a lo sagrado.


Rudolf Otto ha desarrollado claramente este punto en su famoso estudio «La Idea de lo Santo». Kierkegaard también llama la atención al papel esencial de la reverencia en el acto religioso, en el encuentro con Dios. ¿Y no temblaron los Judíos en el temor profundo cuándo el sacerdote trajo el sacrificio en el sancta sanctorum? ¿No fué golpeado Isaiah con el miedo piadoso cuándo vio a Yahweh en el templo y exclamó, «el infortunio es conmigo, estoy condenado! pues soy un hombre de labios sucios… pero aún mis ojos han visto al Rey»? ¿Acaso las palabras de San Pedro después de la pesca milagrosa, «apártate de mí, oh Señor, porque soy un pecador» no declaran que cuándo la realidad de Dios fuerza la entrada sobre nosotros nos golpea con miedo y reverencia? El cardenal Newman ha demostrado en un sermón aturdidor que el hombre que no teme y no reverencía no ha conocido la realidad de Dios.

Cuando San Buenaventura escribe en Itinerium Mentis ad Deum que sólo un hombre de deseo (como Daniel) puede entender a Dios, él quiere decir que una cierta actitud del alma debe ser alcanzada a fin de entender el mundo de Dios, en el cual Él quiere conducirnos.

Este consejo es sobre todo aplicable a la liturgia de la Iglesia. El sursum corda - levantemos nuestros corazones - es la primera exigencia para la verdadera participación en la misa. Nada podría obstruir más el encuentro del hombre con Dios que la noción de que «vamos al altar de Dios» del mismo modo en el que vamos a una reunión social agradable, relajante. Esto es el motivo por el cual la misa latina con el Canto gregoriano que nos levanta hasta una atmósfera sagrada, es inmensamente superior a una misa vernácula con canciones populares, que nos abandona en una atmósfera profana simplemente natural.


El error básico de la mayor parte de las innovaciones es imaginar que la nueva liturgia lleva al santo sacrificio de la misa más cerca hacia el fiel, que esquilado de sus viejos rituales la misa ahora se introduce en la sustancia de nuestras vidas. Porque la pregunta es si en la misa encontramos mejor a Cristo elevándonos hacia Él, o arrastrándole a nuestro propio caminante mundo rutinario. Los innovadores sustituirían la santa intimidad con Cristo por una familiaridad impropia. La nueva liturgia realmente amenaza con frustrar el encuentro con Cristo pues desalienta la reverencia ante el misterio, impide el temor y casi extingue un sentido de santidad. Lo que realmente importa, seguramente, no es si los fieles se sienten como en su casa en la misa, sino si los saca de su vida ordinaria hacia el mundo de Cristo - si su actitud es la respuesta de la reverencia última: si son imbuidos de la realidad de Cristo.

Aquellos que se expresan con inmoderado entusiasmo sobre la nueva liturgia hacen mucho del punto que durante los años la misa había perdido su carácter comunal y se había hecho una ocasión para la adoración individualista. La nueva misa vernácula, insisten, restaura el sentido de comunidad sustituyendo las devociones privadas con la participación de la comunidad. Mas ellos olvidan que hay diferentes niveles y clases de comunión con otras personas. El nivel y la naturaleza de una experiencia de comunión está determinada por el tema de la comunión, el nombre o la causa en la cual los hombres están reunidos. Entre más alto el bien que el tema representa y que enlaza a los hombres, más sublime y más profunda es la comunión. Obviamente la escencia y la naturaleza de una experiencia de comunidad en el caso de una gran emergencia nacional son radicalmente diferentes de la experiencia de comunidad de un cóctel. Y por supuesto las diferencias más asombrosas en comunidades serán encontradas entre la comunidad cuyo tema es lo sobrenatural y aquella cuyo tema es simplemente natural. La realización de las almas de los hombres que son realmente tocados por Cristo, es la base de una comunidad única, una comunión sagrada, una cuya calidad es incomparablemente más sublime que aquella de cualquier comunidad natural. La auténtica comunión entre los fieles que la liturgia del Jueves Santo expresa tan bien en las palabras «congregavit nos in unum Christi amor», es sólo posible como fruto de la comunión Tu-yo con Cristo mismo. Sólo una relación directa al Dios-hombre puede realizar esta unión sagrada entre los fieles.


La despersonalizante «experiencia común» es una teoría perversa de la comunidad.

La comunión en Cristo no tiene nada de la auto afirmación encontrada en las comunidades naturales. Esta respira de la Redención. Esta libera a los hombres de todo egocentrismo. Mas aún tal comunión enfáticamente no depersonaliza al individuo; lejos de disolver a la persona en lo cósmico, en el desmayo panteísta tan a menudo alabado entre nosotros estos días, realiza al verdadero ser de la persona en un modo único. En la comunidad de Cristo el conflicto entre persona y comunidad que está presente en todas las comunidades naturales no puede existir. Luego esta experiencia de comunidad sagrada está realmente en guerra con la despersonalizante «experiencia común» encontrada en asambleas masivas y reuniones populares que tienden a absorber y evaporar al individuo. Esta comunión en Cristo que estaba tan totalmente viva en los siglos cristianos tempranos, que todos los santos entraron y que encontró una expresión incomparable en la liturgia ahora bajo ataque - esta comunión nunca ha considerado a la persona individual como un mero segmento de la comunidad, o como un instrumento para servirlo. En esta unión vale la pena notar que la ideología totalitaria no solo sacrifica el individuo al colectivo; algunas ideas cósmicas de Teilhard de Chardin, por ejemplo, implican el mismo sacrificio de la colectividad. Teilhard subordina al individuo y su santificación al supuestp desarrollo de la humanidad. En un tiempo en el que esta perversa teoría de la comunidad es abrazada incluso por muchos Católicos, hay motivos claramente urgentes de insistir enérgicamente en el carácter sagrado de la verdadera comunión en Cristo. Yo sostengo que la nueva liturgia debe ser juzgada por esta prueba: ¿contribuye esta a la auténtica comunidad sagrada? Se da por hecho que se esfuerza por un carácter de comunidad; ¿pero es este el carácter deseado? ¿Es esta una comunión basada en recogimiento, contemplación y reverencia? ¿Cuál de los dos - la nueva misa, o la misa latina con el Canto gregoriano - evoca estas actitudes del alma con más eficacia, permitiendo así una comunión más profunda y verdadera? ¿No está claro que con frecuencia el carácter de comunidad de la nueva misa es puramente profano, que, como con otras reuniones sociales, su mezcla de relajación ocasional y ajetreada actividad impide un encuentro reverente, contemplativo con Cristo y con el misterio inefable de la Eucaristía?


POR SUPUESTO NUESTRA ÉPOCA está penetrada por un espíritu de irreverencia. Está vista en una noción deformada de la libertad que exige derechos rechazando obligaciones, que exalta la autoindulgencia, que aconseja el «dejate ir». El habitare secuni de los Diálogos de San Gregorio - la morada en presencia de Dios - que presupone la reverencia, es hoy considerado algo no natural, pomposo, o servil. ¿Pero no es la nueva liturgia un compromiso con este espíritu moderno? ¿De donde viene el desprecio de arrodillarse? ¿Por qué debería la Eucaristía ser recibida estando de pie? ¿Es el no arrodillarse, en nuestra cultura, la expresión clásica de adorar la reverencia? El argumento que en una comida nosotros deberíamos estar de pie más bien que arrodillarnos es apenas convincente. En primer lugar, este no es la postura natural para la comida: nos sentamos, y en el tiempo de Cristo uno posaba. Pero lo que es más importante en esto es una concepción expresamente irreverente de la Eucaristía para acentuar su carácter como una comida a costa de su carácter único como un misterio santo. Acentuar la comida a expensas del sacramento seguramente delata la tendencia a obscurecer la santidad del sacrificio. Esta tendencia es aparentemente atribuible a la desafortunada creencia que la vida religiosa se hará más viva, más existencial, si está sumergida en nuestra vida diaria. Pero esto es correr el peligro de absorber lo religioso en lo mundano, de borrar la diferencia entre lo sobrenatural y lo natural. Temo que esto represente una intrusión inconsciente del espíritu naturalista, del espíritu más totalmente expresado en el inmanentismo de Teilhard de Chardin.


Otra vez ¿por qué ha sido abolida la genuflexión en las palabras et incarnatus est en el Credo? ¿No era esta una expresión noble y hermosa de adorar la reverencia profesando el abrasador misterio de la Encarnación? Independientemente de la intención de los innovadores, ciertamente han creado el peligro, si acaso sólo psicológico, de disminuir la conciencia y el temor de los fieles al misterio. Hay aún otra razón para vacilar en hacer cambios a la liturgia que no son estrictamente necesarios. Los cambios frívolos o arbitrarios tienen tendencia a erosionar un tipo especial de reverencia: pietas. La palabra latina, como el Pietaet alemán, no tiene ningún equivalente inglés, pero puede ser entendida como el compromiso por el respeto de la tradición; la honra a lo que nos ha sido pasado por antiguas generaciones; fidelidad a nuestros antepasados y sus trabajos. Note que la piedad es un tipo derivado de la reverencia y por lo tanto no debería ser confundida con la reverencia primaria, que hemos descrito como una respuesta al mismo misterio de ser, y por último una respuesta a Dios. Resulta que si el contenido de una tradición dada no corresponde al objeto de la reverencia primaria, esto no merece la reverencia derivada. Así si una tradición encarna malos elementos, como el sacrificio de seres humanos en el culto de los aztecas, entonces aquellos elementos no deberían ser considerados con pietad. Pero no es el caso cristiano. Aquellos que idolatran nuestra época, quiénes se conmueven en lo que es moderno simplemente porque es moderno, quiénes creen que en nuestros días el hombre por fin ha llegado a su «mayoría de edad» carecen de pietad. El orgullo de estos «nacionalistas temporales» no es sólo irreverente, es incompatible con la verdadera fe. Un Católico debería considerar su liturgia con pietad. Él debería reverenciar, y por lo tanto temer abandonar los rezos y posturas y música que han sido aprobados por tantos santos a lo largo de la era cristiana y entregados a nosotros como una herencia preciosa. Para no ir más lejos: la ilusión que podemos sustituir el Canto gregoriano con sus inspirados himnos y ritmos, por una igualmente fina, si no es que mejor música, delata una ridícula confianza en sí mismo y la carencia de auto conocimiento. No olvidemos que en todas partes de la historia del cristianismo, el silencio y la soledad, la contemplación y el recogimiento, han sido considerados necesarios para conseguir un verdadero encuentro con Dios. Este no es sólo el consejo de la tradición cristiana, que debería ser respetada por piedad; sino que está arraigado en la naturaleza humana. El recogimiento es la base necesaria para la verdadera comunión del mismo modo en que la contemplación proporciona la base necesaria para la verdadera acción en la viña del Señor. Un tipo superficial de comunión - la camaradería jovial de un asunto social - nos saca a la periferia. Una comunión realmente cristiana nos hace entrar en las profundidades espirituales.

El camino a una verdadera comunión cristiana: Reverencia.. Recogimiento.. Contemplación


Por supuesto deberíamos deplorar un excesivo y sentimental devocionalismo y reconocer que muchos Católicos lo han practicado. Pero el antídoto no es una experiencia de comunidad como tal, así como la cura para la pseudocontemplación no es la actividad como tal. El antídoto debe animar a la verdadera reverencia, a una actitud de recogimiento auténtico y devoción contemplativa a Cristo. Solo desde esta actitud puede tener lugar una comunión verdadera en Cristo. Las leyes fundamentales de la vida religiosa que gobiernan la imitación de Cristo, la transformación en Cristo, no se cambian según los humores y hábitos del momento histórico. La diferencia entre una experiencia de comunidad superficial y una experiencia de comunidad profunda es siempre la misma. El recogimiento y la adoración contemplativa de Cristo - que sólo la reverencia hace posible - será la base necesaria para una verdadera comunión con otros en Cristo en cada era de la historia humana.
fonte:creer en méxico