CAPITULO III LA PREPARACION DEL CONCILIO
29. EL CONCILIO VATICANO II. SU PREPARACIÓN
Parece ser que Pío XI llegó a pensar en la posibilidad de retomar el Concilio Vaticano, interrumpido en 1870 por violentos acontecimientos; pero lo que es se-guro, según el testimonio del cardenal Domenico Tardini, es que Pío XII ponderó la oportunidad de tal reinicio o la de un nuevo Concilio y ordenó estudiar los pros y los contras a una comisión especial. Ésta decidió en sentido negativo.
Quizá se pensó que el acto doctrinal de la Humani generis era suficiente por sí mismo para enderezar cuanto de torcido se encontraba en la Iglesia. Quizá pare-ció que no se debía comprometer de ningún modo la naturaleza del gobierno papal, que podría quedar disminuido (o parecer que lo quedaba) por la autoridad del Con-cilio. Tal vez se presintió el aura democrática que habría investido a la asamblea y se intuyó su incompatibilidad con el principio católico.
O puede que el Papa siguiera su inclinación hacia una responsabilidad total, que exige una totalidad indivisible de poder (a causa de cuya concentración, a su muerte estaban vacantes en la Curia puestos importantísimos). No se concedía en-tonces tanto peso al beneficio que actualmente se suele reconocer en el recíproco conocimiento y comunicación entre los obispos del mundo (lo cual es un indicio de propensión democrática), pues no se creía que fuese suficiente juntar a los hombres para que se conozcan y conozcan la cosa sobre la cual deliberan. La propuesta de un Concilio fue aparcada. Existe una antigua desconfianza hacia el hecho de si-tuar frente a frente al Concilio y a la Sede de Pedro. La formuló con imaginación el card. Pallavicino, historiador del Concilio de Trento: «En el cielo místico de la Iglesia no se puede imaginar reunión más difícil de componer, ni compuesto de más peligro-sa influencia, que un Concilio general» .
El anuncio de la convocatoria de un Concilio, debido como dijo el mismo Juan XXIII a una repentina inspiración, cogió al mundo totalmente por sorpresa. Por el contrario, el Vaticano I había estado precedido desde 1864 por una encuesta entre los cardenales, quienes se habían pronunciado mayoritariamente a favor de su convocatoria. Unos pocos se opusieron a ella, bien para no poner de manifiesto las divergencias y por consiguiente acrecentarlas, bien por estar ya los errores ana-tematizados, bien por no poderse cambiar las condiciones de la Iglesia faltando el auxilio de los Estados .
No hubo respecto al Vaticano II consultas previas acerca de la necesidad u oportunidad de convocarlo, llegando la decisión de Juan XXIII por un ejercicio de carisma ordinario, o tal vez por un soplo de carisma extraordinario . Así pues, el 15 de julio de 1959 el Papa constituyó la Comisión central preparatoria, compuesta por una amplia mayoría de cardenales y un número de patriarcas, arzobispos y obispos elegidos con un criterio indefinido, donde no quedaba claro si prevalecía la doctrina, la prudencia de gobierno o la relación de confianza con el Pontífice.
Esta Comisión central difundió al episcopado de todo el orbe un cuestionario acerca de los temas a tratar, lo recogió y clasificó las opiniones, instituyó a su vez comisiones menores, y elaboró los esquemas que debían ser propuestos a la asamblea ecuménica.
Las respuestas de los obispos revelan ya algunas de las tendencias que prevalecerían en el Concilio, y con frecuencia traslucen incapacidad para estar a la altura de las circunstancias y divagan hacia materias impertinentes o fútiles. Tampoco en el Vaticano I faltaron propuestas extravagantes.
Había algunas sugerencias en favor de Rosmini o de Santo Tomás, y ahí la materia es ciertamente de gran importancia; pero junto a éstas, otras descendían al problema de las asistentas católicas en familias no católicas, de la bendición de cementerios, o de otras cuestiones de disciplina menor, sin duda no proporcionadas a la magnitud de un Concilio ecuménico.
El Vaticano II tuvo en su conjunto una preparación que suponía una general homogeneidad de inspiración, que parecía correspondiente a la intención del Papa . En esta fase preparatoria la parte opositora desarrolló su actividad con menor fuerza dentro que fuera, reservándose para llevar a cabo su actuación principal en la fase plenaria de la asamblea.
30. PARADÓJICA RESOLUCIÓN DEL CONCILIO
El Vaticano II tuvo una resolución distinta de la que hacía prever el Concilio preparado; más bien, como veremos, dicha preparación se dejó de lado rápida y completamente . El Concilio nació, por así decirlo, de sí mismo, independiente de su preparación. En ciertos aspectos, con el Vaticano II habría ocurrido como con el de Trento, el cual, como dice Sarpi en el preámbulo de su Historia, «ha tenido lugar de una forma y con una conclusión totalmente contrarias a las expectativas de quien lo ha procurado y al temor de quien estudiadamente lo ha combatido»: contrario al proyecto de quien impulsaba una reforma católica que redujese el poder de la Corte Romana, y contrario al temor de esta Corte misma , la cual en opinión del ser-vita dificultó de todas las maneras posibles su resolución.
Y de aquí extraía Sarpi, y resulta posible extraer, una conclusión de teodi-cea y una parénesis religiosa: la resolución paradójica de la asamblea tridentina es un «claro documento para meditar los pensamientos de Dios y no fiarse de la pru-dencia humana».
Al igual que en el Tridentino (según Sarpi), en el Vaticano II los aconteci-mientos discreparon respecto a su preparación y, como se dice hoy, a sus perspec-tivas. No es que no fuesen reconocibles ya en la fase preparatoria rasgos de pen-samiento modernizante . Sin embargo no caracterizaron al conjunto de los es-quemas preliminares tan profunda y distintamente como después se reflejó en los documentos finales promulgados. Por ejemplo, la flexibilidad de la liturgia para es-tudiar su acomodación a las diversas índoles nacionales estaba propuesta en el texto correspondiente, pero restringida a territorios de misión, y no se hacía men-ción de la exigencia subjetiva de la creatividad del celebrante.
La práctica de la ab-solución comunitaria, acrecentada en detrimento de la confesión individual con intención de facilitar el cumplimiento de la moral, se proponía en el esquema de sacramentis. Incluso la ordenación sacerdotal de hombres casados (aunque no la de mujeres) encontraba lugar en el de ordine sacro. El de libertate religiosa (del card. Bea), uno de los más tormentosos y conflictivos de la asamblea ecuménica, avanzaba en sustancia la novedad finalmente adoptada, desviando del camino co-mún (o eso parece) la doctrina canonizada y perpetuamente profesada por la Iglesia Católica.
El principio de la funcionalidad propio del pragmatismo y activismo moder-nos, que reconocen el valor de la productividad de las cosas o del trabajo y desco-nocen el de las operaciones intransitivas o inmanentes de la persona rebajándolas respecto a las transitivas y eficientes ad extra, ( §§ 216-217), estaba también for-mulado expresamente en el esquema de disciplina cleri, que contemplaba la inhabi-litación o remoción de obispos y de presbíteros llegada una determinada edad.
Es conocido que el fruto maduro de esta inclinación al activismo es el Motu propio Ingravescentem aetatem, que afectó con la deminutio capitis a los cardenales octogenarios. Un votum particular acerca del hábito talar proporcionó la excusa para la costumbre de vestir al modo laico, disimulando la diferencia específica en-tre el sacerdote y el seglar y aboliendo incluso la prescripción que obligaba al uso de la sotana durante las funciones ministeriales. En los trabajos preparatorios se encuentran también opiniones particulares de determinadas escuelas teológicas en un sentido de mayor apertura.
Verbi gratia, se pretendía hacer pasar como doctrina del Concilio una posi-ción discutible sobre el limbo de los niños e incluso de los adultos. Esta materia, al ser demasiado próxima al espinoso dogma de la predestinación, que no mencionan los decretos conciliares , fue completamente omitida, pero como mostraremos más adelante el espíritu laxista y pelagiano que suponía revistió el pensamiento teológi-co postconciliar.
Con mayor intensidad se percibió en la asamblea plenaria el influjo, bien manifiesto en su preparación, de quienes querían realizar innovaciones en la edu-cación del clero (esquema de sacrorum alumnis formandis). La pedagogía secular de la Iglesia, concretada en el sistema de los seminarios, implica que los sacerdotes deben formarse según un principio peculiar correlativo a la peculiaridad ontológica y moral de su estado consagrado.
Por el contrario, en el texto se solicitaba una formación del clero asimilada lo más posible a la formación de los laicos: por tanto la ratio studiorum de los semina-rios debía tomar ejemplo de la de los Estados, y la cultura del clero omitir en gene-ral toda originalidad respecto a la de los seglares. El motivo de esta innovación re-sultó ser lo que fuera tema diversamente reiterado por el Concilio: que los hom-bres de Iglesia se conformen al mundo para ejercitar sobre el mundo su ope-ración específica de instrucción y santificación.
También en torno a la reunificación de los cristianos no católicos se hizo oír la voz de quien comparaba a los protestantes (sin sacerdocio, sin jerarquía, sin suce-sión apostólica y sin sacramentos, o casi sin ellos) con los ortodoxos, que tienen sin embargo casi todo en común con los católicos salvo las doctrinas del primado y de la infalibilidad. Pío IX había hecho una clarísima distinción: desplazó enviados apostólicos con cartas de invitación a los patriarcas orientales, quienes decla-raron en su totalidad no poderse acercar al Concilio; pero no reconoció como Iglesias a las diversas confesiones protestantes, consideradas simples asocia-ciones, y dirigió una llamada ad omnes protestantes no para que intervinie-sen en el Concilio, sino para que retornasen a la unidad de la que se habían apartado.
El comportamiento latitudinario que afloró en la preparación se apoya sobre una implícita paridad parcial entre católicos y no católicos, y aunque pareció mi-noritario en la fase preparatoria, consiguió después que fuesen invitados indistin-tamente como observadores tanto los protestantes como los ortodoxos, lo que ex-plica la influencia de aquéllos en el decreto de oecumenismo (§§ 245-247).
Una última característica asemeja la preparación del Concilio y su resulta-do: el generalizado optimismo que coloreó los diagnósticos y los pronósticos de una minoría en la Comisión central preparatoria. Que el aumento del conocimiento científico de la naturaleza (es decir, del reino de la técnica con el que se identifica la civilización moderna) de origen igualmente al reino de la dignidad y de la felici-dad humana, fue manifestado en el esquema de Ecclesia (cap. 5, de laicis) pero im-pugnado por la mayoría, que insistía sobre el carácter indiferente de los progresos técnicos: éstos extienden la posible aplicación de la moralidad, pero no
la perfec-cionan intensivamente.
Sin embargo, este tema de la dominación de la tierra por medio de la técnica resultará sacralizado (§ 218) en los documentos definitivos y revestirá todo el pensamiento teológico postconciliar. La elevación de la técnica a fuerza civi-lizadora y moralmente perfeccionadora del hombre compartía la idea del progreso del mundo y, conjuntamente, un gran soplo de optimismo.
El optimismo presidiría después toda prospectiva de la asamblea plenaria, oscureciendo la visión del estado real del catolicismo.
Es oportuno referir literalmente las críticas que un Padre de la Comisión central preparatoria oponía a la demasiada florida descripción de la situación del mundo y de la situación de la Iglesia en el mundo. «Non placet hic cum tanto laeta-mine descriptus status Ecclesiae magis in spem, meo iudicio, quam ad veritatem. Cur enim auctum religiones fervorem ais, aut respectu cuius aetatis? Nonne in oculis ha-benda est ratio statistica, quam dicunt, unde apparet cultum Dei, fidem catholicam, publicos mores apud plerosque collabescere et paene dirui? Nonne status mentium generatim alienus est a catholica religiones, discissis republica ab Ecclesia, philosophia a dogmatis fidei, investigatione mundi a reverentia Creatoris, inventione artis ab obsequio ordinis moralis? Nonne inopia operariorum in sacro ministerio labo-rat Ecclesia? Nonne multae partes Sanctae Ecclesiae vel immanissime conculcantur a Gigantibus et Minotauris, que superbiunt in mundo, vel schismate labefactatae sunt, utpote apud Chinenses? Nonne missiones nostras ad infideles, tanto zelo ac caritate plantatas ac rigatas, vastavit inimicus homo? Nonne atheismus non amplius per singulos sed per totas nationes (quod prorsus inauditum erat) celebratur et per reipublicae leges instauratur? Nonne numerus noster quotidie proportionaliter immi-nuitur, Mahumetismo ac Gentilismo immodice gliscentibus? Nos enim quinta pars sumus generis humani, que quarta fuimus paulo ante. Nonne mores nostri per divortium, per abortum, per euthanastam, per sodomiam, per Mammona gentilizant?>> .
Y concluye afirmando que este diagnóstico procede humano more y en línea de consideración histórica, sin perjuicio de lo que la Providencia de Dios sobre la Iglesia pueda operar «más allá de la medida de los juicios humanos» y fuera de la potencia ordenada.
31. MÁS SOBRE EL RESULTADO PARADÓJICO DEL CONCILIO. EL SÍNODO ROMANO
El resultado paradójico del Concilio respecto a su preparación se manifiesta en la comparación entre los documentos finales y los propedéuticos, y también en tres hechos principales: el fracaso de las previsiones hechas por el Papa y por quienes prepararon el Concilio; la inutilidad efectiva del Sínodo Romano I sugerido por Juan XXIII como anticipación del Concilio; y la anulación, casi inmediata, de la Veterum Sapientia, que prefiguraba la fisonomía cultural de la Iglesia del Concilio.
El Papa Juan, que había ideado el Concilio como un gran acto de renovación y de adecuación funcional de la Iglesia, creía también haberlo preparado como tal, y aspiraba a poderlo concluir en pocos meses : quizá como el Laterano 1 con Ca-lixto II en 1123, cuando trescientos obispos lo concluyeron en diecinueve días, o como el Laterano II con Inocencio II en 1139, con mil obispos que lo concluyeron en diecisiete días.
Sin embargo, se abrió el 11 de octubre de 1962 y se clausuró el 8 de diciem-bre de 1965, durando por tanto tres años de modo discontinuo. El fracaso de las previsiones tuvo su origen en haberse abortado el Concilio que había sido prepara-do, y en la elaboración posterior de un Concilio distinto del primero, que se generó a sí mismo (como decían los Griegos, [autogenético]).
El Sínodo Romano I fue concebido y convocado por Juan XXIII como un acto solemne previo a la gran asamblea, de la cual debía ser prefiguración y realización anticipada.
Así lo declaró textualmente el Pontífice mismo en la alocución al clero y a los fieles de Roma del 29 de junio de 1960. A todos se les revelaba su importancia, que iba por tanto más allá de la diócesis de Roma y se extendía a todo el orbe católico. Su importancia era parangonable a la que con referencia al gran encuentro triden-tino habían tenido los sínodos provinciales celebrados por San Carlos Borromeo.
Se renovaba el antiguo principio que quiere modelar todo el orbe católico sobre el patrón de la particular Iglesia romana. Que en la mente del Papa el Sínodo romano estaba destinado a tener un grandioso efecto ejemplar se desprende del hecho de que ordenase enseguida la traducción de los textos al italiano y a todas las lenguas principales. Los textos del Sínodo Romano promulgados el 25, 26 y 27 de enero de 1960 suponen un completo retorno a la esencia de la Iglesia; no a la sobrenatural (ésta no se puede perder) sino a la histórica: un repliegue, por decirlo con Maquiavelo, de las instituciones sobre sus principios.
El Sínodo proponía en todos los órdenes de la vida eclesiástica una vigorosa restauración. La disciplina del clero se establecía sobre el modelo tradicional, ma-durado en el Concilio de Trento y fundado sobre dos principios, siempre profesados y siempre practicados. El primero es el de la peculiaridad de la persona consagrada y habilitada sobrenaturalmente para ejercitar las operaciones de Cristo, y por con-siguiente separada de los laicos sin confusión alguna (sacro significa separado). El segundo principio, consecuencia del primero, es el de la educación ascética y la vida sacrificada, que caracteriza al clero como estamento (pues también en el lai-cado los individuos pueden llevar una vida ascética).
De este modo el Sínodo prescribía a los clérigos todo un estilo de conducta netamente diferenciado de las maneras seglares. Tal estilo exige el hábito eclesiás-tico, la sobriedad en los alimentos, la abstinencia de espectáculos públicos, y la huida de las cosas profanas. Se reafirmaba igualmente la originalidad de la forma-ción cultural del clero, y se diseñaba el sistema sancionado solemnemente por el Papa al año siguiente en la encíclica Veterum sapientia. El Papa ordenó también que se reeditase el Catecismo del Concilio de Trento, pero la orden no fue obedeci-da. Sólo en 1981, y por iniciativa privada, se publicó en Italia su traducción (OR, 5-6 julio 1982).
No menos significativa es la legislación litúrgica del Sínodo: se confirma so-lemnemente el uso del latín; se condena toda creatividad del celebrante, que reba-jaría el acto litúrgico, que es acto de Iglesia, a simple ejercicio de piedad privada; se urge la necesidad de bautizar a los niños quam primum; se prescribe el tabernáculo en la forma y lugar tradicionales; se ordena el canto gregoriano; se someten a la autorización del Ordinario los cantos populares de nueva invención; se aleja de las iglesias toda profanidad, prohibiendo en general que dentro del edificio sagrado tengan lugar espectáculos y conciertos, se vendan estampas e imágenes, se permi-tan las fotografías, o se enciendan promiscuamente luces (lo que deberá encargarse al sacerdote). El antiguo rigor de lo sagrado es restablecido también alrededor de los espacios sagrados, prohibiendo a las mujeres el acceso al presbiterio. Final-mente, los altares cara al pueblo se admiten sólo como una excepción cuya conce-sión compete exclusivamente al obispo diocesano.
Es imposible no ver que tan firme reintegración de la antigua disciplina de-seada por el Sínodo ha sido contradicha y desmentida por el Concilio prácticamen-te en todos sus artículos. De hecho, el Sínodo Romano, que debería haber sido pre-figuración y norma del Concilio, se precipitó en pocos años en el Erebo del olvido y es en verdad tanquam non fuerit . Para dar una idea de tal anulación, señalaré que no he podido encontrar los textos del Sínodo Romano ni en Curias ni en archi-vos diocesanos, teniendo que conseguirlos en bibliotecas públicas civiles.
32. MÁS SOBRE LA RESOLUCIÓN PARADÓJICA DEL CONCILIO. LA «VETERUM SAPIENTIA»
El uso de la lengua latina es connatural a la Iglesia católica (no metafísica-mente, sino históricamente) y está estrechamente ligado a las cosas de Iglesia in-cluso en la mentalidad popular. Constituye además un medio y un signo primor-dial de la continuidad histórica de la Iglesia. Y puesto que no hay nada interno sin lo externo, y lo interno surge, fluctúa, se eleva y se rebaja conjuntamente con lo externo, siempre ha estado persuadida la Iglesia de que la forma externa del latín debe conservarse perpetuamente para conservar las características internas de la Iglesia. Y tanto más cuanto que se trata de un fenómeno del lenguaje, en el cual la conjunción de forma y sustancia (de lo externo y lo interno) es del todo indisoluble. De hecho, la ruina de la latinidad consecuente al Vaticano II fue acompañada por muchos síntomas de la auto demolición de la Iglesia lamentada por Pablo VI.
Del valor de la latinidad hablaremos en §§ 278-279. Aquí queremos sola-mente mencionar la desviación que estamos estudiando entre la inspiración prepa-ratoria dada al Concilio y el resultado efectivo de éste.
Juan XXIII pretendía con la Veterum Sapientia operar un repliegue de la Iglesia sobre sus principios, siendo en su mente este repliegue una condición para la renovación de la Iglesia en la peculiaridad propia del presente articulus tempo-rum.
El Papa atribuyó al documento una importancia espacialísima, y las solem-nidades de que quiso revestir su promulgación (en San Pedro, en presencia del co-legio cardenalicio y de todo el clero romano) no tienen igual en la historia de este siglo. La importancia eminente de la Veterum sapientia no se ve negada por el olvi-do en que se la hizo caer inmediatamente (los valores no son tales porque sean aceptados) ni por su fracaso histórico. Su importancia deriva de su perfecta conso-nancia con la individualidad histórica de la Iglesia.
La encíclica es fundamentalmente una afirmación de continuidad Si la cul-tura de la Iglesia procede del mundo helénico y romano es sobre todo porque las letras cristianas son, desde los primeros tiempos, letras griegas y letras latinas. Los incunables de las Sagradas Escrituras son griegos, los símbolos de fe más an-tiguos son griegos y latinos, la Iglesia de Roma de la mitad del siglo III es toda ella latina, los Concilios de los primeros siglos no tienen otro idioma que el griego.
Se trata de una continuidad interna de la Iglesia en la que se concatenan todas sus épocas. Pero hay además una continuidad externa que atraviesa la ente-ra cronología de la era cristiana y recoge toda la sabiduría de los gentiles. No va-mos a hablar, naturalmente, del sanctus Sócrates a quien imprecaba Erasmo, pero no podremos preterir la doctrina (expuesta por los Padres griegos y latinos y recor-dada por el Pontífice con un texto de Tertuliano) según la cual hay una continui-dad entre el mundo de pensamiento del cual vivió la sabiduría antigua (precisa-mente veterum sapientia) y el mundo de pensamiento elaborado después de la re-velación del Verbo encarnado.
El pensamiento cristiano elaboró el contenido sobrenaturalmente revelado, pero se adhirió también al contenido revelado naturalmente mediante la luz de la racionalidad creada.
De este modo, el mundo clásico no es extraño a la religión. Ésta tiene como esencia una esfera de verdad inalcanzable mediante las luces naturales y super-puestas a ellas, pero incluye también la esfera de toda verdad humanamente al-canzable.
La cultura cristiana fue por tanto preparada y esperada obediencialmente (como decían los medievales) por la sabiduría antigua, porque ninguna verdad, nin-guna justicia, ninguna belleza le es ajena. Y por ello no es opuesta, sino compatible con la sabiduría antigua, y se ha apoyado siempre en ella: no sólo, como suele de-cirse, haciéndola esclava y utilizándola funcionalmente, sino llevando en el regazo a quien ya existía, pero que una vez santificada se hizo mayor de lo que era.
No quisiera aquí disimular que esa relación entre mundo antiguo y cristia-nismo como dos cosas compatibles entre sí oculta delicadas aporías y exige que se mantenga firme la distinción entre lo racional y lo suprarracional. No es posible defender la demasiado divulgada fórmula de Tertuliano anima naturaliter christia-na, ya que querría decir naturalmente sobrenatural.
Es necesario en esto andar con pies de plomo para que la religión cristiana, esencialmente suprahistórica y sobrenatural, no corra el peligro de caer en el his-toricismo y el naturalismo.
Pese a todo, la idea de su continuidad a través de la extensión temporal y de las vicisitudes de las culturas es un concepto católico: difícil, pero verdadero y necesario.
Aquí me bastará ponerme bajo el patrocinio de San Agustín, quien afirmó tal continuidad de modo absoluto y universal saltando por encima de siglos y de cul-tos: «Nam res ipsa, quae nunc christiana religio nuncupatur, erat apud antiquos nec defuit ab initio generis humani» (Retract., I, cap. 13) .
La parte práctica y dispositiva de la Veterum sapientia es una exacta contra-partida, por su firmeza, de la transparencia cristalina de la doctrina.
Los puntos decisivos son precisamente los que por la sucesiva desistencia papal determinaron la anulación de la encíclica. Establece que la ratio studiorum eclesiástica reconquiste su propia originalidad fundada sobre la especificidad del homo clericus; que, consiguientemente, recobre sustancia la enseñanza de las dis-ciplinas tradicionales, sobre todo el latín y el griego; que para conseguirlo se aban-donen o se recorten las disciplinas del cursus laico, las cuales a causa de una ten-dencia asimilativa se habían ido introduciendo o ampliando.
Prescribe que las ciencias fundamentales, como la dogmática y la moral, se impartan en los seminarios en latín y siguiendo manuales igualmente en latín; que los profesores que parezcan incapaces o renuentes a la latinidad sean apartados en un plazo conveniente.
Como coronación de la Constitución apostólica, destinada a procurar una reintegración general de lo latino en la Iglesia, el Pontífice decretaba la erección de un Instituto superior de latinidad, que hubiera debido formar latinistas para todo el orbe católico y confeccionar un léxico del latín moderno .
La desintegración general de la latinidad posterior al proyecto de la fase pre-paratoria, que pretendía su general reintegración, suministra un adicional sufragio a la tesis del resultado paradójico del Concilio. En la medida en que tocaba un punto históricamente esencial del catolicismo, la heterum sapientia exigía una muy dispuesta virtud de autoridad y de correspondencia armónica en todos los órganos de ejecución.
Hacía falta esa fortaleza práctica que se había ejercitado por ejemplo en la gran reforma de la escuela italiana realizada por el ministro Giovanni Gentile, y que improntó la ratio studiorum durante medio siglo.
También entonces millones de maestros, que se encontraron en una condi-ción análoga a aquélla en que la Veterum sapientia colocaba a las disciplinas divi-nas, fueron constreñidos de manera inmisericorde a conformarse o a dimitir. Sin embargo, la reforma de los estudios eclesiásticos, al ser hostigada desde muchos lados y por varios motivos (sobre todo por parte alemana, con un libro de Winninger prologado por el obispo de Estrasburgo), fue aniquilada en brevísimo tiempo.
El Papa, que primero la instaba, ordenó que no se exigiese su ejecución; aquéllos a quienes les hubiese correspondido por oficio hacerla eficaz secundaron la debilidad papal, y la Veterum sapientia, cuya oportunidad y utilidad tan alta-mente se habían exaltado, fue del todo abrogada y no es citada en ningún docu-mento conciliar.
En algunas biografías de Juan XXIII se la silencia del todo, como si no existiese ni hubiese existido, mientras los más protervos la mencionan solamen-te como un error. Y no hay en toda la historia de la Iglesia ejemplo de un documen-to tan solemnizado y tan pronto lanzado a las Gemonias.
Queda solamente el problema de si su cancelación de libro viventium haya sido consecuencia de una falta de sabiduría al promulgarla o de una falta de valor para exigir su ejecución.
Parece ser que Pío XI llegó a pensar en la posibilidad de retomar el Concilio Vaticano, interrumpido en 1870 por violentos acontecimientos; pero lo que es se-guro, según el testimonio del cardenal Domenico Tardini, es que Pío XII ponderó la oportunidad de tal reinicio o la de un nuevo Concilio y ordenó estudiar los pros y los contras a una comisión especial. Ésta decidió en sentido negativo.
Quizá se pensó que el acto doctrinal de la Humani generis era suficiente por sí mismo para enderezar cuanto de torcido se encontraba en la Iglesia. Quizá pare-ció que no se debía comprometer de ningún modo la naturaleza del gobierno papal, que podría quedar disminuido (o parecer que lo quedaba) por la autoridad del Con-cilio. Tal vez se presintió el aura democrática que habría investido a la asamblea y se intuyó su incompatibilidad con el principio católico.
O puede que el Papa siguiera su inclinación hacia una responsabilidad total, que exige una totalidad indivisible de poder (a causa de cuya concentración, a su muerte estaban vacantes en la Curia puestos importantísimos). No se concedía en-tonces tanto peso al beneficio que actualmente se suele reconocer en el recíproco conocimiento y comunicación entre los obispos del mundo (lo cual es un indicio de propensión democrática), pues no se creía que fuese suficiente juntar a los hombres para que se conozcan y conozcan la cosa sobre la cual deliberan. La propuesta de un Concilio fue aparcada. Existe una antigua desconfianza hacia el hecho de si-tuar frente a frente al Concilio y a la Sede de Pedro. La formuló con imaginación el card. Pallavicino, historiador del Concilio de Trento: «En el cielo místico de la Iglesia no se puede imaginar reunión más difícil de componer, ni compuesto de más peligro-sa influencia, que un Concilio general» .
El anuncio de la convocatoria de un Concilio, debido como dijo el mismo Juan XXIII a una repentina inspiración, cogió al mundo totalmente por sorpresa. Por el contrario, el Vaticano I había estado precedido desde 1864 por una encuesta entre los cardenales, quienes se habían pronunciado mayoritariamente a favor de su convocatoria. Unos pocos se opusieron a ella, bien para no poner de manifiesto las divergencias y por consiguiente acrecentarlas, bien por estar ya los errores ana-tematizados, bien por no poderse cambiar las condiciones de la Iglesia faltando el auxilio de los Estados .
No hubo respecto al Vaticano II consultas previas acerca de la necesidad u oportunidad de convocarlo, llegando la decisión de Juan XXIII por un ejercicio de carisma ordinario, o tal vez por un soplo de carisma extraordinario . Así pues, el 15 de julio de 1959 el Papa constituyó la Comisión central preparatoria, compuesta por una amplia mayoría de cardenales y un número de patriarcas, arzobispos y obispos elegidos con un criterio indefinido, donde no quedaba claro si prevalecía la doctrina, la prudencia de gobierno o la relación de confianza con el Pontífice.
Esta Comisión central difundió al episcopado de todo el orbe un cuestionario acerca de los temas a tratar, lo recogió y clasificó las opiniones, instituyó a su vez comisiones menores, y elaboró los esquemas que debían ser propuestos a la asamblea ecuménica.
Las respuestas de los obispos revelan ya algunas de las tendencias que prevalecerían en el Concilio, y con frecuencia traslucen incapacidad para estar a la altura de las circunstancias y divagan hacia materias impertinentes o fútiles. Tampoco en el Vaticano I faltaron propuestas extravagantes.
Había algunas sugerencias en favor de Rosmini o de Santo Tomás, y ahí la materia es ciertamente de gran importancia; pero junto a éstas, otras descendían al problema de las asistentas católicas en familias no católicas, de la bendición de cementerios, o de otras cuestiones de disciplina menor, sin duda no proporcionadas a la magnitud de un Concilio ecuménico.
El Vaticano II tuvo en su conjunto una preparación que suponía una general homogeneidad de inspiración, que parecía correspondiente a la intención del Papa . En esta fase preparatoria la parte opositora desarrolló su actividad con menor fuerza dentro que fuera, reservándose para llevar a cabo su actuación principal en la fase plenaria de la asamblea.
30. PARADÓJICA RESOLUCIÓN DEL CONCILIO
El Vaticano II tuvo una resolución distinta de la que hacía prever el Concilio preparado; más bien, como veremos, dicha preparación se dejó de lado rápida y completamente . El Concilio nació, por así decirlo, de sí mismo, independiente de su preparación. En ciertos aspectos, con el Vaticano II habría ocurrido como con el de Trento, el cual, como dice Sarpi en el preámbulo de su Historia, «ha tenido lugar de una forma y con una conclusión totalmente contrarias a las expectativas de quien lo ha procurado y al temor de quien estudiadamente lo ha combatido»: contrario al proyecto de quien impulsaba una reforma católica que redujese el poder de la Corte Romana, y contrario al temor de esta Corte misma , la cual en opinión del ser-vita dificultó de todas las maneras posibles su resolución.
Y de aquí extraía Sarpi, y resulta posible extraer, una conclusión de teodi-cea y una parénesis religiosa: la resolución paradójica de la asamblea tridentina es un «claro documento para meditar los pensamientos de Dios y no fiarse de la pru-dencia humana».
Al igual que en el Tridentino (según Sarpi), en el Vaticano II los aconteci-mientos discreparon respecto a su preparación y, como se dice hoy, a sus perspec-tivas. No es que no fuesen reconocibles ya en la fase preparatoria rasgos de pen-samiento modernizante . Sin embargo no caracterizaron al conjunto de los es-quemas preliminares tan profunda y distintamente como después se reflejó en los documentos finales promulgados. Por ejemplo, la flexibilidad de la liturgia para es-tudiar su acomodación a las diversas índoles nacionales estaba propuesta en el texto correspondiente, pero restringida a territorios de misión, y no se hacía men-ción de la exigencia subjetiva de la creatividad del celebrante.
La práctica de la ab-solución comunitaria, acrecentada en detrimento de la confesión individual con intención de facilitar el cumplimiento de la moral, se proponía en el esquema de sacramentis. Incluso la ordenación sacerdotal de hombres casados (aunque no la de mujeres) encontraba lugar en el de ordine sacro. El de libertate religiosa (del card. Bea), uno de los más tormentosos y conflictivos de la asamblea ecuménica, avanzaba en sustancia la novedad finalmente adoptada, desviando del camino co-mún (o eso parece) la doctrina canonizada y perpetuamente profesada por la Iglesia Católica.
El principio de la funcionalidad propio del pragmatismo y activismo moder-nos, que reconocen el valor de la productividad de las cosas o del trabajo y desco-nocen el de las operaciones intransitivas o inmanentes de la persona rebajándolas respecto a las transitivas y eficientes ad extra, ( §§ 216-217), estaba también for-mulado expresamente en el esquema de disciplina cleri, que contemplaba la inhabi-litación o remoción de obispos y de presbíteros llegada una determinada edad.
Es conocido que el fruto maduro de esta inclinación al activismo es el Motu propio Ingravescentem aetatem, que afectó con la deminutio capitis a los cardenales octogenarios. Un votum particular acerca del hábito talar proporcionó la excusa para la costumbre de vestir al modo laico, disimulando la diferencia específica en-tre el sacerdote y el seglar y aboliendo incluso la prescripción que obligaba al uso de la sotana durante las funciones ministeriales. En los trabajos preparatorios se encuentran también opiniones particulares de determinadas escuelas teológicas en un sentido de mayor apertura.
Verbi gratia, se pretendía hacer pasar como doctrina del Concilio una posi-ción discutible sobre el limbo de los niños e incluso de los adultos. Esta materia, al ser demasiado próxima al espinoso dogma de la predestinación, que no mencionan los decretos conciliares , fue completamente omitida, pero como mostraremos más adelante el espíritu laxista y pelagiano que suponía revistió el pensamiento teológi-co postconciliar.
Con mayor intensidad se percibió en la asamblea plenaria el influjo, bien manifiesto en su preparación, de quienes querían realizar innovaciones en la edu-cación del clero (esquema de sacrorum alumnis formandis). La pedagogía secular de la Iglesia, concretada en el sistema de los seminarios, implica que los sacerdotes deben formarse según un principio peculiar correlativo a la peculiaridad ontológica y moral de su estado consagrado.
Por el contrario, en el texto se solicitaba una formación del clero asimilada lo más posible a la formación de los laicos: por tanto la ratio studiorum de los semina-rios debía tomar ejemplo de la de los Estados, y la cultura del clero omitir en gene-ral toda originalidad respecto a la de los seglares. El motivo de esta innovación re-sultó ser lo que fuera tema diversamente reiterado por el Concilio: que los hom-bres de Iglesia se conformen al mundo para ejercitar sobre el mundo su ope-ración específica de instrucción y santificación.
También en torno a la reunificación de los cristianos no católicos se hizo oír la voz de quien comparaba a los protestantes (sin sacerdocio, sin jerarquía, sin suce-sión apostólica y sin sacramentos, o casi sin ellos) con los ortodoxos, que tienen sin embargo casi todo en común con los católicos salvo las doctrinas del primado y de la infalibilidad. Pío IX había hecho una clarísima distinción: desplazó enviados apostólicos con cartas de invitación a los patriarcas orientales, quienes decla-raron en su totalidad no poderse acercar al Concilio; pero no reconoció como Iglesias a las diversas confesiones protestantes, consideradas simples asocia-ciones, y dirigió una llamada ad omnes protestantes no para que intervinie-sen en el Concilio, sino para que retornasen a la unidad de la que se habían apartado.
El comportamiento latitudinario que afloró en la preparación se apoya sobre una implícita paridad parcial entre católicos y no católicos, y aunque pareció mi-noritario en la fase preparatoria, consiguió después que fuesen invitados indistin-tamente como observadores tanto los protestantes como los ortodoxos, lo que ex-plica la influencia de aquéllos en el decreto de oecumenismo (§§ 245-247).
Una última característica asemeja la preparación del Concilio y su resulta-do: el generalizado optimismo que coloreó los diagnósticos y los pronósticos de una minoría en la Comisión central preparatoria. Que el aumento del conocimiento científico de la naturaleza (es decir, del reino de la técnica con el que se identifica la civilización moderna) de origen igualmente al reino de la dignidad y de la felici-dad humana, fue manifestado en el esquema de Ecclesia (cap. 5, de laicis) pero im-pugnado por la mayoría, que insistía sobre el carácter indiferente de los progresos técnicos: éstos extienden la posible aplicación de la moralidad, pero no
la perfec-cionan intensivamente.
Sin embargo, este tema de la dominación de la tierra por medio de la técnica resultará sacralizado (§ 218) en los documentos definitivos y revestirá todo el pensamiento teológico postconciliar. La elevación de la técnica a fuerza civi-lizadora y moralmente perfeccionadora del hombre compartía la idea del progreso del mundo y, conjuntamente, un gran soplo de optimismo.
El optimismo presidiría después toda prospectiva de la asamblea plenaria, oscureciendo la visión del estado real del catolicismo.
Es oportuno referir literalmente las críticas que un Padre de la Comisión central preparatoria oponía a la demasiada florida descripción de la situación del mundo y de la situación de la Iglesia en el mundo. «Non placet hic cum tanto laeta-mine descriptus status Ecclesiae magis in spem, meo iudicio, quam ad veritatem. Cur enim auctum religiones fervorem ais, aut respectu cuius aetatis? Nonne in oculis ha-benda est ratio statistica, quam dicunt, unde apparet cultum Dei, fidem catholicam, publicos mores apud plerosque collabescere et paene dirui? Nonne status mentium generatim alienus est a catholica religiones, discissis republica ab Ecclesia, philosophia a dogmatis fidei, investigatione mundi a reverentia Creatoris, inventione artis ab obsequio ordinis moralis? Nonne inopia operariorum in sacro ministerio labo-rat Ecclesia? Nonne multae partes Sanctae Ecclesiae vel immanissime conculcantur a Gigantibus et Minotauris, que superbiunt in mundo, vel schismate labefactatae sunt, utpote apud Chinenses? Nonne missiones nostras ad infideles, tanto zelo ac caritate plantatas ac rigatas, vastavit inimicus homo? Nonne atheismus non amplius per singulos sed per totas nationes (quod prorsus inauditum erat) celebratur et per reipublicae leges instauratur? Nonne numerus noster quotidie proportionaliter immi-nuitur, Mahumetismo ac Gentilismo immodice gliscentibus? Nos enim quinta pars sumus generis humani, que quarta fuimus paulo ante. Nonne mores nostri per divortium, per abortum, per euthanastam, per sodomiam, per Mammona gentilizant?>> .
Y concluye afirmando que este diagnóstico procede humano more y en línea de consideración histórica, sin perjuicio de lo que la Providencia de Dios sobre la Iglesia pueda operar «más allá de la medida de los juicios humanos» y fuera de la potencia ordenada.
31. MÁS SOBRE EL RESULTADO PARADÓJICO DEL CONCILIO. EL SÍNODO ROMANO
El resultado paradójico del Concilio respecto a su preparación se manifiesta en la comparación entre los documentos finales y los propedéuticos, y también en tres hechos principales: el fracaso de las previsiones hechas por el Papa y por quienes prepararon el Concilio; la inutilidad efectiva del Sínodo Romano I sugerido por Juan XXIII como anticipación del Concilio; y la anulación, casi inmediata, de la Veterum Sapientia, que prefiguraba la fisonomía cultural de la Iglesia del Concilio.
El Papa Juan, que había ideado el Concilio como un gran acto de renovación y de adecuación funcional de la Iglesia, creía también haberlo preparado como tal, y aspiraba a poderlo concluir en pocos meses : quizá como el Laterano 1 con Ca-lixto II en 1123, cuando trescientos obispos lo concluyeron en diecinueve días, o como el Laterano II con Inocencio II en 1139, con mil obispos que lo concluyeron en diecisiete días.
Sin embargo, se abrió el 11 de octubre de 1962 y se clausuró el 8 de diciem-bre de 1965, durando por tanto tres años de modo discontinuo. El fracaso de las previsiones tuvo su origen en haberse abortado el Concilio que había sido prepara-do, y en la elaboración posterior de un Concilio distinto del primero, que se generó a sí mismo (como decían los Griegos, [autogenético]).
El Sínodo Romano I fue concebido y convocado por Juan XXIII como un acto solemne previo a la gran asamblea, de la cual debía ser prefiguración y realización anticipada.
Así lo declaró textualmente el Pontífice mismo en la alocución al clero y a los fieles de Roma del 29 de junio de 1960. A todos se les revelaba su importancia, que iba por tanto más allá de la diócesis de Roma y se extendía a todo el orbe católico. Su importancia era parangonable a la que con referencia al gran encuentro triden-tino habían tenido los sínodos provinciales celebrados por San Carlos Borromeo.
Se renovaba el antiguo principio que quiere modelar todo el orbe católico sobre el patrón de la particular Iglesia romana. Que en la mente del Papa el Sínodo romano estaba destinado a tener un grandioso efecto ejemplar se desprende del hecho de que ordenase enseguida la traducción de los textos al italiano y a todas las lenguas principales. Los textos del Sínodo Romano promulgados el 25, 26 y 27 de enero de 1960 suponen un completo retorno a la esencia de la Iglesia; no a la sobrenatural (ésta no se puede perder) sino a la histórica: un repliegue, por decirlo con Maquiavelo, de las instituciones sobre sus principios.
El Sínodo proponía en todos los órdenes de la vida eclesiástica una vigorosa restauración. La disciplina del clero se establecía sobre el modelo tradicional, ma-durado en el Concilio de Trento y fundado sobre dos principios, siempre profesados y siempre practicados. El primero es el de la peculiaridad de la persona consagrada y habilitada sobrenaturalmente para ejercitar las operaciones de Cristo, y por con-siguiente separada de los laicos sin confusión alguna (sacro significa separado). El segundo principio, consecuencia del primero, es el de la educación ascética y la vida sacrificada, que caracteriza al clero como estamento (pues también en el lai-cado los individuos pueden llevar una vida ascética).
De este modo el Sínodo prescribía a los clérigos todo un estilo de conducta netamente diferenciado de las maneras seglares. Tal estilo exige el hábito eclesiás-tico, la sobriedad en los alimentos, la abstinencia de espectáculos públicos, y la huida de las cosas profanas. Se reafirmaba igualmente la originalidad de la forma-ción cultural del clero, y se diseñaba el sistema sancionado solemnemente por el Papa al año siguiente en la encíclica Veterum sapientia. El Papa ordenó también que se reeditase el Catecismo del Concilio de Trento, pero la orden no fue obedeci-da. Sólo en 1981, y por iniciativa privada, se publicó en Italia su traducción (OR, 5-6 julio 1982).
No menos significativa es la legislación litúrgica del Sínodo: se confirma so-lemnemente el uso del latín; se condena toda creatividad del celebrante, que reba-jaría el acto litúrgico, que es acto de Iglesia, a simple ejercicio de piedad privada; se urge la necesidad de bautizar a los niños quam primum; se prescribe el tabernáculo en la forma y lugar tradicionales; se ordena el canto gregoriano; se someten a la autorización del Ordinario los cantos populares de nueva invención; se aleja de las iglesias toda profanidad, prohibiendo en general que dentro del edificio sagrado tengan lugar espectáculos y conciertos, se vendan estampas e imágenes, se permi-tan las fotografías, o se enciendan promiscuamente luces (lo que deberá encargarse al sacerdote). El antiguo rigor de lo sagrado es restablecido también alrededor de los espacios sagrados, prohibiendo a las mujeres el acceso al presbiterio. Final-mente, los altares cara al pueblo se admiten sólo como una excepción cuya conce-sión compete exclusivamente al obispo diocesano.
Es imposible no ver que tan firme reintegración de la antigua disciplina de-seada por el Sínodo ha sido contradicha y desmentida por el Concilio prácticamen-te en todos sus artículos. De hecho, el Sínodo Romano, que debería haber sido pre-figuración y norma del Concilio, se precipitó en pocos años en el Erebo del olvido y es en verdad tanquam non fuerit . Para dar una idea de tal anulación, señalaré que no he podido encontrar los textos del Sínodo Romano ni en Curias ni en archi-vos diocesanos, teniendo que conseguirlos en bibliotecas públicas civiles.
32. MÁS SOBRE LA RESOLUCIÓN PARADÓJICA DEL CONCILIO. LA «VETERUM SAPIENTIA»
El uso de la lengua latina es connatural a la Iglesia católica (no metafísica-mente, sino históricamente) y está estrechamente ligado a las cosas de Iglesia in-cluso en la mentalidad popular. Constituye además un medio y un signo primor-dial de la continuidad histórica de la Iglesia. Y puesto que no hay nada interno sin lo externo, y lo interno surge, fluctúa, se eleva y se rebaja conjuntamente con lo externo, siempre ha estado persuadida la Iglesia de que la forma externa del latín debe conservarse perpetuamente para conservar las características internas de la Iglesia. Y tanto más cuanto que se trata de un fenómeno del lenguaje, en el cual la conjunción de forma y sustancia (de lo externo y lo interno) es del todo indisoluble. De hecho, la ruina de la latinidad consecuente al Vaticano II fue acompañada por muchos síntomas de la auto demolición de la Iglesia lamentada por Pablo VI.
Del valor de la latinidad hablaremos en §§ 278-279. Aquí queremos sola-mente mencionar la desviación que estamos estudiando entre la inspiración prepa-ratoria dada al Concilio y el resultado efectivo de éste.
Juan XXIII pretendía con la Veterum Sapientia operar un repliegue de la Iglesia sobre sus principios, siendo en su mente este repliegue una condición para la renovación de la Iglesia en la peculiaridad propia del presente articulus tempo-rum.
El Papa atribuyó al documento una importancia espacialísima, y las solem-nidades de que quiso revestir su promulgación (en San Pedro, en presencia del co-legio cardenalicio y de todo el clero romano) no tienen igual en la historia de este siglo. La importancia eminente de la Veterum sapientia no se ve negada por el olvi-do en que se la hizo caer inmediatamente (los valores no son tales porque sean aceptados) ni por su fracaso histórico. Su importancia deriva de su perfecta conso-nancia con la individualidad histórica de la Iglesia.
La encíclica es fundamentalmente una afirmación de continuidad Si la cul-tura de la Iglesia procede del mundo helénico y romano es sobre todo porque las letras cristianas son, desde los primeros tiempos, letras griegas y letras latinas. Los incunables de las Sagradas Escrituras son griegos, los símbolos de fe más an-tiguos son griegos y latinos, la Iglesia de Roma de la mitad del siglo III es toda ella latina, los Concilios de los primeros siglos no tienen otro idioma que el griego.
Se trata de una continuidad interna de la Iglesia en la que se concatenan todas sus épocas. Pero hay además una continuidad externa que atraviesa la ente-ra cronología de la era cristiana y recoge toda la sabiduría de los gentiles. No va-mos a hablar, naturalmente, del sanctus Sócrates a quien imprecaba Erasmo, pero no podremos preterir la doctrina (expuesta por los Padres griegos y latinos y recor-dada por el Pontífice con un texto de Tertuliano) según la cual hay una continui-dad entre el mundo de pensamiento del cual vivió la sabiduría antigua (precisa-mente veterum sapientia) y el mundo de pensamiento elaborado después de la re-velación del Verbo encarnado.
El pensamiento cristiano elaboró el contenido sobrenaturalmente revelado, pero se adhirió también al contenido revelado naturalmente mediante la luz de la racionalidad creada.
De este modo, el mundo clásico no es extraño a la religión. Ésta tiene como esencia una esfera de verdad inalcanzable mediante las luces naturales y super-puestas a ellas, pero incluye también la esfera de toda verdad humanamente al-canzable.
La cultura cristiana fue por tanto preparada y esperada obediencialmente (como decían los medievales) por la sabiduría antigua, porque ninguna verdad, nin-guna justicia, ninguna belleza le es ajena. Y por ello no es opuesta, sino compatible con la sabiduría antigua, y se ha apoyado siempre en ella: no sólo, como suele de-cirse, haciéndola esclava y utilizándola funcionalmente, sino llevando en el regazo a quien ya existía, pero que una vez santificada se hizo mayor de lo que era.
No quisiera aquí disimular que esa relación entre mundo antiguo y cristia-nismo como dos cosas compatibles entre sí oculta delicadas aporías y exige que se mantenga firme la distinción entre lo racional y lo suprarracional. No es posible defender la demasiado divulgada fórmula de Tertuliano anima naturaliter christia-na, ya que querría decir naturalmente sobrenatural.
Es necesario en esto andar con pies de plomo para que la religión cristiana, esencialmente suprahistórica y sobrenatural, no corra el peligro de caer en el his-toricismo y el naturalismo.
Pese a todo, la idea de su continuidad a través de la extensión temporal y de las vicisitudes de las culturas es un concepto católico: difícil, pero verdadero y necesario.
Aquí me bastará ponerme bajo el patrocinio de San Agustín, quien afirmó tal continuidad de modo absoluto y universal saltando por encima de siglos y de cul-tos: «Nam res ipsa, quae nunc christiana religio nuncupatur, erat apud antiquos nec defuit ab initio generis humani» (Retract., I, cap. 13) .
La parte práctica y dispositiva de la Veterum sapientia es una exacta contra-partida, por su firmeza, de la transparencia cristalina de la doctrina.
Los puntos decisivos son precisamente los que por la sucesiva desistencia papal determinaron la anulación de la encíclica. Establece que la ratio studiorum eclesiástica reconquiste su propia originalidad fundada sobre la especificidad del homo clericus; que, consiguientemente, recobre sustancia la enseñanza de las dis-ciplinas tradicionales, sobre todo el latín y el griego; que para conseguirlo se aban-donen o se recorten las disciplinas del cursus laico, las cuales a causa de una ten-dencia asimilativa se habían ido introduciendo o ampliando.
Prescribe que las ciencias fundamentales, como la dogmática y la moral, se impartan en los seminarios en latín y siguiendo manuales igualmente en latín; que los profesores que parezcan incapaces o renuentes a la latinidad sean apartados en un plazo conveniente.
Como coronación de la Constitución apostólica, destinada a procurar una reintegración general de lo latino en la Iglesia, el Pontífice decretaba la erección de un Instituto superior de latinidad, que hubiera debido formar latinistas para todo el orbe católico y confeccionar un léxico del latín moderno .
La desintegración general de la latinidad posterior al proyecto de la fase pre-paratoria, que pretendía su general reintegración, suministra un adicional sufragio a la tesis del resultado paradójico del Concilio. En la medida en que tocaba un punto históricamente esencial del catolicismo, la heterum sapientia exigía una muy dispuesta virtud de autoridad y de correspondencia armónica en todos los órganos de ejecución.
Hacía falta esa fortaleza práctica que se había ejercitado por ejemplo en la gran reforma de la escuela italiana realizada por el ministro Giovanni Gentile, y que improntó la ratio studiorum durante medio siglo.
También entonces millones de maestros, que se encontraron en una condi-ción análoga a aquélla en que la Veterum sapientia colocaba a las disciplinas divi-nas, fueron constreñidos de manera inmisericorde a conformarse o a dimitir. Sin embargo, la reforma de los estudios eclesiásticos, al ser hostigada desde muchos lados y por varios motivos (sobre todo por parte alemana, con un libro de Winninger prologado por el obispo de Estrasburgo), fue aniquilada en brevísimo tiempo.
El Papa, que primero la instaba, ordenó que no se exigiese su ejecución; aquéllos a quienes les hubiese correspondido por oficio hacerla eficaz secundaron la debilidad papal, y la Veterum sapientia, cuya oportunidad y utilidad tan alta-mente se habían exaltado, fue del todo abrogada y no es citada en ningún docu-mento conciliar.
En algunas biografías de Juan XXIII se la silencia del todo, como si no existiese ni hubiese existido, mientras los más protervos la mencionan solamen-te como un error. Y no hay en toda la historia de la Iglesia ejemplo de un documen-to tan solemnizado y tan pronto lanzado a las Gemonias.
Queda solamente el problema de si su cancelación de libro viventium haya sido consecuencia de una falta de sabiduría al promulgarla o de una falta de valor para exigir su ejecución.