Panorama del latín en la Iglesia contemporánea (I)
En este mes queremos conmemorar un aniversario más de la constitución apostólica Veterum sapientia dada por el beato Juan XXIII el 22 de febrero de 1962. Se trata de uno de los más importantes actos de su pontificado, aunque el más cumplido ejemplo de inoperancia, ya que prácticamente se quedó en letra muerta. Y eso que el papa Roncalli lo había publicado bajo una de las formas más solemnes que pueden adoptar los documentos pontificios: la de constitución apostólica. Es más, la promulgación se hizo en medio de una imponente ceremonia en la basílica de San Pedro, como subrayando que el latín en la Iglesia no era asunto baladí o superfluo. Pero precisamente ese mismo año 1962 daba comienzo el Concilio Ecuménico Vaticano II y el primer esquema discutido era el de Sagrada Liturgia. Durante los debates en el aula se puso de manifiesto una poderosa corriente favorable a la postergación y aun supresión del latín y, aunque acabó prevaleciendo la moderación en la constitución conciliar, se impuso en la práctica la hermenéutica de ruptura y se operó rápidamente la deslatinización de la liturgia romana desde las oficinas del Consilium encargado de aplicar Sacrosanctum Concilium.
La caída del latín en la liturgia arrastró inexorablemente también a su enseñanza en seminarios y universidades, de modo que las nuevas generaciones del clero católico se formaron sin el conocimiento de la que había sido y seguía siendo la lengua oficial de la Iglesia, en la que ésta publica normalmente sus documentos y en la que están redactadas las ediciones típicas de todos los libros litúrgicos del rito romano. La única ancla de salvación para el latín la constituyó la fundación por Pablo VI –siguiendo las directivas de su predecesor en la Veterum sapientia– del Pontificio Instituto Superior de Latín (Pontificium Institutum Altioris Latinitatis) en 1964, en plena euforia antirromana (en efecto, en los ambientes más contestatarios se clamaba contra el centralismo romano y la excesiva influencia de la Curia Romana en todos los aspectos de la vida de la Iglesia, con lo cual fue fácil dirigir los dardos al latín, expresión y vehículo de romanidad). La iniciativa del papa Montini fue providencial: de no haber sido por ella, la lengua de Horacio y Virgilio no hubiera tenido donde refugiarse. En 1976, el mismo pontífice estableció la Fundación de Latinidad (Opus fundatum Latinitatis), que constituyó un valioso refuerzo del Instituto. Gracias a ambas entidades y durante la segunda mitad del siglo XX pudo subsistir oficialmente el latín en la Iglesia (si bien de modo más bien testimonial y casi diríase catacumbal).
Por esta supervivencia debemos estar especialmente reconocidos, además, a un puñado de prohombres, que se empeñaron en que no desapareciera uno de los más ricos legados de la Antigüedad, vehículo de todos los demás. Entre ellos destacan el cardenal Antonio Bacci (1885-1971), príncipe de latinistas (que fuera titular de la Secretaría de los Breves a los Príncipes entre 1931 y 1960), y su sucesor Mons. Carl Egger (1914-2003), autores ambos de importantes léxicos latinos adaptados a la vida moderna (fotos arriba). También los salesianos PP. Anacleto (Cleto) Pavanetto (1931) y Biagio Amata (1939), respectivamente presidente emérito de la Fundación de Latinidad y ex decano del Pontificio Instituto Superior de Latín, y el carmelita descalzo estadounidense fray Reginald Foster (1939), latinista de la sección de Cartas Latinas de la Secretaría de Estado. La Fundación de Latinidad ha venido organizando cada año desde hace décadas el Certamen Vaticanum, concurso internacional para los cultores de latín que ha mantenido viva la llama encendida por la Veterum sapientia. No podríamos omitir sin injusticia el nombre del cardenal Stickler, gran amigo del latín y del rito romano clásico, primer presidente del Institutum.
Hoy por hoy, la situación está dando un vuelco espectacular, siempre gracias a la liturgia. El 7 de julio de 2007, el Santo Padre Benedicto XVI publicó, como se sabe, el motu proprio Summorum Pontificum por el que quedaba liberalizada la liturgia romana clásica, “nunca abrogada” (según interpretación auténtica del Papa). El ostracismo práctico al que se la había condenado durante casi cuarenta años cesó y con su regreso el latín volvió por sus fueros. El clero joven, ávido de conocimiento y exento, gracias a Internet, de la antigua censura ejercida sobre sus mayores, redescubre fascinado el gran tesoro del latín, una de esas riquezas de la Iglesia válidas para hoy tanto como para ayer. El amor al rito ha traído consigo el amor a la lengua. En no pocos seminarios se vuelve a establecer la enseñanza del latín (aunque no la enseñanza en latín, lo cual sería ideal, pero hay que ser realistas: cuatro décadas de desuso tienen sus consecuencias). Hay motivos, pues, para la esperanza y creemos que estamos en una tesitura privilegiada de la Historia de la Cultura, semejante a la del Humanismo de los siglos XV y XVI, que devolvió sus nobles acentos a las lenguas clásicas, barbarizadas y bastardeadas en la terrible crisis de final del Medioevo.
Comenzaremos esta serie dedicada al latín reproduciendo dos artículos aparecidos hace ya ocho años, cuando la conmemoración de los cuarenta años de la constitución apostólica Veterum sapientia pasaba sin pena ni gloria en medio del pesimismo de los organizadores: los ya mencionados PP. Pavanetto y Amata. En primer lugar va un recorte de prensa –tomado de Il Corriere della Sera– anunciando el congreso relativo a la efeméride. Sigue una interesante y reveladora entrevista al P. Biagio Amata, en la cual el sacerdote salesiano habla sin pelos en la lengua. Recordemos que la situación reflejada es, como quien dice, de anteayer y aún en algunos aspectos seguimos igual y hay resistencias y dificultades que vencer.
ROMA, CONGRESO PARA SU RELANZAMIENTO
La denuncia de los salesianos: «El latín se está
El presidente de Latinitas, padre Cleto Pavanetto: «Hay más cultores entre los fineses que entre nosotros»
Bartoloni Bruno
(Corriere della Sera, 22 de febrero de 2002, pág. 21)
II
Si al menos hubiera quedado el Canon en latín…
Entrevista de Lorenzo Cappelletti
Don Biagio Amata* (foto) es el actual decano del Pontificium Institutum Altioris Latinitatis fundato por motu proprio de Pablo VI en 1964 en aplicación del explícito mandato de la constitución apostólica Veterum Sapientia del beato Juan XXIII (1962). Está en el cargo desde hace tres años, después de haber tomado el relevo de don Enrico dal Covolo, hoy vicerrector de la Pontificia Universidad Salesiana (UPS). Juntos han programado la celebración del cuadragésimo aniversario de la Veterum Sapientia el 22 de febrero en dicha universidad, entre otras razones porque –como escribía don Biagio en L’Osservatore Romano de julio del 2000 recordando este acto del pontificado de Juan XXIII– la Veterum sapientia «no se encuentra ni siquiera mencionada en la mayor parte de las publicaciones aparecidas con motivo de la próxima beatificación [de Juan XXIII], ni en el DVD multimedia puesto a la venta para la ocasión; y está prácticamente ausente incluso en los sitios internet de tema religioso católico», lo que suena «casi como una ofensa a la memoria de Juan XXIII, tan atento a conjugar tradición y renovación”. El P. Amata tiene lista su carta de renuncia si no se adopta un gesto significativo dirigido al relanzamiento del Instituto cuyo alto patronato ostenta la Santa Sede. Habla francamente. Es un siciliano simpático y he conocido muchos.
¿Por qué el Instituto que Vd. Dirige fue confiado a los salesianos?
Don Biagio Amata: El Instituto fue asignado a la Sociedad Salesiana porque tradicionalmente ha habido en ella un culto del latín, consagrado incluso en la regla: el amor al latín era considerado un signo específico de vocación. Don Bosco fue el primero en dar vida a una colección escolar de antiguos escritores cristianos. Fue éste el motivo por el cual, con gran sacrificio y superando oposiciones internas, el entonces superior mayor de los salesianos no dudó en decir sí a la invitación de la Santa Sede. Tanto más cuanto que uno de los nuestros, don Gallizza, ya en 1959 dejaba entrever la necesidad de un gran instituto de nivel universitario para el estudio de la lengua latina. Hay que decir que otras grandes órdenes habían rehusado la invitación que se les hizo.
¿Estaba ya verificándose en la Iglesia la debacle del latín?
Don Amata: En los seminarios había habido un descenso en la enseñanza del latín, descenso que se convirtió después en vacío después de la reforma de la educación en Italia (la Veterum sapientia se publicó justamente en el año de la reforma de la escuela media inferior en Italia de 1962), disgregación para la que los hombres de Iglesia no estaban preparados. Nunca habrían imaginado una subversión de las que eran sus certezas y ni siquiera un cambio en la política italiana: estaban convencidos que todo se quedaría en el statu quo ante. Pensaban que la reforma Misasi duraría pocos años; en lugar de eso ¡ha durado cuarenta! Pero ese acto de fuerza sirvió también para tapar la boca a cuantos querían una adaptación de la liturgia. Y éste fue el grave error. En el fondo la intención del movimiento litúrgico era sólo volver comprensibles al pueblo las partes de la liturgia de la Palabra.
Después se fue mucho más allá de esta intención...
Don Amata: Sí, acabaron por prevalecer ciertos fanatismos, las corrientes vanguardistas y aventureras, no obstante las posiciones moderadas del Concilio, obligando a Pablo VI a quitar la lengua latina hasta del Canon. Los Padres eran equilibradísimos, aceptaron las instancias del movimiento litúrgico renovador pero también las que estaban en favor de la unidad del rito, de modo que nadie se sintiera extraño en la liturgia al pasar de un país a otro. La contestación de los lefebvrianos, no sólo de la reforma litúrgica sino también del aspecto pastoral y de fe del Vaticano II, endureció las posturas. No sé si pueda decirse, pero Pablo VI no tuvo colaboradores válidos e inteligentes. El movimiento lefebvriano podía ser contenido. En lugar de imponer inmediatamente la reforma se podrían haber usado las nuevas fórmulas por un período de veinte, veinticinco años ad experimentum. Ciertamente podían surgir momentos de choque, de dificultades. Pero el hecho es que, al no hacerlo así, la Iglesia debió padecer después el cisma lefebvriano. Se dice que habría sido peor de otro modo. Habría que demostrarlo.
Una más escrupulosa custodia del latín litúrgico ¿no habría conseguido los objetivos de la Veterum sapientia mejor que ésta, favoreciendo indirectamente, gracias a la admiración de la belleza de cantos y plegarias, una voluntad de aprendizaje y profundización?
Don Amata: Recuerdo como si fuera ayer que, cuando fue introducido por Pablo VI el uso de la lengua vernácula incluso en el Canon, dos docentes que colaboraban conmigo en mi época de director de escuela dijeron sin ambages: “ésta es la muerte del latín en la Iglesia”. Y resultaron profetas. No sabiéndose ya ninguna oración en latín, ¿qué interés hay en celebrar en latín?, ¿y qué motivo existe para emprender este tipo de estudios? Hay que decir que la resonancia misma del latín ya era formativa, el sonido de ciertas plegarias, de ciertos salmos, era, por así decirlo, fuertemente estimulante para la propia vida ascética, espiritual, moral. Ahora, de improviso, han caído de la memoria de la Iglesia y no sólo de los sacerdotes individualmente. Esto es un empobrecimiento demasiado grande; de ahí el que yo me haya comprometido en esta empresa, por obediencia a la sociedad Salesiana ciertamente, pero también porque compruebo en primera persona que la total desaparición del latín es un gran pérdida humana, una gran pérdida eclesial. Sacerdotes que no saben ni leer las lápidas que se conservan en sus iglesias, sacerdotes que no conocen ni el abecé del breviario porque, dispuesto en la forma en que lo está (salmos por un lado, antífonas por otro y lecturas por otro; y eso por no hablar de la liturgia de las horas en el tiempo de Adviento y del período de Navidad, que es verdaderamente…), da la impresión de que la plegaria sea una cosa complicada. ¡Pobre del que se atreve a hablar de esto a los liturgistas! Y, sin embargo, han sido ellos la causa de esta pérdida: en lugar de hacer sencilla la plegaria del pueblo de Dios… Creo que no se ha comprendido (o quizás soy yo quien no ha comprendido) el espíritu, la intención: en las discusiones preparatorias se quería que aquella plegaria fuese la plegaria de la Iglesia y, por lo tanto, debía estar al alcance de todos. En cambio, de esta manera resulta cada vez más una plegaria artificiosa. Son cosas que he escrito, pero de las que nadie habla porque si, por ventura, alguien dice algo hay cincuenta liturgistas que hacen de doctores de la Ley para replicarle.
Volvamos a la Veterum sapientia. ¿Tuvo aplicación en los hechos aquella constitución? ¿Por cuánto tiempo se continuó efectivamente enseñando en latín?
Don Amata: No soy historiador y, por lo tanto, no soy competente para responder, pero, objetivamente hablando, los docentes no estaban preparados para enseñar en latín. Así pues, [cuando fue publicada la Veterum sapientia] hubo amenazas de dimisiones en masa y las universidades, incluida la Gregoriana, se encontraron en peligro de encontrarse de repente desguarnecidas. En otros países el desastre fue total: las protestas de los obispos fueron de tal amplitud (aunque esto se haya negado oficialmente) que obligaron a la Congregación competente a dar carpetazo y hacer como si nada hubiera ocurrido. Incluso nuestro Instituto (para el cual se preveía una enorme afluencia de alumnos) tuvo sólo 64 inscritos, cifra irrisoria, y los años siguientes aún menos, hasta que en 1972 llegó la prohibición del superior de aceptar matrículas: un verdadero parte de defunción. Después se ha estado vegetando. Es necesario un profundo examen de conciencia, un gesto significativo de la Santa Sede, pues este Instituto, que fue fundado por Pablo VI y del que la sociedad Salesiana asumió la responsabilidad hace cuarenta años, tuvo desde el principio un andamiaje académico que ya entonces no era adecuado a la situación. Se suponía que al Instituto acudirían sacerdotes que ya habían realizado los estudios teológicos, se suponía que habrían seguido los estudios clásicos, suposiciones que no correspondían entonces –como no corresponderían en lo sucesivo– a la realidad. Faltó el control de la Santa Sede. Y ahora, tras 30-40 años, ¡hace falta verificar que se haya conseguido la finalidad por la que un instituto fue fundado! Se me ha dicho: “sigue adelante, tranquilo, en la Iglesia hay cosas que pueden tirar incluso cien años sin…” ¡Pero hay vidas humanas en medio!
De entre todas las razones que inspiraban la Veterum Sapientia parece ser que la Sapientia christiana, el documento de abril de 1979 que rige actualmente para los estudios eclesiásticos, haya retenido tan sólo la necesidad de un estudio del latín (sin especificar, por otra parte, las modalidades) para acceder a las fuentes y documentos de la Iglesia: «En las Facultades de Ciencias Sagradas se requiere un conocimiento suficiente de la lengua latina, para que los alumnos puedan comprender y utilizar las fuentes de tales ciencias y los documentos de la Iglesia» [Normas de la Sagrada Congregación para la Educación Católica en orden a la recta aplicación de la constitución apostólica Sapientia Christiana, tit. IV, art. 24, § 3]. ¿Cómo en concreto se aplica esta disposición por lo que se refiere a su experiencia?
Don Amata: Ese documento no recoge la Veterum sapientia ni podía recogerla porque la situación había cambiado. Había de por medio el 68, el abandono del estado clerical. Hoy nadie lo recuerda, pero centenares, miles de sacerdotes dejaron el sacerdocio y la Iglesia Católica. La intención del legislador era, tal vez, decir que era necesario un buen conocimiento de la lengua latina; en las intenciones de los adversarios, en cambio, se trataba sólo de un cierto conocimiento de la misma, ya que, se dice, existen traducciones y se puede acceder a los textos mediante ellas (pero la traducción absolutiza, una traducción en italiano no hace otra cosa que hacer incidir el texto en aquella parte que se quiere que resulte predominante). Pero hay que decir otra cosa sobre los estudios eclesiásticos.
Diga Vd.
Don Amata: ¿Cuál es el concepto sobre el que están diseñadas las facultades teológicas y todas las universidades pontificias que tienen estructura la facultad teológica? Que el sacerdote sepa de todo, sobre todo las verdades más contestadas, por lo cual hay tratados y exámenes diferentes. Pero este parcelamiento envilece el tipo de estudio de una materia. Al haber sido inmergido el Instituto en 1971 dentro del Pontificio Ateneo Salesiano (más tarde Universidad) como facultad a la par de las demás facultades (nos llamamos indistintamente Pontificium Institutum Altioris Latinitatis o Facultas Litterarum Christianarum et Classicarum o hasta con ambos nombres), se ha llegado a hacer asumir este mismo carácter a un instituto que necesitaría, en cambio, que se enseñase, por ejemplo, gramática latina y gramática griega durante los tres primeros años, es más: durante los cinco años del ciclo, y no sólo el primer año, de modo que al final del quinto año se puedan dominar ambas gramáticas y, a la par, sus respectivas literaturas. Pero esto va contra los estatutos generales de la Santa Sede. Basta con lo dicho.
* Don Biagio Amata nació en Sant’Agata di Militello (Messina), el 9 de agosto de 1939. Hizo la primera profesión en la Sociedad Salesiana en San Gregorio de Catania, el 16 de agosto de 1956, y la profesión perpetua, el 16 de agosto de 1960, siendo ordenado sacerdote en Messina, el 19 de marzo de 1965. Obtuvo la licenciatura en Letras y Filosofía el 25 de noviembre de 1969 por la Universidad de Messina con la tesis Los “errores” de Arnobio [de Sicca]. Ha sido: presidente de la Escuela Media San Francisco de Sales y del Liceo Don Bosco de Catania de 1971 a 1978; director del Instituto Salesiano San Luis de Messina de 1978 a 1981; director y presidente del Instituto Don Bosco de Palermo en 1981-1982; docente en la Pontificia Universidad Salesiana desde 1982 en la cátedra de Literatura Cristiana Latina de la Facultad de Literatura Cristiana y Clásica (Pontificum Institutum Altioris Latinitatis); decano de esa misma facultad de 1984 a 1990 y nuevamente de 2000 a 2003. Es autor de numerosas publicaciones y recensiones (nota de Andrea Sturniolo).
Panorama del latín en la Iglesia contemporánea (II)
En esta segunda parte de nuestra serie sobre la actual situación del latín en el ámbito eclesial hemos querido reproducir las páginas que el gran teólogo Romano Amerio dedica a la cuestión en su inestimable libro Iota unum, texto de referencia para quien quiera comprender el período postconciliar. Con su habitual maestría expone primero las razones por las cuales convenía que el latín se conservase en el uso de la Iglesia –como, por otra parte, quería el Concilio– para, a continuación poner el dedo en la llaga de lo que sucedió en la práctica. Ello explica cómo se llegó al punto que denunciaban los latinistas salesianos PP. Pavanetto y Amata, cuyas palabras reproducíamos la semana pasada. Hemos prescindido de las notas y de ciertos apartados más técnicos del Prof. Amerio para dar ligereza al discurso y por no ser necesarios a la comprensión del mismo. También se ha omitido la numeración de los capítulos y apartados en pro de la homogeneidad del tema. De todos modos, para quien esté interesado, la versión íntegra en Iota unum puede consultarse en el vínculo de esta obra en este mismo blog. Conviene hacer notar que, aunque escrito hace ya un cuarto de siglo, todo lo que se dice sobre el latín mantiene una triste actualidad, que esperemos haya empezado ya a disiparse merced a la reforma del papa Benedicto y a la actitud de apertura a ella por parte del clero joven y laicos en los que pesen los lastres del pasado inmediato.
ROMANO AMERIO HABLA SOBRE EL LATÍN
Y LA DESLATINIZACIÓN EN LA IGLESIA
La reforma litúrgica
Siendo uno el objeto real y múltiple la aprehensión subjetiva, la primera manifestación de la mentalidad conciliar fue el abandono de la unidad en beneficio del pluralismo; y puesto que la Iglesia latina tuvo casi desde el principio unidad de idioma en el uso del latín, el espíritu pluralista rompió preliminarmente la unidad idiomática proclamando el abandono del latín como lengua propia de la Iglesia.
La supresión del latín de la liturgia contradice en primer lugar el artículo 36 de la constitución conciliar sobre liturgia, que ordenaba: "Lingua latinae usus in ritibus latinis servetur". Sin embargo, dicho uso se restringió desde el principio a la recitación del Canon, y fue luego totalmente abrogado con la vulgarización integral de la Misa. Contradice la Mediator Dei de Pío XII, que reafirmaba "las serias razones de la Iglesia para conservar firmemente la obligación incondicionada para el celebrante de usar la lengua latina". Contradice la Veterum sapientia de Juan XXIII: "Que ningún innovador se atreva a escribir contra el uso de la lengua latina en los sagrados ritos (...) ni lleguen en su engreimiento a minimizar en esto la voluntad de la Sede Apostólica" (ver § 32). Contradice finalmente la carta apostólica Sacrificium laudis de Pablo VI mismo contra la deslatinización, la cual "no sólo atenta contra este manantial fecundísimo de civilización y contra este riquísimo tesoro de piedad, sino también contra el decoro, la belleza y el vigor originario de la oración y de los cantos de la liturgia".
No observaré, como fue observado y con verdad, que la exterminación del latín contradice también al espíritu democratizador que informa al mundo contemporáneo y, por acomodación, a la Iglesia. Este espíritu mira a la elevación cultural de las multitudes, mientras en el abandono del latín se respira una especie de desprecio hacia el pueblo de Dios, considerado indigno por su crasitud de ser elevado a la percepción de valores excelentes, incluso poéticos; y condenado por el contrario a abandonar esos mismos valores.
Latinidad y popularidad en la liturgia
Suele objetarse que en el rito latino el pueblo estaba desvinculado de la acción de culto y faltaba esa participación activa y personal constituida en intención de la reforma. Pero contra dicha objeción milita el hecho de que la mentalidad popular estuvo durante siglos marcada por la liturgia, y el lenguaje del vulgo recogía del latín cantidad de locuciones, metáforas, y solecismos. Quien lee esa vivísima pintura de la vida popular que es el Candelaio de Giordano Bruno se sorprende del conocimiento que los más bajos fondos tenían de las fórmulas y de los actos de los ritos sagrados: no siempre (es obvio) en la semántica legítima, y a menudo llevados a sentidos deformes, pero siempre atestiguando el influjo de los ritos sobre el ánimo popular. Por el contrario, hoy tal influencia se ha apagado del todo y el lenguaje toma sus formas de otros campos, sobre todo del deporte. El más importante fenómeno lingüístico por el cual quinientos millones de personas han cambiado su lenguaje de culto, no ha dejado hoy la más mínima sombra en el lenguaje popular.
El latín: lengua indiscutible de la Cultura bien entrada la Edad Moderna
Los valores de la latinidad en la Iglesia. Universalidad
No queremos aquí retroceder hasta la Auctorem fidei de Pío VI, que reprobó la propuesta del Sínodo de Pistoya de realizar los ritos en lengua vernácula (Denzinger, 1566). No nos extenderemos ni siquiera sobre la doctrina de Rosmini en Cinque piaghe, cuando consideraba que el justo remedio a la desvinculación del pueblo de la acción sagrada no residía (como hoy erróneamente se le atribuye) en la abolición de la lengua latina, sino en el desarrollo de la instrucción vital del pueblo fiel.
Si decimos que el latín es connatural a la religión católica, ciertamente no nos referimos a una connaturalidad metafísica coincidente con la esencia de la cosa misma (como si el catolicismo no pudiese subsistir sin el latín), sino a una connaturalidad histórica: un hábito adquirido históricamente por una peculiar aptitud y conveniencia que el idoma latino tiene con la religión. El catolicismo nació, por así decirlo, aramaico; fue durante mucho tiempo griego; se hizo pronto latino, y el latín se le hizo connatural. De entre las muchas adaptaciones posibles de un lenguaje a la religión, la connaturalidad histórica es la que mejor responde a las propiedades de ésta, modelándose perfectamente sobre los caracteres de la Iglesia.
En primer lugar la Iglesia es universal, pero su universalidad no es puramente geográfica ni consiste, como se dice en el nuevo Canon, en estar difundida por toda la tierra. Dicha universalidad deriva de la vocación (están llamados todos los hombres) y de su nexo con Cristo, que ata y reúne en Sí a todo el género humano. La Iglesia ha educado a las naciones de Europa y creado los alfabetos nacionales (eslavo, armenio), dando origen a los primeros textos escritos. En consonancia con la accion civilizadora de los Estados europeos, ha educado a las naciones de Africa. Sin embargo, no puede adoptar el idioma de un pueblo particular, perjudicando a los demás. A pesar de la disgregación postconciliar, a la Iglesia católica parece escapársele lo mucho que la unidad de la lengua aporta a la unidad de un cuerpo colectivo: no ocurre así con el Islam, que usa en sus ritos el paleoárabe incluso en los países no árabes; ni con los hebreos, que usan para la religión el paleohebraico; tampoco se les escapa a los Estados que han alcanzado después de la guerra su unidad nacional, pues ninguno de ellos ha adoptado como lengua oficial una de las lenguas nacionales, sino el inglés o el francés, lenguas de sus colonizadores y civilizadores.
En segundo lugar, la Iglesia es substancialmente inmutable, y por ello se expresa con una lengua en cierto modo inmutable, sustraída (relativamente y más que cualquier otra) a las alteraciones de las lenguas usuales: alteraciones tan rápidas que todos los idiomas hablados hoy tienen necesidad de glosarios para poder entender las obras literarias de sus primeros tiempos. La Iglesia tiene necesidad de una lengua que responda a su condición intemporal y esté privada de dimensión diacrónica. Ahora bien, siendo imposible que una lengua de hombres escape al devenir, la Iglesia se acomoda a un lenguaje que elude cuanto es posible la evolución de la palabra. Hablo en términos prudentes porque, coincidiendo el devenir con la vida de un idioma, sé bien que también el latín de la Iglesia va cambiando con el correr del tiempo. Incluso prescindiendo de la presente decadencia de la latinidad, tanto profana como eclesial, basta confrontar las encíclicas del siglo XIX con las de los últimos pontificados para advertir la diferencia.
En Lovaina, cuando aún se estudiaba en latín
Inmutabilidad relativa. Carácter selecto del idioma latino
En conclusión, los caracteres del latín de la Iglesia se fundan en una supra-historicidad que instaura, más que impide, la comunicación entre los hombres, del mismo modo que el elemento de la vida sobrenatural instaura, más que impide, la comunión de todos aquéllos que participan de la naturaleza humana. Lorenzo el Magnífico, discurriendo de las diversas excelencias de las lenguas, atribuye la universalidad del latín a la "prosperidad de la fortuna". No hace falta creer con los medievales que, al igual que el Imperio, así la lengua de Roma haya estado establecida "por lugar santo, donde mora el que a Pedro ha sucedido" (Dante: Inf. II, 23-24). Se puede rechazar tal sentencia y no desconocer sin embargo la eminencia y el idiotropion de la latinidad de la Iglesia.
No conviene concluir este discurso sin recordar que el latín constituía hasta hace poco tiempo la más vasta koiné [lengua común] del mundo de la cultura. Si espíritus de renuncia y de flaqueza no hubiesen frustrado la restauración ordenada por Juan XXIII, esta koiné podría haberse conservado dentro de la Iglesia Católica en la enseñanza, en los ritos y en el gobierno. Mayor fuerza moral que la Iglesia mostraron esos gobiernos civiles de nuestra época que consiguieron imponer a poblaciones enteras una lengua desconocida o extraña para ellos: así ocurrió en Israel, que hizo nuevo el antiguo idioma, en la República Popular China y en muchos Estados africanos.
Un concilio que habló en latín, signo de universalidad
Derrota absoluta del latín
Este aspecto de rebajamiento religioso y del culto es sin embargo pasado por alto por el Consilium para la ejecución de la reforma litúrgica en la Instrucción de septiembre de 1964. Con el habitual estilo serpénteo se prescribe que la recitación del Oficio divino en el coro se haga siempre en latín, pero inmediatamente después se abre la vía a las dispensas; y la razón de las dispensas es que "el uso de la lengua latina constituye para algunos un grave impedimento para la recitación del oficio divino". Por tanto, según ese documento el latín no solamente es superfluo y anticuado, sino que directamente impide la oración. Sin embargo el Concilio, tratando de los estudios eclesiásticos, ordenaba aprender el latín necesario (decía) para comprender los documentos de la Iglesia (Optatam totius, 13).
La inmensa calamidad provocada por la Iglesia con el rechazo del latín y del gregoriano fue percibida y luctuosamente deplorada en un memorable discurso de Pablo VI (OR, 27 de noviembre de 1969). Sin embargo, la gravedad de la desgracia no pude prevalecer sobre las esperadas ventajas de la deslatinización, ni desligarla de la reforma, ni detenerla en su precipitada realización, ni siquiera moderar mediante la antigua sabiduría romana sus efectos más funestos y malhadados. El Pontífice, por tanto, tratando del paso a la lengua hablada (como dice impropiamente, ya que el latín era lengua hablada, y en modo eminente, en la liturgia), reconoce ser la renuncia al latín "un gran sacrificio" y lamenta agudamente la ruptura de la tradición. El nuevo rito rechaza la antigüedad transmitida durante siglos para aferrarse fragmentariamente a lo antiguo que no fue transmitido, y así separa a unas generaciones de cristianos de otras. Tampoco se le escapa al Papa la inestimable riqueza de la latinidad litúrgica. "Perdemos, de este modo, el lenguaje de los siglos cristianos, nos convertimos casi en unos intrusos y profanos en el recinto literario del lenguaje sagrado, perderemos incluso gran parte del estupendo e incomparable tesoro artístico y espiritual que es el canto gregoriano. Tenemos, pues, motivos para lamentarnos y hasta turbarnos. ¿Con qué sustituiremos esta lengua angelical? Se trata de un sacrificio de inestimable valor". El Papa dice que el latín "debería traer a nuestros labios la oración de nuestros antecesores y de nuestros santos, y ofrecernos la seguridad de que permaneceremos fieles a nuestro pasado espiritual que continuamente actualizamos para transmitirlo después a las generaciones futuras". Pero si lo hacían actual (se puede observar) cae la necesidad de la reforma, que se dice introducida para actualizar la liturgia. "En esta coyuntura conocemos mejor el valor de la tradición": estas palabras del Papa pueden querer decir solamente que comprendamos mejor, en el momento de abandonarla, que el valor de la tradición es menor de lo que pensábamos.
Finalmente el Pontífice justifica el abandono de todos estos inestimables valores. Este precio merece ser pagado porque "vale mucho más entender el contenido de la plegaria que conservar los viejos y regios ropajes con los que se había revestido; vale mucho más la participación del pueblo, de este pueblo moderno ávido de la palabra clara, inteligible, traducible a la conversación profana". Y cita I Cor. 14, 19: "pero en la Iglesia quiero más bien hablar cinco palabras con mi inteligencia, para instruir también a otros, que diez mil palabras en lenguas".