Domingo, 1 may (RV).- «¡Dichoso tú, amado Beato Juan Pablo II, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios». Fue la emocionada invocación de Benedicto XVI, culminando su bellísima e intensa homilía, de la Santa Misa en la que beatificó a su amado predecesor, haciendo resonar en la abarrotada Plaza de San Pedro y en sus alrededores, veneración, cariño, devoción, profunda gratitud y alegría.
Esa misma alegría que después de haber escuchado en expectante y fervoroso silencio a Benedicto XVI, mientras pronunciaba la fórmula de beatificación, estalló - como queriendo subir hasta el Cielo - materializándose al unísono en una multitudinaria ovación y los aplausos multitudinarios de cientos de miles de personas. Aplausos, ruegos, lágrimas de fervor y de dicha, se alternaban o juntaban al mismo tiempo también cuando el tapiz con la imagen del nuevo Beato Juan Pablo II - Karol Josef Wojtyla - que reproduce una fotografía suya de 1995 - quedó descubierto, sonriendo a los fieles y a todos los hombres de buena voluntad del mundo entero, que se unieron a este momento - tan solemne y tan entrañablemente anhelado - a través de nuestra emisora y del Centro Televisivo Vaticano en mundovisión.
Escuchemos el momento en que Benedicto XVI pronunció la fórmula de la Beatificación, en latín:
Nos, vota Fratris Nostri Augustini Cardinalis Vallini, Vicarii Nostri pro Romana Dioecesi, necnon plurimorum aliorum
Fratrum in Episcopatu multorumque christifidelium explentes, de Congregationis de Causis Sanctorum consulto, Auctoritate Nostra Apostolica facult atem facimus ut Venerabilis Servus Dei Ioannes Paulus II, papa, Beati nomine in posterum appelletur eiusque festum die altera et vicesima Octobris in locis et modis iure statutis quotannis celebrari possit. In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
Nos, acogiendo el deseo de nuestro hermano Cardenal Agostino Vallini, Nuestro Vicario General para la Diócesis de Roma, de muchos otros Hermanos en el Episcopado y de muchos fieles, después de haber escuchado el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos, con Nuestra Autoridad Apostólica concedemos que el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II, Papa, de ahora en adelante pueda ser llamado Beato y que se pueda celebrar su fiesta en los lugares y según las reglas establecidas por el derecho, cada año el 22 de octubre.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo
¡Llegó el día tan esperado, Juan Pablo II es beato!, enfatizó luego en su homilía, Benedicto XVI, empezando sus palabras con el recuerdo de los funerales que él, siendo entonces decano del Colegio Cardenalicio, había presidido, el 8 de abril de 2005, cuando se percibió intensamente el perfume de la santidad de Karol Wojtyla:
«Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato».
El Papa dirigió un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, llegaron a Roma, para esta feliz circunstancia. Cardenales, patriarcas de las Iglesias católicas orientales, obispos y sacerdotes, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y a todos los que se unieron a través de la radio y la televisión.
Reiterando que éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia y que por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque su «Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta», Benedicto XVI añadió que «además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María y es también la memoria de san José obrero».
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe, que nos concierne de modo particular, destacó el Santo Padre:
«Porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica».
Benedicto XVI indicó también la bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. La de la Virgen María, la Madre del Redentor:
«La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad».
Recordando el gozo inefable de la fe generada por la resurrección de Cristo, Benedicto XVI destacó la vocación a la santidad, con especial referencia al beato Juan Pablo II:
«Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium».
Todo el Pueblo de Dios –obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial, precedidos por la Virgen María, asociada de modo perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que conservó y profundizó durante toda su vida. Visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Como dice el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizada en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema:
«Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
Refiriéndose a la importante participación del nuevo Beato en «el gran don del Concilio Vaticano II», Benedicto XVI señaló la causa impulsada sin cesar por su Predecesor:
«¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás». Una vez más, Benedicto XVI evocó el mensaje que impulsó el beato Juan Pablo II:
«Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza».
El nuevo Papa Beato, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz. Benedicto XVI concluyó su homilía con especial gratitud a Dios por su vivencia personal. Habiendo colaborado durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando lo llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pudo estar cerca de él y venerar cada vez más su persona:
«Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía.
HOMILÍA COMPELTA