La misa tradicional se asocia habitualmente a la solemnidad. Y por solemnidad se entiende no solo la gravedad del tono y la actitud, sino también la pompa que acompaña al rito.
Esta solemnidad, que cuanto mayor, más rica resulta en gestos ceremoniosos, ha sido el disparador de la conversión de muchos. Desde los enviados del príncipe (San) Bladimir de Kiev a Constantinopla, durante aquellos siglos previos al cisma de oriente, cuando la Rusia cristiana estaba en ciernes, hasta los modernos tiempos del siglo XX, cuando una Nochebuena el gran poeta Paul Claudel ingresó a Notre Dame de Paris en medio de la Misa del Gallo y quedó tan prendado de su belleza que se convirtió en el acto. (Liturgia y arquitectura, en este caso, fulminaron el alma de este artista hasta entonces escéptico).
Son las misas (o divinas liturgias, como las llaman los orientales) en su máximo esplendor. Quienes tienen la gracia de asistir regularmente a misas solemnes (cantadas por una schola, con celebrante, diácono y subdiácono) sienten una cierta decepción al oír la humilde misa rezada. ¡Parece tan despojada...!
Pues bien, esta sensación que hiere nuestro sentido estético, y también, ¿por qué no?, el legítimo y recomendable gusto por la belleza de las ceremonias litúrgicas en todo su esplendor, nos hace a veces olvidar que el tesoro de la liturgia se prodiga aún en las versiones más sencillas del rito, aquellas que tienen, por motivos lícitos, una sencillez y un despojamiento extremos.
Se me ha cruzado esta idea al ver la fotografía de una misa celebrada durante un escalamiento de montaña en el sur patagónico. Un altar armado con cañas, el crucifijo, un corporal griego a falta de ara y la bóveda celeste como domo magnífico.
Recordé luego otras fotografías en las que había reparado anteriormente: una impresionante celebración, solemne en este caso, pero en el contexto devastador de una ciudad bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. La ruina del templo no obsta a la riqueza del culto, que compensa con su contrastante orden y serenidad el ámbito devastado por la destrucción.
Quise investigar un poco más, y la memoria no tardó en producir la imagen de un sacerdote (hoy siervo de Dios) capellán del ejército americano durante la guerra de Corea. Celebra el Santo Sacrificio sobre su Jeep, disponiendo, en las tan particulares circunstancias del caso, los mejores aprestos y cumpliendo rigurosamente las normas litúrgicas propias de una misa de campaña.
El capellán-capitán, por debajo de sus ornamentos litúrgicos deja ver su botines de soldado, y nos recuerda con la aplastante humildad de su obediencia a lo que la Iglesia manda, lo vano de tantos sacerdotes que desnaturalizan las ceremonias bajo capa de “llegar al pueblo”. Como si los fieles no se regocijacen al ver la poca o mucha riqueza de los ornamentos y elementos de culto como una ofrenda de alabanza a Aquel para quien todo honor y toda gloria humana es insuficiente.
Y buscando encontré también el testimonio gráfico de una misa celebrada en tienda de campaña durante la Guerra Civil Norteamericana a mediados del siglo XIX. Resulta conmovedor ver en el contexto de una conflagración crudelísima, en un país esencialmente protestante, la devoción de esa minoría católica y el celo del sacerdote por dar a la ceremonia la dignidad que permite la situación.
Recordé también los aprestos que relata el Coronel Mansilla, en sus memorias de “Una Excursión a los Indios Ranqueles” cuando los frailes franciscanos que lo acompañaban lograron el permiso del Supremo Cacique para celebrar la misa. Un rancho miserable fue “tapizado” con los mejores ponchos que prodigaron los fieles y los frailes, en medio de aquellas soledades y peligros, no habían descuidado llevar un baúl con ornamentos para la celebración. Grande fue el contento de los cristianos, libres y cautivos, al recibir el consuelo de la Santa Religión en los inmensos desiertos argentinos de la época.
¿Se puede olvidar en esta recordación, aunque no tengamos testimonios fotográficos, a los miles de sacerdotes que celebraron y aún celebran las misas “clandestinas” bajo la persecución de gobiernos masones y comunistas?
Son las misas en su mínimo esplendor, pero en su entera e infinita eficacia salvadora y latréutica. Solo la misa aplaca la justicia del Padre, porque es la oblación del Hijo. Toda solemnidad es poca, y todo acto sencillo de adorno vale tanto como una obra de arte cuando es lo mejor que se le puede ofrecer.
Así como todo despojamiento voluntario, todo intento de disminuir esa solemnidad por una malentendida pastoral, o una errada concepción de la liturgia, es un insulto a Dios y a los millones de sacerdotes que en todos los tiempos cristianos, bajo circunstancias duras de persecución, misión o capellanía militar hicieron el mayor esfuerzo por dar la debida alabanza a la Santísima Trinidad bajo la única forma aceptable: el Santo Sacrificio de la Misa...
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