sexta-feira, 3 de janeiro de 2014

Invitación a la experiencia del amor de Dios

1-Sólo  la experiencia del amor de Dios aporta al sujeto la verificación de que en él reside lo único necesario, y que él, ese amor de Dios, vale la pena de la entrega del propio corazón.

2-Sólo la experiencia enseña: «gustad y ved qué bueno es el Señor». Pero para tener acceso a la experiencia se requiere algún tipo de iniciación que oriente, anime a dar al menos los primeros pasos.


3- «Amor de Dios»  se refiere al amor que es Dios y que procede de él, y gracias al cual sabemos algo del amor, por el hecho, insospechado, inimaginable si no fuera por eso, de sabernos amados por él. «El amor  -procede de Dios» y consiste, «no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos ha amado primero» (1Jn.4.7-10).

4-  El amor de Dios, antes de ser objeto de una necesidad o de una obligación, es para nosotros objeto de un anuncio que somos invitados a escuchar y acoger como dirigido personalmente a cada uno, y para cuyo descubrimiento sólo a partir de ese anuncio encontramos indicios, huellas y razones en nosotros.

 
5-«Mirad qué amor tan grande nos ha dado el Padre...» (1Jn/03/01). El comienzo de la experiencia del amor de Dios es recibir de él la llamada, la invitación a prestar atención a ese amor que nos precede, para después, como dice la Escritura, «creer en el amor que Dios nos tiene».

6-Pero ¿hacia dónde tenemos que dirigir nuestra mirada para percibir el amor de Dios? Sin duda, como siempre, hacia el «lugar» en el que el amor de Dios, en el que Dios mismo, brilla para nosotros de la forma más inequívoca y más definitiva: hacia Jesucristo, enviado por Dios «como Salvador del mundo», »para librarnos de nuestros pecados», en quien «nos ha dado su Espíritu» (1 Jn 4,10; 13,14).
 
7-Sólo que, para que podamos reconocer en Jesucristo la imagen del amor de Dios, Dios ha puesto en nosotros el reflejo de esa imagen suya que brilla en el Hijo. Por eso en nuestra propia condición llevamos la huella de Dios, que nos mueve a creer en su amor.
8- Por eso, el «mirad qué amor tan grande nos ha dado el Padre» nos invita también a volver la mirada a nuestro interior, a nuestra propia condición, y a descubrir en ella la imagen en la que se refleja para nosotros el amor de Dios.
 
 9-Rastrear en nosotros las huellas del amor de Dios
Pero todos sabemos por experiencia que, siendo la imagen de Dios lo mejor de nosotros mismos, no aparece sin más a una mirada cualquiera.

10-Por eso miramos a nuestro interior, miramos a nuestra vida y no creemos encontrar en ella rastros de algo que merezca el nombre verdaderamente santo del amor de Dios.

11-Necesitamos una mirada atenta, profunda, al interior de nosotros mismos para ver brillar y actuar en nosotros el amor de Dios .
 
12-Necesitamos un esfuerzo de clarificación para descubrir  en el interior de nuestro ser personal y en el proyecto de nuestra vida, la llamada del amor de Dios.
13-La parábola del buen samaritano nos ha enseñado de forma definitiva que el amor del prójimo no consiste, en su esencia, en experimentar en relación con él esos sentimientos gratificantes en grado sumo que encierra la forma de amor que llamamos amistad y que vive del gozo que procura la sola existencia, la sola presencia del amigo.

14-El amor del prójimo, y este amor comporta prestar atención a la situación del otro y dejarse afectar por ella, no por lo que aporta o deja de aportar a mi vida; ni tampoco, exclusivamente, por el hecho de que el no hacerlo atentaría contra mi condición de sujeto ético.

15-Los escritos de Juan muestran a Jesús y su vida como manifestación-revelación del amor de Dios. Ahí tenemos, pues, una primera parábola en ejercicio del amor que Dios nos tiene. Del amor descendente de Dios.

16-Descubrir en nuestro interior las huellas, la imagen de ese amor de Dios que queremos identificar.

17-Reducido a su esencia, el amor es la tendencia o el acto que trata de conducir—y de hecho conduce, mientras no se interponga algo que lo impida—cada cosa hacia la perfección de valor que le es peculiar. Una especie de impulso de ser—de conatos essendi—habita y penetra la totalidad de lo que existe. Un impulso orientado. La fuerza del impulso y su orientación la procura el amor.

18- La dirección de esa orientación la señala la imagen dejada por el creador en el interior de la creación. Por eso el amor es la aspiración al Bien. Todo amor es amor de Dios. El amor es el núcleo del orden del mundo como orden divino.

19- El amor es mi fuerza de gravitación. En él se concentra y actúa la imagen de Dios que dinamiza toda la existencia humana hacia la semejanza, hacia el asemejamiento—para dar a la imagen divina en el hombre todo su dinamismo—de Dios.

20-La riqueza de la realización de una vida depende de la calidad y la riqueza del amor que anima el corazón de la persona, si tomamos el corazón como el órgano del amor. Pero el corazón del hombre es demasiado vasto, decía Pascal. San Agustín había dicho antes de la conciencia humana que es «un inmenso, un infinito santuario», y

21-san Juan de la Cruz resumirá que el deseo del hombre—su corazón en acto, de alguna manera—es un deseo abisal, un deseo sin fondo. Aquí tenemos la medida sin medida de la ima-gen de Dios en el hombre
22- Por eso el amor del hombre es pondus in altum, fuerza gravitatoria que aspira al hombre hacia el infinito de Dios. El movimiento del corazón del hombre, del órgano del amor, está definido por la invitación de la liturgia: sursum corda. Orienta al hombre hacia lo alto, hacia Dios.
De esta raíz surgen todas las formas que adopta el amor del hombre.
23-También en él se manifiesta, pero a su pesar, el amor de Dios, la fuerza gravitatoria del hombre.

24-Para estar a la altura del amor de Dios, el hombre tiene que operar una conversión de la actitud, que reproduce en su orden el que opera la fe. Tiene que transfigurar el deseo en generosidad, sin eliminar el deseo, pero insertándolo en el dinamismo superior que pone en el hombre la imagen de Dios, la aspiración de infinito.

25- Hay el amor del asalariado que se mueve por la recompensa. Su defecto radica en que, al terminar en lo que Dios da y no en Dios mismo, el impulso se detiene sin llegar a su final. No está a la altura ni de su origen ni de su término.
Y hay, finalmente, el amor del Hijo. Este ama a Dios por Dios mismo.

26-Descripciones como éstanos invitan a iniciar el camino hacia la experiencia del amor de Dios. Tal experiencia es indispensable para poder orientar la vida desde su aceptación cordial y organizar el desarrollo de todas las tareas desde el único centro válido, desde lo único verdaderamente necesario.

27- Ahora sabemos en qué consiste la perla de gran valor, el tesoro escondido en el campo de nuestra vida; y sabemos que, una vez descubierto, permite romper con la fuerza de atracción de los bienes finitos que se disputan la orientación de nuestro corazón, organizarlos en torno al centro que los orienta también a ellos y recuperar la verdadera alegría.

28-Ahora percibimos que el amor de Dios no consiste, en su esencia, en experimentar los sentimientos gratificantes que comporta la amistad humana, sino en la preferencia efectiva de lo que de verdad es absolutamente preferible y preferente.

29-Ahora entendemos que la mejor fórmula del amor de Dios no sea el recurso al lenguaje equivoco de los sentimientos, del enamoramiento o de fórmulas semejantes, sino decir con verdad: ¡Creo en un solo Dios!; y que amar a Dios sobre todas las cosas es poder orar diciendo, como santa Teresa, como san Francisco: ¡Sólo Dios basta! ¡Dios mío, todas mis cosas! Porque es verdad que muchos místicos han cantado con acentos conmovedores como los del Cantar de los Cantares el itinerario de su amor hacia Dios.

30-Pero una correcta interpretación de la mística muestra que ésta no consiste en los sentimientos que en determinados momentos puedan embargar al alma, sino en la experiencia de Dios en la más pura fe, experiencia que en determinadas circunstancias puede repercutir sobre la dimensión afectiva de la persona, pero siempre en el interior de una noche nunca superable del todo.







31-Naturalmente, para comprender lo que esto significa lo decisivo es iniciar la experiencia. Entrar personalmente en esta experiencia permite poner orden en la vida. Vivir en consonancia con la armonía que el ordo amoris, el orden del amor de Dios, instaura.

32-El primer resultado de esta conversio cordis, conversión del corazón—como llama san Bernardo a la fe y como podríamos llamar a la caridad—a la aceptación del amor de Dios, es la creación de la disposición que hace posible el amor a los hermanos.

33- La experiencia del amor de Dios es el ejercicio constante y progresivo de la coincidencia con lo que es el centro dinámico, el impulso y la fuerza gravitatoria de la vida.

34-Dar con él, consentir a él, no es cegar la fuentes de la vida. Es, por el contrario, coincidir con el orden que pone cada cosa en su lugar y le permite desplegar sus posibilidades y colaborar así al esplendor, la belleza y la armonía de la vida.

35-Eliminado el afán meramente posesivo que cree poner al hombre en el centro, pero termina poniendo en el centro las posesiones; superado el apego del corazón a lo finito, que, incapaz de acallar su tensión infinita, no puede más que estancarla, lo finito se engalana con la belleza misma del infinito del que participa, y la refleja a su forma y medida.

36-¿Por qué no es apreciado el amor? Sólo en el amor de Jesucristo entregando su vida por amor —«nadie tiene amor mayor que el que entrega su vida por los amigos»—tenemos una revelación definitiva del amor de Dios que nos permite interpretar correctamente las huellas del amor de Dios que comporta nuestra condición de creados a su imagen.

37- La Escritura nos ha desvelado la relación entre la falta de amor y la increencia: «el que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor» (1Jn.4-8). Sólo el amor efectivo en la vida de los creyentes manifestará creíblemente al mundo su fe, dará testimonio efectivo de que conocen a Dios y han creído en su amor.






 





 
Juan MARTÍN VELASCO