El silencio no cabe
en un anuncio de televisión, no es un asunto publicitario. No hay imágenes ni
color que lo diga. Quizá una melodía lo sugiera. Pero no lo podrá decir ni
cantar. Otra cosa sería un pseudosilencio.
Si algo se puede
decir del silencio sin deformarlo, sin traicionarlo, es sencillamente que
está más allá de la palabra, de la idea, de una imagen, más allá de un
proyecto o de una norma. Está más allá de lo periférico, más allá del ego.
Más allá del desierto, incluso.
El silencio es un territorio íntimo, un territorio sin
tornas, sin mojones. El
silencio es siempre lo desconocido, lo inmaculado, lo de dentro, lo que no
conoce imitaciones.
El alma del silencio
puede sentir la tentación casi de enmudecer. Cuanto menos se sabe del
silencio más se habla de él. Si un día uno se aproxima, aunque no se sumerja
en él, se despertará el anhelo de volverse también silencio. Y es que ninguna
palabra, ningún ademán lo expresa. Nada es adecuado y justo para nombrarlo. Santo Tomás de Aquino
después de una experiencia honda del mundo divino guardó intenso silencio.
Este silencio suyo quizás su mejor canto a Dios, la más armoniosa suma
teológica. Nos regaló su
silencio asegurándonos que lo que había escrito no era más que paja.
Puede, quién sabe, sea una equivocación quedarse con la paja y olvidarse del
silencio.
Pero antes del silencio, de ese recinto y pasaje
íntimo y virgen, están los temores, los sobresaltos, los azoramientos, lo más
turbio de nuestra existencia. Quedarse ahí, en ese brillo de la superficie es
traicionar y extraviarse del paraíso del silencio.
El silencio no es
espectáculo de recuerdos, fantasías, añoranzas, nostalgias, trepidaciones. De
ser así, ese silencio sería un sucedáneo y ficción de lo autóctono, del
inocente y puro corazón.
El exterior, la mente, la sensibilidad es a veces un
caos, una confusión, un desorden, una agitación. Algo trivial. No pasa de ser
una exhibición del pasado y de los sueños.
El silencio no se imita, no se copia. Es algo
singular. Es lo más íntimo, tu zona secreta, tu zona oculta, tu cripta, tu
sima misteriosa.
Es el silencio el único que queda como terreno
limpio, espacio privado. Nadie podrá robarte ese interior. Nadie lo va a
adulterar, nadie lo infeccionará. Es tu centro incontaminado, es tu corazón
virgen, es tu autonomía, es la autoridad consumada y colmada de todo lo que
eres, donde todo se subordina al puro silencio. El ruido es insolidaridad y perversión.
El silencio es unidad y
reconciliación de todo lo que eres. El silencio eres tú, preferentemente tú,
virginalmente tú, únicamente tú. Donde Dios lo es todo, donde Él colma ese
vacío, donde la Palabra cobra vida y resonancia. Donde la nada se vuelve
canción del que es todo es todas las cosas.
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Lo
importante es que ahora estés aquí; la vida no está en el mañana, la vida está
aquí; el amor tampoco está en el ayer o en el mañana; el amor es saber
permanecer aquí.
No te vayas
de aquí, no te vayas de la vida, no huyas del amor.
Cuando suena
la sirena del barco no es hora de hacer programas, no es la hora de realizar un
proyecto, sólo es la hora de embarcar. Vivir es estar aquí.
Amar es
permanecer aquí.
Orar es
permanecer aquí.
Sencillamente estate aquí.
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Hemos creído en el Silencio.
Creo que “Otro” me espera dentro, ha
hecho de mí su morada.
Creo que soy más por lo que traigo al nacer
que por lo que adquiero o logro en esta existencia.
Creo que
el ocaso del “ego”, su eclipse, es promesa y anuncio de otra Luz y de
otra Sabiduría.
Creo que la insatisfacción, la “sed de Dios, del Dios vivo” es la mejor “herencia
que me ha tocado”.
Creo que el contacto con el “amor
derramado” en mi corazón, me devuelve la conciencia de lo “único
necesario”.
Hemos creído en el Silencio.
Creo que “el Señor es mi Pastor y nada me
falta”: Él se hace cargo de mí y no carezco de nada.
Creo que hay oración silenciosa, encuentro,
si el “ego” se acalla.
Creo que
Dios no puede ser confinado, que no hay anchura dilatada que lo acoja.
Creo que
nuestras palabras lo aprisionan, lo limitan.
Creo que sólo cabe en el humilde silencio, como el
sol cabe en la gota del rocío a la hora del alba.
Creo que su Presencia me “abraza y no me
suelta” y no hay
modo de escapar ni “subiendo a los cielos ni bajando a lo profundo de la
tierra”.
Creo que Él siempre es don, y no es deudor ni
producto de mi ceremonia, ni de mi súplica, ni de mi esfuerzo.
Creo que la oración silenciosa es un cántico,
un himno: “Él es mi todo” y “ningún bien tengo sin Él”.
Hemos creído en el Silencio.
Creo que
no se vive por real decreto ni por imposición.
Creo que en el silencio, el “ego” se
diluye, entra en coma profundo; sólo entonces “mi corazón se llena de
alegría”.
Creo que
la oración, el “silencio abismal” es práctica, es acción, es una larga
y paciente espera, un camino que no tiene fin.
Creo que
la oración silenciosa es tarea singular, expresión de libertad: me “levantaré
y volveré a mi padre”.
Creo que
en la oración “estoy sereno y tranquilo, como un niño en brazos de su
madre”.
LA TINIEBLA NO ES OSCURA
PARA TI
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En la vida hay horas de luz y horas de
oscuridad, horas de felicidad y horas de cierta tristeza, horas de gran apertura
y horas de cerrazón. Buscad en el
silencio una inmensa apertura. Que todo en nuestra existencia esté atento,
abierto y acogedor.
El hermetismo nos cierra a todo lo bueno, nos pone de espaldas a la
vida. En el silencio no estamos de espaldas sino acogientes. Toda nuestra
existencia se vuelve porosa, casi hasta el cuerpo.
No hay encuentro sin apertura. En realidad no
hay oración sin silencio. Así, las horas de silencio se convierten en horas de
oración.
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