Ef 2,11-17
Acordaos de que un tiempo vosotros, gentiles según la carne, llamados incircuncisos por la llamada circuncisión, que se hace en la carne, estuvisteis entonces sin Cristo, excluidos de la ciudadanía de Israel, extraños a las alianzas de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo; mientras que ahora, por Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo; pues El es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de separación, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos formulada en decretos, para hacer en sí mismo de los dos un solo hombre nuevo, y estableciendo la paz y reconciliándolos a ambos en un solo cuerpo con Dios, por la cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad. Y viniendo nos anunció la paz a los de lejos y la paz a los de cerca.
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En las horas de meditación, os habréis dado cuenta que en el silencio uno
recibe muchas visitas. Nos visitan muchas ideas, nos visitan muchos conceptos,
nos visitan muchos pensamientos, muchos recuerdos, muchas imaginaciones… es toda
la estructura de nuestro pensamiento, de nuestra concepción de la vida la que
muchas veces hace acto de presencia. Uno desearía que no hubiera nadie, pero
resulta que en el silencio abundan las visitas, abundan las llamadas, abundan
las urgencias.
En relación con la vida, podríamos decir que estas estructuras de nuestro
pensamiento, a veces son las que crean grandes divisiones. Son las que dividen
toda la raza humana. Nosotros somos tan ingenuos que damos mucha más importancia
a las pequeñas diferencias; a la diferencia de un modo de concebir una cosa, a
la diferencia de una ideología, de una interpretación, a la diferencia que pueda
haber… hasta en el color de la piel. Y a todo esto le damos tanta importancia
que realmente olvidamos que todos tenemos el mismo origen. Damos importancia a
lo superficial, damos importancia a lo que está en la superficie, a lo que está
en la periferia, a lo que es como la epidermis, el cutis, por así decir, de la
vida y olvidamos que todos los hombres somos de la misma raza, de la misma raíz.
Esta estructura de nuestro pensamiento ha creado grandes divisiones, unos son musulmanes, otros protestantes, otros evangelistas, otros budistas… a veces uno piensa que realmente la vida no se puede dividir así, la vida no es musulmana, la vida no es budista, la vida no es protestante, la vida no es cristiana… la vida es mucho más que todo eso. Son unas barreras con las que nosotros hemos querido encasillar la vida y hemos afrontado la misma vida.
Pero resulta que todo eso son verdaderos muros que nos separan. Cuando concebimos las cosas así, resulta que en lugar de buscar lo más profundo, en lugar de ir más a lo hondo, más a lo que nos puede unir, nos hemos quedado en lo que nos puede separar, y así vamos estandarizando también los grupos, estandarizando también esta raza nuestra que no tiene nada más que un único origen.
Creo que el silencio es una buena ocasión para superar todas las barreras. El silencio es una buena gracia, una buena oportunidad para trascender todo lo que en la vida nos puede separar, todo lo que en la vida nos puede dividir, todo lo que en la vida nos puede aislar.
Es un pasaje bellísimo éste que acabamos de proclamar de la carta a los Efesios donde se dice sencillamente que Jesús se pasó la vida derribando muros, todo su trabajo, a tiempo completo, derribando muros de separación. El evangelio es un constante derribar murallas; la presencia de Jesús, la presencia del Señor es derribar. En la resurrección ya no hay muros, en la resurrección ya no hay murallas, ya no hay alambradas. Y el silencio, para nosotros, que es como un camino, como un espacio de resurrección, veremos que las separaciones, los muros, también van cayendo.
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