Muchos
creyentes sufren actualmente en su vida las consecuencias
del
malestar religioso de nuestra cultura. En torno a ellos y en su
interior
se está desmoronando una encarnación histórica del cristianismo,
la
designada con el nombre de cristiandad, vigente
durante
siglos, que había impregnado la sociedad y la cultura en
la
que hemos nacido. Y ese desmoronamiento, cada vez más
rápido,
arrastra consigo para muchos las evidencias, las seguridades,
sobre
las que se apoyaba su realización de la vida cristiana.
No
es raro que en estas circunstancias muchos tengan la impresión
de
que Dios, que era hasta hace no mucho una realidad que
formaba
parte de su entorno, se esta alejando del mundo de forma
irremediable.
Del «Dios está aquí» seguro, natural y dado por
supuesto
de otros tiempos, se está pasando al «¿dónde está Dios?».
Del
«todo habla de Dios» al «estamos sin noticias de Dios».
Cada
vez somos más las personas que en esta situación, vivida
por
algunos como amenaza y peligro radical para la vida religiosa
e
interpretada como antesala de la desaparición de la fe de la faz
de
la historia, descubrimos la crisis providencial de una distorsionada
encarnación
socio-cultural del cristianismo que está exigiendo
de
los creyentes una «recomposición» radical de la vida
cristiana
en su dimensión personal y social. El eje en torno al cual
se
ha de operar esa recomposición, han dicho con insistencia los
profetas
de nuestro tiempo, es la experiencia personal de la fe. El
cristianismo
del mañana que ya estamos viviendo será místico o
no
será cristianismo.
Pero
¿cómo ser místico en situación de ausencia de Dios cultural
y
social generalizada? ¿como hacer la experiencia de Dios
cuando
tantas voces insisten en proclamar que Dios ha muerto?
¿será
posible dar con una forma de experiencia de Dios, enraizada
en
la tierra aparentemente tan poco propicia de nuestro tiempo,
alimentada
de su misma sustancia, que responda a las preguntas,
preocupaciones
y necesidades que comporta?
Las
páginas que siguen intentan ofrecer materiales para responder
afirmativamente
a estas cuestiones. Tras haber descrito
con
detenimiento el malestar religioso de nuestra cultura y el
crecimiento
de la indiferencia religiosa, el agnosticismo y la indiferencia,
me
propongo en ellas ayudar a los creyentes de estos
tiempos
religiosamente difíciles a identificar las posibilidades que
ofrecen
para una experiencia renovada de Dios que sirva de fundamento
para
responder a sus necesidades. Las páginas que
siguen
querrían colaborar en la tarea, imprescindible para los que
seguimos
sintiendo la necesidad de ser creyentes, de reconstruir
nuestra
experiencia cristiana de Dios con los materiales que nos
ofrece
la hora que nos ha tocado vivir.
Las
reflexiones que contienen desarrollan unas pocas convicciones
formulables
en expresiones acuñadas por la tradición de la
que
vivimos. «Dios está aquí, y yo no lo sabía». Por más dificultades
que
acumule nuestra cultura o nuestra debilidad, o incluso
nuestra
infidelidad, que hacen que no lo sepamos, tenemos la
seguridad,
fundada en nuestra esperanza, de que Dios está aquí,
en
nuestro mundo, en nuestro tiempo, en nuestra vida.
«Hasta
ahora sabía de ti de oídas, ahora te han visto mis
ojos».
Reconocemos que muchas de nuestras formas falsamente
tradicionales
de vida cristiana sabían de Dios sólo de oídas, que
hemos
pretendido ser cristianos por procuración; que en no pocas
ocasiones
hemos llamado cristianismo a la rutina, la falsa seguridad,
la
falta de compromiso, barnizadas con gestos de piedad, con
afirmaciones
ortodoxas y con recursos a la legalidad de una institución
que
había venido a ocupar el lugar inidentificable, indefinible,
de
Dios. Y estamos convencidos de que la ruptura actual de la
síntesis
que nos habíamos construido, la demolición a la que estamos
asistiendo
de ese templo hecho por manos humanas, son la
mejor
ocasión, la invitación por el Espíritu a abrir los ojos y dejarnos
sorprender
por ese Dios al que tantas veces hemos querido
acaparar.
Todos
los fracasos de determinadas formas históricas de cristianismo
no
nos hacen olvidar que en Jesucristo Dios ha visitado
a su
pueblo. Que en él se ha dado a ver a los discípulos, y que de
esa
visita y de esa visión también nosotros somos destinatarios, y
que
igual que los discípulos «se llenaron de alegría al ver al
Señor»,
nosotros somos convocados a una experiencia que, con
visión
o sin ella, nos conduzca de la decepción de la cruz a la
nueva
vida de la resurrección.
Estas
páginas sobre la experiencia de Dios continúan otras
consagradas
a la evangelización en nuestro mundo y están escritas
con
la misma preocupación. Primero, porque sabemos que «lo
que
hemos visto y oído no lo podemos callar»; además, porque,
aunque
escritas desde los testimonios de sujetos que nos identificamos
como
religiosos, están llenas de nostalgia de «los otros», de
los
que, no sabemos muy bien por qué razones, se consideran no
religiosos
o no se atreven a confesarse creyentes.
Esta
nostalgia por «los otros» deja a mis reflexiones permanentemente
abiertas
hacia otras posibles formas de experiencias de
Dios.
Experiencias de incógnito, bajo formas nuevas no identificables
con
las formas de las religiones tradicionales, en las que tal
vez
estén despuntando formas inéditas de desvelamiento de un
Dios
que no se deja encerrar en el terreno acotado por la religión
y es
mayor que la conciencia y el lenguaje y los conceptos de los
que
le reconocemos con los medios precarios que nos ofrecen
nuestras
tradiciones religiosas. De ahí que estas páginas estén
pidiendo
una prolongación en varias direcciones. En las del diálogo
con
otras tradiciones religiosas que han cultivado la experiencia
de
Dios desde contextos diferentes del nuestro y ofrecen
versiones
de ella capaces de enriquecer la nuestra; y en la del diálogo
con
experiencias humanas ajenas a las religiones tradicionales
pero
en las que, por estar en cuestión el hombre, los creyentes
sabemos
que se trata de Dios, aunque los medios proporcionados