segunda-feira, 13 de janeiro de 2014

Fr.Muratiel: Es el silencio un lugar para encontrarse, descansar, reobrarse, amar, crecer.


HABITARÉ SIEMPRE EN TU MORADA
Sl 60,5

 

Hay muchos espacios. Existe el espacio físico, el espacio social, el espacio ideológico, el espacio artístico. Y otro más: el mar, el cielo, la llanura, el valle, la sierra. Todavía se puede hallar el espacio espiritual un espacio silencioso. Es el silencio un lugar para encontrarse, descansar, reobrarse, amar, crecer.
El espacio silencioso no necesita decoración ninguna, ningún adorno: ni alfombras, ni murales, ni biblioteca, ni chimenea, ni muebles. No es para contemplar sino para albergar otra presencia, a caso imprevisible.
Este albergue es el silencio; un silencio que surge el poner fin a todas las voces de afuera, de las zonas más superficiales. Porque el silencio no es lo que se toca, o se ve; no entra por los sentidos sino que es el espacio donde la presencia se muestra y se hace evidente.
En el silencio lo visible se disipa, y lo invisible se puede volver visible. Es un espacio, el silencio, donde amanecen huellas de la presencia íntima.
El silencio hace del corazón un lugar de revelación, no del entorno que nos circunda, sino del mundo que se aloja dentro. Es la explosión de lo oculto, de lo hospedado en la interioridad; es el descubrimiento, la reconquista de lo que ya va con nosotros.
Al alejarnos del exterior recobramos la mirada primitiva, la mirada original de nuestro corazón, los ojos del hijo que somos, del amor que nos da a luz.
El que mora en el silencio es insumiso a lo establecido, indomable al atare a una tradición, y a la vez a lo verdadero.
Es, en el silencio, una morada sin deshechos, sin memoria, sin residuos. Por eso nos regala, el silencio, una coherente unidad de visión. En ese espacio uno se siente configurado por la exterioridad, pues no está construido de fuera a dentro, de arriba a bajo, lo que nos daría una casa sin honduras, sin profundidad. Y por si fuera poco nos estandarizaría, nos uniformaría.
El que mora en el silencio se vive a sí mismo, sin reservas y serenamente. Pues todo lo serena el silencio. Serena la noche y el día, serena la aurora y el atardecer, serena las horas oscuras, las horas de luz y de bochorno. El silencio nos trae la paz y deja emerger la inocencia y la plenitud. Apenas he de decir que jamás la vida se siente tan rimada, tan pura, tan sosegada, tan clara como las horas calladas, como en la morada del silencio.


LA SABIDURÍA DEL CRECIMIENTO
La plenitud nuestra sólo nos va a alcanzar cuando regresamos dentro, de fuera no nos viene la plenitud.
Hemos de tomar conciencia de este potencial, de esta condición de semilla con la que Jesús nos sugiere nuestro propio ser.
La semilla no necesita de ningún modelo para desarrollarse, porqué toda la sabiduría del crecimiento va dentro de ella, tan sólo necesita del silencio de la tierra que la acoge, donde ella al romperse se siente inundada de vida y energía.
Nuestra plenitud se va a desarrollar también en nuestro silencio.

EL HOMBRE LLEVA EN SI LA IMAGEN DE DIOS
Vivimos en un mundo que amenaza nuestra interioridad y transformación.
La oración conduce a la maduración o a la transformación interior. Ahí el hombre cumple su destino y su vocación, que es hacerse persona; dar paso al ser existente en él no sofocándolo.
El destino del hombre es testificar la existencia de Dios, como las flores, los animales lo hacen con su propio lenguaje: el hombre lo hace con sus medios a su modo, es decir, con conocimiento y libremente; las flores lo hacen inconscientemente. Pero el hombre tiene conciencia. Ahí están sus posibilidades y peligros, pues el hombre puede equivocarse consigo mismo.
El hombre se encuentra como un ser entre el cielo y la tierra viviendo en tensión. Así le seduce el mundo con sus posibilidades, y a la vez hay en él una existencia sobrenatural que escondida en su ser se manifiesta como anhelo y llama al hombre más allá de las barrera de este mundo al servicio de Dios.
El hombre necesita interesarse de todo esto, la lástima es que ansioso de ser dueño del mundo, dominado por la voluntad de triunfar, el ser interior queda relegado y estancado en la remota profundidad.
No es difícil que el hombre acuciado por la superficie olvide los impulsos de su interior y el destino de su vida. Este olvido de lo hondo provoca el padecimiento del hombre, es decir el hombre sufre por alejarse de la esencia interior. Esa angustia no la entiende mucha gente. Si se abre a lo interior verá que estaba equivocado, porque una conciencia interior le llamaba pero no la obedecía. Siempre que el hombre acalla esa voz interior sufre. Si la obedece encontrará la plenitud.
Fr. Moratiel