Quizás no haya en época contemporánea alguien que haya contribuido más a la difusión de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús que el R. P. Florentino Alcañiz García, S.I., incansable misionero y fundador de dos congregaciones religiosas a Él dedicadas: las Misioneras Hijas del Sagrado Corazón de Jesús y de las Celadoras del Reinado del Sagrado Corazón de Jesús. Fue autor de un libro clásico en la materia: el de la Devoción al Corazón de Jesús o –como lo conocen simplemente sus lectores– el “Libro de la Devoción” (http://costumbrario.blogspot.com/2009/05/junio-mes-del-sagrado-corazon-de-jesus.html), universalmente divulgado y traducido a varias lenguas, cuyo objetivo es lograr que las almas piadosas realicen la consagración personal, es decir, el compromiso que consiste en que, al tiempo que confiamos nuestros asuntos en manos del Corazón de Jesús, nos ocupamos nosotros de los suyos, es decir, de extender su devoción y su reinado en las almas y en la sociedad mediante diferentes formas de apostolado. En este nuevo aniversario de su partida al Padre, el 13 de agosto de 1981, queremos presentar aquí una semblanza de la ejemplar vida de este gran sacerdote y jesuita.
Florentino Alcañiz García nació en Torrubia del Castillo (provincia de Cuenca), el 14 de marzo de 1893, en el seno de una familia sencilla que vivía de un molino de su propiedad sobre el río Júcar. Muy pronto se manifestó en él una fuerte inclinación a la vida contemplativa, al punto que quiso ingresar en la Orden de los Cartujos. Pudo más, sin embargo, el impulso del apostolado y el 12 de octubre de 1908, a los quince años, fue aceptado en la casa noviciado que los jesuitas tenían en Granada y que era conocida casualmente como "la Cartuja". Como novicio conoció y trabó amistad con el mejicano Miguel Pro, futuro mártir de la persecución religiosa callista. También entró en contacto con la doctrina escatológica del milenarismo (la interpretación literal del capítulo XX del Apocalipsis), enseñada entonces por el P. Ramón Orlandis Despuig S.I. y más tarde por el insigne escriturista P. Ramón Rovira S.I. y que iba a tener un lugar preponderante en su pensamiento teológico.
La extraordinaria capacidad intelectual demostrada por el maestrillo Florentino Alcañiz, hizo que sus superiores lo enviaran a Roma, donde se doctoró en Filosofía por la Pontificia Universidad Gregoriana, obteniendo las máximas calificaciones y el título de Maestro Agregado. Su tesis De autografo Tractatus inediti Card. Ioannis de Lugo "De Anima" fue considerada una contribución importante a las ciencias sagradas. Por esa misma época publicaba su obra clave en escatología: Ecclesia patristica et millenarismus (La Iglesia Patrística y el Milenarismo), de la cual haría una importante glosa décadas más tarde el teólogo y escritor argentino P. Leonardo Castellani (publicada por las Ediciones Paulinas).
Ordenado sacerdote y hecha la profesión en la Compañía, pasó e enseñar en varios teologados jesuitas; tanto en España (Granada) como, más tarde, a partir de 1932 (cuando la Segunda República Española expulsó a los Padres de España), en el extranjero (Cerdeña y Bélgica). Paralelamente, se dedicó a difundir la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tan propiamente jesuítica y que había hecho suya con gran fervor en sus años de noviciado, fruto de lo cual fue el libro por el que el Padre Alcañiz es más conocido: La Devoción al Corazón de Jesús, la mejor exposición histórica y ascética que se ha escrito en español del tema, parangonable al clásico francés La dévotion au Sacré-Cœur. Doctrine, histoire del P. Jean-Vincent Bainvel S.I.
Terminada la Guerra de 1936-1939, regresó a Granada, en cuya Facultad de Teología fue profesor. En esta misma ciudad tuvo trato espiritual con Carmen Méndez, con quien fundó en 1942 la congregación de las Misioneras Hijas del Corazón de Jesús, aprobada por el arzobispo (más tarde cardenal) Agustín Parrado y García. El Padre Alcañiz fue también inspirador de otra fundación: la de las Celadoras del Reinado del Corazón de Jesús, establecida por la religiosa salmantina Amadora Gómez Alonso y que recibió la aprobación canónica en abril de 1949 del obispo de Cuenca, mons. Inocencio Rodríguez Díez.
Con ser ingente su actividad, el espíritu misionero que lo animaba le pedía más; por eso, solicitó a sus superiores pasar a América para difundir la devoción al Sagrado Corazón entre los católicos del Nuevo Mundo. Escuchado que fue, le enviaron al Perú. Puso su cuartel general en Lima, a donde bajaba de vez en cuando desde el lugar en que se hallara para cumplir con la obligación de la vida en comunidad que es preceptiva incluso para los más inquietos hijos del de Loyola. Desde la capital peruana desplegó una increíble red de apostolado, yendo de pueblo en pueblo, a través de los Andes y llegando hasta a cruzar fronteras: el Ecuador, Colombia y Bolivia se beneficiaron también de su palabra fácil, amena, entrañable y estimulante.
Ningún obstáculo era infranqueable para el Padre Alcañiz. Fuera en un desvencijado coche o a lomo de caballo o mula, practicaba los senderos más peligrosos, bordeando precipicios, vadeando cursos torrentosos, salvando desprendimientos de roca, desafiando las inclemencias de un clima durísimo, los ataques de insectos inverosímiles y hasta el carácter huraño y desconfiado de más de alguna población que no había visto un rostro forastero en años y tal vez en décadas. A todo se acomodaba: se cuenta que en los lugares donde no encontraba sitio para pernoctar no se hacía un problema y dormía en algún nicho vacío del cementerio. Se hacía todo a todos: hacendados, braceros, peones, aristócratas, gentes citadinas, proletarios… todos se beneficiaron de su verbo y de su acción sacerdotal y a todos abrió sin distinción los tesoros escondidos en el Corazón de Jesús.
No se crea, sin embargo, que el Padre Alcañiz descuidó su vida intelectual: era un asiduo lector de la Sagrada Escritura, de la que sacaba muchos argumentos no sólo para su predicación, sino también para la reflexión teológica, en lo cual cumplió a la letra los deseos del Concilio Vaticano II, que quería una fundamentación más bíblica y menos especulativa de la Teología Católica. Fruto de sus largas horas de sumergimiento en la Palabra de Dios fue una magnífica serie de libros divulgativos bajo el título de “Destellos bíblicos”: El Padre Celestial, El Espíritu Santo, Psicología de la Virgen, San José, Los pequeños en la Biblia, El acto de caridad. En cada uno de ellos desarrolla con un maravilloso orden lógico cada asunto, analizando lo que la Biblia dice al respecto con una sencillez admirable y sin pedantería, lo que hace accesible a todos los públicos un discurso que, no por ello, deja de ser rigurosamente teológico. Estas obras fueron impresas —con la licencia de su buen amigo Mons. Mariano Jacinto Valdivia, obispo de Huaraz en los Andes peruanos— por las Misioneras Hijas del Corazón de Jesús, a las que había hecho establecerse en Lima, donde también tenían casa las Celadoras.
Un grave accidente sufrido en medio de sus andanzas andinas –y que a punto estuvo de costarle la vida– acabó abruptamente con su apostolado itinerante. Sus superiores le acabaron destinando al Colegio de la Inmaculada de Monterrico en Lima, donde se dedicó a las confesiones de los estudiantes y al estudio asiduo de las más diversas cuestiones, que interesaban a su espíritu inquieto y curioso de humanista. Investigó el fenómeno de las apariciones marianas, mostrando un verdadero entusiasmo por las presuntas manifestaciones de Garabandal (en un momento llegó incluso a adherir a las supuestas apariciones de El Palmar de Troya, pero se retractó humildemente). Profundizó en la mariología, llegando a proponer la “irredención” de la Virgen (su exención no sólo de la culpa sino del débito) y la consiguiente corredención plena con Jesucristo. Continuó con sus investigaciones escatológicas y llegó a escribir un osado compendio comentado (inédito) de La Venida del Mesías en gloria y majestad, conocida y controvertida obra que el ex jesuita chileno P. Manuel Lacunza publicó, a principios del siglo XIX, bajo el pseudónimo de Juan Josafat Ben Ezra y en la que defiende abiertamente el milenarismo.
El P. Alcañiz intentó fundar una nueva congregación inspirada en el anacoretismo de los Padres del desierto y la experiencia cenobítica: los Cartujos del Padre Celestial, en dos ramas: masculina y femenina. La experiencia no prosperó al dispersarse los primeros adeptos y optar algunos por otras órdenes ya establecidas. Hacia el final de sus días, volvió a la misa tradicional (hoy forma extraordinaria del rito romano). Sus últimos años los pasó apaciblemente en la parroquia de Nuestra Señora de Fátima en Miraflores (Lima). El 13 de agosto de 1981, se sintió repentinamente indispuesto y, tras breve agonía, murió con fama de santidad, a la edad de 88 años, siendo enterrado en el cementerio de la casa jesuita de ejercicios espirituales Villa Kostka en Huachipa (Lima), donde espera la resurrección de la carne y la vida perdurable, junto a otros santos varones de la Compañía de Jesús como el R.P. José Vicente Sánchez, el R.P. Luis Gámez Belmonte y el R. P. José Ridruejo, dignos hijos –como él– de san Ignacio.
Florentino Alcañiz García nació en Torrubia del Castillo (provincia de Cuenca), el 14 de marzo de 1893, en el seno de una familia sencilla que vivía de un molino de su propiedad sobre el río Júcar. Muy pronto se manifestó en él una fuerte inclinación a la vida contemplativa, al punto que quiso ingresar en la Orden de los Cartujos. Pudo más, sin embargo, el impulso del apostolado y el 12 de octubre de 1908, a los quince años, fue aceptado en la casa noviciado que los jesuitas tenían en Granada y que era conocida casualmente como "la Cartuja". Como novicio conoció y trabó amistad con el mejicano Miguel Pro, futuro mártir de la persecución religiosa callista. También entró en contacto con la doctrina escatológica del milenarismo (la interpretación literal del capítulo XX del Apocalipsis), enseñada entonces por el P. Ramón Orlandis Despuig S.I. y más tarde por el insigne escriturista P. Ramón Rovira S.I. y que iba a tener un lugar preponderante en su pensamiento teológico.
La extraordinaria capacidad intelectual demostrada por el maestrillo Florentino Alcañiz, hizo que sus superiores lo enviaran a Roma, donde se doctoró en Filosofía por la Pontificia Universidad Gregoriana, obteniendo las máximas calificaciones y el título de Maestro Agregado. Su tesis De autografo Tractatus inediti Card. Ioannis de Lugo "De Anima" fue considerada una contribución importante a las ciencias sagradas. Por esa misma época publicaba su obra clave en escatología: Ecclesia patristica et millenarismus (La Iglesia Patrística y el Milenarismo), de la cual haría una importante glosa décadas más tarde el teólogo y escritor argentino P. Leonardo Castellani (publicada por las Ediciones Paulinas).
Ordenado sacerdote y hecha la profesión en la Compañía, pasó e enseñar en varios teologados jesuitas; tanto en España (Granada) como, más tarde, a partir de 1932 (cuando la Segunda República Española expulsó a los Padres de España), en el extranjero (Cerdeña y Bélgica). Paralelamente, se dedicó a difundir la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tan propiamente jesuítica y que había hecho suya con gran fervor en sus años de noviciado, fruto de lo cual fue el libro por el que el Padre Alcañiz es más conocido: La Devoción al Corazón de Jesús, la mejor exposición histórica y ascética que se ha escrito en español del tema, parangonable al clásico francés La dévotion au Sacré-Cœur. Doctrine, histoire del P. Jean-Vincent Bainvel S.I.
Terminada la Guerra de 1936-1939, regresó a Granada, en cuya Facultad de Teología fue profesor. En esta misma ciudad tuvo trato espiritual con Carmen Méndez, con quien fundó en 1942 la congregación de las Misioneras Hijas del Corazón de Jesús, aprobada por el arzobispo (más tarde cardenal) Agustín Parrado y García. El Padre Alcañiz fue también inspirador de otra fundación: la de las Celadoras del Reinado del Corazón de Jesús, establecida por la religiosa salmantina Amadora Gómez Alonso y que recibió la aprobación canónica en abril de 1949 del obispo de Cuenca, mons. Inocencio Rodríguez Díez.
Con ser ingente su actividad, el espíritu misionero que lo animaba le pedía más; por eso, solicitó a sus superiores pasar a América para difundir la devoción al Sagrado Corazón entre los católicos del Nuevo Mundo. Escuchado que fue, le enviaron al Perú. Puso su cuartel general en Lima, a donde bajaba de vez en cuando desde el lugar en que se hallara para cumplir con la obligación de la vida en comunidad que es preceptiva incluso para los más inquietos hijos del de Loyola. Desde la capital peruana desplegó una increíble red de apostolado, yendo de pueblo en pueblo, a través de los Andes y llegando hasta a cruzar fronteras: el Ecuador, Colombia y Bolivia se beneficiaron también de su palabra fácil, amena, entrañable y estimulante.
Ningún obstáculo era infranqueable para el Padre Alcañiz. Fuera en un desvencijado coche o a lomo de caballo o mula, practicaba los senderos más peligrosos, bordeando precipicios, vadeando cursos torrentosos, salvando desprendimientos de roca, desafiando las inclemencias de un clima durísimo, los ataques de insectos inverosímiles y hasta el carácter huraño y desconfiado de más de alguna población que no había visto un rostro forastero en años y tal vez en décadas. A todo se acomodaba: se cuenta que en los lugares donde no encontraba sitio para pernoctar no se hacía un problema y dormía en algún nicho vacío del cementerio. Se hacía todo a todos: hacendados, braceros, peones, aristócratas, gentes citadinas, proletarios… todos se beneficiaron de su verbo y de su acción sacerdotal y a todos abrió sin distinción los tesoros escondidos en el Corazón de Jesús.
No se crea, sin embargo, que el Padre Alcañiz descuidó su vida intelectual: era un asiduo lector de la Sagrada Escritura, de la que sacaba muchos argumentos no sólo para su predicación, sino también para la reflexión teológica, en lo cual cumplió a la letra los deseos del Concilio Vaticano II, que quería una fundamentación más bíblica y menos especulativa de la Teología Católica. Fruto de sus largas horas de sumergimiento en la Palabra de Dios fue una magnífica serie de libros divulgativos bajo el título de “Destellos bíblicos”: El Padre Celestial, El Espíritu Santo, Psicología de la Virgen, San José, Los pequeños en la Biblia, El acto de caridad. En cada uno de ellos desarrolla con un maravilloso orden lógico cada asunto, analizando lo que la Biblia dice al respecto con una sencillez admirable y sin pedantería, lo que hace accesible a todos los públicos un discurso que, no por ello, deja de ser rigurosamente teológico. Estas obras fueron impresas —con la licencia de su buen amigo Mons. Mariano Jacinto Valdivia, obispo de Huaraz en los Andes peruanos— por las Misioneras Hijas del Corazón de Jesús, a las que había hecho establecerse en Lima, donde también tenían casa las Celadoras.
Un grave accidente sufrido en medio de sus andanzas andinas –y que a punto estuvo de costarle la vida– acabó abruptamente con su apostolado itinerante. Sus superiores le acabaron destinando al Colegio de la Inmaculada de Monterrico en Lima, donde se dedicó a las confesiones de los estudiantes y al estudio asiduo de las más diversas cuestiones, que interesaban a su espíritu inquieto y curioso de humanista. Investigó el fenómeno de las apariciones marianas, mostrando un verdadero entusiasmo por las presuntas manifestaciones de Garabandal (en un momento llegó incluso a adherir a las supuestas apariciones de El Palmar de Troya, pero se retractó humildemente). Profundizó en la mariología, llegando a proponer la “irredención” de la Virgen (su exención no sólo de la culpa sino del débito) y la consiguiente corredención plena con Jesucristo. Continuó con sus investigaciones escatológicas y llegó a escribir un osado compendio comentado (inédito) de La Venida del Mesías en gloria y majestad, conocida y controvertida obra que el ex jesuita chileno P. Manuel Lacunza publicó, a principios del siglo XIX, bajo el pseudónimo de Juan Josafat Ben Ezra y en la que defiende abiertamente el milenarismo.
El P. Alcañiz intentó fundar una nueva congregación inspirada en el anacoretismo de los Padres del desierto y la experiencia cenobítica: los Cartujos del Padre Celestial, en dos ramas: masculina y femenina. La experiencia no prosperó al dispersarse los primeros adeptos y optar algunos por otras órdenes ya establecidas. Hacia el final de sus días, volvió a la misa tradicional (hoy forma extraordinaria del rito romano). Sus últimos años los pasó apaciblemente en la parroquia de Nuestra Señora de Fátima en Miraflores (Lima). El 13 de agosto de 1981, se sintió repentinamente indispuesto y, tras breve agonía, murió con fama de santidad, a la edad de 88 años, siendo enterrado en el cementerio de la casa jesuita de ejercicios espirituales Villa Kostka en Huachipa (Lima), donde espera la resurrección de la carne y la vida perdurable, junto a otros santos varones de la Compañía de Jesús como el R.P. José Vicente Sánchez, el R.P. Luis Gámez Belmonte y el R. P. José Ridruejo, dignos hijos –como él– de san Ignacio.