sexta-feira, 12 de fevereiro de 2010

El sacerdote en el Ofertorio de la Santa Misa


Columna de teología litúrgica dirigida por don Mauro Gagliardi


ROMA, viernes 12 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- El artículo de hoy de nuestra columna – escrito originalmente en español por don Juan Silvestre, profesor de Liturgia en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz y Consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice – describe el papel del sacerdote en el Ofertorio de la Santa Misa, tomando en consideració´n sólo la forma ordinaria del Rito Romano, que ha sido simplificada, tanto en los gestos como sobre todo en las oraciones, respecto a la forma extraordinaria. El texto pone en evidencia la riqueza espiritual que, a pesar de esto, es aún posible encontrar en ella (Don Mauro Gagliardi).

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Por Juan José Silvestre Valór

“En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el Obispo o el sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes exclamando: “Conversi ad Dominum” –volveos ahora hacia el Señor. Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios viviente, hacia la luz verdadera”[1]. Estas palabras del santo Padre Benedicto XVI nos permiten introducirnos en el tema que nos ocupa: “el sacerdote en el Ofertorio de la Santa Misa”.

Una vez acabada la liturgia de la Palabra entramos en la liturgia Eucarística. Como sabemos bien, ambas –liturgia de la Palabra y de la Eucaristía–“están estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto”[2]. De ahí que la oblatio donorum o presentación de las ofrendas, primer gesto que el sacerdote, representando a Cristo Señor, realiza en la Liturgia eucarística[3], no es sólo como un “intervalo” entre ésta y la liturgia de la Palabra, sino que constituye un punto de unión entre estas dos partes interrelacionadas para formar, sin confundirse, un único rito. De hecho, la Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la Eucaristía.

La liturgia de la Palabra es un verdadero discurso que espera y exige una respuesta. Posee un carácter de proclamación y de diálogo: Dios que habla a su pueblo y éste que responde y hace suya esta palabra divina por medio del silencio, del canto; se adhiere a ella profesando su fe en la professio fidei, y lleno de confianza acude con sus peticiones al Señor[4]. Como consecuencia, el dirigirse recíproco del que proclama hacia el que escucha y viceversa, implica que sea razonable que se sitúen uno frente al otro[5].

Sin embargo, cuando el sacerdote deja el ambón o la sede, para situarse en el altar –centro de toda la liturgia eucarística[6]– nos preparamos de un modo más inmediato para la oración común que sacerdote y pueblo dirigen al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo[7]. En esta parte de la celebración, el sacerdote únicamente habla al pueblo desde el altar[8], pues la acción sacrificial que tiene lugar en la liturgia eucarística no se dirige principalmente a la comunidad. De hecho, la orientación espiritual e interior de todos, del sacerdote –como representante de la Iglesia entera– y de los fieles, es versus Deum per Iesum Christum. Así entendemos mejor la exclamación de la Iglesia antigua: “Conversi ad Dominum”. “Sacerdote y pueblo ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto durante la oración miran en la misma dirección, hacia una imagen de Cristo en el ábside, o hacia una cruz o simplemente hacia el cielo, como hizo el Señor en la oración sacerdotal la noche antes de su Pasión”[9].

La oblatio donorum, es decir el ofertorio o presentación de los dones, prepara el sacrificio. En sus inicios se trataba de una simple preparación exterior del centro y cumbre de toda la celebración que es la Plegaria eucarística. Así lo vemos en los testimonios de Justino[10], o en el desarrollo más elaborado que presenta el Ordo Romanus I ya en el siglo VII. De todos modos, limitarse a considerar la oblación de los fieles, en estos primeros siglos, desde su simple veste exterior preparatoria significaría vaciar su significado ideal y concreto[11].

En realidad, muy pronto se entendió este gesto material de un modo mucho más profundo. Esta preparación no se concebirá únicamente como una acción exterior necesaria, sino como un proceso esencialmente interior. Por eso se relacionó con el gesto del cabeza de familia judío que eleva el pan hacia Dios para de nuevo recibirlo de Él, renovado. En un segundo momento, entendido de un modo más profundo, este gesto se asocia con la preparación que Israel hace de sí mismo para presentarse ante su Señor. De este modo, el gesto externo de preparar los dones se comprenderá, cada vez más, como un prepararse interiormente ante la cercanía del Señor que busca a los cristianos en sus ofrendas. En realidad “se hace patente que el verdadero don del sacrificio conforme a la Palabra somos nosotros, o hemos de llegar a serlo, con la participación en el acto con el que Jesucristo se ofrece a sí mismo al Padre”[12].

Esta profundización en el significado del gesto de presentación de los dones resulta una consecuencia lógica de la misma forma externa que presenta la Santa Misa[13]. Su elemento primordial, el novum radical que Jesús inserta en la cena sacrificial judía, es precisamente la “Eucaristía”, es decir, el hecho de que sea una oración memorial de acción de gracias. Esta oratio –la solemne plegaria eucarística- es algo más que una serie de palabras, es actio divina que se lleva a cabo a través del discurso humano. Por medio de ella los elementos de la tierra son trans-substanciados, arrancados, por así decirlo, de su enraizamiento creatural, asumidos en el fundamento más profundo de su ser y transformados en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Nosotros mismos, participando de esta acción, somos transformados y nos convertimos en el verdadero Cuerpo de Cristo.

Se entiende así que “el memorial de su total entrega no consiste en la repetición de la Última Cena, sino propiamente en la Eucaristía, es decir, en la novedad radical del culto cristiano. Jesús nos ha encomendado así la tarea de participar en su hora. La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. Él nos atrae hacia sí”[14].

Es Dios mismo quien actúa en la plegaria eucarística y nosotros nos sentimos atraídos hacia esta acción de Dios[15]. En este camino que se inicia con la presentación de los dones, el sacerdote ejerce una función de mediación, como sucede en el canon o en el momento de la comunión. Si bien con la actual procesión de las ofrendas el papel de los fieles resulta destacado, permanece siempre la mediación sacerdotal pues el sacerdote recibe las ofertas y las dispone sobre el altar[16].

En esta vía hacia la oratio, que conlleva el ofrecimiento personal, las acciones externas resultan secundarias. Ante la oratio el hacer humano pasa a un segundo plano. Lo esencial es la acción de Dios, que a través de la plegaria eucarística quiere transformar a nosotros mismos y el mundo. Por este motivo, es lógico que a la plegaria eucarística nos acerquemos en silencio y rezando. Y resulta obligado que el proceso exterior de la presentación de los dones se corresponda con un proceso interior: “la preparación de nosotros mismos; nos ponemos en camino, nos presentamos al Señor: le pedimos que nos prepare para la transformación. El silencio común es, por tanto, oración común, incluso acción común; es ponerse en camino desde el lugar de nuestra vida cotidiana hacia el Señor, para hacernos contemporáneos de Él”[17].

Así pues, el momento de la oblatio donorum, “gesto humilde y sencillo, tiene un sentido muy grande: en el pan y el vino que llevamos al altar toda la creación es asumida por Cristo Redentor para ser transformada y presentada al Padre”[18]. Es lo que podríamos denominar el carácter cósmico y universal de la celebración eucarística. El ofertorio prepara la celebración y nos inserta en el “mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo”[19].

No es otro el sentido del gesto de elevación de los dones y de las oraciones que acompañan al gesto de presentación de los dones del pan y del vino. “Bendito seas Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos, él será para nosotros pan de vida”. Su contenido enlaza con las oraciones que los judíos recitaban en la mesa. Oraciones que en su forma de bendición, tienen como punto de referencia la Pascua de Israel, son pensadas, declamadas y vividas pensando en aquélla. Esto supone que han sido elegidas como una anticipación silenciosa del misterio pascual de Jesucristo. Por eso, la preparación y la realidad definitiva del sacrificio de Cristo se compenetran en estas palabras.

Por otra parte, “llevamos también al altar todo el sufrimiento y el dolor del mundo, conscientes de que todo es precioso a los ojos de Dios”[20]. En realidad, “el celebrante, en cuanto ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote, que lleva a cabo –en virtud del poder específico de la sagrada ordenación– el verdadero acto sacrificial que lleva de nuevo a los seres a Dios. En cambio los que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como Él, ofrecen con Él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales, representados por el pan y el vino, desde el momento de su preparación en el altar”[21].

El pan y el vino se convierten, en cierto sentido, en símbolo de todo lo que lleva la asamblea eucarística, por sí misma, en ofrenda a Dios y que ofrece en espíritu. Esta es la fuerza y significado espiritual de la presentación de los dones[22]. Y en esta línea se comprende la incensación de esos mismos dones colocados sobre el altar, de la cruz y del altar mismo, que significa la oblación de la Iglesia y su oración que suben como incienso hasta la presencia de Dios[23].

Se entiende mejor ahora que la liturgia eucarística, con su carga de presentación y oferta de la creación y de sí mismos a Dios, empezase, en la Iglesia antigua, con aquella exclamación: “Conversi ad Dominum –siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestros pensamientos y obras. Siempre tenemos que dirigirnos a Él. Siempre hemos de ser convertidos, dirigir toda la vida a Dios”[24].

Este camino de conversión, que necesita ser más intenso e inmediato en este momento previo a la plegaria eucarística, debería ser orientado en primer lugar por la cruz. Una propuesta para hacerlo realidad la señala Benedicto XVI: “no proceder a nuevas transformaciones, sino proponer simplemente la cruz al centro del altar, hacia la cual puedan mirar juntos el sacerdote y los fieles, para dejarse guiar en tal modo hacia el Señor, al que todos juntos rezamos”[25].

Por otra parte el gesto de presentación de los dones y la actitud con que se realiza, estimulan los deseos de conversión y oblación de la propia persona. Son diversos los gestos y palabras que se dirigen a lograr este ojetivo. Veamos brevemente dos de ellos.

a) La oración “In spiritu humilitatis...”[26]. Esta fórmula entra en los libros litúrgicos de Francia en el siglo IX. Aparece por primera vez en el sacramentario franco de Amiens, en el sector ofertorial[27]. En la liturgia romana lo encontramos ya en el Ordo de la Curia y de ahí pasa el Misal de san Pío V.

Como señala Lodi, antes de empezar el texto de la gran plegaria eucarística (el Canon romano) que debe ser recitado fielmente y en el que las intenciones personales son más difícilmente expresables, encontramos esta oración que permite al celebrante poner de relieve sus sentimientos. Al mismo tiempo, por medio de la palabra bíblica que impregna toda esta oración, se expresa el sentido último de toda oblación exterior: el don del corazón acompañado por la disposición íntima del sacrificio personal[28].

Notamos que la articulación en plural parece indicar, una vez más, que el sacerdote celebrante la pronuncia en nombre suyo y del pueblo. No nos parece razón suficiente para calificarla de oración privada el que se pronuncie en secreto por el sacerdote, pues las mismas oraciones de presentación de los dones pueden ser pronunciadas en voz alta o secreto y en ningún momento se consideran como privadas.

El silencio que se produce en este momento del rezo de la apología, y la posición –profundamente inclinado– del sacerdote, que manifiesta un claro ademán penitencial, facilitan a los que participan en la celebración que sean capaces de penetrar las cosas invisibles, y acentúan la idea de la necesidad de la penitencia y la humildad al encontrarnos ante Dios. Humildad y reverencia delante de los santos misterios: actitudes que revelan la sustancia misma de cualquier Liturgia[29].

b) El lavabo[30]. El lavabo en la Misa por parte del presbítero no presenta una tradición universal (en Italia y en España no lo encontramos prácticamente hasta el siglo XV, mientras que en Francia es introducido a partir de los Ordines que llegaron de Roma hacia el siglo IX[31]). En Roma presentará una función únicamente práctica, si bien después adquirirá también una simbología[32].

En la actualidad, el lavabo es una acción puramente simbólica, como se deriva de la fórmula empleada, así como del hecho que, generalmente, se lavan únicamente las puntas de los dedos índice y pulgar –los que van a tocar la sagrada Forma–. Podemos decir que el rito expresa el deseo de purificación interior[33]. De ahí que algunos plantearon y siguen planteando la supresión de este rito. No compartimos esta idea pues pensamos que tiene un claro valor catequético y además constituye un renovado acto penitencial para el sacerdote que, en ese momento, se sitúa en vista de la acción eucarística y como preparación a la misma. Al mismo tiempo, como apunta Lodi[34], la fórmula que acompaña el gesto del lavado de las manos, ya está presente desde la antigüedad cristiana como uso solemne practicado antes de que el sacerdote se recoja en oración, como se testimonia en Tertuliano[35] y en la Tradición apostólica[36].

El sacerdote concluye la presentación de los dones, dirigiéndose a los fieles pidiéndoles que recen para que: este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso. “Tales palabras tienen un valor de compromiso en cuanto expresan el carácter de toda la liturgia eucarística y la plenitud de su contenido tanto divino como eclesial”[37]. Y lo mismo podría decirse de la respuesta de los fieles: el Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia. Así pues resulta lógico que “la conciencia del acto de presentar las ofrendas, debería ser mantenida durante toda la Misa”[38], pues los fieles deben aprender a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada, no sólo por manos del sacerdote sino también juntamente con él[39].



[1] BENEDICTO XVI, Vigilia pascual, Homilía Sábado Santo 22.III.2008.

[2] IGMR, n. 28; cf. CONC. ECUM. VATICANO II, Const. Sacrosanctum concilium, n. 56.

[3] Cf. IGMR, n. 72-73.

[4] Cf. IGMR, n. 55.

[5] Cf. J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, p. 102.

[6] Cf. IGMR, n. 73.

[7] Cf. IGMR, n. 78.

[8] Cf. Pregare “ad Orientem versus”, Notitiae 322 vol. 29 (1993), p. 249.

[9] BENEDICTO XVI, Opera omnia, Prefacio.

[10] Cf. Apol. 1, 65 ss.

[11] Cf. V. RAFFA, “Oblazione dei fedeli” en Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, CLV-Edizioni Liturgiche, Roma 2003, p. 405.

[12] J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, p. 237.

[13] Cf. J. RATZINGER, “Forma y contenido de la celebración eucarística” en La fiesta de la fe, pp. 43-66.

[14] BENEDICTO XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 11.

[15] “La grandeza de la obra de Cristo consiste precisamente en el hecho de que él no permanece aislado y separado frente a nosotros, que no nos deja a una simpe pasividad; no solo nos soporta, sino que nos lleva, se identifica con nosotros, que a él pertenecen nuestros pecados, a nosotros su ser: él nos acoge realmente, para que seamos activos con él y a partir de él, actuemos con él y participemos por tanto en su sacrificio, compartamos su misterio. Así también nuestra vida y nuestro sufrimiento, nuestra esperanza y nuestro amor, se convierten en fecundos en el nuevo corazón que él nos ha dado” (J. RATZINGER, Il Dio vicino, p. 47-48).

[16] Cf. IGMR, n. 73.

[17] J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia. Una introducción, p. 236.

[18] BENEDICTO XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 47

[19] JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 8. “Se explique la cosa como se explique, objetivamente hablando no parece poderse negar la efectiva implicación ya actual en la acción y en el movimiento, que diríamos de naturaleza oblativa (offerimus), de la tierra, del hombre y de su actividad creativa, obviamente no como objeto absoluto cerrado en sí mismo y concluido definitivamente en el momento, sino dinámico, abierto a una conversión y centrado en un objetivo futuro en sí mismo, pero ya presente en la mente y en el corazón. El sacrificio ritualmente se representará, ciertamente, solo en la plegaria eucarística. Con todo no será como un evento que surge de la nada. Será en cambio el culmen de una ascensión vivida interiormente y dirigida completamente hacia él” (V. RAFFA, Liturgia eucaristica. Mistagogia della Messa: dalla storia e dalla teologia alla pastorale pratica, p. 415).

[20] BENEDICTO XVI, Exh. apost. post. Sacramentum caritatis, n. 47

[21] JUAN PABLO II, Carta apost. Dominicae Cenae, 24.II.1980, n. 9.

[22] Cf. IGMR, n. 73.

[23] Cf. IGMR, 75.

[24] BENEDICTO XVI, Vigilia pascual, Homilía Sábado Santo 22.III.2008.

[25] BENEDICTO XVI, Opera omnia, Prefacio.

[26] Cf. J. JUNGMANN, El sacrificio eucarístico, II, n. 52, 58, 60, 105. M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia II, 292.

[27] Cf. P. TIROT, “Histoire des prières d'offertoire dans la liturgie romaine du VIIe au XVIe siècle”, Ephemerides Liturgicae 98 (1984), p. 169.

[28] Cf. E. LODI, “Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romain”, en L'Eucharistie: célebrations, rites, piétés, BEL Subsidia 79, CLV-Edizioni Liturgiche, Roma 1995, p. 246.

[29] Cf. JUAN PABLO II, Mensaje a la Asamblea plenaria de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (21.IX.2001)

[30] Cf. J. JUNGMANN, El sacrificio eucarístico, nn. 83-84. M. RIGHETTI, Historia de la Liturgia II, 282-284.

[31] Cf. P. TIROT, “Histoire des prières d'offertoire dans la liturgie romaine du VIIe au XVIe siècle”, 174-177.

[32] Conviene no olvidar que una ablución simbólica en la liturgia de la Misa oriental es muy antigua. Aparece atestiguada ya en la catequesis mistagógica atribuida a Cirilo de Jerusalén (+387) V, 2; ed. A. PIÉDAGNEL, sC 126, 146-148 y también en el Pseudodionisio (s. V-VI), Eccl. Hier. III, III, 10; PG 3, 437D-440AB.

[33] IGMR, n. 76: “Deinde sacerdos manus lavat ad latus altaris, quo rito desiderium internae purificationis exprimitur”.

[34] Cf. E. LODI, “Les prières privées du prêtre dans le déroulement de la messe romain” , 246.

[35] Cf. TERTULIANO, De oratione III, CSEL 20, 188.

[36] Cf. Tradition Apostolique, 41, sC 22 bis, Paris 1968, 125.

[37] JUAN PABLO II, Carta apost. Dominicae Cenae, 24.II.1980, n. 9.

[38] Idem.

[39] Cf. CONC. ECUM. VATICANO II, Cons. Sacrosanctum concilium, n. 48.