terça-feira, 16 de fevereiro de 2010

Magisterio Pontificio: Sobre la Santidad de la Vida Sacerdotal




EXHORTACIÓN APOSTÓLICA


MENTI NOSTRAE

DE SU SANTIDAD

PÍO XII

SOBRE LA SANTIDAD DE LA VIDA SACERDOTAL



En nuestra alma resuena siempre aquella voz del Divino Redentor cuando dijo a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿Me amas más que éstos?... Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21, 15 y 17); y también aquella otra con que, por su parte, el Príncipe de los Apóstoles exhortaba a los Obispos y a los fieles de su tiempo, al decirles: «Apacentad la grey de Dios, que está entre vosotros..., haciéndoos modelo de vuestra grey» (1P 5, 2. 3).

Meditando con atención, tales palabras, juzgamos que es oficio muy principal de Nuestro ministerio el hacer todo lo posible cada día para que sea más eficaz la labor de los sagrados Pastores y sacerdotes, que como fin necesario tiene el conducir al pueblo cristiano para que evite el mal, venza los peligros y adquiera la santidad y ello es más necesario aún en nuestros tiempos, cuando pueblos y naciones, a causa de la reciente cruelísima guerra, no sólo experimentan graves dificultades, sino que se hallan sometidos a una profunda perturbación espiritual mientras los enemigos del catolicismo, con mayor audacia a causa de las circunstancias de la sociedad, con odio criminal y con disimuladas asechanzas se empeñan por apartar de Dios y de su Cristo a los hombres todos.

Restauración cristiana, cuya necesidad todos los buenos admiten actualmente, que Nos incita a dirigir Nuestro pensamiento y Nuestro afecto de modo especial a los sacerdotes de todo el mundo, porque bien sabemos la humilde, vigilante y entusiasta actividad de ellos, pues viven entre el pueblo y, al conocer plenamente sus dificultades, sus penas y sus angustias, así espirituales como materiales, pueden con las normas evangélicas renovar las costumbres de todos y establecer definitivamente, en el mundo, el reinado de Jesucristo, «reino de justicia, de amor y de paz»[1].

Pero de ningún modo será posible que el ministerio sacerdotal logre con plenitud alcanzar aquellos efectos que corresponden adecuadamente a las necesidades de nuestra época, si los sacerdotes no brillan, ante el pueblo, que les rodea, con el brillo de una santidad insigne, y si no son dignos ministros de Cristo, fieles «dispensadores de los misterios divinos de Dios» (cf. 1Co 4, 1), eficaces «colaboradores de Dios» (cf. 1Co 3, 9), preparados para toda obra buena (cf. 2Tm 3, 17).

Y por ello, pensamos que de ningún modo podremos manifestar mejor Nuestra gratitud a los sacerdotes del mundo entero —que, en ocasión del quincuagésimo aniversario de Nuestro sacerdocio, con sus oraciones al Señor dieron testimonio de su filial piedad hacia Nos— que dirigiendo a todo el Clero una paternal exhortación a la santidad, sin la cual no puede ser fecundo el ministerio que les está confiado. El Año Santo, que hemos anunciado con la esperanza de que todos ajusten sus costumbres a las enseñanzas del Evangelio, deseamos que, como primer fruto, produzca éste: el de que todos cuantos son guía del pueblo cristiano atiendan con mayor empeño a dirigirse hacia la cima de la santidad, pues sólo con tal espíritu y con tales armas podrán renovarse en el espíritu de Jesucristo a la grey que les está confiada.

Ciertamente que las necesidades actuales, hoy tan crecidas, de la sociedad, exigen cada vez más la perfección de los sacerdotes; pero téngase bien en cuenta que ellos están ya antes obligados —por la misma naturaleza del santísimo ministerio que Dios les ha confiado— a tender hacia la santidad, y ello siempre en todas las circunstancias y por todos los medios.

Como han enseñado Nuestros Predecesores, y singularmente Pío X[2] y Pío XI[3], así como Nos mismo también lo hemos mostrado en las encíclicas Mysticis Corporis[4] y Mediator Dei[5] el sacerdocio es, ciertamente, el gran don del Divino redentor: pues éste, a fin de perpetuar hasta el final de los siglos, la obra de la redención, por él consumada en su sacrificio de la Cruz, confió su potestad a la Iglesia, a la que quiso hacer partícipe de su único y eterno sacerdocio. El sacerdote es como otro Cristo, porque está sellado con un carácter indeleble, por el que se convierte casi en imagen viva de nuestro Salvador; el sacerdote representa a Cristo, el cual dijo: «Como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros» (Jn 20, 21), «el que a vosotros os escucha a mi me escucha» (Lc 10, 16). Consagrado, como por una divina vocación, a este augustísimo misterio, está constituido en lugar de los hombres en las cosas que tocan a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados (Hb 5, 1). Necesario es, por lo tanto, que a él recurra todo el que quiera vivir la vida del Divino Redentor y desee recibir fuerza, consuelo y alimento para su alma; en él también habrá de buscar la necesaria medicina quienquiera que desee levantarse de sus pecados y tornarse al recto camino. Por ese motivo, todos los sacerdotes con plena razón podrán aplicarse a sí mismos aquellas palabras del Apóstol de las Gentes: «Cooperadores somos... de Dios» (1Co 3, 9).

Pero tan excelsa dignidad exige de los sacerdotes que con fidelidad suma correspondan a su altísimo oficio. Destinados a procurar la gloria de Dios en la tierra, a alimentar y aumentar el Cuerpo Místico de Cristo, es necesario absolutamente que sobresalgan de tal modo por la santidad de sus costumbres, que por su medio se difunda por todas partes «el buen aroma de Cristo» (2Co 1, 15).

El mismo día en que vosotros, amados hijos, fuisteis ensalzados a la dignidad sacerdotal, el obispo, en nombre de Dios, os indicó solemnemente, cuál era vuestro deber fundamental: «Comprended lo que hacéis, imitad lo que traéis entre manos; para que, al celebrar el misterio de la muerte del Señor, procuréis purificar vuestros miembros de todos los vicios y concupiscencias. Sea vuestra doctrina medicina espiritual para el pueblo de Dios; sea el aroma de vuestra vida el preferido de la Iglesia de Cristo, para que, con la predicación y con el ejemplo, edifiquéis la casa que es la familia de Dios»[6]. Totalmente inmune de pecado, vuestra vida — mucho más que la de los simples fieles— esté escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3, 3) y así adornados con la excelsa virtud que exige vuestra dignidad, consagraos a llevar a cabo la obra de la redención, pues a ello os ha destinado la consagración sacerdotal.

Esta es la decisión que espontánea y libremente os comprometisteis a realizar; sed santos, porque, como sabéis, sagrado es vuestro ministerio.

I

Según las enseñanzas del Divino maestro, la perfección de la vida cristiana tiene su fundamento en el amor a Dios y al prójimo (cf. Mt 22, 37, 38, 39); pero este amor ha de ser férvido, diligente, activo. Y, si así estuviere conformado, en cierto modo encierra ya en sí todas las virtudes (cf. 1Co 13, 4, 5 ,5, 7); y por ello, con toda razón, puede llamarse «vínculo de perfección» (Col 3, 14). Cualesquiera sean las circunstancias en que se encuentre el hombre, necesario es que dirija sus intenciones y sus actos hacia tal ideal.

A ello, pues, viene obligado de modo particular el sacerdote. Porque todos sus actos sacerdotales por su misma naturaleza —esto es, en cuanto que el sacerdote ha sido llamado a tal fin por divina vocación, y para ello ha sido adornado con un divino oficio y con carismas divinos— es necesario que tiendan a ello: pues él mismo tiene que asociar su actividad a la de Cristo, único y eterno Sacerdote: y necesario es que siga e imite a Aquel que, durante su vida terrenal, tuvo como fin supremo el manifestar su ardentísimo amor al Padre y hacer Partícipes a los hombres de los infinitos tesoros de su corazón.

El principal impulso que debe mover al espíritu sacerdotal es el de unirse íntimamente con el Divino Redentor, el aceptar íntegra y dócilmente los mandatos de la doctrina cristiana, y el de llevarlos a la práctica, en todos los momentos de su vida, con tal diligencia que la fe sea la guía de su conducta y ésta, en cierto modo, refleje el esplendor de la fe.

Guiado por el esplendor de esta virtud, siempre tenga fija su mirada en Cristo; siga con toda diligencia sus mandatos, sus actos y sus ejemplos; y hállese plenamente convencido de que no le basta cumplir aquellos deberes a que vienen obligados los simples fieles, sino que ha de tender cada vez más y más hacia aquella santidad que la excelsa dignidad sacerdotal exige, según manda la Iglesia: «El clérigo debe llevar vida más santa que los seglares y servir a éstos de ejemplo en la virtud y en la rectitud de las obras» (CIC, can. 124).

La vida sacerdotal, del mismo modo que se deriva de Cristo, debe toda y siempre dirigirse a El. Cristo es el Verbo de Dios, que no desdeñó tomar la naturaleza humana, que vivió su vida terrenal para cumplir la voluntad del eterno Padre, que difundió en torno a sí el aroma del lirio, que vivió en la pobreza, «que pasó haciendo el bien y sanando a todos»(Hch, 10, 38); que, en fin, se inmoló como hostia por la salvación de los hermanos. Ante vuestros ojos tenéis, amados hijos, el cuadro de aquella tan admirable vida: empeñaos con todo esfuerzo por reproducirla en vosotros, acordándoos de aquella exhortación: «Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis como yo he hecho» (Jn 13, 15).

El comienzo de la perfección cristiana está en la humildad. «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11 29). Pues si bien consideramos la tan excelsa dignidad a la que por el bautismo y por la sagrada ordenación fuimos llamados, y si reconocemos nuestra propia miseria espiritual, necesario es que meditemos aquella divina sentencia de Jesucristo: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15, 5).

El sacerdote no deberá confiar en sus propias fuerzas, ni complacerse con desorden en sus propias dotes, ni andar buscando el juicio y alabanza de los hombres, ni aspirar ambicioso a las más altas dignidades, sino imitar a Cristo, que no vino «para ser servido sino para servir» (Mt 20, 28); niéguese, pues, a sí mismo, según el mandato del Evangelio (cf. Mt 16, 24)27, y no se apegue en su ánimo a las cosas terrenales con demasía, para así poder seguir, más fácil y más libremente, al Divino Maestro. Todo cuanto él tiene, todo cuanto él es, se deriva de la bondad y del poder de Dios; por lo tanto, si de algo quisiere gloriarse, recuerde bien las palabras del Apóstol: «Mas por lo que toca a mí mismo, no me gloriare sino de mis debilidades» (2Co 12, 5).

Semejante espíritu de humildad, iluminado por la luz de la fe, obliga al hombre a inmolar, en cierto modo, su voluntad mediante la obligada obediencia. Fue el mismo Cristo quien estableció, en la sociedad por él fundada, una legítima autoridad, encargada de perpetuar la de El para siempre; por ello, quien obedece a los superiores, en la Iglesia, obedece al Redentor mismo.

En tiempos como los nuestros, cuando el principio de autoridad es quebrantado con audacia y temeridad, es absolutamente necesario que el sacerdote, además de mantener firmemente en su espíritu los principios de la fe, reconozca y en conciencia admita tal autoridad no sólo como obligada defensa del orden religioso y social, sino también como fundamento de su propia santificación personal. Y puesto que los enemigos de Dios, con cierta astucia criminal, ponen todo su empeño en excitar y seducir las desordenadas ambiciones de algunos para que se rebelen contra la Santa Madre Iglesia, deseamos Nos elogiar, como es merecido, y sostener con paternal ánimo a ese tan gran ejército de sacerdotes que, precisamente por proclamar abiertamente su obediencia y por guardar incólume su más íntegra fidelidad hacia Cristo y hacia la autoridad por El constituida, fueron encontrados «dignos de sufrir contumelia por el nombre de Cristo» (Hch 5, 41), y no sólo contumelia, sino también persecuciones, cárceles y hasta la misma muerte.

La actividad del sacerdote se ejercita en todo cuanto al orden de la vida sobrenatural se refiere, pues le corresponde fomentar el crecimiento de la misma y comunicarla al Cuerpo Místico de Cristo. Por ello ha de renunciar a todas las ocupaciones «que son del mundo», cuidarse tan sólo de «las que son de Dios» (1Co 7, 32, 33). Y porque ha de estar libre de las solicitudes del mundo y consagrado por completo al divino servicio, la Iglesia instituyó la ley del celibato, para que cada vez se pusiera más de relieve, ante todos, que el sacerdote es ministro de Dios y padre de las almas. Y gracias a esa ley de celibato, el sacerdote, lejos de perder por completo el deber de la verdadera paternidad, lo realza hasta lo infinito, puesto que engendra hijos no para esta vida terrenal y perecedera, sino para la celestial y eterna.

Cuanto más refulge la castidad sacerdotal, tanto más viene a ser el sacerdote, junto con Cristo, «hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada»[7].

Mas para conservar con todo cuidado y en toda su integridad esta castidad sacerdotal, cual tesoro de valor inestimable, necesario es de todo punto atenerse con toda fidelidad a aquella exhortación del Príncipe de los Apóstoles, que todos los días repetimos a la hora de Completas: «Sed sobrios y vigilad» (1P 5, 8).

Sí, mis amados hijos, estad muy vigilantes, porque vuestra castidad ha de enfrentarse con tantos peligros, así por la plena ruina de la moralidad pública, como por los atractivos de los vicios, que hoy con tanta facilidad os asedian, ya finalmente por aquella excesiva libertad de relaciones entre personas de distinto sexo, tan corriente en la actualidad, y que a veces llega audaz a querer penetrar aun en el ejercicio del ministerio sagrado. «Vigilad y orad» (Mc 14, 38), acordándoos de que vuestras manos tocan las cosas más santas; acordaos asimismo de que estáis consagrados a Dios, y de que sólo a El habéis de servir. Hasta el habito mismo que lleváis os advierte, que no debéis vivir para el mundo, sino para Dios. Empeñaos, pues, con ardor y valentía, confiando en la protección de la Virgen Madre de Dios, en conservaros cada día «nítidos, limpios, puros, castos, como conviene a ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios»[8].

Y a este propósito juzgamos oportuno exhortaros de modo especial para que, en la dirección de asociaciones y cofradías femeninas, os mostréis tales como corresponde a los sacerdotes: evitad toda familiaridad; y, siempre que fuere necesaria vuestra actuación, sea ésta como de ministro sagrado. Y en la misma dirección de tales asociaciones encerrad vuestra actividad en aquellos límites que vuestro ministerio sacerdotal exige.

Pero no juzguéis que sea bastante el que por la castidad hayáis renunciado a todos los placeres de la carne, y que por vuestra obediencia hayáis sometido plenamente vuestra voluntad a vuestros superiores; necesario es, asimismo, que vuestro espíritu se halle cada día más alejado de las riquezas y de las cosas terrenales. Una y otra vez os exhortamos, amados hijos, a que no améis demasiado las cosas caducas y perecederas de este mundo; procurad, más bien —con suma veneración—, tomar como modelos a los grandes santos de tiempos pasados y de los nuestros; pues ellos, uniendo la renuncia necesaria de los bienes temporales a una suma confianza en la divina Providencia y al más ardiente celo sacerdotal, realizaron las obras más admirables confiados tan sólo en Dios que nunca niega los medios que sean necesarios. Aun los mismos sacerdotes "seculares", que no hacen profesión de pobreza por voto especial, deberán conducirse por un amor a la pobreza, que se muestre claro, así en su vida —sencilla y modesta—, como en su habitación —sin suntuosidad— y en su largueza generosa para con los pobres. Y, sobre todo, se abstengan de participar en las empresas económicas, que les apartarán del cumplimiento de sus deberes pastorales, y harán disminuir la consideración de los fieles hacia ellos. Porque el sacerdote, obligado como está a procurar por todos los medios la salvación de las almas, debe considerar como suya aquella sentencia del apóstol San Pablo: «No busco vuestras cosas, a vosotros busco» (2Co 12, 14).

Si ahora fuera oportuno el tratar detalladamente de todas aquellas virtudes, por las cuales el sacerdote ha de reproducir en sí, en la mejor forma posible, el divino ejemplar de Jesucristo, iríamos desarrollando muchas cosas que en Nuestra mente están presentes; hemos querido, sin embargo, inculcar de modo especial a vuestra mente tan sólo todo aquello que singularmente parece necesario en estos nuestros tiempos; cuanto a las demás virtudes, baste recordar esta sentencia del áureo libro de la Imitación de Cristo: «El sacerdote debe estar adornado de todas las virtudes y dar a los demás ejemplo de recta vida. Su conversación no sea según las vulgares y comunes maneras de los hombres, sino como de ángeles y hombres perfectos»[9].

Nadie ignora, mis amados hijos, que no es posible a ningún cristiano —y de modo especial, a ningún sacerdote— el imitar, en la práctica de la vida cotidiana, los admirables ejemplos del Divino Maestro, sin el auxilio de la divina gracia y sin el uso de aquellos instrumentos de la gracia misma, que El nos ha puesto a nuestra disposición. Y ello es tanto más necesario cuanto mayor es la perfección que nosotros hayamos de conseguir, y cuanto mayores son las dificultades derivadas de nuestra naturaleza, inclinada al mal. Movidos por esta razón, juzgamos Nos oportuno el pasar a la consideración de otras verdades, tan sublimes como consoladoras, en las que aparece aun más claramente cuán excelsa ha de ser la santidad sacerdotal y cuán eficaces son las riquezas que Jesucristo nos ha comunicado para que podamos llevar a la práctica, en nosotros, los designios de la divina misericordia.

Como toda la vida del Salvador fue ordenada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote, que debe reproducir en sí la imagen de Cristo, debe ser con El, por El y en El un aceptable sacrificio.

En efecto, la oferta que el Señor hizo en el Calvario no fue sólo la inmolación de su propio Cuerpo; pues El se ofreció a sí mismo, hostia de expiación, como Cabeza de la Humanidad, y por eso, al encomendar su espíritu en las manos del Padre, se encomendó a sí mismo a Dios como hombre, para recomendar todos los hombres a Dios[10].

Lo mismo ocurre en el sacrificio eucarístico, que es renovación incruenta del sacrificio de la cruz: pues, en él, Cristo se ofrece a sí mismo al Padre por su gloria y por nuestra salud. Mas, como quiera que El, sacerdote y víctima, obra como Cabeza de la Iglesia, se ofrece e inmola, no solamente a sí mismo, sino también a todos los fieles, y en cierto modo a todos los hombres[11].

Ahora bien: si esto vale de todos los fieles, con mayor razón vale de los sacerdotes, que son ministros de Cristo principalmente por la celebración del sacrificio eucarístico. Precisamente en el sacrificio eucarístico, cuando representando a la persona de Cristo consagran el pan y el vino, que se convierten en cuerpo y sangre de Cristo, pueden beber, en la fuente misma de la vida sobrenatural, los tesoros de la salvación y todos aquellos medios que les son necesarios, no sólo para sí mismos individualmente, sino también para cumplir su misión.

Porque el sacerdote, al estar en tan estrecho contacto con estos divinos misterios, no puede menos de tener hambre y sed de justicia (cf. Mt 5, 6) ni dejar de sentir los estímulos de ajustar su vida a aquella tan excelsa dignidad, con que está adornado, y de encuadrarla en su afán de sacrificarse, pues en cierto modo debe inmolarse a sí mismo junto con Cristo. Por lo tanto, no se contente con celebrar la santa misa: necesario es que la viva íntimamente; y tan sólo así podrá encontrar aquella vida sobrenatural que habrá de transformarle, haciéndole participar —en cierto modo— de la vida sacrificial del mismo Divino Redentor.

San Pablo pone como principio fundamental de la perfección cristiana el precepto «revestíos de nuestro Señor Jesucristo» (Rm 13, 14). Este precepto, si vale para todos los cristianos, vale de modo especial para los sacerdotes. Mas revestirse de Cristo no es sólo inspirar los propios pensamientos en su doctrina, sino entrar en una vida nueva que, para resplandecer con los fulgores del Tabor, debe conformarse a los del Calvario. Pero esto exige un arduo y continuo trabajo, por el que nuestra alma se convierta como en víctima, a fin de participar íntimamente en el sacrificio mismo de Cristo. Trabajo arduo y constante que no ha de tener como principio una voluntad ineficaz, ni ha de limitarse tan sólo a deseos y promesas, sino que ha de ser un ejercicio incansable y continuo que lleve a una fructífera renovación del espíritu; debe ser ejercicio de piedad, que lo refiere todo a la gloria de Dios; debe ser ejercicio de penitencia, que refrene y modere los desordenados movimientos del alma; debe ser acto de caridad, que inflame nuestras almas en el amor hacia Dios y hacia el prójimo y que nos estimule a promover todas las obras de misericordia; debe ser, finalmente, voluntad activa para empeñarse y luchar por hacer lo más perfecto.

Necesario es, por lo tanto, que el sacerdote procure reproducir en su alma todo cuanto sobre el altar ocurre. Como Jesucristo se inmola a sí mismo, también su ministro debe inmolarse con El; como Jesús expía los pecados de los hombres, así él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación. De esta suerte lo amonesta San Pablo Crisólogo: «Sé sacrificio y sacerdote de Dios; no pierdas lo que te dio y concedió la divina autoridad. Revístete de la estola de la santidad; cíñete con el cíngulo de la castidad; sea Cristo velo sobre tu cabeza; esté la cruz como baluarte sobre tu frente; pon sobre tu pecho el sacramento de la ciencia divina; quema siempre el oloroso perfume de la oración; empuña la espada del espíritu; haz de tu corazón como un altar y ofrece sobre él tu cuerpo generosamente como víctima a Dios... Ofrece la fe de modo que sea castigada la perfidia; inmola el ayuno, para que cese la voracidad; ofrece en sacrificio la castidad, para que muera la pasión; pon sobre el altar la piedad, para que sea depuesta la impiedad; invita a la misericordia, para que se destruya la avaricia; y para que desaparezca la necedad, conviene siempre inmolar la santidad; así tu cuerpo será tu hostia, si no está herida por ningún dardo de pecado»[12].

Cumple bien ahora el repetir, con las mismas palabras, pero de modo particular a los sacerdotes, todo cuanto Nos propusimos como digno de meditarse a todos los fieles en la encíclica Mediator Dei: «Jesucristo, en verdad, es sacerdote, pero sacerdote para nosotros, no para Sí, al ofrecer al Eterno Padre los deseos y sentimientos religiosos en nombre de todo el género humano: igualmente, El es víctima, pero para nosotros, al ofrecerse a Sí mismo en vez del hombre sujeto a la culpa. Pues bien; aquello del Apóstol, habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, exige a todos los cristianos que reproduzcan en sí, en cuanto al hombre es posible, aquel sentimiento que tenía el Divino Redentor cuando se ofrecía en Sacrificio, es decir, que imiten su humildad y eleven a la suma Majestad de Dios la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias. Exige, además, que de alguna manera adopten la condición de víctima, abnegándose a sí mismos según los preceptos del Evangelio, entregándose voluntaria y gustosamente a la penitencia, detestando y expiando cada uno sus propios pecados. Exige, finalmente, que nos ofrezcamos a la muerte mística en la Cruz juntamente con Jesucristo, de modo que podamos decir como San Pablo: estoy clavado en la Cruz juntamente con Cristo»[13].

Sacerdotes y amadísimos hijos, en nuestras propias manos tenemos un tesoro grande, una margarita, la más preciosa: esto es, las riquezas inagotables de la sangre del mismo Jesucristo; usemos de ellas con mayor largueza, para que, por medio del sacrificio total de nosotros mismos, ofrecido junto con Cristo al Eterno Padre, en verdad lleguemos a ser mediadores de justicia «en aquellas cosas que tocan a Dios» (Hb 5, 1), y así sean aceptadas benignamente nuestras plegarias, logrando impetrar aquella lluvia de gracias tan abundantes que renueven y enriquezcan a la Iglesia y a las almas todas. Y sólo entonces, cuando hayamos llegado a ser como una sola cosa con Cristo, mediante su inmolación y la nuestra, y cuando hayamos unido nuestra voz a la del coro de los habitantes de la celestial Jerusalén «illi canentes iungimur almae Sionis aemuli»[14], sólo entonces, fortalecidos con la virtud del Salvador será cuando, desde la altura de la santidad, que hayamos conseguido, podremos bajar seguramente y sin peligro, para llevar a todos los hombres la luz sobrenatural de Dios y la vida sobrenatural.

La santidad perfecta requiere también una continua comunicación con Dios: y para que este íntimo contacto que el alma sacerdotal debe establecer con Dios no fuese jamás interrumpido en la sucesión de los días y de las horas, la Iglesia impuso al sacerdote la obligación de recitar el oficio divino. De ese modo, ella recogió fielmente el precepto del Señor: «Es preciso orar siempre y no descansar» (Lc 18, 1). La Iglesia, del mismo modo que nunca cesa de orar, desea ardientemente que sus hijos hagan lo mismo, repitiendo las palabras del Apóstol: «Por medio, pues, de El [Jesucristo] ofrezcamos a Dios perennemente el sacrificio de alabanza; esto es, el fruto de los labios que confiesan su nombre» (Hb 13, 15). Pues a los sacerdotes les confió ese peculiar oficio, el de que, orando aun en nombre del mismo pueblo, consagren a Dios en cierto modo el correr y las vicisitudes de todo el tiempo.

Y el sacerdote, al conformarse con tal deber, no hace sino continuar, a través de los siglos, aquello mismo que Cristo hizo, pues «en los días de su carne, habiendo ofrecido plegarias y súplicas con grandes gritos..., fue oído por su reverencia» (ibid., 5, 7). Esta oración, tiene una eficacia, porque está hecha en nombre de Cristo, esto es, por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el cual es nuestro mediador junto al Padre y presenta a él incesantemente su satisfacción, sus méritos y el precio sumo de su Sangre. Ella es la «voz de Cristo», el cual «ora por nosotros como nuestro sacerdote, ora en nosotros como nuestra Cabeza»[15]. Es igualmente siempre la «voz de la Iglesia», que recoge las ansias y los deseos de todos los fieles que, asociados a la voz y a la fe del sacerdote, alaban a Jesucristo, y por medio de El dan gracias al Eterno Padre del que, cada día y a cada hora, impetran los auxilios necesarios. Así es como viene a repetirse lo que en otro tiempo hizo Moisés, cuando —en lo alto del monte, y con los brazos extendidos hacia el cielo— hablaba con Dios y le suplicaba misericordia para su pueblo que tantas penas sufría en el valle adyacente. No otra cosa es lo que los sacerdotes reiteran cada día.

Pero el oficio divino es también un medio eficacísimo de santificación. No es, en efecto, tan sólo una recitación de fórmulas ni de cánticos que hayan de cantarse según cánones del arte: no se trata sólo del respeto de ciertas normas, llamadas rúbricas, o de ceremonias externas del culto, sino que se trata más bien de la elevación de la mente y del alma a Dios para que se unan a la armonía de los espíritus bienaventurados que cantan sus alabanzas eternamente[16]. Por ello, el oficio divino se ha de rezar, en todas sus horas, según lo que en el principio del mismo se hace notar: «Digna, atenta, devotamente».

Pero es necesario que el sacerdote ore con la misma intención del Redentor. Es casi la misma voz del Señor que, por medio de su sacerdote, continúa implorando de la clemencia del Padre los beneficios de la Redención; es la voz del Señor, a la que se asocian los coros de los ángeles y de los santos del cielo y de todos los fieles en la tierra, para glorificar debidamente a Dios; es la voz de Cristo, nuestro abogado, por medio de la cual se nos obtienen los inmensos tesoros de sus méritos.

Meditad, por eso, atentos y solícitos, aquellas verdades fecundas que el Espíritu Santo nos propone por las palabras de las Sagradas Escrituras y que los escritos de los Padres y de los Doctores comentan. Mientras vuestros labios repiten las palabras dictadas por el Espíritu Santo, cuidad bien de no perder nada de tesoro tan grande; y, para que vuestra alma sea el eco vivo de la voz de Dios, alejad sin cesar y con cuidado todo cuanto pueda distraeros y recoged vuestra atención y vuestros pensamientos de modo que os consagréis más fácilmente y con mayor fruto a la contemplación de las verdades eternas.

En la encíclica Mediator Dei hemos explicado ampliamente por qué fin el ciclo litúrgico anual evoca y representa de modo ordenado los misterios de Nuestro Señor Jesucristo y celebra también las fiestas de la Santísima Virgen y de los Santos. Estas enseñanzas, que hemos comunicado a todos los fieles, porque son utilísimas a todos, deben ser meditadas especialmente por vosotros, los sacerdotes; por vosotros, que por el Sacrificio eucarístico y por el Oficio divino tenéis parte tan importante en el desarrollo del ciclo litúrgico.

Para que avancen cada vez más expeditamente por el camino de la santidad, la Iglesia recomienda con todo empeño a los sacerdotes, además de la celebración del Sacrificio eucarístico y la recitación del Oficio divino, también otros ejercicios de piedad. Sobre ellos Nos place tocar ahora algunos puntos y proponerlos a vuestra consideración.

Ante todo, la Iglesia nos exhorta a la meditación que eleva la mente hacia el cielo, la solicita a la contemplación de las cosas divinas y que, asimismo, conduce a nuestra alma, inflamada en el amor de Dios, hacia El. Meditación de las cosas sagradas, que es la mejor preparación para celebrar la Santa Misa y para, luego, dar a Dios las debidas gracias; que nos arrastra también a penetrar y gustas las bellezas de la liturgia, y, finalmente, nos hace contemplar las verdades eternas así como los admirables ejemplos y enseñanzas del Evangelio.

Ejemplos del Evangelio y virtudes del Redentor, que por necesidad habrán de reproducir en sí mismos los sacerdotes. Mas, así como el alimento material no alimenta la vida, ni la sustenta y aumenta, sino convenientemente digerido y transformado en sustancia nuestra, así el sacerdote, si no meditare y contemplare los misterios del Redentor divino —que es el modelo supremo y perfecto de la vida sacerdotal y la fuente inagotable de su santidad— y no viviere su vida, no puede adquirir el dominio de sí mismo y de sus sentidos, ni purificar su alma, ni encaminarse a la virtud —como él debe— ni, en fin, cumplir con fidelidad, entusiasmo y fruto sus sagrados deberes.

Estimamos, por lo tanto, ser grave obligación Nuestra exhortaros a la práctica de la meditación diaria, práctica recomendada a todo el clero también por el Código de Derecho Canónico (cf. can. 125, 2º). En efecto, así como el estímulo a la perfección sacerdotal es alimentado y reforzado por la meditación diaria, así el descuido y olvido de esta práctica es origen de la tibieza del espíritu, por lo que la piedad disminuye y languidece, y no sólo cesa o se retarda el impulso de la santificación personal, sino que todo el ministerio sacerdotal sufre no menos daño. Por ello debe asegurarse fundadamente que por ningún otro medio se puede lograr la eficacia particular de la meditación, y que su práctica cotidiana, por lo tanto, es insustituible.

De la oración mental no debe separarse la oración vocal; ni falten tampoco otras formas de oración privada, que, en las condiciones particulares de cada uno, ayudan a realizar la unión del alma con Dios. Pero téngase muy presente que, más que las múltiples oraciones, valen la piedad y el verdadero y ardiente espíritu de oración. Este ardiente espíritu de oración, necesario en todos los tiempos, lo es muy singularmente hoy, cuando el llamado "naturalismo" ha invadido las mentes y las almas, y la virtud está expuesta a peligros de todo género, peligros que a veces se encuentran en el ejercicio del mismo ministerio. ¿Qué cosa podrá defender mejor de estas insidias, qué cosa podrá elevar el alma a las cosas celestiales y tenerla unida con Dios mejor que la asidua oración y la invitación de la ayuda divina?

Y como los sacerdotes pueden ser llamados por título singular hijos de María, no podrán menos de alimentar una ardiente devoción hacia la Virgen, de invocarla con confianza, de implorar con frecuencia su poderosa protección. Todos los días, como la Iglesia misma recomienda [17], rezarán el santo rosario, que, al poner ante nuestra meditación los misterios del Redentor, nos conduce «a Jesús por María».

El sacerdote, antes de cerrar su jornada de trabajo, se dirigirá al tabernáculo y allí se detendrá siquiera algún tiempo, para adorar a Jesús en su sacramento de amor, para reparar las ingratitudes de tantos hacia sacramento tan grande, para encenderse cada vez más en el amor de Dios y para permanecer de algún modo, aun durante el tiempo del reposo nocturno, que recuerda a su mente el silencio de la muerte, en la presencia del Corazón de Cristo.

No omita el diario examen de conciencia, que es el medio más eficaz así para darse cuenta de los progresos de la vida espiritual durante el día, como para remover los obstáculos que entorpecen o retardan el progreso en la virtud, como, finalmente, para conocer los medios más idóneos de asegurar al ministerio sacerdotal mayores frutos e implorar del Padre celestial perdón para tantas debilidades.

Esta indulgencia y el perdón de los pecados nos son concedidos de modo especial en el sacramento de la penitencia, obra maestra de la bondad del amor de Dios, para socorrer nuestra fragilidad. Que no ocurra nunca, amados hijos, que precisamente el ministro de este sacramento de reconciliación se abstenga de él. La Iglesia, como sabéis, dispone en esta materia: «Vigilen los ordinarios para que los clérigos limpien frecuentemente las manchas de su propia conciencia con el sacramento de la penitencia»[18]. Aunque ministros de Cristo, somos, sin embargo, débiles y miserables: ¿cómo podremos, pues, subir al altar y tratar los sagrados misterios, si no procuramos purificarnos lo más frecuentemente posible? Y en verdad que con la confesión frecuente «se aumenta el justo conocimiento propio, crece la humildad, se desarraigan las malas costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de conciencias y aumenta la gracia en virtud del Sacramento mismo»[19].

Y aquí es oportuna también otra recomendación: que, al trabajar y avanzar en la vida espiritual, no os fiéis de vosotros mismos, sino que con sencillez y docilidad, busquéis y aceptéis la ayuda de quien con sabia moderación puede guiar vuestra alma, indicaros los peligros, sugeriros los remedios idóneos, y en todas las dificultades internas y externas os puede dirigir rectamente y llevaros a perfección cada vez mayor, según el ejemplo de los santos y las enseñanzas de la ascética cristiana. Sin estos prudentes directores de conciencia, de modo ordinario, es muy difícil secundar convenientemente los impulsos del Espíritu Santo y de la gracia divina.

Deseamos ardientemente, en fin, recomendar a todos la práctica de los Ejercicios Espirituales. Cuando nos retiramos por algunos días de las ocupaciones habituales y del ambiente ordinario y nos apartamos a la soledad y al silencio, prestamos oído más atento a la voz de Dios y ésta penetra más profundamente en nuestra alma. Los Ejercicios, a la vez que nos llaman a un cumplimiento más diligente de los deberes de nuestro ministerio, con la contemplación de los misterios del Redentor, refuerzan nuestra voluntad, para «servirle a El en santidad y justicia todos nuestros días» (Lc 1, 74, 75).

II

En el Monte Calvario le fue abierto al Redentor el costado, del que fluyó su sagrada sangre, que se derrama en el curso de los siglos como torrente que inunda, para purificar las conciencias de los hombres, expiar sus pecados y repartirles los tesoros de la salvación.

A cumplir ministerio tan sublime están destinados los sacerdotes. En efecto, ellos no sólo concilian y comunican la gracia de Cristo a los miembros de su Cuerpo Místico, sino que son también los órganos del desarrollo del mismo Cuerpo Místico, porque deben dar a la Iglesia continuamente nuevos hijos, formarlos, cultivarlos, guiarlos. Ellos son «dispensadores de los misterios de Dios» (1Co 4, 1); deben, por ello, servir a Jesucristo con perfecta caridad y consagrar todas sus fuerzas a la salvación de los hermanos. Son los apóstoles de la paz; por eso deben iluminar al mundo con la doctrina del Evangelio y ser tan fuertes en la fe que puedan comunicarla a los demás y seguir los ejemplos y las enseñanzas del divino Maestro, para poder conducirlos a todos a El. Son los apóstoles de la gracia y del perdón; deben por eso, consagrarse totalmente a la salvación de los hombres y atraerlos al altar de Dios para que se nutran del pan de la vida eterna. Son los apóstoles de la caridad; deben, por ello, promover las obras de caridad, hoy tantos más urgentes cuanto que las necesidades de los pobres han crecido enormemente.

El sacerdote debe, además, cuidar que los fieles comprendan bien la doctrina de la Comunión de los santos, la sientan, y la vivan; y para promoverla, sírvase de obras como el Apostolado litúrgico y el Apostolado de la oración. Debe, además, promover, todas aquellas otras formas de apostolado que hoy, por las especiales necesidades del pueblo cristiano, son de tanta importancia y de tanta urgencia. Aplíquese, por lo tanto, con toda diligencia a la enseñanza catequística, al desarrollo y a la difusión de la Acción católica y de la Acción misional, y asimismo, a que —valiéndose de la actividad de seglares seriamente formados y preparados— todo cuanto se refiere a la recta ordenación del problema social reciba un incremento cada día mayor, según lo requieren nuestros tiempos.

Recuerde, además, el sacerdote que su ministerio será tanto más fecundo cuanto más estrechamente esté él unido a Cristo y se guíe en la acción por el espíritu de Cristo. Entonces, su actividad sacerdotal no se reducirá a un movimiento y a una agitación, puramente naturales, que fatigan cuerpo y espíritu y que exponen al mismo sacerdote a desviaciones dañosas para sí y para la Iglesia; sino que sus trabajos y sus fatigas serán fecundados y corroborados por aquellos carismas de gracia que Dios niega a los soberbios, pero que concede en abundancia a quienes, trabajando con humildad en la viña del Señor, no se buscan a sí mismos ni su propia vanagloria (cf 1Co 10, 33), sino la gloria de Dios y la salvación de las almas. Por lo tanto, fiel a las enseñanzas del Evangelio, no confíe en sí mismo ni en sus propias fuerzas, ponga más bien su confianza en la ayuda del Señor: «Nada es el que planta ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento» (1Co 3, 7). Si el apostolado está así ordenado e inspirado, no podrá menos de ocurrir que el sacerdote atraiga hacia sí, con fuerza como divina, los ánimos de todos. Reproduciendo él en sus costumbres y en su vida la viva imagen de Cristo, todos los que se dirijan a él como maestro reconocerán, llevados por una interna persuasión, que él no dice palabras suyas, sino palabras de Dios, y que no obra por propia virtud, sino por la virtud de Dios: «Si uno habla, sean como palabras de Dios; si uno tiene un ministerio, sea como por una virtud comunicada por Dios» (1P 4, 11). Aún más; mientras se afana por ascender a la santidad y ejercer con la mayor diligencia su ministerio, cuide de representar, en sí mismo, tan perfectamente a Cristo, que pueda con toda humildad repetir las palabras del Apóstol de las Gentes: «Sed mis imitadores, como yo [lo soy] de Cristo» (1Co 4, 16).

Por estas razones, mientras alabamos a cuantos, en el fatigoso trabajo de esta posguerra, guiados por el amor hacia Dios y por la caridad hacia el prójimo, bajo la guía y ejemplo de sus Obispos, han consagrado todas sus fuerzas al alivio de tantas miserias, no podemos menos de expresar Nuestra preocupación y Nuestra ansiedad por aquellos que, por las especiales circunstancias del momento, se han engolfado en el torbellino de la actividad exterior hasta el punto de olvidar el principal deber del sacerdote, que es la santificación propia. Hemos ya dicho en un documento público[20] que deben ser llamados a más recto sentir todos cuantos presumen que se puede salvar al mundo a través de aquello que justamente se ha llamado la herejía de la acción, de aquella acción que no tiene sus fundamentos en la ayuda de la gracia y no se sirve constantemente de los medios necesarios para la consecución de la santidad que Cristo nos dio. Del mismo modo juzgamos oportuno excitarles a la actividad propia de su sagrado ministerio a aquellos que, desentendiéndose por completo de las cosas exteriores, y como desconfiando de la eficacia del divino auxilio, no ponen todo su empeño, cada uno en la medida de sus posibilidades, para lograr que el espíritu cristiano vaya penetrando en la vida cotidiana, mediante todos aquellos recursos que nuestros tiempos exigen[21].

A todos, pues, os exhortamos con todas veras a que, estrechamente unidos al Redentor, con cuya ayuda lo podemos todo (cf Flp 4, 13), os dediquéis con toda solicitud a la salvación de aquellos que la Providencia ha confiado a vuestros cuidados. ¡Cuán ardientemente deseamos, amados hijos, que emuléis a aquellos santos que, en los tiempos pasados, con sus grandes obras demostraron a cuánto llega en este mundo el poder de la gracia divina! Que todos y cada uno, con humildad y sinceridad, podáis siempre atribuiros —siendo testigos vuestros fieles— el dicho del Apóstol: «Con mucho gusto gastaré y me desgastaré a mí mismo en bien de vuestras almas» (2Co 12, 15). Iluminad las mentes, dirigid las conciencias, confortad y sostened a las almas que se debaten en la duda, y gimen en el dolor. A estas principales formas de apostolado unid todas aquellas otras que las necesidades de los tiempos exigen. Pero que a todos sea bien manifiesto que el sacerdote, en todas sus actividades, ninguna otra cosa busca fuera del bien de las almas; y que su único ideal es Cristo, al que ha de consagrar sus fuerzas todas y su propia persona.

Y, del mismo modo que para alentaros a la santificación personal os hemos exhortado a reproducir en vosotros mismos como una viva imagen de Cristo, así ahora, para lograr la santidad y la santificadora eficacia de vuestro ministerio, os conjuramos una y otra vez a que sigáis siempre las huellas del Divino Redentor; el cual, lleno del Espíritu Santo, «pasó haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38). Corroborados por el mismo Espíritu y empujados por su fuerza, vosotros podéis ejercitar un ministerio que, alimentado e inflamado por la caridad cristiana, no sólo será rico con la virtud divina, sino que podrá comunicar la misma virtud a los demás. Que vuestro celo esté vivificado por aquella caridad que todo lo soporta con ánimo sereno, que no se deja vencer por la adversidad y que abraza a todos, pobres y ricos, amigos y enemigos, fieles e infieles. Esta larga fatiga y esta cotidiana paciencia la exigen de vosotros las almas por cuya salvación tantos dolores y angustias sufrió nuestro Salvador, y con tanta paciencia que llegó a los máximos tormentos y aun a la misma muerte, porque así quiso restituirnos a la divina amistad. Es éste, lo sabéis, el mayor de los bienes. Así, pues, no os dejéis llevar de un inmoderado deseo de éxito, ni os desaniméis si, después de un asiduo trabajo, no recogéis los frutos deseados, porque «uno siembra y otro recoge» (Jn 4, 37).

Que, además, todo este vuestro celo apostólico resplandezca con una gran caridad benigna. Porque, si es necesario combatir los errores y oponerse a los vicios —deber, al que todos venimos obligados—, el ánimo del sacerdote ha de estar, sin embargo, movido siempre a la compasión: pues preciso es combatir con todas las fuerzas el error, pero amar intensamente al hermano que yerra y mediante una eficaz caridad conducirlo a la salvación. ¿Cuánto bien no han hecho, cuántas admirables obras no han llevado a cabo los santos gracias a la benignidad, y ello aun en ambientes corrompidos por la mentira y degradados por el vicio? Faltaría ciertamente a su deber quien, por complacer a los hombres, no atacase las malsanas inclinaciones, o quien se mostrare indulgente con ideas y obras no rectas de los mismos, y ello en perjuicio de la doctrina cristiana y de las buenas costumbres. Pero, cuando quedan totalmente a salvo las enseñanzas del Evangelio, cuando el que yerra se halla movido por un sincero deseo de volverse al buen camino, entonces el sacerdote acuérdese de la respuesta dada por el Divino Maestro al Príncipe de los Apóstoles, cuando éste le preguntaba cuántas veces habría de perdonar a los hermanos: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18, 22).

Que esta actividad vuestra tenga siempre por objeto no las cosas terrenales y caducas, sino las eternas. Ideal de los sacerdotes, que aspiren a la santidad, debe ser éste: el trabajar únicamente por la gloria de Dios y la salvación de las almas. Muchísimos son los sacerdotes que, aun entre las graves dificultades y angustias de nuestro tiempo, han tenido como norma los ejemplos y avisos del Apóstol de las Gentes, cuando, contentándose con un mínimum indispensable, y tan sólo buscando lo estrictamente necesario, afirmaba: «Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, contentémonos con ello» (1Tm 6, 8)

Gracias a este despego de las cosas terrenales, que va unido a una gran confianza en la Providencia divina, y que Nos parece digno de la mayor alabanza, el ministerio sacerdotal ha dado a la Iglesia frutos ubérrimos de bien espiritual y aun social.

Esta vuestra solícita actividad debe, en fin, estar iluminada con la luz de la sabiduría y de la ciencia e inflamada por la llama de la caridad. Todo el que se propone eficazmente la santificación propia y de los demás, debe estar adornado con sólida doctrina, que no solamente ha de comprender la teología, sino que también debe extenderse a los conocimientos científicos y literarios de nuestra época; y pertrechado con tales estudios, el sacerdote, como buen padre de familia, podrá sacar «de su tesoro cosas nuevas y antiguas» (cf. Mt 13, 52), de tal suerte que su ministerio sea siempre muy estimado por todos, y resulte fructuoso. Ante todo, esta vuestra actividad ministerial debe ajustarse con absoluta fidelidad a las prescripciones de esta Sede Apostólica y a las normas de los Obispos. Y nunca ocurra, amados hijos, que dejen de usarse, o por defectuosa dirección no respondan a las necesidades de los fieles, todas aquellas formas y métodos de apostolado que hoy son de tanta utilidad, especialmente en aquellas regiones donde el clero es extraordinariamente escaso.

Que cada día, pues, crezca más este vuestro celo activo, que consolide a la Iglesia de Dios, que brille ejemplar para los fieles y que constituya un firme baluarte contra el que se estrellen, inútiles, los ataques de los enemigos de Dios.

Y ahora deseamos que esta Nuestra apostólica Exhortación tenga un especial recuerdo para aquellos sacerdotes que, con gran humildad, pero con caridad encendida, dedican todo su empeño a procurar y a aumentar la santificación de los demás sacerdotes, ya como consejeros suyos, ya como directores espirituales, como confesores. El bien incalculable que ellos hacen a la Iglesia queda la mayor parte de las veces oculto durante toda su vida; pero un día se manifestará con toda claridad en la gloria del Rey celestial.

Nos, que no hace muchos años, con gran consuelo Nuestro, decretamos el máximo honor de los altares al sacerdote de Turín, José Cafasso —que en tiempos muy difíciles, según bien sabéis, fue guía espiritual, tan sabio y tan santo, de no pocos sacerdotes, que les hizo avanzar en la virtud y les hizo particularmente fecundo su sagrado ministerio—, alimentamos la plena confianza de que, por su válido patrocinio, el Divino Redentor suscite numerosos sacerdotes de igual santidad, que sepan conducirse a sí mismos y guiar a sus propios hermanos a tan excelsa perfección de vida, que todos los fieles, al contemplar sus luminosos ejemplos, se sientan interior y espontáneamente movidos a imitarlos.

III

Hemos expuesto hasta ahora, en esta Nuestra Exhortación, las principales verdades y normas fundamentales sobre las que se basa el sacerdocio católico y el ejercicio de su ministerio. A estas verdades y a estas normas se conforman diligentemente en su práctica diaria todos los santos sacerdotes; pero, por lo contrario —y hemos de dolernos de ello— todos cuantos abandonaron o rehuyeron las obligaciones aceptadas en su sagrada ordenación, desgraciadamente se apartaron de aquéllas.

Ahora bien: para que esta Nuestra paternal Exhortación sea más eficaz, estimamos oportuno indicar con mayor detalle algunas cosas que se refieren de modo peculiar a la práctica de la vida diaria. Esto es tanto más necesario cuanto que en la vida moderna se dan algunas situaciones y se presentan de modo nuevo algunas cuestiones que requieren por Nuestra parte un examen más diligente y un más atento cuidado. Queremos, por eso, exhortar a todos los sacerdotes, y de modo particular a los Obispos, a que con toda solicitud promuevan todo cuanto se crea necesario en nuestros tiempos; y que, asimismo, hagan volverse a la verdad, a la rectitud y a la virtud, todo cuanto se hubiere desviado del recto camino o, lo que fuera peor, fuese plenamente depravado.

Bien sabéis cómo, después de las largas y variables alternativas de la reciente guerra, el número de los sacerdotes —así en las naciones católicas como en las tierras de misión— es plenamente insuficiente para las necesidades crecientes sin cesar. Por lo cual exhortamos a todos los sacerdotes, bien del clero diocesano, bien pertenecientes a órdenes y congregaciones religiosas, a que, apretados por los vínculos de la fraterna caridad, procedan en unión de fuerza y de voluntades hacia la meta común, que es el bien de la Iglesia, la santificación propia y la de los fieles. Todos, aun aquellos religiosos que pasan su vida escondida en el retiro y en el silencio, deben contribuir a la eficacia del apostolado sacerdotal con la oración y con el sacrificio; y, cuantos también puedan hacerlo con su actividad, lo hagan con entusiasmo y alegría.

Pero es también necesario reclutar, con la ayuda de la gracia divina, otros colaboradores y compañeros en el apostolado. Llamamos especialísimamente la atención de los Ordinarios, y de cuantos tienen cura de almas, sobre este importantísimo problema, que está íntimamente unido con el porvenir de la Iglesia. Es cierto que la Iglesia no carecerá jamás de los sacerdotes necesarios a su misión; pero todos hemos de estar vigilantes, trabajar, acordándonos de aquellas palabras del Señor: «La mies es mucha, pero los operarios son pocos» (Lc 10, 2), usar de toda diligencia para dar a la Iglesia numerosos y santos ministros.

Ya nuestro mismo Divino Redentor nos indica el camino más seguro para tener numerosas vocaciones: «Pedid al Señor de la mies para que mande operarios a su mies» (ibíd.). Por lo tanto, mediante una oración humilde y confiada, hemos de pedirlo así a Dios.

Pero es también necesario que las almas de los que por divina vocación son llamados al estado sacerdotal sean preparadas al impulso y a la acción invisible del Espíritu Santo; y a este fin se precisa la contribución que puedan dar los padres cristianos, los párrocos, los confesores, los superiores de seminario, los sacerdotes y todos los fieles que vivamente se preocupan de las necesidades y el incremento de la Iglesia. Los ministros de Dios procuren, no sólo en la predicación y en la instrucción catequística, sino también en las conversaciones privadas, disipar los prejuicios tan difundidos contra el estado sacerdotal, mostrando su dignidad excelsa, su belleza, su necesidad y su alto mérito. Todos los padres y madres cristianos, a cualquier clase social a que pertenezcan, deben pedir a Dios con todo su fervor que les haga dignos de que, al menos uno de sus hijos, sea llamado a su servicio. Todos los cristianos, en fin, deben sentir el deber de favorecer y ayudar a todos cuantos se sienten llamados al sacerdocio.

La selección de los candidatos al sacerdocio, que el Código de Derecho Canónico (cf. can. 1353) confía y tanto les recomienda a los Pastores de almas, ha de constituir también el empeño singular de todos los sacerdotes, que no sólo deben dar humildes y generosas gracias a Dios por el don inestimable que ellos recibieron, sino que deben no tener nada por más querido y agradable que encontrar, y ayudarle por todos los medios, un sucesor entre aquellos jóvenes que sepan hallarse adornados de las dotes necesarias para tan alta dignidad. Para conseguir más eficaz éxito en ello, todo sacerdote debe esforzarse por ser y mostrarse ejemplo de vida sacerdotal que, para los jóvenes en cuya proximidad vive y en los cuales halle signos del divino llamamiento, pueda constituir un ideal que imitar.

Esta selección vigilante y discreta hágase siempre y en todas partes, no sólo entre jóvenes que están ya en el seminario, sino aun entre quienes en otras escuelas e instituciones realizan sus estudios, y de modo particular entre los que cooperan con su ayuda a las diversas formas y empresas del apostolado. Estos, aunque lleguen al sacerdocio en edad avanzada, están con frecuencia adornados de mayores y más sólidas virtudes, porque ya hubieron de luchar con las más graves dificultades y así reforzaron su espíritu entre las agitaciones de la vida y porque, además, colaboraron ya en obras de apostolado, estrechamente relacionadas con el ministerio sacerdotal.

Pero es preciso examinar siempre con suma diligencia a cada uno de los aspirantes al sacerdocio para ver con qué intenciones y por qué causas han tomado esta resolución. De modo especial, cuando se trate de niños, es preciso indagar si están adornados de las necesarias dotes morales y físicas y si aspiran al sacerdocio únicamente por su dignidad y por la utilidad espiritual propia y ajena.

Vosotros sabéis, Venerables Hermanos, cuáles son las condiciones de idoneidad moral que la Iglesia requiere en los jóvenes que aspiran al sacerdocio, y creemos superfluo detenernos en exponer esta materia. Llamamos, en cambio, vuestra atención sobre las condiciones de idoneidad física; y esto tanto más cuanto que la reciente guerra ha dejado huellas funestas y ha perturbado en las más variadas formas a las generaciones jóvenes. Examínense, pues, con particular atención las cualidades físicas del candidato, recurriendo, si es necesario, aun al examen de un médico prudente.

Con esta selección de las vocaciones hechas con celo y prudencia, confiamos Nos que por todas partes surgirá una escogida y abundante pléyade de candidatos al sacerdocio.

Si muchos sagrados pastores están gravemente preocupados por la disminución de las vocaciones, no menos preocupación les sobrecoge cuando se trata de la formación de los jóvenes que han entrado ya en el Seminario. Reconocemos, Venerables Hermanos, cuán arduo es vuestro trabajo y cuántas dificultades presenta; pero, del cumplimiento obligado de tan grave deber, tendréis grandísimo consuelo en cuanto, como recuerda Nuestro predecesor León XIII, «de los cuidados y de las solicitudes puestas en la formación de los sacerdotes, recibiréis frutos sumamente deseables y experimentaréis que vuestro oficio episcopal será más fácil de ejercitar y tanto más fecundo en frutos»[22].

Estimamos, por lo tanto, oportuno daros algunas normas sugeridas por la necesidad, hoy más que nunca sentida, de educar santos sacerdotes.

Ante todo es preciso recordar que los alumnos de los seminarios menores, que son formados en los primeros estudios, no son sino adolescentes separados del ambiente natural de la familia. Es necesario, por ello, que la vida que esos jóvenes lleven en el seminario corresponda en cuanto sea posible a la vida normal de su edad; se dará, por lo tanto, gran importancia a la vida espiritual, pero en forma adecuada a su capacidad y a su grado de desarrollo; y cuídese de que todo ello se desenvuelva en lugares espaciosos y capaces. Pero, también en ello, obsérvese la «justa medida y moderación», no sea que quienes han de ser formados en la abnegación y en las virtudes evangélicas, «vivan en casas suntuosas, en refinadas delicadezas y con todas las comodidades»[23].

En general, se ha de procurar la formación del carácter propio de cada niño; procúrese, de modo especial, el que se desarrolle cada vez mejor la conciencia de cada uno, examinando cómo se enfrenta con los peligros, cómo juzga de los hombres y de los acontecimientos, cómo, finalmente, se desarrolla en él el espíritu de iniciativa. Por esto, los que dirigen los seminarios deberán ser muy moderados en las reprensiones, aligerando, a medida que los jóvenes crecen en edad, el sistema de la vigilancia rigurosa y de las restricciones, para así lograr que los jóvenes lleguen a guiarse por sí mismos, a sentirse responsables de sus propias acciones. No sólo les concedan cierta libertad de acción en determinadas iniciativas, sino que habitúen a los alumnos a la propia reflexión para que más fácilmente lleguen a asimilarse las verdades teóricas y las normas prácticas; no teman tenerlos al corriente de los acontecimientos del día y, además de darles elementos necesarios para que puedan formarse y expresar un recto juicio sobre ellos, no rehúyan la discusión sobre los mismos, para así ayudarles y habituarles a juzgar y valorar con equilibrio los hechos y sus causas.

Si estas normas se guardaren con prudencia, los jóvenes formados en la honradez y en la lealtad, al estimar —en sí y en todos los demás— la firmeza y rectitud del carácter, llegarán al mismo tiempo a sentir aversión hacia toda forma de doblez y de simulación. Si se lograre esta rectitud y sinceridad, los superiores podrán ayudarles con mayor eficacia, cuando se trate de examinar si verdaderamente están llamados por Dios a la sagrada ordenación.

Si los jóvenes —especialmente los que han entrado en el seminario en tierna edad— se han formado en un ambiente demasiado retirado del mundo, cuando después salgan del seminario podrán encontrar serias dificultades en las relaciones con el pueblo y con el laicado culto, y puede así ocurrir o que tomen una actitud equivocada o falsa hacia los fieles o que consideren desfavorablemente la formación recibida. Por este motivo, es preciso disminuir gradualmente y con la debida prudencia la separación entre el pueblo y el futuro sacerdote, para que cuando éste, recibidas las sagradas órdenes, inicie su ministerio, no se sienta desorientado; lo cual no sólo perturbaría gravemente su espíritu, sino que también disminuiría mucho la eficacia de sus actividades sacerdotales.

Otro grave cuidado de los superiores ha de ser la formación intelectual de los alumnos.

Tenéis presentes, Venerables Hermanos, las órdenes y disposiciones que esta Sede Apostólica ha dado a este propósito y que Nos mismo hemos recomendado a todos desde el primer encuentro que tuvimos con los alumnos de los seminarios y colegios de Roma al comienzo de Nuestro Pontificado[24].

Aquí queremos recomendar, ante todo, que la cultura literaria y científica de los futuros sacerdotes sea, por lo menos, no inferior a la de los seglares que asisten a análogos cursos de estudios. De este modo no sólo se asegurará la seriedad de la formación intelectual, sino que se facilitará también, en cada caso, la elección de los candidatos. Y, así formados, los seminaristas se sentirán con la más plena libertad, cuando traten definitivamente de su elección de estado; y no habrá el peligro de que, por falta de una suficiente preparación cultural que pueda asegurarles una colocación en el mundo, alguno se sienta en cierto modo obligado a proseguir un camino que no es el suyo, haciéndose las cuentas del administrador infiel: «Para cavar no valgo, de mendigar me avergüenzo» (Lc 16, 3). Y si ocurriese que alguno, sobre el que había concebido buenas esperanzas la Iglesia, se alejara del seminario, esto no debe preocupar, porque el joven que ha conseguido encontrar su camino, más tarde no podrá menos de recordar los beneficios recibidos en el seminario, y con sus actividades podrá proporcionar una notable contribución de bien en las obras del laicado católico.

En la formación intelectual de los seminaristas, aun no olvidando los demás estudios, entre los que debemos recordar los pertenecientes a los problemas sociales, hoy tan necesarios, dese la máxima importancia a la doctrina filosófica y teológica, «según la norma del Doctor Angélico» (cf. CIC, can 1366, 2), que deberá ir unida con un pleno conocimiento de los problemas y errores de nuestros tiempos. El estudio de estas cuestiones y doctrinas es de suma importancia y utilidad, lo mismo para el espíritu del sacerdote que para el pueblo. Y los maestros de la vida espiritual afirman que tales estudios, con tal de que se enseñen del modo debido, son una ayuda eficacísima para conservar y alimentar el espíritu de fe, refrenar las pasiones, mantener el alma unida a Dios.

Añádase que el sacerdote, que es como la «sal de la tierra» y la «luz del mundo» (cf. Mt 5, 13, 14), debe entregarse con todo empeño a la defensa de la fe, predicando el Evangelio y refutando los errores de las doctrinas adversas, diseminados hoy entre el pueblo por todos los medios. Mas no se pueden combatir eficazmente tales errores sino se conocen a fondo los inconmovibles principios de la filosofía y de la teología católica.

Y en ello no está fuera de lugar el recordar que el método de enseñanza que tiene ya tanto abolengo en las escuelas católicas, tiene particular eficacia así para dar conceptos claros como para demostrar que las doctrinas confiadas en sagrado depósito a la Iglesia, maestra de los cristianos, están entre sí orgánicamente conexas y coherentes. No faltan, sin embargo, quienes actualmente, desentendiéndose de las más recientes enseñanzas de la Iglesia, y descuidando la claridad y la precisión de las ideas, no sólo se alejan del sano método escolástico, sino que abren el camino a opiniones falsas o falaces, como una triste experiencia demuestra.

Para impedir, por lo tanto, que en los estudios eclesiásticos hayan de lamentarse vaivenes o incertidumbres, os exhortamos, Venerables Hermanos, a que vigiléis asiduamente para que las normas precisas dadas por esta Sede Apostólica sobre tales estudios sean fielmente acogidas y llevadas a la práctica en toda su integridad.

Si con solicitud tanta, en virtud de Nuestro deber apostólico, hasta aquí Nos hemos ocupado de la eficaz preparación intelectual que al clero ha de darse, no es difícil entender cuánta es Nuestra preocupación porque la formación espiritual y moral de los jóvenes clérigos sea lo más recta posible; pues si de otro modo sucediere, su ciencia, por muy eminente que fuere, a causa de la soberbia y de la arrogancia, que fácilmente se adueñan de los corazones, podría ocasionar las máximas ruinas. Por ello la Santa Madre Iglesia quiere, sobre todo, que en los seminarios se pongan sólidos fundamentos de santidad a aquellos jóvenes; santidad, que el ministro de Dios deberá luego ofrecer y practicar en todo el decurso de su vida.

Como ya hemos dicho de los sacerdotes, así ahora insistimos en que todos los seminaristas deben tener una plena convicción, sincera y muy profunda, de la necesidad de una exquisita vida espiritual, constituida por todas las virtudes, que con todo empeño han de tratar de conservar luego con fortaleza y aun aumentarlas con entusiasmo durante su vida, una vez que antes las hubiesen adquirido.

Cuando en el decurso de cada día, casi siempre a las mismas horas, los jóvenes seminaristas lleven a cabo las diversas prácticas religiosas, puede temerse el que un movimiento interior de su alma no responda plenamente al exterior ejercicio de la piedad; lo cual, en virtud de la costumbre, pudiera resultar habitual y hasta agravarse cuando, ya fuera del seminario, el ministro de Dios se encuentre como arrebatado por la obligada necesidad de acción en el desempeño total de sus ministerios.

Así, pues, póngase el máximo empeño y cuidado para que los jóvenes seminaristas se formen plenamente en una vida interior alimentada por un espíritu sobrenatural y movida por el mismo espíritu sobrenatural que la gobierna. Que ellos lo hagan todo guiados por la luz de la fe y unidos íntimamente con Cristo Jesús, plenamente convencidos de que éste es un grave deber de conciencia que se impone a quienes más tarde habrán de ser consagrados sacerdotes y deberán, por lo tanto, representar a la misma persona del Divino Maestro en la Iglesia. Ha de ser la vida interior, para los seminaristas, el medio más eficaz para que logren adquirir las condignas virtudes sacerdotales, para vencer totalmente toda clase de dificultades, y para llevar a la práctica plenamente los más altos propósitos.

Quienes están consagrados a la formación moral de los seminaristas han de tener siempre muy presente el hacerles conquistar todas aquellas virtudes que la Iglesia exige a sus sacerdotes. Ya hemos tratado de ellas en otra parte de Nuestra Exhortación; por ello no es necesario volvamos a repetir lo dicho. Pero, entre todas las virtudes que han de adornar a los aspirantes al sacerdocio, no podemos menos de incitarles singularmente a que procuren aquellas sobre las cuales, como sobre firmes fundamentos, se apoya toda la santidad sacerdotal.

Muy necesario es que los jóvenes adquieran de tal modo el espíritu de la obediencia que se acostumbren a someter sinceramente su voluntad a la voluntad de Dios, manifestada siempre por medio de la autoridad de los superiores del seminario. Y así, en su modo de obrar nunca haya nada que no esté conforme a la voluntad divina. Obediencia, que debe siempre inspirarse, para los jóvenes, en el modelo perfecto del Divino Redentor, que en la tierra tan sólo tuvo este programa: «que yo haga, Dios mío, tu voluntad» (Hb 10, 7).

Que los jóvenes seminaristas se dispongan, ya desde los primeros años a obedecer filial y sinceramente a sus superiores, de suerte que en su día estén dispuestos a obedecer con la máxima docilidad a la voluntad de sus Obispos, según el mandato del muy invicto atleta de Cristo, Ignacio de Antioquía: «Obedeced todos al Obispo, como Jesucristo a su Padre»[25]. «Quien honra al Obispo, honrado es de Dios; quien obra algo a escondidas del Obispo, al demonio sirve»[26]. »Nada hagáis nunca sin el Obispo, guardad vuestro cuerpo cual templo de Dios, amad la unión, evitad las discordias, sed imitadores de Jesucristo como El lo fue de su Padre»[27].

Suma diligencia y solicitud, además, ha de emplearse para que los seminaristas estimen, amen y defiendan en su espíritu la castidad, porque su elección del estado sacerdotal y la perseverancia en él dependen en gran parte de esta virtud. Y estando ella tan sujeta a peligros tan grandes, dentro de la humana sociedad, ha de ser sólidamente poseída y largamente probada por quienes aspiran al sacerdocio. Por ello, en el momento oportuno, sean bien instruidos los seminaristas sobre la naturaleza del celibato eclesiástico y la consiguiente castidad que ellos han de guardar (cf. CIC, can. 132), así como sobre los deberes todos que lleva consigo, y no dejen de ser bien avisados acerca de todos los peligros que en esta materia les pueden ocurrir. Asimismo, los seminaristas han de ser muy bien prevenidos, aun desde su edad más tierna, a guardarse bien de los peligros, recurriendo fielmente a todos los medios que la ascética cristiana aconseja para refrenar las pasiones; porque cuanto más firme y eficaz sea el dominio sobre éstas, tanto más podrá el alma avanzar en las demás virtudes y tanto más abundantes serán en su día, los frutos de la actividad sacerdotal. Por todo ello, si en esta materia algún seminarista mostrare torcidas tendencias, y, dado algún tiempo para una prueba conveniente, se mostrara incorregible en tan perversa inclinación, absolutamente deberá ser despedido del seminario, antes de ser admitido a las órdenes sagradas.

Esta y todas las demás virtudes que dignifican al sacerdote, y de las que hemos hablado, las deberán adquirir fácilmente los seminaristas, si ya desde jóvenes se alimentaren con aquella sincera y tierna piedad hacia Jesucristo, presente verdadera, real y sustancialmente, entre nosotros, en el augusto Sacramento de su amor; y si al mismo tiempo fueran movidos por el mismo Cristo y sólo en El vieran el fin de todas sus acciones, así como de sus aspiraciones y sacrificios. Y muy grande será la alegría de la santa Iglesia, si ya desde jovencitos, a la piedad hacia el Santísimo Sacramento de la Eucaristía vinieren a unir una singular devoción filial hacia la Santísima Virgen María; devoción y piedad decimos, en virtud de la cual su alma se abandone totalmente a la Madre de Dios, sintiéndose movida a imitar los ejemplos de sus virtudes, porque jamás podrá faltar el fruto de un ministerio ardiente y celoso en un sacerdote, cuya adolescencia se haya nutrido principalmente del amor a Jesús y a María.

Y en este momento, Venerables Hermanos, no podemos menos de exhortaros a que tengáis un cuidado muy especial de los jóvenes sacerdotes.

El paso, de la vida sosegada y tranquila del seminario a la actividad apostólica de sus ministerios, puede ser bastante peligrosa para los sacerdotes que entran en el campo abierto de su apostolado, si antes no estuvieran suficientemente preparados para semejante género de nueva vida. Por ello, oportunamente habréis de considerar muy bien que todas las esperanzas puestas en los jóvenes sacerdotes pueden fallar por completo, sino se les introdujere poco a poco y con cuidado en el trabajo, y si alguien prudentemente no les vigilare y moderare paternalmente en su primer acceso a los trabajos en su ministerio.

Razón ésta por la cual Nos aprobamos de buen grado el que los nuevos sacerdotes, allí donde fuere posible, durante algunos años, sean acogidos en especiales colegios o institutos, en los cuales, bajo la guía de hombres de prudencia y experiencia probadas, puedan ejercitarse más profundamente en la piedad y en las sagradas disciplinas, capacitándose, cada uno según su ingenio, para los ministerios sacerdotales. Por este motivo quisiéramos Nos que semejantes colegios se fundaran en todas y cada una de las diócesis o, si las circunstancias lo exigieren, uniéndose varias diócesis para ello.

En lo que a Nuestra alma Ciudad toca, Nos mismo ya Nos hemos cuidado de ello pues, al cumplirse el quincuagésimo aniversario de Nuestra ordenación sacerdotal, hemos erigido el Instituto de San Eugenio dedicado singularmente a los jóvenes sacerdotes[28]. Os exhortamos, pues, Venerables Hermanos, para que evitéis, cuanto posible sea, el lanzar hacia la plenitud de la actividad sacerdotal a sacerdotes todavía inexpertos o el mandarlos a lugares muy apartados de la capital de su diócesis o de las ciudades más importantes de ésta; porque si se hallaren en semejante situación, aislados, inexpertos, expuestos a los peligros, lejos de prudentes maestros, tan sólo se seguirán graves daños así para ellos como para su actividad ministerial.

También aprobamos Nos de buen grado, Venerables Hermanos, el que estos jóvenes sacerdotes vivan algún tiempo junto a algún párroco y sus coadjutores, porque de este modo, con el ejemplo y guía de personas más avisadas, podrán adiestrarse más fácilmente para cumplir los deberes de su sagrado ministerio al mismo tiempo que perfeccionarse más aún en el espíritu de piedad. Por ello recordamos a todos los Pastores de almas que el futuro éxito de estos sacerdotes jóvenes está, en gran parte en sus propias manos. Porque el celo ardiente y el generoso entusiasmo de que se encuentran ellos animados, cuando por primera vez inician su ministerio, ciertamente puede disiparse, o al menos debilitarse por el ejemplo mismo de los ya ancianos, si estos no brillan con el esplendor de sus virtudes, o si, so pretexto de no cambiar las viejas costumbres a que se hayan habituados, se muestran muy inclinados a un género de vida ya acostumbrado.

Cuanto deseaba la Iglesia ya hace tiempo (cf. CIC, can. 134), Nos lo aprobamos y recomendamos vivamente, esto es, que se introduzca y se extienda la vida común en los sacerdotes de una misma parroquia o de parroquias limítrofes.

Práctica esta de la vida común, que ciertamente puede llevar consigo ciertas dificultades, pero que indudablemente tiene grandísimas ventajas: ante todo, alimentar cotidianamente, cada vez más y más, entre los sacerdotes el celo y el espíritu de caridad; además, el que den admirable ejemplo a los fieles en su separación —la de los ministros de Dios— de sus propios intereses y aun de sus propias familias; finalmente, el que den testimonio, ante todos, de su escrupulosa solicitud por salvaguardar la virtud de la castidad sacerdotal.

Por lo demás, necesario es que los sacerdotes se consagren plenamente al estudio, según manda el Código de Derecho Canónico: «Los clérigos en ningún modo interrumpan sus estudios principalmente los sagrados, después que hubieren recibido el sacerdocio» (Can. 129).

Y el mismo Código, además de exigir que los sacerdotes jóvenes se sometan a examen «todos los años en el decurso de un trienio completo» (Can. 130, 1º), manda que con la mayor frecuencia, cada año, tengan ellos reuniones encaminadas a «promover la ciencia y la piedad» (Can 131, 1º).

Y para bien favorecer tales estudios, que a veces son difíciles a los sacerdotes a causa de las precarias condiciones económicas, sería muy oportuno el que los Ordinarios, siguiendo la antigua y luminosa tradición de la Iglesia, se cuidaran de devolver su antigua dignidad a las bibliotecas, catedrales, colegiales y parroquiales.

Bibliotecas estas eclesiásticas que, no obstante las muchas expoliaciones y destrucciones sufridas, poseen con frecuencia una preciosa herencia así de documentos como de códices manuscritos o de libros impresos, «testimonio muy preclaro, en verdad, de la gran actividad y autoridad de la Iglesia, así como de la fe y piedad de nuestros mayores, de sus estudios y de su refinada distinción»[29]. Que jamás estas bibliotecas sean consideradas como abandonados almacenes de libros, sino que presenten más bien una organización viva, de suerte que haya en ellas una sala dedicada a la consulta y estudio de libros. Pero, sobre todo, que dichas bibliotecas se hallen puestas al día, cuidando de proveerlas con toda clase de publicaciones, singularmente de las que tocan a las cuestiones religiosas y sociales de nuestro tiempo. Y así, tanto los profesores como los párrocos, y singularmente los jóvenes sacerdotes, podrá buscar en ellas, la doctrina necesaria ya para difundir las verdades del Evangelio, ya para combatir todos los errores.

Finalmente, Venerables Hermanos, juzgamos que pertenece a Nuestro oficio el dirigiros una especial advertencia sobre las dificultades propias de nuestros tiempos. Bien habéis advertido, y tenéis muy comprobado, que entre los sacerdotes, singularmente entre los menos dotados de doctrina y de una vida severa, cada día se va difundiendo, más grave y más extenso, cierto afán de novedades.

Novedad, por sí misma, nunca es un criterio cierto de verdad, y tampoco puede ser laudable, sino cuando, al mismo tiempo que confirma la verdad, conduce a la rectitud y a la probidad.

Ciertamente que son graves los errores de la época que vivimos: sistemas filosóficos, que nacen y mueren sin haber logrado mejorar en nada las costumbres de los hombres; manifestaciones artísticas verdaderamente monstruosas, que pretenden mostrarse bajo el falso nombre cristiano; sistemas de gobernación pública, que atienden más bien a las ventajas de los individuos que al bien común, y ello en no pocos lugares; organizaciones económicas y sociales, que maquinan mayores peligros para los honrados que para los hombres sin escrúpulos. De donde necesariamente se sigue que no faltan, en estos nuestros tiempos, sacerdotes inficionados de alguna manera por semejante contagio; que con frecuencia manifiestan tales opiniones y llevan un género tal de vida, aun en su propio vestir y en el porte de su persona, que ciertamente están muy ajenos así a su dignidad como a su ministerio; que se dejan llevar por el afán de novedad, así cuando predican a los fieles como cuando combaten los errores de los adversarios; y que, finalmente, al obrar así, no sólo debilitan la fe de su propia alma, sino que, pisoteada su fama personal, aniquilan totalmente la eficacia de su ministerio.

Sobre todas estas cosas, Venerables Hermanos, llamamos vivamente vuestra atención, bien seguros de que vosotros, en medio del desmesurado afán —que hoy se ha apoderado de no pocos—, de admirar ora los tiempos pasados ora los futuros, usaréis aquella prudencia, que, unida con la sabiduría y la vigilancia, sepa encontrar los nuevos métodos para la actividad y la lucha por el triunfo de la verdad. Estamos muy lejos de pensar que el apostolado no deba adaptarse a las realidades de la vida moderna y de que las iniciativas actuales no deban corresponder a las exigencias de nuestro tiempo. Pero como quiera que todo apostolado, que en la Iglesia se desarrolla, necesariamente ha de organizarse por los grados de la dignidad legítima, no se han de introducir nuevos métodos sino tan sólo con el beneplácito del Ordinario. Que los sagrados Pastores de una misma región o nación procuren en esta materia comunicar entre sí sus criterios, proveyendo de modo conveniente a las necesidades de sus regiones y estudiando seriamente los métodos más idóneos y ajustados al apostolado religioso. Y si todo esto se hiciera con orden y disciplina, nunca jamás podrá faltar la correspondiente eficacia a la acción sacerdotal. Pero que todos estén bien persuadidos de esto: que es preciso obedecer más bien a la voluntad de Dios que a la de los hombres, y que la actividad del apostolado no deberá regularse según las opiniones personales, sino más bien según las leyes y las normas de la Jerarquía. Vana ilusión es creer que cualquiera pueda ocultar su pobreza espiritual y dedicarse eficazmente a la difusión del reinado de Cristo tan sólo porque empleare extravagantes y absurdos métodos de actuación externa.

Y también juzgamos que se requiere una posición igualmente recta, por parte de los sacerdotes, cuando se trata de las doctrinas sociales, tal como se presentan en la época presente.

Porque no faltan actualmente quienes, frente a las maquinaciones de los comunistas, que, al prometer un perfecto bienestar temporal, intentan arrancar la fe a aquellos mismos a quienes prometen la plena felicidad temporal, no sólo se muestran temerosos sino que se hallan agitados; pero esta Sede Apostólica, en muy recientes documentos, ha indicado con toda claridad el camino que todos han de seguir y del que nadie puede apartarse, si no quiere faltar a la conciencia de su deber.

Pero otros se muestran no menos temerosos e inciertos ante aquel sistema económico que se llama capitalismo; cuyas graves consecuencias la Iglesia repetidas veces ha denunciado claramente. La Iglesia, en efecto, ha indicado no sólo los abusos del capital y del exagerado derecho de propiedad que semejante sistema promueve y defiende, sino que ha enseñado también que el capital y la propiedad han de ser instrumentos adecuados de la producción en beneficio así de toda la sociedad como del sostenimiento y defensa de la libertad y dignidad humanas. Los daños consiguientes a ambos sistemas económicos deben persuadir a todos, pero singularmente a los sacerdotes, a que se mantengan siempre fieles a la doctrina social enseñada por la Iglesia, y a que la propaguen entre los demás y la lleven por todos los medios a la práctica. En efecto; esta doctrina es la única que puede curar los males que cada día crecen en mayor extensión; porque ella sola es la que une y perfecciona conjuntamente las exigencias todas de la justicia junto con los deberes de la caridad y promueve un orden social que ni oprime a los individuos, ni los separa mutuamente por los exagerados afanes de las propias ventajas, antes bien los une en admirable armonía de relaciones y con el vínculo de la caridad fraternal.

Los sacerdotes, imitando los ejemplos del Divino Maestro, deberán ir por todos los medios al encuentro de las necesidades de los pobres y de los trabajadores, y aun de todos aquellos que gimen en la angustia y la miseria, entre los cuales han de contarse no pocos de la clase media y aun del mismo orden sacerdotal. Pero de ningún modo olviden jamás a aquellos que, abundando en las riquezas, son muy pobres en su espíritu y que, por lo tanto, han de ser llamados a una plena renovación de su vida, siguiendo el ejemplo de Zaqueo, que dijo: «La mitad de mis bienes... la doy a los pobres; y, si en algo he defraudado a alguno, le restituyo el cuádruplo» (Lc 19, 8). En el fervor de las disputas sociales, los sacerdotales jamás deberán olvidar la finalidad de su ministerio: con valor y sin temor alguno, propongan siempre aquellos principios doctrinales que, en las diversas clases sociales, se refieren ya al derecho de propiedad, ya a las riquezas o a la justicia y a la caridad; pero cuiden bien de enseñar con su ejemplo, en la forma más perfecta, aquellos mismos principios.

Pero sean seglares quienes se encarguen de que semejantes principios sean llevados a la práctica. Si aquéllos no estuvieran bien capacitados para ello, al sacerdote le corresponde el instruirlos y prepararlos.

Creemos ahora oportuno decir también algo de las difíciles condiciones económicas que afligen a la mayoría de los sacerdotes después de la última guerra, principalmente en aquellas regiones que, o por causa de ella o por los trastornos políticos, más han sufrido. Semejante estado de cosas Nos angustia profundamente, y nada hemos omitido, en cuanto estuviera en Nuestras posibilidades, para aliviar los sufrimientos, tristezas y extrema pobreza de muchos.

Bien sabéis vosotros, Venerables Hermanos, cómo Nos —en aquellos lugares en donde la necesidad parecía sentirse mayor— por medio de la Sagrada Congregación del Concilio, hemos concedido extraordinarias facultades a los Obispos y les hemos dado normas singulares, por las cuales pudieran de algún modo eliminarse las más grandes diferencias, en la situación económica, entre sacerdotes pertenecientes a una misma diócesis. Nos consta muy bien que en determinados lugares no pocos sacerdotes, dignos en verdad del mayor encomio, han obedecido a la invitación de sus Pastores; pero en otras partes, por razón de ciertas dificultades, dichas normas no han surtido íntegramente los efectos deseados. Por ello os exhortamos a que, con un espíritu verdaderamente paternal, prosigáis el camino empezado, pues de ningún modo es admisible que falte el pan cotidiano a los obreros enviados a la viña del Señor. Y en esta materia, asimismo, no dejéis de comunicarnos el éxito que hayan tenido vuestros intentos.

Alabamos, además, y recomendamos mucho, Venerables Hermanos, las iniciativas que toméis de común acuerdo para que no sólo no falte actualmente lo necesario a los sacerdotes, sino que se provea también a lo futuro con aquel sistema de previsión —que celebramos que se haya aplicado ya en otras clases de la sociedad civil—, y ello principalmente cuando los sacerdotes se hallaren enfermos, o sufran enfermedades, o desfallezcan por vejez. De este modo aliviaréis por completo a los sacerdotes en todo lo que toca a la incertidumbre de su porvenir.

A este propósito Nos place el manifestar paternal complacencia hacia todos aquellos sacerdotes que, aun a costa de grandes sacrificios, han auxiliado y auxilian en las necesidades de sus hermanos indigentes, especialmente si éstos se hallan enfermos o ancianos. Haciendo esto, dan una prueba luminosa de aquella caridad que Cristo señaló como divisa clara de sus discípulos, para que todos los reconocieran: «En ello conocerán todos que sois mis discípulos, si os amareis los unos a los otros» (cf. Jn 13, 35). Y deseamos Nos que los sacerdotes de todas las naciones se unan cada vez más con los vínculos más estrechos de la caridad fraterna, para que cada vez se ponga más de manifiesto que ellos, al ser ministros de Dios, Padre universal, se hallan unidos entre sí por el fuego de la caridad, cualquiera que sea la nación a que pertenezcan.

Pero bien comprendéis que este problema tan grave no se puede resolver adecuadamente, si los fieles no se convencen de que están íntimamente obligados a auxiliar al clero, cada uno según sus propias posibilidades, y si no se adoptan toda las medidas bien conducentes a semejante fin.

Por ello haced comprender bien a los fieles encomendados a vuestra pastoral solicitud la obligación que tienen de socorrer a los propios sacerdotes que se hallaren necesitados, porque siempre mantiene su valor aquella palabra del Salvador: «El operario es digno de su paga» (Lc 10, 7). ¿Cómo, pues, se podrá esperar una entusiasta actividad de los sacerdotes en su ministerio, si les faltare lo necesario? Por lo demás, los fieles que se olvidan de semejante deber, sepan que preparan, aun sin quererlo, el camino a los enemigos de la Iglesia, que en no pocos países buscan precisamente condenar al clero a la miseria para así mejor poder separarlo de sus legítimos pastores.

También los poderes públicos, según la diversa condición de cada nación, tienen obligación de proveer a las necesidades del clero, de cuyo ministerio bien cumplido recibe la misma sociedad muchos beneficios espirituales y morales, así en los individuos como en sí misma.

Finalmente, antes de terminar Nuestra Exhortación, no podemos menos de resumir y reiterar todo cuanto deseamos que continuamente tengáis ante vuestros ojos, como normas que son muy principales de vuestra vida y de vuestra actividad. Siendo sacerdotes de Cristo, necesario es que con todas nuestras fuerzas trabajemos para que la Redención, por El llevada a cabo, tenga la máxima eficacia en todas las almas. Al considerar atentamente las gravísimas necesidades de nuestra época, hemos de empeñarnos con todo esfuerzo para hacer que vuelvan a Cristo los hermanos desviados del recto camino, o los cegados por las pasiones; para iluminar a los pueblos con la luz de la doctrina cristiana, formándoles en una más perfecta conciencia de sus deberes de cristianos según las rectas normas de nuestra religión y, finalmente, para excitar a todos a que se entreguen con valentía a las batallas por la verdad y por la justicia.

Pero tan sólo alcanzaremos la meta deseada, cuando antes hayamos llegado a tal grado de santidad que podamos comunicar a los demás aquella virtud y vida que de Cristo hayamos derivado hasta nosotros.

Así, pues, a todo sacerdote le repetimos aquellas palabras del Apóstol: «No descuides la gracia que está en ti, que te ha sido dada... por la imposición de las manos del presbiterio» (1Tm 4, 14). «En todas las cosas muéstrate como modelo de buenas obras, en la doctrina, en la integridad, en la gravedad; que el hablar (sea) sano, irreprensible, de tal suerte que los enemigos queden confundidos, al no tener nada que decir contra nosotros» (Tt, 2, 7, 8).

Amados hijos: Tened en suma estima la gracia de vuestra vocación, y vividla de tal modo que se mantenga siempre fuerte y produzca los frutos más copiosos así para la edificación espiritual de la Iglesia como para la conversión de sus enemigos.

Y para que esta Nuestra Exhortación consiga el fin que persigue, una y otra vez os avisamos con estas palabras, que tan oportunas resultan sobre todo al declinar ya el Año Santo: «Renovaos... en el espíritu de vuestra mente y revestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y en la santidad de la verdad» (Ef 4, 23, 24); «sed... imitadores de Dios, como hijos muy predilectos, y caminad en el amor como Cristo nos amó y se dio a sí mismo a Dios como oblación y como hostia» (ibid., 5, 1, 2); «llenaos del Espíritu Santo, hablando entre vosotros con salmos e himnos, con cánticos espirituales, cantando y diciendo salmos en vuestro corazón al Señor» (ibid., 5, 18, 19), «velando con toda perseverancia y orando por todos los santos» (ibid., 6, 18).

Al meditar en el espíritu estas exhortaciones del Apóstol de las Gentes, Nos parece oportuno el aconsejaros que antes de terminar este mismo Año Santo, hagáis un curso extraordinario de Ejercicios Espirituales, de tal suerte que, movidos por una ferviente piedad, que allí lograréis, podáis conducir mucho mejor las otras almas a que se gocen en los tesoros de la divina misericordia.

Y cuando experimentareis la gran dificultad de seguir por el arduo camino de la santidad y de cumplir los deberes de vuestro ministerio, dirigid entonces confiadamente vuestros ojos y vuestro espíritu a aquella que es Madre del Eterno Sacerdote y que, por ello mismo, es la Madre amantísima de todos los sacerdotes católicos. Bien conocida os es la bondad de esta Madre; y en muchas regiones habéis sido instrumento de la misericordia del Inmaculado Corazón de María en el despertar así la fe como la caridad del pueblo cristiano.

Si María ama a todos con tiernísimo amor, de modo singular ama a los sacerdotes, que llevan en sí viva la imagen de Jesús. Y así, luego que con gran consuelo de vuestra alma hubiereis plenamente considerado el singular amor y la especial protección de la Bienaventurada Virgen María hacia cada uno de vosotros, sentiréis entonces cómo son mucho más llevaderas las fatigas así de vuestra santificación como de vuestro ministerio sacerdotal.

Y Nos con todo amor confiamos todos los sacerdotes del mundo entero a la Santa Madre de Dios, medianera de todas las gracias celestiales, de suerte que, por su intercesión, Dios haga descender una muy exuberante efusión de su espíritu, que a todos los ministros del altar empuje hacia la santidad y que renueve espiritualmente a todo el linaje humano.

Confiados en la poderosa intercesión y en el patrocinio de la Inmaculada Virgen María para la realización de todos estos deseos, imploramos la abundancia de las gracias divinas para todos; pero de modo singular para los Obispos y sacerdotes que en el cumplimiento de su deber, por defender los derechos y la libertad de la Iglesia, padecen persecución, cárcel y destierro. Singular amor es el que les profesamos; y les exhortamos paternalmente a que continúen dando buen ejemplo de la fortaleza y virtud sacerdotal.

Sea auspicio de estas gracias celestiales y prueba de Nuestra benevolencia la Bendición Apostólica, que con todo amor damos a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, y también a todos vuestros sacerdotes.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 23 de septiembre de 1950, año del gran jubileo y duodécimo de Nuestro Pontificado.



PIUS PP. XII



* AAS 42 (1950) 657-702.

[1] Praef. Miss. in festo Iesu Christi Regis.

[2] Exhort. Haerent animo; Acta Pii X, vol. IV, 237 ss.

[3] Enc. Ad catholici sacerdotii, AAS, 28. (1936), 5 ss.

[4] AAS 35 (1943) 193 ss.

[5] AAS 39 (1947) 521 ss.

[6] Pontificale Romanum, De ord. presbyt.

[7] Missale Rom., Canon.

[8] Pontificale Rom., In ordin. diacon.

[9] De imit. Christi, IV, c. 5, v. 13, 14.

[10] S. Athanas. De Incarnatione, n. 12: PG 26, 1003 ss

[11] . Cf. S. Aug. De civitate Dei 10, 6; PL 41, 284.

[12] Sermo 108: PL 52, 500, 501.

[13] AAS 39 (1947) 552, 553.

[14] Brev. Rom., Hymn. pro off. Dedic. Eccl.

[15] S. Aug. Enarr. in Ps. 85, 1: PL 37, 1081.

[16] Cf. enc. Mediator Dei: AAS 39 (1947) 574.

[17] Cf. CIC can. 125, 2.

[18] Cf. CIC can. 125, 1º.

[19] Enc. Mystici Corporis: AAS 35 (1943) 235.

[20] Cf. AAS 36 (1944) 239: Epist. Cum proxime exeat.

[21] Cf. Orat. die 12 sept. 1947.

[22] Enc. Quod multum, ad Epp. Hungariae, 22 aug. 1886: Acta Leonis, vol. VI, p. 158.

[23] Cf. Allocut. 25 nov. 1948: AAS 40 (1948) 552.

[24] Cf. Orationem diei 24 iun. 1939: AAS 31 (1939) 245-251.

[25] Ad Smyrnaeos8, 1; PG 8, 714.

[26] Ibid. 9, 1: 714, 715.

[27] Ad Philadelphienses 7, 2; PG 5, 700.

[28] Cf. AAS 41 (1949) 165-167.

[29] Cf. Epist. Emmi. Card. Patri Gasparri, a publicis negotiis, ad Italiae Episcopos datam die 15 mensis Aprilis anno 1923: en Enchiridion clericorum, Typ. Pol. Vat., 1937, p. 613.

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